1. Presencia y escucha

No se puede estar siempre presente, pero sí puedo elegir cuándo quiero estarlo.

AEIOU

La «u» que está en «escUchar»

Antes de hablar de escucha, hablaré de presencia. La presencia es la habilidad fundamental de entre todas las que voy a hablarte. Es la primera clave para establecer una conexión potente con tu hijo. Es básica para tener una conversación/relación transformadora con otra persona.

Si no estás presente, nada importante o mágico va a pasar. Si no estamos presentes aquí y ahora, no podremos poner en práctica ninguna de las habilidades emocionales de las que hablaremos en este libro. Utilizando la metáfora que usamos con anterioridad, la presencia sería la caja de herramientas en la que iremos incorporando todas las demás habilidades.

La PRESENCIA es estar al cien por cien en lo que estoy haciendo AQUÍ y AHORA.

Para los padres significa aprender a soltar todo el «equipaje» innecesario de la mente y estar plenamente disponibles para lo que requiere el momento. La presencia permite crear un espacio privilegiado para que tu hijo se atreva a conectar con su esencia, con algo verdaderamente importante para él. Le empuja a hacer visible su esencia y mostrar lo que es.

Significa, pues, aprender a poner un punto final a los asuntos que ocupan nuestra mente (la logística familiar, lo que tengo que hacer luego, el problema del trabajo...) y centrarnos en lo que estamos haciendo en este momento. Es así como vamos a poder responder a la situación única e irrepetible que aparece ante nosotros, ya sea una conversación con tu hijo, resolver un problema con él, o simplemente ser un apoyo («estar») para él.

Para ser quien soy AQUÍ y AHORA (es decir, para ser quien mi hijo necesita que sea) tengo que renunciar a ser otro en otra parte o en otro momento.

Luces y sombras

Cuida el presente, porque en él vivirás el resto de tu vida.

FACUNDO CABRAL

Me incorporé sobresaltado en la cama. El sudor frío me corría por la frente. La angustia se había apoderado una vez más de mi garganta y no me dejaba respirar bien, «no puedo respirar», me repetía una y otra vez. La respiración entrecortada se sumaba a un fuerte dolor en el pecho, como si tuviera una pesada y fría losa de mármol que me comprimía los pulmones y lo hacía más difícil. Mi mujer encendió la luz de la mesilla de noche y con una mirada llena de amor y preocupación preguntó: «¿Otra vez?». Asentí con la mirada.

Otra vez la misma pesadilla, las mismas imágenes una y otra vez. La mismas emociones. Miedo y culpa. Culpa y miedo. Conducía mi vida tranquilo hasta que un día el destino implacable como un verdugo decide cambiarlo todo. Tornar mi vida gris, triste, apagada, llena de sombras, de culpa, de vacío. Un vacío que paradójicamente llena todo mi ser desde aquel día en que viví impotente cómo el coche se estrellaba. La luz del sol me cegó hasta el punto de no ver nada y no poder evitar la fatalidad. Ya nada es igual para mí desde entonces. Una persona murió y vivo atormentado por ello. No hay día que no me culpe. No hay día que no sienta esa culpa que me quema por dentro a pesar de que me repito una y otra vez que nada podía hacerse.

Sigo adelante, hay días que logro liberarme y sentirme bien, a veces me castigo por eso y me siento todavía peor. Me esfuerzo por llevar mi vida lo mejor que puedo, pero los que me conocen y quieren saben que no soy el mismo de siempre. Estoy presente, pero ausente muchas veces. Me cuesta más estar incluso con los que más quiero. Tengo dificultad para estar con mi hija. Luz, que así se llama, me busca, pero muchas veces no me encuentra y me duele en el alma. ¡Qué horrible coincidencia! La luz que me cegó es el nombre de mi preciosa pequeña. ¡La quiero tanto! Me lo recuerda cuando me mira con sus brillantes y luminosos ojos negros.

Esta tarde mi mujer y yo hemos participado en una formación para padres. Ha sido una experiencia muy satisfactoria que me ha hecho pensar y conectarme con lo mejor de mí mismo. Hemos hablado sobre la presencia y practicado ejercicios para tomar conciencia de cuándo estamos o no estamos presentes. He visto lo importante que es la presencia para sentir conexión con los demás, para reconectar con mi hija Luz.

Lleno de buenas intenciones y animado por haber compartido esta experiencia, al llegar a casa me he puesto a jugar con Luz. He visto cómo se sorprendía un poquito al principio y lo contenta que estaba después. Lo hemos pasado muy bien. ¡He disfrutado tanto! Por unos momentos nada más existía en el mundo. Estábamos Luz y yo. Nada más importaba. Su risa me llegaba al alma. No podía dejar de sonreír. Sus ojos limpios me miraban sin juicio, con curiosidad, con mucho cariño. Hemos pasado un buen rato, pero tan real, tan consciente, tan presente, tan intenso, que más bien me ha parecido un instante eterno. Un instante pleno, perfecto. No le faltaba nada, no le sobraba nada. Estaba feliz.

De repente, recordé que había olvidado algo en el coche. Me puse de pie de un brinco y cuando me disponía a salir por la puerta Luz dijo que me acompañaba. «Estoy seguro de que lo ha hecho para seguir conmigo», pensé. Cojo las llaves con una mano y con la otra a mi hija y salimos juntos a la calle. La veo contenta y yo también lo estoy. Me siento unido a ella como hacía tiempo no me sentía. Abro la puerta del coche y entramos los dos. Ella está a mi lado y no deja de mirarme. Abro la guantera y de repente Luz me dice:

Papá..., ¿a ti te gusta estar conmigo?

Su pregunta es como una flecha que va directa a mi corazón. Se clava en lo más íntimo, pero sin dolor, más bien con la suavidad de un haz de luz que ilumina mi conciencia. ¡Qué hondo llega! Tengo que tragar saliva y coger aire para atreverme a pronunciar unas palabras.

Sí, hija, claro que me gusta. Me gusta mucho, ¡muchísimo! Lo que pasa... —hice un silencio—, es que se me había olvidado.

Luz estaba a punto de pronunciar unas palabras sanadoras. Unas palabras que iban a transformar mi vida. Iban a reparar y a fortalecer nuestra relación y a aliviar mi alma. Estábamos los dos en el coche. Todo tenía un significado muy revelador para mí.

No pasa nada, papá. No te preocupes, te perdono.

Sentí cómo, poco a poco, el peso que soportaba sobre mis hombros desaparecía. Hacía tiempo que no me sentía tan ligero y liberado. Empecé a respirar hondo y profundamente sin dificultad. La abracé fuerte, muy fuerte, mientras las lágrimas mojaban nuestras mejillas. Estaba feliz, podía sentir su amor incondicional. Hija mía, nunca podré agradecerte bastante lo que hiciste por mí aquella tarde que pasamos juntos. No había podido perdonarme por lo que pasó hasta ese momento. Nuestro momento. Gracias, hija. ¡Te quiero!

Este testimonio es real, muy real. Es de un papá que asistió hace un tiempo a nuestro curso AEIOU. Es una historia que todavía nos emociona al recordarla. En este caso, la presencia de la que hablamos tenía un significado muy especial por la peculiaridad de la situación que describe. Sin embargo, siempre, siempre, siempre, la presencia tiene el don de hacer mágicos los momentos. Cuando dos personas se «encuentran» porque «están presentes» actúan como sustancias químicas que se conectan y se transforman, ¡pura alquimia!

No te pedimos que nos creas, te pedimos que lo experimentes tú mismo: la presencia es el regalo más auténtico y exclusivo que podemos hacer a los demás. La presencia es mágica, de verdad y en sentido literal. Estando presentes nos damos a nosotros mismos. Damos lo que somos. Estamos regalando nuestro ser. Por eso es tan valiosa. Es un acto de generosidad inmenso, pues el que regala su presencia, su tiempo, jamás lo volverá a recuperar.

Sin presencia no hay conexión y sin conexión no hay relación posible. No hay nada. Nada. Coleccionando momentos de presencia con tus hijos, creas vínculo, estás cuidando la relación. La presencia es también sanadora, reparadora. Recuerdo cuando mi abuelita venía a verme cuando estaba enferma. Era verla asomarse por la puerta de mi habitación y parecía que me encontraba mejor, sentía alivio. Cogía una silla, la acercaba a mi cama y sacaba de su bolso un paquetito con mi merienda favorita. Estaba para mí, toda ella para mí. Me leía cuentos, me contaba historias e iba forjando cada día un vínculo que se iba haciendo más y más fuerte a base de momentos de presencia y atención.

