I

UNAS CENIZAS Y UN CORAZÓN PARTIDO

 

 

 

Soy Julia Livila, hija de Germánico y hermana del emperador Cayo, al que llamaban Calígula, y para empezar este relato de un modo lógico, lo haré por mi primer recuerdo de él.

Mi padre, el gran general conquistador, muy querido por Roma (aunque no por su emperador), fue gobernador de Siria durante un año, pero abandonó súbitamente este mundo a consecuencia de una enfermedad. O del veneno del emperador, según dicen algunos, como mi madre. Yo no guardo recuerdo de esa tierra polvorienta, claro. No era más que un bebé llorón cuando murió mi padre y mi madre tuvo que agarrar a sus hijos y volver a casa con las cenizas de su esposo y el corazón partido.

Así que, en el año de los cónsules Silano y Balbo, llegué a Roma con los otros, en brazos de mi madre: una comitiva fúnebre que volvía de tierras lejanas a una ciudad afligida y gobernada por un emperador malvado. Desembarcamos en Ostia y después nos trasladamos a la capital, que recorrimos a paso majestuoso, una familia sombría en medio de la multitud quejumbrosa que acudía a ver a su amado Germánico regresar a su hogar por última vez. Íbamos mudos y taciturnos, Drusila y Agripina, Cayo y yo, madre y los numerosos esclavos y sirvientes. Como aún era una criatura sin verdaderos recuerdos, sólo me queda una imagen de ese día: la de mi hermano cogiendo en brazos a Drusila, por el bien de sus piececitos agotados, y cruzando con ella el foro bajo un espléndido arcoíris que se dibujaba, curiosamente, sobre un cielo de un azul intenso.

Un único instante de mis primeros días de vida: el arcoíris, la multitud bulliciosa, un entierro y mi hermano en su máximo esplendor.

 

 

Pasaron cuatro años durante los que vivimos en Roma como una familia grande y pacífica, aunque no siempre armoniosa. Además de la ostentosa vivienda que poseíamos en el Palatino, donde se había criado mi padre, mi madre conservaba una villa bien equipada y con extensos jardines al otro lado del Tíber, desde la que podía verse el mausoleo que albergaba las cenizas de nuestros antepasados, y esa finca medio rural era su favorita. Me gustaba pensar, seguramente con la ingenuidad y la puerilidad propias de mis cinco años, que era porque quería pasar los días que le quedaban cerca de donde descansaban los restos de mi padre. Agripina y Calígula, que eran mucho más perspicaces e intuitivos que yo, sostenían en cambio que la verdadera razón era que estaba convencida de que Tiberio había ordenado la muerte de su esposo, y que jamás contemplaría siquiera la posibilidad de vivir cerca del emperador en el Palatino.

A mis cinco años, yo agradecía los amplios jardines y el aire relativamente puro de ese lado del río, lejos del hedor estival de las calles atestadas de Roma. Mientras me convertía en una niña feliz, que correteaba por el jardín con los perros de la familia, absorta en una serie interminable de juegos que siempre me dejaban las ropas rotas y manchadas de barro, también fueron creciendo mis hermanos. Nerón y Druso empezaron a vestir la toga virilis* mientras estábamos en Roma, convirtiéndose así en hombres a los ojos de la ciudad, y ambos recorrían los pasillos de la villa pensativos, aguardando impacientes un destino en las legiones como tribunos. Agripina, que tenía ocho años, ya apuntaba maneras de fuerte rival en el juego del poder. Enfrentaba constantemente entre sí a los esclavos, los criados o los antiguos clientes de nuestro padre, por diversión y siempre en su propio beneficio. Drusila, un año más joven, se conformaba con jugar con un pequeño círculo de amigos y constituir su propia corte como si fuese una emperatriz. El hijo del difunto cónsul, Marco Emilio Lépido, que visitaba a menudo la villa, había empezado a rondar a Drusila como si del suelo que pisaba brotasen rosas. Aun a tan tierna edad, recuerdo los primeros celos que me inspiró mi plácida hermana. Ella no tenía que hacer nada para llamar la atención de todo el mundo, mientras que a mí a menudo me ignoraban. Ojalá me hubiera llevado mejor con Drusila entonces y hubiera sido más cautelosa con Agripina.

