CAPÍTULO 2

Al toquetear el traductor, me di cuenta de que ese mensaje extraño no era la comunicación de una criatura extraterrestre o de un ser ultradimensional que hubiera sintonizado con la frecuencia del dispositivo. Solo era Verkan diciéndome que dejara de perder el tiempo y que moviera el culo hacia las habitaciones. Aquel traductor no funcionaba del todo bien y a veces sufría interferencias. Algo que nunca me había pasado con los aparatos del Directorio XY.

—¿Estás sordo? —insistió Verkan.

—¿A ti te va bien este trasto? —le repliqué.

—Perfectamente.

Les pregunté a Oli y a Flynn, y al responderme la traducción resultó perfecta. Quizá solo había sido un fallo puntual.

—Los traductores son una innovación del equipo de desarrollo de Gamedonia —nos informó la secretaria sonriente—, funcionan a las mil maravillas.

—A ver, dime algo en tu idioma —insistí dirigiéndome a Verkan—, cualquier cosa que se te ocurra.

—Aquí no vas a tener tanta suerte como en el Directorio XY —me dijo fijando su vista en mí—; voy a ser mejor que tú en todas las clases. Demostraré que la leyenda que rodea el nombre de Rubius tan solo es un cuento.

Le había escuchado perfectamente, pero preferí trolearle:

—¿Mande? ¿Qué has dicho? ¿Algo sobre un complejo de inferioridad o algo así?

Verkan crispó el rostro. Aquello había sido un golpe bajo, sobre todo a juzgar por los codazos que me estaba dando Flynn: empezaba a pisar terreno peligroso.

—¿Cómo dices? —me preguntó con la voz más aguda de lo normal, como si no pudiera controlar el tono.

—Nada, que ya te escucho perfectamente —me apresuré a responder—, solo era una broma…

Me lanzó una mirada muy penetrante, como si sus ojos dispararan rayos láser.

—Mucho cuidado con las bromas —me advirtió.

—Vale, vale. Captado. No te me pongas nervioso el primer día.

—Nervioso te pondrás tú cuando empiecen las clases.

Me llevé las manos a un costado del vientre, como si Verkan me hubiera clavado un puñal.

—Me lo tengo merecido por bocazas.

Verkan me miró de arriba abajo. Supongo que me tenía por una especie de payaso sin gracia. Será que el sentido del humor ruso es muy raro. Corrijo: Verkan es el raro.

—Deja de hacer el idiota.

—Ok. Vámonos a las habitaciones. ¿Sabes por dónde es?

Verkan se limitó a señalarme con el dedo índice uno de los pasillos que nacían del vestíbulo, en cuyo lateral parpadeaba una flecha de color verde creada por ledes. Debajo podía leerse: «Dormitorios».

—Muy listo —le gruñí.

—Más que tú, seguro —gruñó él, a su vez.

Estuve a punto de enzarzarme con Verkan en otra de nuestras batallas verbales, como si fuéramos raperos, pero un letrero luminoso llamó mi atención.

Se trataba de una imagen insertada en la pared que había junto al pasillo de los dormitorios. Estaba festoneada de luces parpadeantes, como las típicas de Navidad. Me dirigí hacia allí para examinarla más de cerca.

Era una fotografía que de vez en cuando se animaba por unos segundos y mostraba una acción, para, acto seguido, retroceder hasta el punto inicial, quedándose quieta de nuevo como una imagen estática. Como un vídeo reproducido en bucle, pero desprovisto de cualquier sonido.

—Este tío es el director de Gamedonia —dije yo—, el que casi nos come con el Godzilla robot. Aunque aquí sale más joven.

—¿Estás seguro? —preguntó Verkan, a mi lado.

Describí una exagerada parábola con el dedo índice hasta señalar una pequeña inscripción luminosa bajo la fotografía animada. En ella se leía Timothy Peary, CEO.

—Uhm… —murmuró Verkan poniendo los ojos en blanco—, vale, me la has devuelto.

Verkan podía ser un tipo insoportable, pero también sabía reconocerlo cuando le ganaba una partida.

La fotografía volvió a animarse, y me fijé más en los detalles. En ella había un hombre de unos cuarenta o cincuenta años, aunque su bronceado y su camisa hawaiana le rejuvenecían. El CEO estaba subido a una tabla de surf que, a su vez, cabalgaba sobre las olas de la piscina de olas artificiales del campus. Sonreía enseñando todos sus dientes blancos como perlas, y su cabellera grisácea ondeaba al viento. Pero lo más extraño de todo era que sobre sus hombros, agarrado a su cuello, tenía un gato enorme. No era un gato gordo. Era un gato normal, pero tres o cuatro veces más grande de lo habitual. Parecía que también estaba disfrutando de aquella experiencia, a pesar de que todo el mundo sabe que los gatos y el agua no se llevan demasiado bien.