¿Por qué es tan poderosa? Porque los niños son presencia, están enfocados en el aquí y el ahora, centrados en lo que está ocurriendo mientras tiene lugar, con una actitud llena de asombro, expectante, curiosa, sin juicios..., por eso la detectan, porque se nutren y alimentan de presencia.

Tu hijo te hace un regalo vital y trascendente para entender la vida, la presencia. Si estás atento, te avisará cuando no vivas y disfrutes del presente, cuando te encalles en el pasado y estés preocupado o ansioso por el futuro. La presencia es un regalo que se nos concedió cuando vinimos al mundo y perdemos por el camino. Los niños, si les dejamos, nos ayudan a reconectar con el presente. ¿Por qué será que a veces no lo aprovechamos?

¿Cuándo fue la última vez que te asombraste con algo cotidiano?

¿Cuándo te empapaste de tal forma del presente?

Ciertamente, no podemos estar siempre presentes para ellos ni para nadie (es imposible), pero sí deberíamos estarlo cuando nos necesitan. Es la forma real y eficaz de decirles que los queremos, que nos importan y son valiosos para nosotros.

No hablo necesariamente de cantidad, hablo de momentos de presencia de verdad (todos los que podamos). Porque un pequeño gesto puede significar mucho. A mi padre le gustaba leer el periódico los domingos con tranquilidad. Mi madre siempre estaba pendiente de que no le molestáramos. Nos decía: «No hagáis ruido, papá está descansando. Ayer llegó de viaje y está muy cansado. Papá está leyendo el periódico, no le molestéis». Han pasado muchísimos años y lo recuerdo perfectamente. A mí me gustaba observarle mientras leía y, en cierto modo, le tenía un respeto reverencial. Poco a poco, me iba acercando para hacerme visible. Cuando mi padre se percataba de mi presencia, cerraba el periódico con mucha decisión y me decía: «¡Estás aquí! ¡Qué alegría! ¡Qué tonto soy leyendo estupideces cuando tú eres más importante que las noticias! ¿Querías decirme algo? Estoy para ti».

Estos momentos eran para mí muy importantes. Los buscaba siempre que mi padre estaba en casa, ya que viajaba mucho por trabajo y le veíamos muy poco. ¿Podéis imaginar el impacto que tenían en mí esas palabras? Me hacían sentir lo único importante para él en esos momentos. ¡Más importante incluso que las noticias del periódico! ¿Sabéis lo que significa esto para una niña de seis años? Apenas le había contado alguna cosa me iba feliz dando saltitos a jugar a mi habitación y mi padre seguía tranquilamente leyendo la prensa.

Cuando estoy presente construyo relación. Nutrimos la relación cuando estamos disponibles o nos saben disponibles, esto último es fundamental y es suficiente en muchas ocasiones. La presencia es tan poderosa que a quien ha estado presente en nuestras vidas le seguimos sintiendo así aunque ya no esté con nosotros. Su presencia seguirá inspirándonos, dándonos alas, reconfortando, motivando, le seguiremos sintiendo en lo más profundo de nuestro ser. Siguen con nosotros, invisibles, pero siguen con nosotros, ¿verdad?

Si lo pensamos con detenimiento, estar presente compartiendo un lugar, un momento, una situación única e irrepetible (por semejanzas que puedan existir, es la primera y la última vez que aparecerá en nuestras vidas), ¡es maravilloso! Cada situación vivida y que te queda por vivir con tu hijo es una oportunidad. Ya sea un momento idílico, o uno delicado y de frustración, ¡no importa!, porque dependiendo de tu reacción, gestión, comportamiento, según lo que hagas, digas, cómo lo hagas y cómo lo digas, en fin, según cómo la vivas, estás dando una lección de vida impagable, al tiempo que construyes o destruyes relación.

Lo contrario, estar desconectado del presente, nos lleva a reaccionar muchas veces de una manera disfuncional y victimista. Nos quedamos enganchados en nuestro ego, nuestra historia/mente, «lo que me interesa a mí, mis prisas, mis intereses, mis necesidades, mis obligaciones, mis juicios, lo que tengo que hacer, mi cansancio...», mí, yo, me, conmigo...

Insisto, no subestimes los pequeños gestos. Es muy triste cuando no hacemos algo porque pensamos que es poco o muy poco y no vale la pena. Créeme, ese poco se transforma en mucho con el tiempo. Por ejemplo, estando presente de verdad en el momento del baño con tu hijo. Pueden ser tan solo unos minutos, pero también será un momento de ternura, de juego, de diversión y complicidad que llevará siempre en su corazón. Esos momentos se graban en el alma. Cada uno de vosotros sabrá encontrar esta clase de momentos de presencia. Aquellos diez minutos del cuento antes de acostarlo. El trayecto cuando le acompañas a su partido de baloncesto. Un día tras otro, de forma constante, te llevará a una comunicación fluida con los años. Os proporcionará conexión, confianza y con ella llegará el compromiso de daros lo mejor que tenéis el uno para el otro.

¿Cuál quieres que sea tu momento de plena presencia?

Santa Teresa de Calcuta decía que el cielo y el infierno empiezan en el hogar de cada uno de nosotros. Nosotros decidimos, al fin y al cabo, proporcionar momentos de paz o de guerra a nuestros hijos.

Al fin y al cabo, «somos» también la relación que creamos.

¿Cómo es la relación con tu hijo?

¿Y con tu pareja?

¡Estamos hechos de relaciones entrelazadas!

somos un nudo de relaciones. Cómo sea la relación determinará en gran parte lo que somos, lo que serán tus hijos, lo que serán tu familia y tu hogar. Hemos venido a este mundo a dar y recibir amor. ¿Podemos decir que amamos de verdad a alguien si no estamos presentes, atentos y disponibles para él? El amor y el grado de amor que recibimos y damos conforman nuestras relaciones, construyen nuestros vínculos y, como decía, determina en gran medida quiénes somos.

Porque no podemos decir que amamos al otro si no le cuidamos, y cuidar al otro exige mucha presencia.

Lo que somos depende también en gran medida de la ternura que los demás han tenido con nosotros. Cuando existe ternura no hay relaciones instrumentales, ni intereses ocultos. «Te cuido, te respeto, te protejo, te sostengo, te procuro seguridad porque te quiero, te amo y no busco nada a cambio. Estoy presente para ti. Te procuro cuidado, amabilidad, atención, protección y ayuda porque deseo tu bien.» ¡Qué más podemos ofrecer a nuestros hijos! Alimenta el alma y crea apego, fortaleciendo el vínculo.

Tus hijos te piden atención (presencia), amabilidad, ternura y contacto físico, sobre todo de pequeños. Durante los primeros años es fundamental la relación que generan con su principal cuidador para establecer un apego seguro, que será cimiento para un desarrollo emocional e intelectual óptimo. Y el contacto nos ayuda a estar presentes.

Me viene ahora a la mente un recuerdo de cuando mis hijos eran pequeños. Jugaban tranquilamente. De repente, Lucas, el pequeño, se levantaba, se acercaba a mí y se sentaba unos momentos en mi regazo, recargándose emocionalmente en su fuente. No decía nada, no le decía nada, solo la presencia que sientes en el cuerpo y que te conecta con el momento que estás viviendo, escuchas su respiración y notas cómo palpita su corazoncito al colocar suavemente la mano en su pecho. Al ratito y sin mediar palabra se bajaba de mi falda y volvía al mismo lugar donde estaba jugando.

Tus hijos adolescentes también lo piden aunque les cueste reconocerlo y no te lo digan abiertamente. Un abrazo profundo con presencia puede sintetizar muchas cosas sin necesidad de palabras. Puede significar: «Hijo, te quiero mucho, aunque estemos enfadados», «Te has equivocado, no apruebo lo que has hecho y, aun así, estoy contigo», «Lo siento y te sostengo porque te quiero incondicionalmente», «Comparto tu alegría y estoy orgulloso de ti», «¡Qué contento estoy!», «Te perdono».

La presencia y la ternura se dan también en los silencios, en las palabras susurradas bajito que te alientan: «Hijo, tú puedes», «Estoy contigo, lo vas a conseguir», «Estoy aquí si me necesitas».

En los gestos, en las miradas de complicidad que te dicen: «No te preocupes, todo saldrá bien», «Estoy aquí para echarte una mano, entre todos saldremos de esta situación, ya lo verás, confía en mí, yo confío en ti», «Te quiero cuidar y puedes apoyarte en mí, me tienes a mí».

Las encontramos en las sonrisas amplias y alegres que te muestran la alegría de compartir. Sonrisas que te dicen: «¡Cómo te quiero!», «Te quiero simplemente por ser quien eres».

La presencia y la ternura están en las caricias que te reconfortan, te curan y te valoran.