Hubo un momento de tensión cuando Calígula, entonces un chico alto y delgado de once años, empezó a merodear alrededor de Lépido, disputándose con el apuesto visitante la atención de nuestra hermana. Agripina y yo conteníamos la respiración en cada visita, esperando a que nuestro hermano más joven atacase a Lépido para defender su relación con Drusila. Calígula tuvo siempre un genio muy vivo, la verdad, aunque formaba parte de su carácter. Todas sus emociones eran igual de claras e intensas: irascible pero muy cariñoso, desbordante de compasión pero de humor severo, casi cáustico... Al final nuestra preocupación resultó infundada. Una mañana, cuando Lépido vino a vernos, le trajo un regalo a Calígula: una daga incrustada de piedras preciosas. Era un objeto pequeño, caro y decorativo, pensado para hacer manualidades a pesar de su empuñadura de plata, pero el obsequio sirvió para sellar su amistad con nuestro hermano, que jamás se desprendió de la daga. Desde ese día, compartió a Drusila con Lépido y el asunto se resolvió, aunque no logró acabar con mis ataques de celos ocasionales por la atención que mi hermana, guapa y delicada, recibía constantemente.

 

 

Fue una época feliz, pero las cosas empezaron a cambiar en el año de los cónsules Polión y Veto. Un día los chicos mayores y nuestra madre andaban ocupados en la villa mientras los pequeños y algunos de nuestros amigos nos entreteníamos jugando en el Patio de las Fuentes, cuando la pesada aldaba de bronce de la puerta atronó dos veces, con rotundidad, anunciando una visita. El portero de piernas arqueadas salió de su garita arrastrando los pies, tamborileando con los dedos de la mano izquierda en el recio garrote de madera de fresno que llevaba a la cintura, se acercó a la puerta y abrió una rendija. Instantes después y tras un intercambio breve y lacónico, abrió del todo para dejar entrar a los soldados.

Era la primera vez que me topaba con hombres de la Guardia Pretoriana, al menos desde que tenía uso de razón. Y era evidente que se trataba de soldados, pese a su indumentaria civil. Vestían la toga como si fuese una armadura, impenetrable y de un blanco marmóreo, la mano suspendida sobre la indiscreta protuberancia que escondía la empuñadura de una espada. Tenían el semblante sombrío y la mandíbula cuadrada de un hombre duro, y sus pies hacían crujir la gravilla igual que las cáligas, las sandalias guarnecidas de clavos de los soldados. Éstos no visitaban una villa sin motivo, y menos aún los pretorianos.

Al verlos me entró el pánico. Todo lo que madre nos había dicho sobre la muerte de padre de pronto parecía posible con las tropas del mismísimo emperador en nuestro jardín. Puede que chillara, porque Calígula alargó el brazo y me agarró, tiró de mí y me estrechó, protector, entre sus brazos, murmurando palabras tranquilizadoras sin más sustancia que el sonido de su propia voz, que era siempre algo hipnótica, salvo cuando estaba enfadado.

Olvidando nuestros juegos, vimos cómo los soldados entraban en nuestra casa, tableteando con sus toscas sandalias en el suelo de mármol. Apenas estuvieron dentro un momento. Unos instantes. El mensaje que transmitieron debió de ser tan directo y escueto como sus modales, y en cuanto salieron de la vivienda para aguardar pacientemente fuera, madre se apresuró a seguirlos con el mayordomo pegado a ella y un grupo de esclavos detrás. Al final iban Nerón y Druso, ambos con sus togas y con espadas ocultas debajo en una perturbadora réplica de los pretorianos.

—Lépido, Calavia y Tulio, me temo que vais a tener que marcharos. Hipsicles os llevará con vuestras familias. —‌Madre se volvió hacia nosotros, inflexible—. Niños, entrad en casa y poneos vuestras mejores galas tan rápido como podáis. El emperador quiere vernos. —‌Fue mirándonos a todos y sus ojos se posaron en mí—. Livila, ¿cómo has podido ensuciarte tanto en tan poco tiempo? Lávate la cara y péinate. Y daos prisa, todos. A los emperadores no les gusta que los hagan esperar.

Mientras pasábamos deprisa por delante de ella para entrar en casa y adecentarnos cuanto antes e Hipsicles, nuestro mayordomo, reunía a nuestros amigos para devolverlos a sus domicilios, madre pareció reparar por primera vez en nuestros hermanos mayores.

—Por la sagrada Venus, ¿qué estáis haciendo vosotros dos?

Sus caras atónitas revelaban su perplejidad.

—¿Esas espadas?

—Pero los pretorianos llevan espadas —‌protestó Nerón, ceñudo.

