Tengo pleno conocimiento de que en España reside una colonia cuya misión es totalmente bienhechora y pacífica, pero cuyo descubrimiento equivaldría a una especie de shock de tipo macrosocial que provocaría serios y graves perjuicios[1].
DON ENRIQUE
Estas palabras de don Enrique, un sacerdote sencillo de la comarca sevillana de Los Alcores, dieron la vuelta al mundo. Se refería al contacto que mantenía por carta con unos seres procedentes de las estrellas que llevaban unos años viviendo en la Tierra y que llegaron como exploradores del espacio para estudiarnos. Como su apariencia física era similar a la nuestra, les resultaba muy fácil pasar desapercibidos, explicaba el sacerdote. La biología que genera la vida es similar en el Universo. Las leyes son las mismas para todos, las conozcamos o no.
Cuando yo era una joven estudiante de periodismo en Salamanca comencé a preguntarme quién era, invadida por un potente sentimiento de forastera. Mi voz interior me decía que, si quería resolver mi inquietud, debía encontrar la información esencial que la humanidad había olvidado en el camino. Así que comencé a viajar por todo el mundo en busca de respuestas, desde China a México, desde el Tíbet a África.
Unas décadas después estuve en la Feria del Libro de Guadalajara (México) y, tras conocer la historia de una mexicana que tenía poderes extrasensoriales, decidí escribir una novela sobre ella. A mi regreso a Madrid, donde vivía entonces, comencé a documentarme y al inicio de las vacaciones del verano de 2007 regresé a Sevilla. Entonces me acordé de mi antiguo maestro, don Enrique, que fue mi profesor cuando yo tenía trece años, en la loca y divertida década de los ochenta. A partir de 1968, cuando se hizo famoso en todo el mundo por hablar de los viajeros cósmicos que exploraban la Tierra, empezaron a llamarle «el cura de los ovnis».
—¿Le molestaba que lo llamaran así? —le pregunté un día.
—Al principio no me hizo mucha gracia, pero cuando vi que me lo decían con cariño, acabó gustándome.
El caso es que él siempre se preocupó y se ocupó de los jóvenes. Sentía que estaban abandonados en un mundo donde la cultura cada vez tenía menos importancia e hizo todo lo que estuvo en sus manos por instruir a una generación tras otra. Creó el Club Juvenil Alegría, el Hogar del Preadolescente y el Festival de Cante Jondo Antonio Mairena, uno de los más prestigiosos de España, que él mismo puso en marcha junto al cantaor, gran amigo suyo, y que nació como una tómbola benéfica.
Todos los años celebraba la Feria del Libro en su parroquia de Mairena del Alcor. Y así fue cómo un día cayó en sus manos un libro científico sobre el fenómeno de los objetos interestelares que se veían en el cielo, sobre los que era un escéptico. Entonces descubrió las ilimitadas dimensiones de la Creación.
A partir de entonces, entre sus enseñanzas más fascinantes se encontraba el exhaustivo e interesante relato analítico de seres que habían visitado la Tierra en distintos momentos de la Historia. Su magisterio era un privilegio para unos jóvenes inquietos que habían nacido en la primera era de la exploración espacial. Don Enrique era solicitado por los mejores periodistas y por destacadas personalidades del mundo. Y nosotros, unos mocosos de trece años, lo teníamos cada día en nuestra clase sin ser conscientes de que aquel hombre enjuto y generoso estaba tan altamente considerado.
La civilización Ummo que él sacó a la luz pública internacional procedía de la estrella Wolf, que se encuentra a 14,6 años luz de la Tierra. No puede ser una coincidencia que el astrofísico Stephen Hawking afirmara que estaba seguro de que había vida inteligente a 16 años luz de nosotros y que era el lugar al que deberíamos ir a explorar.
Pero el caso Ummo cayó en las garras del programa de desinformación de la CIA que el establishment estadounidense puso en marcha para acaparar todo el conocimiento vinculado a las estrellas y seguir controlando a las sociedades y a las personas. En 1968, dos arquitectos llegados de Nueva York se presentaron en la casa de don Enrique pidiéndole los informes. En mi opinión, eran dos agentes camuflados de los servicios secretos. Mi maestro les dejó que copiaran los documentos, para lo cual permanecieron varios días en Mairena del Alcor. Pero estos solo fueron los primeros: otros muchos fueron a su casa y le escribieron cartas desde todos los países del mundo, incluso en esperanto, demostrando que, a pesar de las malas prácticas de los organismos oficiales, la sed de conocimiento estaba por todas partes.