Cuando eres tierno y amable, ante todo estás presente, respetas, valoras, reconoces y amas.

Estar presente también tiene mucho que ver con reír, divertirse, disfrutar y pasarlo bien con tus hijos. La complicidad que podemos crear con nuestros hijos es mágica si estamos presentes. Ya sea cocinando un pastel una tarde de sábado o jugando a las cartas toda la familia, dibujando o haciendo una manualidad con los más pequeños, no importa lo que hagamos siempre que tengamos claro que nos ayuda a conectar toda la creatividad e imaginación que podamos reunir... También otros ingredientes como la flexibilidad, la complicidad, la empatía, el fluir sin apegarme a un resultado concreto, el no juzgar, las ganas de pasarlo bien, ese punto payaso que te lleva a la liviandad y la ligereza, mover el cuerpo, saltar, reír, correr, bailar...

No importa si el pastel acaba siendo comestible o una torre de piezas de construcción inestable, ganes o pierdas a las cartas o que la manualidad acabe en la papelera. Importa compartir el juego, las ganas de estar juntos, el tocarse, las risas explosivas, las miradas y toda la interactuación que generemos con ellos... Atrás quedan la rigidez, la planificación, el juicio, el apegarme a cómo deberían ser o hacerse las cosas. Analizar, planificar, estructurar, el que todo tenga sentido, son habilidades analíticas de mucha utilidad en el trabajo, pero si quieres estar presente con tu hijo, crear conexión y vínculo, te sirven las habilidades interpersonales. Es decir, darte cuenta de cómo te habla, cómo te mira, su expresión (más incluso que lo que te está diciendo), ver qué emoción hay detrás de esos ojillos chispeantes y confiar en tu intuición. Disfrutar de todo este proceso independientemente del resultado.

¿A quién le puede importar ganar o seguir a rajatabla las instrucciones del juego cuando lo estás pasando bomba con los más peques?

¿A quién le importa en realidad lo que hayáis hecho, si compartir este espacio le ha permitido a tu hijo adolescente explicarte algo que le preocupaba?

No debería preocuparle a nadie, pues disfrutar, compartir o generar espacios de confianza es el verdadero objetivo.

«Llevo toda la tarde con los niños»

Llevo toda la tarde con los niños. Toda la tarde. Estoy con ellos, pero... ¿Estoy realmente con ellos? ¿Estoy, pero no estoy?

Los miro, pero no los veo.

Los oigo, pero no los escucho.

Me tocan, pero no los siento.

Estoy con ellos, pero no los disfruto.

¿Los disfruto?

Estoy imbuida en mis pensamientos. Engullida en mis preocupaciones. Cuanto más y más pienso, más lejos me siento de esta habitación. Menos conectada con lo que está ocurriendo en estos momentos. ¿Dónde estoy? ¿Dónde quiero estar? Su mano gordita y suave me coge la mejilla acercándosela a su carita en un nuevo intento de llamar la atención. En lugar de sentir y apreciar su calor y suavidad, me molesta, me fastidia... ¡Qué pesadez de tarde! ¡Qué ganas tengo de que llegue la hora de acostarlos!

Insisto, los niños son detectores de presencia. Tienen un radar muy potente y advierten cuándo estamos ahí, pero sin conectar, sin estar del todo..., como si estuviéramos, pero en realidad ausentes. Captan cuando nos encerramos en nuestra mente de adulto aunque pretendamos disimular.

¡Qué ilusos somos los adultos!

¿Crees que los engañamos?

Creemos que ellos no notan que estamos enganchados a aquello que nos ocurrió ayer, cuando queremos anticiparnos a lo que pensamos que pasará o debería pasar mañana, cuando estamos enjuiciando todo lo que está ocurriendo como si no se ajustara a lo que queremos que pase, pero..., ¡es que pasa!, ¡está pasando!... «Se ha vuelto a manchar y estaba recién bañado, no ha querido cenar y ahora me pide...»

Curiosamente, cuando más encerrados estamos en nosotros mismos, cuando menos conexión hay entre nosotros y nuestros hijos, menos armonía reina en casa, más pesados y demandantes nos parecen, menos hacen lo que nos gustaría, más difícil nos lo ponen, todo parece mucho más complicado, más espeso y denso... ¡Ufffff...! ¡Qué difícil!

¡Querría desaparecer!

Sigo agobiada y enfadada por lo ocurrido hoy en el trabajo, todavía siento en mi cuerpo el bochorno y el enfado vivido en la reunión de equipo... ¿o lo que me agobia y me enfada es que no está recogiendo los juguetes cuando se lo he pedido por cuarta vez?

¡Cuidado!

¿Qué está pasando realmente?

Ese agobio y ese enfado, ¿a qué obedecen en verdad?

¿Cómo se lo he pedido?

¿Qué tono he empleado?

¿Qué ha visto en mi expresión?

Stop... Respira, recupérate, [re]conecta con el momento presente, coge a tu hijo, tócale, sonríele mirándole a los ojos durante unos instantes hasta que te sonría él a ti, hasta que resurja la conexión, siéntelo, os lo merecéis los dos... Todo vuelve a comenzar cuando reconectas con tu hijo, ¿verdad? Todo está bien. No pasa nada. No hay culpa, porque no sirve para reconducir las cosas. Sirve el amor que sientes por él y las ganas de mejorar.

Continuamente les pedimos a nuestros peques que vivan en nuestro mundo, ¿no os parece? Tienen que saber callar cuando nos interesa que callen, «ahora te estás calladito, ¡¡chiss!!, ni una palabra más», tienen que estar quietos a la voz de «ya», «ahora esto no toca», tienen que hacer las cosas cuando nosotros queremos que las hagan y no en otro momento, podría ser indiferente, pero queremos que sea cuando exactamente nosotros decimos que sea. Insistimos para que sigan nuestro ritmo, nuestros tiempos. Esto nos gusta, nos sentimos como si todo estuviera bajo control. Si a esto le sumamos que los adultos solemos vivir en un mundo estresado y, las más de las veces, bajo presión y con muchas prisas, el resultado es niños estresados y, en el peor de los casos, además rebotados (¿te extraña?).

Por supuesto que, como padres, hemos de ir enseñando a nuestros hijos a respetar el turno de palabra y otras normas de cortesía y convivencia, preocuparnos por que adquieran conocimientos, a que se responsabilicen de sus tareas, a que colaboren en aquellas obligaciones familiares y muchísimas otras cosas que son necesarias e imprescindibles para vivir en sociedad... (pero ¡sin olvidar que son niños!).

La reflexión que quiero traer aquí es cuestionarnos la de veces que les pedimos a los niños que vivan nuestro mundo y las pocas veces que visitamos el suyo.

¿No crees que visitando de vez en cuando su punto de vista habría mayor comprensión en casa y las cosas fluirían mejor?

Me preguntarás: «¿Para qué me sirve a mí visitar su mundo?».

Insisto. Insisto una vez más: para que exista conexión con tu hijo, pues cuando estamos encerrados en nuestro mundo estamos desconectados, el flujo de comunicación se rompe, no hay «cobertura». Si no aprendemos a reconectar con nuestros hijos, a crear un vínculo inquebrantable con ellos, a tener siempre abierto un canal de comunicación y confianza con ellos... Si, en definitiva, no cuidamos la relación, nada bueno pasará porque la puerta del corazón se abre desde dentro (nunca desde fuera).

¿Cuántas veces nos ponemos a la altura de nuestros hijos para ver el mundo con sus ojos? Cómo, si no, voy a descubrir quién es mi hijo, cómo voy realmente a conocerle. Averiguar qué le gusta y le disgusta, qué valores tiene y qué le importa, qué piensa de sí mismo o qué piensa de mí, qué le impide obedecerme, qué le hace pegar a su hermano, qué le está siendo difícil en el cole, qué necesita para escucharme, qué pasa que ya no quiere tocar el piano, qué hace que se aísle de todo y de todos...

Nuestro hijos, sobre todo los más pequeños, necesitan que conectemos emocionalmente con ellos para mostrarse ante nosotros, para que abran su corazón, para que nos cuenten, nos expliquen, nos hablen de sus sentimientos y sus necesidades. Necesitan abastecerse emocionalmente y nosotros somos la fuente donde consolidan su estructura emocional para convertirse en adultos seguros y equilibrados. Y una forma eficaz de hacerlo es abrir nuestro corazón primero y yendo a visitar su mundo después.

El camino para educar a nuestros hijos, para enseñarles, para acompañarlos, empieza en su corazón.

La próxima vez que tengas oportunidad, conecta con tu niño interior, con tu verdadera esencia, y mira a tu hijo con calma, sonríele, tócale, abrázale fuerte, siente vuestra complicidad y desde allí, con presencia, disfrutando de ese precioso y preciso momento...