—Ningún ciudadano lleva un arma de guerra en la ciudad —‌explicó madre en un susurro furioso—. Los pretorianos están exentos por orden imperial, porque necesitan la espada para cumplir con su deber, pero vosotros sois ciudadanos particulares. Quitaos esas espadas antes de que os arresten.

Mientras nuestros hermanos mayores se despojaban con dificultad de las togas, se quitaban las espadas y volvían a colgarse las prendas drapeadas con la ayuda de los esclavos, nosotros fuimos corriendo a prepararnos para el emperador. Con asombrosa presteza, nos presentamos de nuevo a la puerta, vestidos de forma exquisita, limpios y aseados. Madre marchó de un lado a otro por delante de nosotros, como un general pasando revista a sus tropas. Me pregunté si mi padre habría sido así. Enarcó una ceja al ver la daga de plata que Calígula llevaba al cinto, pero no dijo nada; a fin de cuentas, no era un arma de guerra.

Los soldados nos escoltaron hasta un carruaje grande que se había dispuesto con premura y al poco salíamos por la puerta dando botes a un paso uniforme, escoltados por la guardia del emperador, rumbo al centro de la ciudad. Al llegar al puente de Agripa, la presión del tráfico obligaba a los soldados a ir delante o detrás de nosotros, y en cuanto se apartaron, madre empezó a parlotear con nosotros en susurros.

—Guardaos de todo en el palacio, hijos. El emperador es un anciano peligroso y, tras el fallecimiento de su hijo el mes pasado, es peor que nunca. Su corte es un nido de víboras, a cual peor, presidido tanto por los peligrosos oficiales de la Guardia Pretoriana como por el propio emperador. No digáis nada salvo que os pregunten directamente y, en ese caso, sed prudentes con vuestras respuestas. Sed educados, pero no serviles. Sed veraces pero no muy pródigos con la verdad. Sobre todo, tened cuidado. Recordad que ése es el hombre que mandó envenenar a vuestro padre.

Evidentemente tenía más que decir, pero ya habíamos cruzado el puente y los soldados se acercaban, así que guardó silencio y clavó los ojos en la elevación lejana del Palatino. Viajamos en un tenso silencio y, cuando el carruaje se detuvo a la puerta del gran palacio de Tiberio, estábamos todos muy nerviosos. La espléndida fachada, con sus falsas columnas y su frontis marmolado estaba interrumpida en el centro por un pórtico alto con un extraordinario frontón en el que se hallaba representado el propio emperador masacrando germanos cuando era un joven general.

Debo confesar que temblaba de los nervios cuando subimos la escalinata y nos situamos bajo la sombra de ese pórtico. La presencia de soldados armados y vestidos con armadura que podían haberme matado antes de que me diera tiempo a gritar inquietaba a la niña de cinco años que era entonces.

Calígula estaba allí, a mi lado, apoyando una mano tranquilizadora en mi hombro, procurando librarme del miedo. Y funcionó, también. Empecé a calmarme y, cuando dejé de temblar, pasó a agarrar de la mano a Drusila. Volví a sentir una punzada de celos. La complicidad que había entre ellos era mucho mayor que la que teníamos nosotros y yo se lo envidiaba a mi hermana porque él era verdaderamente el niño mimado de la casa.

Entramos en un patio donde unas sendas de travertino blanco atravesaban unos lechos de lascas de mármol africano dorado, rematados a ambos lados por chopos muy bien cuidados, en filas perfectas. Cruzamos y entramos en el palacio, y dejamos que nuestros ojos se adaptasen a la escasa luz del interior. El edificio principal del extenso complejo palaciego, una domus rectangular en pleno centro, estaba exquisitamente diseñado y era espacioso y de techos altos, suntuoso sin caer en la ostentación de los principitos orientales. Era más grandioso que nada que yo hubiera visto y mis ojos lo recorrían como si tuvieran vida propia.

En algún momento, sin que yo me diera cuenta, pasamos del control de la Guardia Pretoriana al de la Guardia Germana personal del emperador. Aunque aún llevábamos una escolta de cuatro pretorianos, sus compañeros ya no se veían por el edificio. En su lugar, hirsutos hombres del norte, de pelo rubio rojizo y mirada recelosa ocupaban los diversos huecos y entradas, observándonos como si fuéramos nosotros los forasteros y no ellos. Me pareció paradójico que aquellos bárbaros protegieran al mismo hombre que figuraba representado en el frontón del edificio haciendo pedazos con su espada a individuos de su misma tribu. Calígula entornó los ojos cuando pasamos por delante de todos aquellos hombres armados, y por la expresión de su rostro deduje que, a su juicio, nos estábamos metiendo en las fauces purulentas de la bestia.