Don Enrique era un sacerdote ejemplar que no estaba por la labor de ocultar el conocimiento. Él deseaba difundirlo por todo el mundo. Detestaba la mentira y trabajaba por la Verdad. Lo primero que destacaban de él todos los periodistas que lo entrevistaban era su brillante inteligencia y su vasta cultura. No había materia que escapara a su comprensión. Pasaba de hablarme de Dios a la física cuántica, la medicina de vanguardia o la curación por sugestión en una sola frase. En ocasiones, no era fácil seguirlo. Fue un revolucionario que planteó en su libro, Mirando a la lejanía del Universo, una teología cósmica sólidamente cimentada. Don Enrique sabía leer más allá de la apariencia, descifrar códigos y palabras antiguas, ver donde otros solo miran. Era un sacerdote de otro tiempo, interesado en igual medida tanto por el pasado como por el futuro. Había recibido muchos dones: sabía interpretar los sueños, tenía la capacidad de la precognición, curaba por hipnosis… Pero, sobre todo, era un teólogo excepcional.
Escucharlo me hacía pensar en los sacerdotes egipcios en la Casa de la Vida, rodeados de papiros y tablillas de arcilla, dominando todas las ciencias y todos los idiomas de la antigua Mesopotamia, viajando de aquí allá, observando el mundo, comunicándose con Mâryâ’ y reflexionando sobre todo lo divino y lo humano. No había asunto que escapara a su interés.
Sin sus enseñanzas yo jamás habría escrito este libro. El antiquísimo clan de los sacerdotes es originario de Sumeria, la cuna de la civilización. La casta sacerdotal era la encargada de guardar el conocimiento y, sus miembros, conectados con el más allá, eran canales entre el Cielo y la Tierra. Como también ocurre hoy, algunos se corrompen, pero otros ayudan a los demás a avanzar compartiendo la sabiduría que alcanzan tras una vida dedicada al estudio.
Pero las primeras sacerdotisas fueron mujeres. La ciencia ha revelado que nosotras tenemos más desarrollada la zona del cerebro dedicada al lenguaje, las matemáticas y la abstracción. La explicación de esto es que comenzamos antes que los hombres a usar ese instrumento de la mente.
—Cristina, sabía que vendría alguien a quien yo le transmitiría mis conocimientos —me dijo mientras reflexionaba sobre la cercanía de su muerte.
—¿Y cómo podía saber algo así? —le pregunté.
—Por deducción. Dios es sabio y no iba a permitir que se perdiera y desperdiciara el conocimiento que he atesorado durante tantos años. Sabía que yo debería transmitírselo a alguien para que lo difundiera. Pero en algo estaba totalmente equivocado. Siempre pensé que vendría un hombre y, sin embargo, has venido tú. ¡Cómo no he caído en la cuenta! Las mujeres sois las predilectas de Dios… Era tan lógico que viniera una mujer que ahora me hace gracia no haberlo intuido antes.
Pasé los tres últimos años de su vida aprendiendo a su lado. Así me convertí en su discípula. Cuando murió, me legó todos sus documentos y su biblioteca, uno de sus mayores tesoros. Don Enrique me inició en muchos caminos del conocimiento, y uno de ellos es el de las astronaves que aparecen en el Cielo.
—Es un fenómeno histórico, Cristina, que depende, entre otras cosas, de la credibilidad de las personas que los han visto. Multitud de personas de todos los tiempos y de todos los continentes los vieron, como Moisés, el profeta Elías, que, según la tradición, se marchó en una astronave, el procónsul Sila, la reina Sofía…
Para don Enrique, las visitas forman parte del plan divino de descubrimiento, cada vez mayor, de que no estamos solos en el Cosmos. Para mí es el mayor secreto y la cuestión más trascendente para la Humanidad.
—Cristina —me dijo un día el mârâ’[2]—, nadie puede quedarse en mitad de una montaña… O la sube o la baja, pero no puede pararse en la mitad.
Así que tuve que seguir subiendo. Cuando don Enrique murió[3], continué investigando yo sola. En este libro expongo algunas de los más maravillosos descubrimientos que he hecho.