Verkan recorrió con la mirada todos los detalles de la imagen animada, hasta detenerse en aquel gatazo.

—Odio a los gatos —murmuró, y parecía inquieto.

—Pero si son muy monos —repuse yo.

La voz de Verkan pasó de la inquietud a un leve pánico:

—Soy alérgico a los gatos.

—¡Hola, muchachos! ¡Bienvenidos a Gamedonia! Perdonad lo de antes, mi robot suele tener vida propia. A veces no sé si soy yo el que lo manejo a él o él el que me maneja a mí.

Verkan y yo nos giramos en redondo, encontrándonos de frente con la cara sonriente de Timothy Peary. Tim.

Verkan estuvo a punto de replicar, pero se tragó la respuesta. O más bien Tim no le dejó abrir la boca: le costaba callarse.

—Perdonad que nadie haya salido a recibiros —continuó—. Como habréis visto, estamos en estado de alerta. Es algo grave, os lo aseguro…, pero luego las malas noticias, ahora las buenas: ya que pasaba por aquí, voy a acompañaros a vuestras dependencias en Gamedonia. Sentíos como en casa.

Verkan y yo nos miramos y nos encogimos de hombros.

Entonces, Tim nos condujo por un corredor, doblamos un par de esquinas, subimos una rampa, cogimos un ascensor, bajamos por una escalera circular, atravesamos un pasillo largo y, finalmente, desembocamos en un laberinto de paredes donde se alineaban las puertas de los cuartos de los estudiantes. Me parecía un poco raro que hubiera que dar tantas vueltas para llegar a los dormitorios y, por la forma dubitativa que tenía Peary de avanzar, creo que se perdió en un par de ocasiones. A los pocos minutos de conocerlo empezabas a ver un enorme rótulo de neón sobre su cabeza en el que ponía: «Soy una persona despistada que vive en su propio mundo».

Mientras nos extraviábamos por Gamedonia, Tim no dejaba de hablar. Por un instante, acaricié la idea de que en realidad Tim Peary fuera un alumno de la escuela que llevase veinte o treinta años repitiendo curso.

—Chicos, de nuevo me disculpo; todo está un poco manga por hombro, pero la escuela está afrontando una de las peores crisis que yo recuerde. Todavía no os puedo contar nada, estamos reuniendo datos. Pero es algo gordo, gordo. Esta noche, durante la fiesta de bienvenida, creo que podré daros más información. Por cierto, ¿a que mola la furgoneta con la que os fueron a recoger al aeropuerto?

Recordé la furgoneta desvencijada que nos había esperado en la salida del aeropuerto de Alice Springs. Era el mismo modelo que la que nos había rescatado en mitad de nuestra huida del Directorio XY. Al parecer, Tim era un amante de ese tipo de vehículos y los coleccionaba por docenas. Siempre decía que era un recuerdo rodante de su época hippie, cuando había asistido al festival de música de Woodstock.

—Qué tío más raro, ¿no? —me susurró Verkan.

Yo no dejaba de fijarme en él, y tenía razón. No paraba de guiñar un ojo mientras nos hablaba: más adelante descubriría que así activaba un implante de su globo ocular por el que recibía información. En aquel caso, el lugar donde debía colocar a esos dos nuevos alumnos que éramos Willard Verkan y yo.

Sí, era sorprendente que un tipo tan excéntrico como Tim Peary dirigiera una escuela tan prestigiosa como Gamedonia. Y eso que aún no sabíamos que su despacho era como el cuarto de un adolescente atrapado en la década de 1980: tenía un reproductor de vídeo VHS donde solía ver las películas Los Goonies y Cuenta conmigo. También guardaba una enorme jukebox Wurlitzer con grandes éxitos de la época, como The Power of Love de Huey Lewis and the News y Thriller de Michael Jackson. Las paredes estaban decoradas con pósteres de estrellas del cine de John Hughes. En una vitrina exhibía unas zapatillas Air Jordan sin usar, así como figuritas de He-Man. Por si fuera poco, tenía una lámpara de lava, cómics de Spiderman y varias novelas de Stephen King, como Misery. Y en una esquina, expuesta como si fuera un ídolo, una máquina de arcade original de Donkey Kong.

Por fin, llegamos hasta la puerta de nuestro dormitorio.

—Aquí es, chicos —exclamó desplazando los brazos como si fuera un auxiliar de vuelo mostrando las salidas de emergencia del avión con esos gestos tan subrayados, casi paródicos—. Yo me marcho a toda leche, hay mucho que hacer para esta noche y aún ni me he duchado. ¡Huelo a tigre!

Y Tim desapareció pasillo abajo como un torbellino.

—Lo que faltaba —dijo Verkan en tono apesadumbrado—: Tenemos que compartir habitación.