Aún estaba preguntándome qué necesidad había de una guardia formada por esos bárbaros tan brutos estando perfectamente disponible la unidad de élite romana, cuando nos condujeron al interior de un salón adornado de banderas de color púrpura, blanco y dorado. En los rincones ardían unos braseros que hacían la estancia acogedora, aunque un poco de humo subía hacia el techo. En el centro de la sala, de una fuente en forma de estatua de tres mujeres griegas de atributos poco realistas (las Furias, posiblemente) manaba vino a una pila inferior en la que los esclavos llenaban cada cierto tiempo una copa para el emperador o uno de sus invitados, diluyéndolo con un poco de agua antes de servirlo. La extravagancia era pasmosa, aunque el puro despilfarro de todo aquello me era ajeno a tan tierna edad.

Me llevó un momento localizar al emperador. No conocía a ninguno de los que lo acompañaban, aunque supongo que estarían bien posicionados dada la libertad con que hablaba delante de ellos.

Tiberio me pareció un cadáver. Si se hubiese desmoronado, descompuesto, ante mis ojos, no me habría extrañado. Y no sólo por su edad (aunque ya había dejado muy atrás la juventud, he conocido a hombres mayores de lo que era él entonces), sino por una mezcla de varios factores: su edad, su amargura, su temperamento agriado y, creo, una serie de enfermedades crónicas que habían empezado a infestarlo en ese tiempo. Estaba demacrado y ojeroso y su piel tenía ese aspecto de cuero fino que siempre he encontrado desagradable. Sin embargo, pese al aire cadavérico de su cuerpo, cuando lo miré a los ojos vi en ellos una inteligencia feroz y una crueldad extrema. De nuevo, empecé a temblar y procuré esconderme detrás de mis hermanos, más altos.

—La dama Agripina... —‌dijo el emperador sin entusiasmo, refiriéndose a mi madre y no a mi hermana, que se llamaba igual.

—Majestad —‌contestó mi madre con una cortesía forzada que casi resultaba brusca y una cabezada que hasta parecía una falta de respeto. El emperador lo vio y yo noté cómo se endurecía su mirada.

—Llegas tarde.

—Disculpe, majestad. Sus guardias no nos dijeron una hora concreta. Hemos venido lo más rápido posible.

Ésa fue la primera vez que reparé en Sejano. El emperador, derrotado en aquella contienda verbal, lanzó una mirada de irritación al prefecto pretoriano, que estaba de pie, vestido con armadura, cerca de él, acechando en las sombras. Me estremecí al vislumbrar a aquel hombre en la penumbra.

—Se te perdona —‌dijo el emperador con un gesto magnánimo y una sonrisa que apenas afectó a sus labios y menos aún a ninguna otra parte de su rostro—. Que se relaje tu progenie. Hay divanes y cojines en abundancia. Y tú, querida Agripina, siéntate, por favor.

¿«Querida» Agripina? No sé bien por qué, miré de reojo a mi hermano Calígula y observé que sus dedos acariciaban la vaina del cuchillo que llevaba al cinto. Recé para que ninguno de los guardias germanos lo viera, porque seguramente lo interpretarían como una amenaza.

Nos sentaron, a mi hermana ’Pina a mi izquierda, a Calígula a mi derecha, a Drusila más allá, los cuatro en el mismo diván. Mi madre se instaló, rígida, en otro, sin recostarse como era de esperar, y mis dos hermanos mayores se pusieron a su lado.

—¿No asististe a la ceremonia de duelo? —‌preguntó el emperador como si nada, aunque la bilis que ocultaban sus palabras era innegable.

Observé que los ojos de Calígula exploraban nerviosos la estancia, escudriñando todos los rostros. Mientras nuestros hermanos mayores permanecían sentados, respetuosamente fascinados por la presencia del emperador, Calígula estaba más interesado en las reacciones de quienes lo rodeaban y se servía de ellos, ahora lo sé, para juzgar el verdadero estado de ánimo y la auténtica motivación del emperador, sin tener que despojar al viejo amargado de la máscara que llevaba por naturaleza.

—De nuevo le ruego que me disculpe, majestad —‌dijo madre—. Estaba indispuesta e imposibilitada para viajar.