¿Qué puedes decirle?

¿Qué puedes hacer?

¿Qué vais a sentir?

¿Qué os vais a permitir?

Darse cuenta de que nos hemos ido (sin habernos ido), pero que hemos vuelto con nuestro hijo, es el primer paso para que las cosas vuelvan a fluir y se respire otra vez aire fresco en tu hogar.

Salvamos el día, pero perdemos la vida

La mayoría de la gente trata el momento presente como si fuera un obstáculo que debe superar. Dado que el momento presente es la vida misma, es una manera demencial de vivir.

ECKHART TOLLE

Seguimos con la presencia, paradójicamente tan ausente en nuestra vida y sociedad. El día a día muchas veces nos sobrepasa. Son muchas las cosas que tener en cuenta para seguir el ritmo actual, sobrevivir y no sucumbir en el intento. A veces pienso que lo que hemos ganado con tantos avances tecnológicos en rapidez, comodidad e inmediatez lo hemos perdido en serenidad, atención y paciencia. Podemos conectar con personas que se encuentran en lugares lejanos. Podemos seguir una conferencia de trabajo a distancia en tiempo real, comprar online, preparar nuestro viaje sin salir de casa, desde la ventana de nuestro ordenador, y un sinfín de cosas más. Es como si estuviéramos haciendo correr la vida a un tiempo, a un ritmo que no le corresponde. Cada vez queremos más, mejor dicho, exigimos que las cosas sean para ya, «lo quiero ahora», «lo necesito para ayer», «esto es urgente, y esto, y esto otro también», «ya estás tardando»...

Los adelantos tecnológicos, que tan útiles se nos hacen para tantas y tantas cosas, nos están convirtiendo en personas más descentradas, impulsivas, ausentes, irritables e impacientes. Nos convierten en personas dispersas, incapaces de prestar atención a lo que real y verdaderamente requiere atención, a lo importante. Como si estuviéramos adormecidos, sin darnos cuenta de lo que ocurre delante de nuestras narices. Ya no hay tiempo para escuchar a un amigo, «hemos de quedar un día de estos y nos ponemos al día, ¿vale?», decimos para tranquilizar nuestra conciencia; «hijo, cariño, ahora no puede ser, me lo cuentas mientras cogemos el ascensor (de paso le pongo el abrigo a tu hermana) y os acompaño al cole». Estoy cenando con mis hijos y pienso en todo lo que me queda por hacer, hago ver que los escucho y mentalmente repaso la reunión que tendré mañana.

¿Dónde estamos?

Me encanta la publicidad creativa, original e inteligente. Siempre me gustó el anuncio de una marca de automóviles que todos conocéis: «Cuando saltes, salta. Cuando corras, corre. Cuando llores, llora. Cuando rías, ríe... Cuando conduzcas, conduce», y yo añadiría: «Cuando estés con tus hijos, disfrútalos. Disfruta de tu tiempo con ellos».

No podemos olvidar que la vida (offline) tiene un ritmo lento, pausado, paciente. Me refiero a la naturaleza. Somos parte de ella y desconectarnos en demasía de su fuente provoca angustia, estrés, ansiedad... Basta ir al campo y sentarse con unos amigos a disfrutar del paisaje y parece que el tiempo se detiene. Las agujas del reloj se paran. Sientes cómo el sol te acaricia las mejillas y puedes oler la tierra, la vida. Lo cierto es que el reloj no se ha detenido, pero aunque no seas del todo consciente, estás viviendo el presente. El disfrute y la paz que sientes te lo está proporcionando tu conexión con el momento. Atrás quedan las preocupaciones del trabajo, de la casa y parece que el aire entra mejor en tus pulmones, ¿no es cierto? Sientes la serenidad tan anhelada en aquellos momentos en los que contestaste mal a tu pareja, a tu compañero de trabajo o gritaste a tus hijos. Gozas de la paz necesaria que te faltó cuando tomaste aquella decisión que tantos problemas te acarreó.

¿Somos conscientes del daño que nos hace vivir tan desconectados con el presente y, consiguientemente, con nosotros mismos? Esta desconexión nos provoca ansiedad, angustia y mucha frustración e insatisfacción. Parece que nos empuja a hacer y hacer más cosas para calmarnos, pero es un esfuerzo inútil. Más cosas y cada vez más de prisa. Y cuando llegamos a casa seguimos igual, haciendo y haciendo cosas como «pollos sin cabeza», sin priorizar.

¿Os imagináis lo difícil que ha de ser para los niños?

«Ya tendrías que haber merendado... Acábate el bocadillo o no tendrás tiempo de hacer los deberes...» «Ya estás tardando en acabar los deberes, que tienes que ducharte...» «Pero ¿todavía estás en el baño?» «No habrá tiempo para jugar...» «O te acabas el plato o me voy a enfadar, y este fin de semana no vamos al cine.»

Rápido, rápido, rápido.

¿Cuántas veces les decimos «llegas tarde», «vas tarde», «estás tardando»?

Hemos de tomar conciencia y replantearnos ciertas cosas. Para conectar con el momento presente es necesario el esfuerzo de poner intencionadamente el foco en lo que está pasando con una mentalidad abierta y amable. Esta mente abierta, compasiva y amable que acepta sin juicio lo que está ocurriendo es necesaria para no quedar atrapado y paralizado en nuestra historia personal: «Esto no puede ser..., ¿por qué a mí? No me lo merezco, después de todo lo que hago por ellos y así me lo pagan..., es que estos niños no me hacen ni caso y deberían hacer lo que les pido. ¡Esto no debería estar pasando!».

Porque cuando «juzgo» que lo que ocurre no debería ocurrir y ¡está pasando delante de mis narices! —«llego tarde», «la cocina parece un campo de batalla», «hay una mancha en la chaqueta y tengo entrevista con el jefe», «me faltan horas de sueño y suena la misma cantinela de todas las mañanas», «¡ha empezado ella!»—, entonces, sale lo peor de mí, estallo... ¡Booommm!

Cuando me peleo con la realidad tengo todas las de perder. Me duele verme así, pero es así. También me he convertido —más veces de las que me hubiera gustado— en alguien fuera de sí, sin control alguno. Apenas son unos segundos, pero luego te sientes fatal, ¿verdad? Creo que es muy bueno reconocerlo, pues al aceptar estamos preparados para cambiar, es el primer paso para trabajar en este sentido. De lo contrario, seguirá condicionando lo que hacemos y cómo lo hacemos.

La alternativa es parar y respirar (conectar con tu respiración es una forma muy útil y eficaz de recuperar la calma, la serenidad). ¡Qué paradoja cuando parar se convierte en un atajo! Sí: es el camino más corto para llegar a ser la mamá o el papá que queremos ser, imperfectos, aunque los mejores para nuestros hijos.

Parar, respirar y conectar con el momento presente, aceptándolo sin juicio, ¡casi nada! ¿verdad? Entonces es cuando flipas conmigo y con recelo y, por qué no decirlo, con un poco de enfado piensas: «Son unas palabras preciosas, yo también he oído hablar de esa cosa del mindfulness, pero eso... ¿sirve para algo? ¿Cómo lo aplico en casa o con los niños?». No digo que sea fácil. Requiere un duro aprendizaje, un hábito. Un ejercicio de constancia, consciencia, autoconocimiento y sobre todo de gobierno de uno mismo. Dejar atrás el ruido de nuestra mente, esa historia o diálogo interno que me desconecta del aquí y me separa del ahora, que enturbia y contamina la realidad de este preciso momento con mis juicios, interpretaciones, valoraciones... Con «mi historia», con todo aquello que me cuento yo mismo.

¿Qué puede ayudarte a hacer ese clic? Es decir, a darte cuenta de que estás, pero no estás. Presente, pero ausente. Aquello que puede ayudarte a no estallar, a no reaccionar.

Dedica unos instantes a recordar con curiosidad quién es tu hijo o hija. Intenta imaginar un mundo visto por sus ojos, es decir, desde su punto de vista, desprendiéndote del tuyo.

Por ejemplo, estáis preparados a punto de salir de casa y tu hijo de tres años te pide hacer pipí. ¡¡Lleva puesto hasta el abrigo y la bufanda!! Los adultos podemos comprender tu malestar. Tu peque no alcanzará a entender tu disgusto o incomodidad simplemente porque no puede. «¿Es malo pedir hacer pipí? ¿Mamá se ha enfadado? ¡Ayer se puso supercontenta cuando le dije que tenía pipí! No entiendo por qué unas veces se pone contenta y otras no le gusta nada que le pida ir al baño. Es que no sé muy bien cuándo puedo aguantarme y cuándo se me va a escapar.»

