LA STANZA DELLO SCIROCCO

 

 

 

Cuenta Leonardo Sciascia en El caso Moro que en las casas patricias sicilianas había una habitación donde las familias nobles se guarecían mientras soplaba el temible siroco, impetuoso viento del sudeste que atraviesa el Mediterráneo procedente de los desiertos del norte de África. Un viento que tanto me recuerda al violento levante gaditano que airea los lentos veranos de mi memoria conileña. O el que orea Tánger.

A «la torma moresca dei venti» se refirió Lucio Piccolo, el primo de Lampedusa, en su poema «Scirocco», y a esa camera alude Bufalino en varias novelas.

La stanza dello scirocco, en italiano, era un refugio que uno interpreta también como metáfora de la poesía. Y de la vida, que es lo mismo. No en vano el escritor de Racalmuto se preguntaba si ese cuarto no existía para «defenderse del pensamiento de la muerte».

Luis Landero, de esta suerte de Sicilia sin mar llamada Extremadura, otra isla, dejó dicho que los libros son «los mejores y más seguros escondrijos». Sí, «nada como esconderte en un libro».

Desde la adolescencia, uno ha encontrado en el ejercicio de leer y de escribir versos la pasión y el consuelo necesarios para afrontar las sucesivas rachas que el viento furioso de la existencia bate contra cualquiera. Como quien, «en medio de la desolación» —diría Ricardo Piglia—, construye «pequeños resquicios para evitar la tormenta»; como alguien que «edifica, absurdamente, murallas». Ojalá estos poemas, en fin, sirvan también a sus presuntos lectores siquiera como precario cobijo ante la adversidad.

 

Á. V.