—¿Viajar? ¿Al foro? ¡Pues sí que estabas indispuesta, querida!

Se hizo un incómodo silencio. Madre no se iba a derrumbar ante la presión de las palabras del anciano. Era obvio para todos los presentes por qué no había estado allí, pero nadie se atrevió a decir nada al respecto. El emperador suspiró.

—Lamento la pérdida de mi hijo, Agripina. La lamento profunda e intensamente. No duermo. Lloro a menudo.

El cambio fue tan repentino que nos pilló a todos por sorpresa, incluso a mi madre, cuya coraza de silencio se agrietó.

—Ningún padre debería enterrar a un hijo, majestad.

De nuevo un silencio, sólo perturbado por el borboteo de la fuente de vino.

—Coincido contigo —‌dijo él al fin—. Por desgracia, no puedo permitirme el lujo de apenarme. Roma exige. Siempre exige. Su hambre es insaciable, y yo nunca puedo darle la paz que ella me daría. Mis asesores y los miembros más insistentes del Senado me recuerdan a todas horas el asunto de la sucesión. Creo que temen que esté al borde de la muerte sólo porque ya no soy joven. Hemos disfrutado de medio siglo de paz interna desde que mi ilustre antepasado arrebatara el control del Imperio a ese perro de Marco Antonio y fundara una dinastía.

Vi que mi hermano apretaba la mandíbula y posaba los dedos en la empuñadura de su daga. Antonio, el gran amigo de César, era, a fin de cuentas, otro de nuestros bisabuelos, y el comentario era poco menos que un insulto descarado.

—Y mi línea dinástica se ha extinguido con mi hijo —‌continuó el emperador con frialdad y sin entusiasmo—, con lo que la sucesión pende de un hilo y esos ancianos parlanchines del Senado temen que estalle una guerra civil si no lo solucionamos.

—Los senadores son astutos, majestad —‌dijo madre en voz baja—. La sucesión es de primordial importancia.

—¡No estoy al borde de la muerte! —‌espetó Tiberio con una rabia que pareció convertirse en humo y propagarse por todo el salón. Suspiró de nuevo y se desinfló—. Ya he tomado una decisión, Agripina. A pesar de las diferencias que hay entre tú y yo, tu esposo era mi sobrino y yo quería a mi hermano, su padre, más que a ningún otro hombre. Y tras la trágica muerte de Germánico, no toleraré que se extinga vuestro linaje. A fin de cuentas, sois de la casa del divino César. Ya he informado al Senado de mis intenciones. Tus hijos mayores, Nerón y Druso, serán nombrados mis herederos en lugar de mi hijo y, antes de que me preguntes por qué, te voy a explicar algo, Agripina. Sé que no soy de tu agrado y que desconfías de mí. Tú me inspiras una antipatía similar, aunque en menor medida, pero siempre me has hecho saber tu opinión y, pese a nuestra enemistad, me sigues tratando como a tu emperador y como a un pariente lejano de tu familia. En los cuatro años que llevas en la ciudad, jamás has conspirado contra mí, ni te has relacionado con mis enemigos, y tampoco lo han hecho tus hijos. Hay algunos en mi corte —‌dijo, barriendo con el brazo la sala como señalando a los lacayos anónimos— que aseguran ser mis amigos más íntimos y mis mayores defensores y que ya han tomado medidas en mi contra de las que creen que no estoy al corriente.

Me sobresaltó un súbito gorgoteo y mis ojos, como los de todos los demás, se volvieron hacia el lugar del que procedía el ruido. Un hombre joven que vestía una toga exquisita sufría de pronto sacudidas y espasmos al tiempo que los pliegues blancos de su atuendo se teñían de carmesí. Situado encima de él, Sejano, el comandante de la Guardia Pretoriana, retiraba la espada del cuello del hombre, la limpiaba bien con un paño y volvía a envainarla mientras el cuerpo del desafortunado cortesano se desplomaba, chorreando sangre, en el suelo.

La conmoción me produjo náuseas. El olor de la sangre impregnó el aire de su aroma empalagoso aun a pesar del hedor de aquellas entrañas abiertas. Pero ni el olor ni la visión me asquearon tanto como la súbita consciencia de que se le había arrebatado la vida a alguien ante mis propios ojos, de que se le había puesto fin con saña y con frialdad. Creo que vomité un poco.

Era la primera vez que veía morir a alguien. Y no sería, ni mucho menos, la última.