Tú puedes hacer el esfuerzo para entenderlo. Tu hijo de tres años no puede. Si lo pensamos con detenimiento podríamos evitarnos muchos conflictos y disgustos solo teniendo en cuenta lo que podemos o no esperar de un bebé, de un niño pequeño o de uno ya mayorcito. No conozco a nadie que se enfade porque su bebé de dos meses necesite cambiar de pañal. Tenemos asumido que no controla sus esfínteres y que no nos avisará de que se hace pipí, entre otras cosas, porque no sabe hablar.

Te encantaría que tu hijo hiciera los deberes en cuanto llegara a casa. ¿Te has preguntado alguna vez lo importante que puede ser para él su «momento Cola Cao» después de todo el día en el cole, yendo «a toque de pito»? ¿Por qué los tiene que hacer mientras merienda? ¿Puede hacerlos después? Para otro niño la comida puede no ser importante, pero recuerda que todos somos semillas diferentes.

¿Tu hijo ha dejado de ser un niño? ¿Tu niña se ha convertido en una mujer? ¿Quiere que respetes su intimidad? ¿Puedes entender que ahora quiera compartir algunas cosas y que otras prefiera guardárselas para él o para ella?

Imagina durante unos minutos cómo te ve y cómo te escucha.

¿Modificarías la manera en la que le hablas?

¿Con qué palabras?

¿Cambiarías la forma en la que estás siendo con él o ella?

¿Le hablarías de otro modo, quizá mirándole a los ojos?

¿Le sonreirías más?

Si tu hijo ha crecido... ¿Le consultarías más cosas?

Me viene ahora a la cabeza una pregunta que me hacían mis hijos con mucha frecuencia cuando eran pequeños y preadolescentes: «Mamá, ¿estás enfadada? ¿Te pasa algo?». Lo preguntaban con cara de preocupación, incluso algo temerosos..., sí, lo reconozco, con un poco de miedo. Yo, en realidad, no entendía muy bien por qué me lo decían tan a menudo, incluso me molestaba un poco. Me pregunto ahora..., ¿qué verían en la expresión de mi cara? ¿Era consciente del impacto que causaba en ellos? Debía de estar tan imbuida en mis pensamientos, tan ausente, tan cerrada en mí misma que a sus ojos resultaba totalmente inaccesible, inalcanzable. Me duele mucho darme cuenta ahora. Es algo que hoy hemos hablado, pues ya son adultos y han comprendido que fueron unos años malos para mí. Sin embargo, ahora sé que no ser consciente de mi impacto en ellos no me ayudaba nada a superar la situación que vivía.

Dedica unos minutos a ser consciente de las expectativas que tienes depositadas en tu hijo o hija.

¿Son las que más le convienen? ¿A ti..., o al él o a ella?

¿Corresponden a tus necesidades o a las de tu hijo?

¿Son, simplemente, reales?

Recuerdo una anécdota que me sucedió con una amiga. Estábamos hablando precisamente de esto y empezó a reírse a carcajadas. Fue consciente en ese preciso momento de algo que le decía a su hijo de seis años con bastante frecuencia: «“Héctor, quiero que te comportes como un niño de seis años”. Ahora entiendo la cara de desconcierto que me pone cuando le digo esto», me decía. Al margen de que olvidamos muchas veces que nuestras peticiones deberían ser lo más concretas y específicas posible para evitar problemas y no sentirnos defraudados, mi amiga me decía: «Es que yo, en realidad, ¡no sé cómo ha de portarse un niño de seis años! ¡Madre mía!, ¿cómo lo va a saber él?».

Practica ver a tu hijo tal como es.

Acepta y acógelo amorosa y generosamente como el niño de tres, de nueve o de siete años que es. O tal vez ya tienes un adolescente en casa con todas las consecuencias que ello acarrea.

¿Qué tal si pruebas a pensar en tu hijo o hija como en alguien «perfecto y completo», tal como es en ese preciso instante?

No es nada fácil en determinados momentos, aunque tiene su recompensa cuando logras disfrutar viendo cómo tu peque se viste, ni más ni menos, con la habilidad propia de un niño de su edad. ¡Es un regalo! Además está siendo un maestro para ti, te está enseñando paciencia, generosidad y gestión del tiempo (¡quizá habrá que levantarse antes!). Observar a un adolescente no deja de ser muy desconcertante a veces. Sin embargo, ¿serías capaz de ver a la personita en la que se está convirtiendo? ¿Serías capaz de consultarle o pedirle opinión en más cosas a partir de ahora?

Aun así, puedes sentir que no sabes qué hacer, qué decir, cómo actuar... Observa con una mirada amable la totalidad del momento y simplemente puedes no hacer nada.

Aprender a convivir con esta tensión (sostener) es una carrera de fondo; mantener la calma (no hacer ni decir nada) puede salvarnos de aquellos segundos que lo cambian todo, que le dan la vuelta a «un momento» y lo tornan oscuro, convirtiéndolo en un «momento infierno» (¿os acordáis de lo que decía la Madre Teresa?).

El mejor regalo para tus hijos eres tú y dispones de este preciso momento, del AHORA, para demostrárselo.

AEIOU

Escuchar, escuchar, escuchar...

Escucha a los pequeños porque nada es despreciable en ellos.

SÉNECA

No es lo mismo oír que escuchar. Escuchar es una dimensión superior que nos lleva a la consciencia del ser y desde allí a la presencia para vivir el ahora. Del mismo modo que podemos mirar sin ver, también podemos oír sin escuchar. Enfocamos la vista para ver y acomodamos el oído con atención e intención para escuchar, de esta manera podemos analizar y comprender lo que escuchamos.

La audición es un acto pasivo e involuntario que pertenece al terreno de lo sensorial. Sin embargo, la escucha es un acto activo, voluntario o intencional que se ubica en el terreno de la percepción. Necesito escuchar para saber quién soy, quién es el otro, y qué y cómo es el mundo que me rodea. Y para saber escuchar necesito haber sido escuchado. Tu hijo no sabrá escuchar si antes no ha sido escuchado.

¡Cuántas veces oímos y no escuchamos! ¡Qué barbaridad! ¡Montones de veces! Te oigo, pero no comprenderé total o parcialmente lo que me estás diciendo (me lo estoy perdiendo) porque, en realidad, no te escucho.

Pensamos que saber hablar es fundamental para la comunicación —y lo es—, pero olvidamos que es más importante saber escuchar. Tenemos dos orejas y una boca, y hablamos mucho más de lo que escuchamos. Goethe decía que hablar era una necesidad, pero escuchar era un arte. ¿Somos conscientes de cuándo no escuchamos? ¿Sabemos el impacto que esto tiene en el otro? ¿En nuestros hijos? ¿Cuántos de nosotros llegamos a casa y consultamos el móvil, miramos la tele o leemos el periódico mientras «escuchamos» a nuestros hijos? ¿Te suena? No se trata de sentirnos culpables, sino simplemente de tomar conciencia. ¡Claro que necesitamos desconectar para descansar! Y una forma de desconectar para descansar es no escuchar. Como he de cuidarme para poder estar para el otro, para mi hijo, será responsabilidad mía (y solo mía) procurarme ese espacio y tiempo de descanso para mí, para luego poder «estar» y «escuchar» a mi hijo.

Así, puedo oírlo y estar escuchando mis pensamientos. Me escucho a mí mismo, mi historia. Es como tener la radio puesta en la cabeza. Le oigo, pero escucho «mi programa de radio», ¿te ha pasado? Todos sabemos de lo que estoy hablando, ¿verdad? «Dios mío, no me lo puedo creer, otra vez me está contando lo mismo, pero ¿qué dice...? No estoy de acuerdo... Esto me recuerda que tengo que llamar a fulanita para preguntarle... ¡Ufff! Llegaré tarde a casa y tengo que hacer un montón de cosas todavía...» Solo oigo, no escucho, no estoy presente.

A veces, con los adultos logramos disimular bastante bien y si tenemos la suerte de que el otro está muy centrado en sí mismo y la conversación es intrascendente, no pasa nada y la sangre no llega al río. Pero ¿qué pasa cuando el otro necesita que le escuches? ¿Qué pasa cuando habla de algo que le importa de verdad? No lo dudes, el impacto es horroroso, es violencia, hiere en lo más profundo, ¡zas!, le rompe por la mitad, le frena en seco y es incapaz de seguir hablando.

¿Cuántos adolescentes se han acercado a sus padres con la intención de comunicarse y han dado media vuelta? Es una época difícil para ellos y, muchas veces, no se lo ponemos nada fácil.