En cambio, a Calígula, sentado a mi lado, no le llamó la atención el cadáver empapado en sangre, sino el oscuro asesino que se encontraba tras él. En ese momento tuve la certeza de que mi hermano había memorizado hasta el más mínimo rasgo de la persona del prefecto.

Luego el emperador siguió hablando como si no hubiese ocurrido nada y mi madre devolvió su atención de inmediato a Tiberio.

—Así que, como ves —‌dijo éste con recelo—, prefiero depositar mi confianza en un enemigo fiable que en un amigo poco fiable. Nerón será mi heredero forzoso y Druso el segundo en la línea sucesoria.

—Y si murieran... —‌dijo mi madre sin alterarse.

Los herederos fallecían por múltiples razones y creo que a madre no le agradaba pensar en el creciente peligro en que semejante nombramiento ponía a sus hijos.

—Ya me han pillado desprevenido una vez, Agripina. No me rebatas esto. Piensa sólo en el honor que les otorgo a tus hijos. En cualquier caso, ya está decidido. No busco ni tu permiso ni tu aprobación. Te estoy informando de lo que he resuelto.

Nerón y Druso miraban al emperador con los ojos como platos. Cuesta imaginar lo que debe sentirse cuando te dicen que has sido elegido entre tantísimos con igual o mayor derecho para convertirte en heredero del mundo entero. Yo, en cambio, no podía pensar más que en cómo le habría sentado aquello a mi hermano menor.

Mientras el emperador seguía conversando con madre, me volví hacia Calígula, que observaba asqueado cómo Sejano chascaba los dedos para que los esclavos se llevaran a rastras el cadáver y dejaran un rastro refulgente de sangre por todo el mármol.

—¿Por qué ellos sí y tú no? —‌le susurré.

Mi hermano, que ya no tenía la mano pegada a la daga, se volvió hacia mí perplejo.

—¿Perdón?

—¿Por qué Nerón y Druso sí y tú no? Si para el emperador es más seguro tener dos herederos en vez de uno, ¿no lo sería aún más tener tres?

Calígula me miró extrañado un instante, luego me sonrió complacido.

—Druso y Nerón son hombres, Livila. Ya tienen dieciséis y diecisiete años. Están a punto de hacerlos tribunos en el ejército. Son candidatos idóneos. No olvides que yo sólo tengo once años y ni siquiera soy un hombre a los ojos del Estado.

Pero yo no entendía cómo se resignaba de ese modo, y proseguí.

—¿No te molesta?

—En absoluto, hermanita —‌respondió, bajando muchísimo la voz para que nadie pudiera oírnos—. No temas, porque no envidio ni a Nerón ni a Druso su inesperada ganancia. De hecho, detestaría estar en su lugar. La corte es peligrosa, como habrás podido comprobar. Nuestros hermanos tendrán que estar alerta. Todo lo que digan y hagan será objeto de escrutinio y habrán de sortear con sumo cuidado las mareas y las corrientes de la corte del emperador.

Miré primero a Nerón y a Druso, que habían empezado a charlar entusiasmados con el emperador —‌¿serían capaces de proceder con la cautela por la que abogaba Calígula?— y luego al rastro de sangre del suelo, que era lo único que quedaba del noble romano. En la profunda sombra de detrás, se hallaba plantado el prefecto Sejano, cruzado de brazos, inspeccionando la estancia.

—Además, fíjate en ése —‌me susurró Calígula al oído—. No parará hasta desbancar al propio Júpiter.

Observé un poco más al prefecto, después miré un instante a mi hermano, pero él ya hablaba animadamente con Drusila. Me volví entonces hacia ’Pina, sentada a mi otro lado, y la encontré escuchando la conversación de Estado como si fuese a proporcionarle una información tan útil como la que pudiera recabar en la villa. Me sentí completamente sola y no me quedó otro remedio que mirar al emperador, el anciano gobernante que acababa de nombrar como herederos a mis hermanos, y a Sejano, que estaba tan cómodo en la penumbra que podría haber sido una sombra.

Y empecé a temblar otra vez.