Con los niños todavía es peor. Créeme cuando te digo que los niños detectan con mayor facilidad quién los escucha de verdad. Ten la seguridad de que no abrirán su corazón, no te explicarán sus cosas ni te hablarán de su mundo si no pones tu corazón en escuchar. ¿Acaso explicarías algo trascendente de tu vida a alguien que está ausente, ensimismado en sus pensamientos y que asiente con la cabeza haciendo ver que te está escuchando? La respuesta es no.

Es muy cierto que escuchar a este nivel o, mejor dicho, simplemente oír, lo hacemos constantemente. Es normal, porque no podemos mantener la atención y la concentración por mucho tiempo. Lo importante es ser consciente de cuando «se me va la cabeza» y dejo de escuchar. Y es importante que me dé cuenta para poder «recuperarme», es decir, volver a la escucha cuando la situación lo requiere.

Como padres deberíamos saber cuándo nuestros hijos necesitan ser escuchados y, si no es posible escuchar en ese momento, es mejor decírselo y estar disponible para ellos más tarde. Si son pequeños, hay un montón de recursos o herramientas que se te pueden ocurrir para no defraudarle, por ejemplo, que te dé un muñequito que guardarás en el bolsillo y que te recordará que tenéis que encontrar luego un momento para conversar los dos. Llegado ese momento basta con decirte: «Ahora voy a dejar de hacer lo que estoy haciendo y voy a centrarme en escucharle, con todo lo que soy». El mensaje que le llega a tu hijo es que te importa.

¿Habéis estado enamorados, verdad? La escucha de los enamorados es activa, profunda, empática. El mundo se detiene y parece que no hay nada más que quien tienes frente a ti. Puede haber un terremoto, que no importa, porque solo existe esa persona. Escuchas qué dice, cómo lo dice, qué es lo que no dice, qué emoción muestra con sus palabras, qué sentimientos quedan escondidos... Escuchas con los oídos, con la mirada, con todo tu cuerpo, ¡con la piel!, incluso sientes lo que está sintiendo el otro. Es como si supieras cuáles son sus necesidades, lo que es importante para él o ella, sus valores; intuyes y presientes de lo que es capaz; en fin, estás viendo su esencia... Cuando escuchas así a tu hijo, él se siente visto, valorado, importante y, sobre todo, aceptado y amado por ti.

Te voy a contar un secreto para que tu hijo se sienta escuchado: ayuda mucho, sobre todo si es pequeño, parafrasear lo que te está contando. Por ejemplo:

—Mamá, mamá, ¿sabes qué? ¡Hoy he hecho la voltereta para atrás! Y me ha salido muy bien, ¡la voltereta para atrás!, ¡la voltereta para atrás!, ¡la voltereta para atrás!...

—¡Ohh! ¿Qué dices? ¡La voltereta para atrás! ¡Qué difícil!

Lo realmente importante es que tu hijo se sienta escuchado. Quiero decir que tú puedes escuchar, pero lo que marcará la diferencia es que él se sienta escuchado. Repetir «¡la voltereta para atrás!» es una manera de decirle que lo estás escuchando. Sí, eso es, ¡no es una voltereta cualquiera!, o ¡una voltereta normal hacia delante! ¡Es una voltereta para atrás! Es como si no dejaran de insistir hasta que repites sus propias palabras y comprenden así que los has escuchado de verdad.

Escúchale como la semilla que es.

¿Qué te está queriendo decir?

¿Qué hay detrás de este comportamiento? ¿Cansancio, sueño, hambre, frustración, impotencia, rabia...?

¿Qué necesidad no sabe expresar?

Os animo a escuchar vuestra intuición. Como padres tenemos mucha intuición y, a veces, la despreciamos. Seguro que te ha pasado alguna vez. Estás en el trabajo y entras en una sala en la que ha habido una reunión. No sabes nada, ignoras lo que ha pasado, pero palpas una energía muy concreta en el ambiente. El aire es muy denso, se puede cortar con un cuchillo. ¡Uf! ¡Qué miradas! ¡Aquí ha habido bronca! Sientes la impotencia y el resentimiento que flota por la habitación.

Este es un nivel de escucha muy potente. Sería una escucha de trescientos sesenta grados, como de vista de pájaro, como si te subieras a una silla y, desde allí, captaras el clima o la «energía» del ambiente. Es muy útil en casa con los niños. Muchas veces, sentimos la energía que flota en la habitación, ¿verdad? Escuchamos «cansancio», «aburrimiento» y quizá es el momento de proponer un paseo, una salida al parque para moverse y subir los ánimos. Tal vez, escuchas que tu hijo no ha pasado un buen día en el cole, no se ha acabado el bocata de crema de cacao que tanto le gusta y ha estado más bien callado todo el trayecto de vuelta a casa.

Recuerdo cuando mi hijo menor empezó a salir con la chica que ahora es su novia. Había sido un ligón de mucho cuidado, pero esta chica era especial para él, yo lo sabía, lo supe antes que él mismo. Antes de que me dijera nada, escuché un montón de señales que me lo decían. Él se sorprendió cuando le dije incluso el día que lo supe.

—Cariño, llevas dos semanas justas saliendo con Nina.

—Pero, mamá... ¿Cómo lo sabes?

Basta con escuchar con curiosidad quién es tu hijo para empezar a descubrir un montón de cosas maravillosas.

Cada situación que vivas con él, por mucha similitud que tenga con otras situaciones de vida anteriores, tiene un nuevo rostro que no volverá a aparecer jamás. Y, por ello, nos exige ¡a nosotros mismos! Nos exige escucha.

Te propongo pues que pruebes lo siguiente cuando surja la ocasión: primero escucha; en segundo lugar, escucha; y, por último, escucha. Si no escuchamos se nos pasarán muchas cosas, no las veremos...

Puede parecer fácil, pero limitarse a escuchar es realmente difícil, pues nos es más fácil tranquilizar, aconsejar, decir a nuestros hijos cómo han de sentirse, qué tienen que hacer... Guárdate la tentación de valorar e interpretar lo que les pasa y lo que sienten. Refrena el impulso de aconsejarles y decirles lo que tienen que hacer y lo que se espera de ellos, de comparar.

Mantén el silencio escuchando con el corazón, con todo tu ser para que, poco a poco, sientas su emoción, los sentimientos y las necesidades que hay detrás de sus palabras, de su tono de voz, de sus silencios...

¡Escucha!

Cuando te pido que me escuches

y tú empiezas a aconsejarme,

no estás haciendo lo que te he pedido.

Cuando te pido que me escuches

y tú empiezas a decirme por qué yo no debería sentirme así,

no estás respetando mis sentimientos.

Cuando te pido que me escuches

y tú piensas que debes hacer algo para resolver mi problema,

estás decepcionando mis esperanzas.

¡Escúchame!

Todo lo que te pido es que me escuches,

no quiero que me hables ni que te tomes molestias por mí.

Escúchame,

solo eso.

Es fácil aconsejar.

Pero yo no soy un incapaz.

Tal vez me encuentre desanimado y con problemas,

pero no soy un incapaz.

Cuando tú haces por mí lo que yo mismo puedo

y tengo necesidad de hacer,

no estás haciendo otra cosa

que atizar mis miedos y mi inseguridad.

Pero cuando aceptas, simplemente,

que lo que siento me pertenece a mí,

por muy irracional que sea,

entonces no tengo por qué tratar de hacerte comprender más

y tengo que empezar a descubrir lo que hay dentro de mí.

R. O’DONNELL,

El mosaico de la misericordia

¿Cuál es tu criterio?

Hace unos días mi marido me hizo una pregunta que me hizo reflexionar. Mi hijo Mateo lleva una temporada (desde que empezó la guardería más o menos) en la que le cuesta dormir. Hace ya unos meses que se dormía solo y del tirón toda la noche. Ahora, el momento de irse a la cama se ha vuelto un poco más complicado: no quiere dormir, nos pide que nos quedemos con él en la habitación, se despierta varias veces, quiere venir a nuestra cama... Hasta aquí, supongo que todo esto te sonará familiar si tienes niños pequeños.

Como es natural en estas situaciones y en las que hay giros «repentinos» no sabes muy bien qué hacer. Las cosas en casa cambian constantemente y con los niños hay que adaptarse continuamente. Es cierto que en el pasado ya hubo otras ocasiones en las que Mateo tampoco quería dormir, porque estaba tan agotado que le costaba coger el sueño o pillaba una rabieta porque quería ver Peppa Pig o prefería simplemente estar de juerga que irse a la cama. Sin embargo, ¿ahora pasaba lo mismo?

Ante todas estas situaciones he actuado de manera diferente, la verdad. Y hablándolo con mi marido (porque como todas las parejas, a veces pensamos o actuamos de forma distinta) él me preguntó: «A ver, Andrea, ¿cuál es tu criterio? Porque no entiendo muy bien qué se supone que se tiene que hacer si el niño no quiere dormir... A veces haces una cosa y otras veces otra. Y yo ya no entiendo nada».

Ante esta pregunta me paré un instante a pensar: ¿cuál es mi criterio? Lo cierto es que la pregunta me resultó un poco retadora, pero se la agradezco de corazón porque me permitió reflexionar. Porque es verdad que ante el «mismo» hecho reacciono de diferente manera. Y después de darle un par de vueltas encontré mi respuesta: «mi criterio es escuchar», me dije a mí misma.

Esta pregunta me hizo darme cuenta de que vivimos en un mundo en el que esperamos una lista de instrucciones o una «receta» que nos diga en todo momento qué tenemos que hacer ante una determinada situación. ¡Sería tan fácil! ¿Verdad? Nos encantaría que alguien nos dijera «si tu hijo se pega con otros, haz A», «si tu hijo está enganchado a la tablet, haz B» y «si el niño no quiere dormir por las noches, haz C». Y esto, con los niños (y como con muchas otras cosas en la vida) no funciona. En mi opinión, no existe una «solución» que siempre funcione para cada tipo de situación. Por lo tanto, mi criterio es escuchar qué necesita mi hijo en cada momento y observar para qué está haciendo lo que está haciendo, ver qué hay detrás del comportamiento. Y sin presencia y escucha, no lo voy a conseguir.

Por ejemplo, ¿voy a actuar igual si escucho que mi hijo no quiere dormir porque quiere ver Peppa Pig o porque está viviendo un cambio difícil para él, como es empezar la guardería? Naturalmente, no. En el primer caso se trata de un «capricho» y le ayudaré a gestionar esa rabieta y su frustración. En el segundo, lo que escucho que necesita (y a su manera me lo está pidiendo) es contacto físico debido a la separación que vive diariamente en la guardería.

Los niños, sobre todo los pequeños, muchas veces no te lo van a decir con palabras, tienes que estar atento y escuchar qué hay detrás de cada conducta. Sin dar por hecho nada. Sin pensar «yo ya sé qué le pasa». Sin esperar «recetas». No las hay. Si aguzas el oído y abres tu mente, todo padre o madre sabe escuchar qué necesita su hijo.

Las palabras no se las lleva el viento

La palabra es mitad de quien la pronuncia, mitad de quien la escucha.

MICHEL DE MONTAIGNE

Las palabras no se las lleva el viento. La palabra hiere o sana. Te lleva a las profundidades o te eleva a lo más alto. Todos lo sabemos porque lo hemos experimentado en alguna ocasión. Todos podemos recordar alguna experiencia transformadora que empezó con unas palabras de aliento, de reconocimiento y también otras que te hundieron, te hicieron dudar, no creer...

¿Cuidamos lo que les decimos a nuestros hijos?

¿Qué palabras escogemos?

¿Qué tono empleamos?

¿Con qué mirada?

¿Las acompañamos con una sonrisa?

¿Qué emoción las impregna?

Cuántas veces nos pillamos diciendo a nuestros hijos: «Eres un pesado, te portas mal, eres un desobediente, así no vas a llegar a ningún sitio, ya sabía yo que ibas a suspender, eres un caso perdido, eres un vago...», lo decimos así, sin querer, tan alegremente... Pero hay que ser impecable con las palabras, porque el lenguaje importa y ¡mucho!, el lenguaje no es inocente.

Además, el lenguaje no es solo descriptivo, el lenguaje es generativo, crea, ya que genera oportunidades o limita posibilidades. «Eres esto y lo otro» «¡¡¡Eres, eres, eres!!!»... Cada vez que nos expresamos así estamos hablándole a su identidad, estamos conformando su autoconcepto, estamos comportándonos con nuestra actitud como si fuera realmente así y lo llevamos al callejón sin salida del inmovilismo («si soy así, no puedo hacer nada») y de la profecía autocumplida («¿ves como es así? ¡Ya lo sabía yo!»).

Si no cuidamos las palabras que escucha nuestro hijo, no solo le dañamos a él, sino que también dañamos la relación, hacemos endeble el vínculo que nos une y puede romperse. Las palabras, el tono, la carga emocional, incluso la melodía que utilizamos pueden influir poderosamente en el desarrollo de nuestros hijos, tanto positiva como negativamente. ¡Háblale bonito a tu peque! Hemos de ser especialmente cuidadosos cuando hablamos a niños pequeños porque están muy pendientes de cómo decimos las cosas, de cómo les estamos hablando. ¿Qué están escuchando de papá y mamá? Muchas cosas. La expresividad de la cara, el gesto, el tono, la melodía, nuestro lenguaje corporal, todo es de suma importancia. ¡Todo lo escuchan! Es vital la intención, la actitud, la emoción que desprenden nuestras palabras. Si no hay coherencia entre el contenido del mensaje y el lenguaje no verbal, los confundimos, les generamos ansiedad e inseguridad, y no es exagerado decir que puede influir en su desarrollo.

Así que, seamos razonables, ¿cómo podemos pedirles que no griten, si gritamos nosotros? ¡Qué incoherencia!, ¿verdad? Si son muy pequeños podemos confundirlos con mensajes irónicos que no entenderán. «Bonito, ¿no? ¡Mamá está muy contenta con lo que has hecho!». Sin embargo, un poco de ironía y humor pueden ser muy útiles con los adolescentes. El humor es un gran aliado en la educación. Mis hijos cuando eran adolescentes sonreían cuando les decía: «Hace rato que espero que venga tu avatar a hacer la cama», me seguían la corriente y bromeábamos mucho con esto.

Es importante cuidar las palabras y el tono con el que los corregimos. Podemos encontrar la manera de hacerlo infundiendo seguridad, autoridad y firmeza y, al mismo tiempo, siendo afectuosos con ellos. Eso requiere mucha autogestión por nuestra parte. No siempre lo lograremos. No pasa nada. Tomamos conciencia y seguimos adelante. Todos nos equivocamos.

Lo importante es recordar que podemos esmerarnos en hacer coincidir nuestro lenguaje verbal y no verbal o corporal para que las cosas fluyan con mayor facilidad. Con nuestro tono podemos ofrecerles optimismo, alegría, entusiasmo por la vida. Podemos empatizar con ellos por las cosas buenas y no tan buenas. Puede ser complicado al principio. Se trata de un hábito. De estar presentes. Muchas veces les contestamos mal o les pedimos las cosas de peores modos porque en realidad estamos inmersos en nuestros pensamientos y preocupaciones, y hablamos desde la emoción equivocada, ¿no es así? No pasa nada por reconocer que muchas veces no va con ellos, va con nosotros.

Te invito a prestar atención la próxima vez que les hables. Una vez más, lo diré, miremos a los ojos a nuestros hijos cuando les hablemos. Ellos lo están esperando de corazón.

¿Qué palabras vas a escoger para tus hijos?

«¡Escúchame con los ojos!»

«¡¡Mamá, mira lo que hago!!»

«¡¡Mamá, mamá mira cómo dibujo!!»

«¡¡Mamá, mira qué alto he subido!!»

«¡¡Mamá, mira dónde estoy!!»

¿Os suena? Los niños reclaman nuestra mirada constantemente. Cuando los miramos se sienten escuchados, valorados, vistos. Sienten que son importantes y valiosos para nosotros. Por eso es tan vital para adquirir seguridad, confianza y autoestima.

¿Cuántas veces miramos directamente a los ojos a nuestros hijos? Si somos honestos hemos de reconocer que muchas veces les hablamos, los vemos, les decimos lo que tienen que hacer, les preguntamos... Pero lo hacemos ¡sin mirarlos! Cada vez miramos menos a los ojos (les decimos que lo hacemos, «¡pero si ya te miro!», pero no, no lo hacemos de verdad).

¡Qué lástima! A veces me pregunto cómo se puede enseñar y aprender a interpretar o leer una mirada si estamos todos cabizbajos observando nuestro móvil, nuestra tablet o perdidos en nuestra mente. ¡No se puede! ¡Despertemos!

Así no podemos escuchar.

Un niño necesita la mirada de sus padres, de su cuidador para crecer, para conocer y aprender a interpretar el mundo que le rodea. Los niños cuando son pequeños están permanentemente pendientes de la mirada de un adulto para poder entender el mundo, lo que pasa a su alrededor... Ante cualquier situación nueva observará la mirada de su madre, de su padre o de su cuidador para darle sentido, para entender y comprender lo ocurrido. La respuesta (mirada) que obtenga definirá su autoconcepto y también le ayudará a calibrar la realidad y cómo ha de interpretarla, le permitirá pues distinguir los hechos de los juicios y las valoraciones, aprenderá o no prejuicios, le estaremos enseñando a creer unas cosas u otras. ¡Menudo papel tienen las miradas!