 

 

Las siguientes estaciones pasaron asombrosamente rápido, pese al temor omnipresente y angustioso de la injerencia del emperador o del prefecto pretoriano en nuestras vidas. En cuanto el anciano emperador nombró como herederos a mis hermanos, madre pidió algunos favores para garantizar a Nerón y a Druso sus tribunados lo antes posible. Habría resultado evidente, aun para aquellos no versados en las costumbres de nuestra familia, que trataba de mantener a sus hijos lo más lejos posible de los peligros de la corte. No obstante, no escapaba a mi entendimiento que si a nuestro padre lo habían envenenado por orden del emperador mientras servía en Siria, la distancia no era, desde luego, una verdadera protección. A Tiberio no le había impresionado mucho que, menos de un mes después de su anuncio, sus dos nuevos herederos hubieran abandonado la ciudad rumbo a sus destinos militares, pero tampoco podía protestar por que un joven romano siguiera los pasos tradicionales del cursus honorum.

Así que Nerón ocupó su destino como tribuno en la Tercera Augusta, en Theveste, mientras que Druso aceptaba un puesto en la Tercera Cirenaica, en Egipto. Toda África estaba revuelta por entonces con la subversión del rey bárbaro Tacfarinas y por lo menos Nerón se vería envuelto en la guerra, y quizá también Druso, pero madre no parecía tan preocupada como yo había esperado. Además de que, en su opinión, los tribunos no solían entrar en combate, un desierto plagado de bereberes suponía una amenaza menor para la familia que un guardia pretoriano con una daga.

Tras el anuncio del emperador, vi pasar a mis hermanos por varias fases. La incredulidad no tardó en convertirse en una especie de engreimiento, a menudo destinado involuntariamente a Calígula y a Lépido. Luego, superado el entusiasmo inicial y cuando lo que implicaba en realidad la sucesión y los peligros que conllevaría caló en ellos, pasaron a un estado de aceptación nerviosa e irritable. Cuando por fin obtuvieron sus tribunados y salieron de Roma, creo que los dos se fueron complacidos. Drusila y yo los despedimos con tristeza; Calígula, con frío entendimiento; y Agripina, con desilusión. Creo que esperaba que la mejora de estatus de nuestros hermanos la beneficiase de algún modo, pero no fue así y, con su partida, quedó claro que probablemente no nos trajera nada bueno.

A pesar de que cuatro de nosotros nos quedamos con madre en la villa, la ausencia de Nerón y Druso dejó un vacío considerable en nuestras vidas y en la casa reinaba un silencio poco natural. Seguimos como siempre, jugando con amigos y aprendiendo lo que se nos exigiría saber cuando fuéramos mayores, aunque con menos entusiasmo.

Sospecho que madre desesperó de mí en ese aspecto. Agripina era buena estudiante y absorbía todo lo que podía, almacenándolo para poder utilizarlo cuando lo necesitara, porque era una chica calculadora. Todos sabíamos que sobresaldría en el matrimonio como sobresalía en todo, por lo resuelta y manipuladora que era. En cierto modo, compadecía a su futuro esposo, pues no la imaginaba ocupando, sumisa, un segundo plano en ningún matrimonio. El hombre que tomase a Agripina por esposa tendría desde luego mucho que hacer. Drusila, en cambio, sería la perfecta matrona romana, la muy condenada. Lo aprendía todo tan bien como nuestra hermana mayor, pero lo hacía para bordar el papel, más que para ver cómo podía servirse de él a su antojo, que era sin duda el objetivo de Agripina.

¿Yo? No estaba segura de que llegara a casarme. Había logrado convencerme de que madre estaría harta de todo el proceso cuando hubiera dispuesto los casamientos de Agripina y Drusila y me tocase a mí. Era testaruda y me gustaba mi libertad. No sería la esposa ideal, lo sabía. Mi familia me importaba más, y siempre sería así. Escuchaba sin ganas lo que se me exigiría cuando me enseñaban a hacer la miríada de tareas que una esposa debía ejecutar para tener en orden la casa de su esposo y, la verdad, me interesaban más las cosas que aprendía Calígula: oratoria, historia, matemáticas, incluso un poco de entrenamiento con la espada cuando madre se sentía generosa.

Para aligerar el ánimo después de nuestros estudios diarios, nos visitaban nuestros amigos. Los juegos eran distintos entonces, claro. Calígula ya tenía trece años y se esperaba que pronto vistiera la toga virilis. Las niñas estábamos entre los siete y los diez años, y a mí, como era la más pequeña, todo me costaba más. Nuestros juegos se volvieron más complejos y menos infantiles. Nuestros amigos Calavia y Tulio empezaban a perder interés en las cosas que a mí me entretenían, la una porque sólo se fijaba en los chicos y el otro porque sólo ansiaba tener ocasión de entrenar con la espada y probar su fuerza; y Lépido no parecía tener tiempo para otra cosa que quedarse plantado mirando embobado a Drusila. Ella, por su parte, no lo desalentaba, y yo creo que, aun entonces, la atención que prestaba a las lecciones no era más que una preparación para atrapar a nuestro joven y guapo compañero. Lépido y Calígula seguían siendo buenos amigos y a menudo salían a montar por las tardes o asistían a las carreras con algunos de los miembros más fiables del servicio de la villa.

Habían pasado dos años desde el día en que abandonáramos, perplejos, el salón del emperador con la noticia de que nuestros hermanos heredarían el Imperio. No fue una mala época, pero carecía de la exuberancia juvenil de los años anteriores, y la ausencia de nuestros hermanos nos afectaba de forma casi imperceptible.

El mundo iba cambiando despacio mientras yo continuaba con mi vida familiar, ajena casi por completo a las enormes repercusiones de lo que ocurría más allá de nuestros muros. Tras el invierno de ese año llegó la primavera del siguiente y, después de un largo y caluroso verano sin noticias de nuestros hermanos en el sur, por fin terminó la guerra de África. Madre casi se derrumbó de alivio cuando supo que sus hijos ya no andarían persiguiendo rebeldes por toda Mauritania, pero entonces empezó a pasar los días temiendo nerviosa que los jinetes del cursus publicus le trajeran la noticia de que uno de sus hijos había muerto en los últimos días de campaña. Cuando llegaron misivas tanto de Nerón como de Druso en semanas consecutivas, madre suspiró de nuevo aliviada.

Más cerca de casa, la víbora de Sejano había empezado a salir a la luz. El prefecto mantenía desde hacía un tiempo una relación con la sobrina del emperador, Claudia Livia Julia, aunque, en su momento, yo apenas había dado importancia al rumor. Luego, transcurrido el periodo respetable de un año tras la muerte del marido de ella, Sejano pidió su mano al emperador. Seguí sin percibir la relevancia de ese hecho hasta que vi a madre y a Calígula preocupados por ello y le pregunté a mi hermano por qué debía importarnos. Calígula me dijo muy serio que con ese matrimonio Sejano se convertiría en miembro de la gens Julia y eso lo colocaría en la línea de sucesión, probablemente por encima de mis hermanos. A mí me pareció algo bueno, porque así dejarían de ser un objetivo, pero, por lo visto, me equivocaba. Sejano intentaría entonces, me confió mi hermano, eliminar a todos los demás candidatos para ser el único heredero.

El pánico se esfumó de golpe cuando el emperador negó a Sejano la mano de su sobrina. Imagino cómo debió de tomarse el prefecto la noticia. Con silencioso respeto, supongo, haciendo reverencias al emperador y prestándole obediencia hasta llegar a su casa, donde debió de rasgarse las vestiduras y destrozar los muebles llevado por la rabia de que se le hubiese privado de un puesto en la línea sucesoria.

De pronto consciente de la importancia del intento de matrimonio del prefecto, presté más atención durante las siguientes estaciones y empecé a comprender un poco cómo veía el mundo mi hermano. Cada información, por pequeña que fuera, encajaba en una telaraña, y cuando uno entendía qué posición ocupaba en ella con respecto a sus enemigos podía empezar a prepararse frente a eventualidades. Durante el siguiente invierno vimos cómo el prefecto minaba, lento pero seguro, la autoridad del emperador, asegurándose aliados en puestos estratégicos, aumentando su lista de clientes y otorgando a sus lacayos cargos de poder. Al mismo tiempo, empezó a verter palabras acarameladas en los oídos de Tiberio, alimentando la tristeza del anciano por la muerte de su hijo y sus manías, persuadiéndolo a todas horas de que abandonara el gobierno directo del Imperio.

Con cada mes que pasaba era mayor el poder de Sejano y menor la implicación de Tiberio. Yo estaba horrorizada. Aunque no apreciaba en absoluto al viejo emperador, sólo de imaginar al prefecto en el trono me daban escalofríos; más de una vez le pregunté a Calígula por qué nadie hacía nada.

—¿Qué vamos a hacer? —‌me replicó él, desolado, en una ocasión—. Todo el que habla mal del prefecto desaparece o lo detienen con acusaciones inventadas. Además, el emperador sigue confiando en Sejano lo suficiente para dejar que prácticamente gobierne por él. Lo mejor que podemos hacer es esperar y rezar.

Así que esperé. Y recé. Y lo único que recibí a cambio fue silencio.