«Si no me mira, es que no valgo, no soy importante.»

«Si tengo disponible una mirada de aprobación y aceptación, me siento bien, siento que soy suficiente.»

«Si me caigo y mi madre me mira asustada, yo también me asusto.»

«Si me caigo y mi madre me mira con serenidad, me será más fácil consolarme.»

Somos nosotros, los adultos, quienes completamos el significado de lo ocurrido. Como dice Catherine L’Ecuyer, una mirada explica mucho, educa y enseña cosas que difícilmente pueden transmitirse de otra manera.

Si un niño en el parque observa cómo alguien tropieza y cae aparatosamente, mirará rápidamente a los ojos de su cuidador y dependiendo de su reacción aprenderá una u otra lección. Si el adulto tiene una mirada burlona y se ríe, el niño también se reirá, aprende que no pasa nada por reírse cuando alguien cae y se hace daño. Si el adulto mira con preocupación y compasión y su mirada habla: «Vaya, parece que se ha hecho daño. Vamos a ayudar a este niño a levantarse y veremos si necesita que le curemos y avisemos a su mamá, debe de estar asustado, ¿no crees?». El niño recibirá todo este sentido e interpretación y estará aprendiendo lo que es la empatía.

Si vamos por la calle y vemos que alguien corta el paso con el coche e insulta a otro conductor, nuestro pequeño nos mirará (expectante y, tal vez, algo asustado) para ver lo que hacemos o cómo reaccionamos. Podemos decir: «Este señor es muy malo porque dice palabrotas», o «Este señor debe de estar muy enfadado o nervioso. Las palabrotas son feas. Este señor se ha equivocado al decir palabrotas». Aquí estamos enseñando la distinción entre juzgar y describir objetivamente los hechos (pues obviamos las valoraciones) como también el concepto de compasión (todos nos equivocamos).

¿Hay otra manera mejor de transmitir estas enseñanzas?

El poder de una mirada

Papá, mamá... ¡Miradme a los ojos!

Poneos a mi altura y miradme directamente a los ojos.

Con ojos de niño, de niña... ¡No importa! Pero que sea una mirada transparente para que nos encontremos. ¡Así será más fácil, ya lo veréis! Vais a ser mis referentes y necesito conoceros, ver vuestra alma y también sentirme visto. Sentir que descubrís mi esencia y me aceptáis incondicionalmente.

Con ojos seguros porque no quiero moverme en arenas movedizas y tengo que conocer bien los límites para sentirme a salvo. Miradme con ojos pacientes y generosos, pues tengo que aprender muchas cosas, ¡muchísimas!, y no va a ser fácil para mí... Con ojos que inspiren y alienten, pues tengo que creer en mí. ¡Tenéis que hacerme más grande de lo que yo mismo creo ser! Con una mirada que confía y, así, me respalde y fortalezca.

Con ojos cómplices, pues así sabré que cuando me sienta triste, impotente y tenga miedo, el mejor lugar donde puedo estar es con vosotros.

Con ojos curiosos, incansables, que quieren descubrir quién soy y que me permitan serlo, dándome el espacio necesario para que pueda expresarme, descubrirme, mostrarme al mundo con humildad y con toda mi belleza.

Una mirada sin juicios que legitime mis errores y los convierta en oportunidades de aprendizaje. Una mirada perseverante que me explique que voy a caer muchas veces, que no hay respuestas para todo y que todos nos perdemos y nos encontramos en el camino.

AEIOU

¡Gritos!

Carla tiene cinco años. Es una niña preciosa, dulce y delicada. Sé que le gusta estar conmigo, quiere tocarme y abrazarme todo el tiempo. ¡Es tan cariñosa! Sé que me adora. Últimamente ando muy nerviosa. Mucho. Estos meses el trabajo se me acumula y siento que me ahogo y que no llego a todo. Todo se hace más difícil. Estoy muy cansada. No es un buen año. Cuando llego a casa siento cómo la impaciencia y la irritabilidad ganan y ganan más terreno hasta sentirme acorralada. Me cuesta repetir las cosas con la paciencia de antes y he de reconocer que grito con facilidad, con mucha facilidad. He pasado de pedir a exigir, de hablar a sermonear... Hace días que noto a Carla esquiva conmigo. Procura no estar delante de mí. No puedo evitarlo, todo me pone nerviosa, que no haga lo que le pido, que no lo haga cuando se lo pido...

Ayer lo vi claramente en su mirada. Estaba preparando la cena. La mesa estaba lista. Carla se subió al taburete para alcanzar unas galletas. Sabe que no es momento para galletas, pero lo hizo... El bote de cristal donde guardo el café cae al suelo y se rompe en mil pedazos. Los diminutos granos de café están por todas partes. Carla está subida en el taburete con las galletas en la mano. Sus ojos están abiertos por la sorpresa, pero pronto los cierra encogiéndose de hombros, como preparada para recibir un golpe. Pero... ¡si yo nunca la he pegado! Al volver a abrirlos pude ver el miedo en su mirada y me quedé helada. Me sentí como un monstruo. ¡Mi hija me tiene miedo! Un ogro que, como en los cuentos, se come a las niñas que se portan mal. Me vi gritándole una y otra vez.

Los gritos también son golpes, son bofetadas. Y si no son lo mismo, pueden hacer el mismo daño. Sentí mucha lástima por Carla, pero sobre todo sentí pena por mí. Por verme convertida en alguien que no quiero ser para mi hija. En ese momento me hice el propósito de no gritar más a Carla. Sé que es un hábito que con esfuerzo y mucha intención voy a conquistar. Siento que he tocado fondo. He comprendido que el agotamiento y la irritabilidad se han apoderado de mí. He decidido cuidarme para estar bien por mí y por y para mi hija. Si estoy bien, ella también estará bien.

Hasta la persona más calmada, tranquila y serena grita en algún momento. Sí, hasta la persona más calmada, tranquila y serena siente rabia y la puede expresar mal. Todos nos hemos visto en una situación en la que no hemos podido evitar gritar a uno de nuestros hijos. Incluso más veces de las deseables. Yo también he gritado hasta el punto de hacerlos llorar y no me siento orgullosa de ello.

Puedo llegar a gritar por muchas razones: dos de ellas, por cansancio y falta de sueño. Si tenéis niños pequeños sabéis lo que es no dormir todo lo que necesitáis. A veces, el trabajo aprieta y se acumula durante más semanas de las deseables y pasa lo que pasa. ¿Qué puedes hacer? Escucha tu necesidad y busca espacios para recuperarte y descansar (cuanto más tranquilo estés, más tranquilo estará tu hijo, más tranquilidad se respirará en tu hogar). Para cuidar a los demás, primero cuídate tú.

También grito por exigencia. Nos exigimos mucho y exigimos a los niños. Deberíamos rebajar nuestras exigencias, ¿no crees? No pasa nada si solo por hoy no se baña y en lugar de preparar la cena hago unos bocadillos y me siento un rato en el sofá para descansar. Todos estaremos mejor.

Quizá también gritamos porque nos han gritado nuestros propios padres. Hemos llegado a normalizar o automatizar que a un niño se le puede gritar y no nos damos ni cuenta cuando lo hacemos. Además, ¡¡¡es como si creyéramos que si no gritamos no nos van a hacer caso o no nos escuchan!!! ¿Verdad? Y, entonces, se convierte en un tema de autoridad y de hacerse respetar.

Cuando gritamos a nuestros hijos, nos oyen, pero dejan de escucharnos.

Cierran los oídos porque no quieren escuchar, porque les hiere. Sí, porque el oído es un órgano muy sensible a la aceptación y al rechazo, todos nos volvemos sordos.

Lo que está claro es que los gritos tienen mucho que ver con nosotros y poco con nuestros hijos, por mucho que nos digamos a nosotros mismos que gritamos por su mal comportamiento o porque no nos obedecen o por lo que sea. Sí, seamos honestos y reconozcamos que los gritos tienen mucho que ver con cómo nos gobernamos a nosotros mismos y gestionamos nuestras emociones, necesidades, expectativas, insatisfacciones y frustraciones...

La voz es sonido y el sonido es vibración, por lo que cuando aliviamos nuestra tensión gritando olvidamos que el grito es una agresión física para el que nos escucha, para nuestros hijos. Sin duda alguna, podemos sentir un grito en todo el cuerpo, los órganos internos se contraen. También es una agresión psicológica en toda regla. Tan lesivo para los pequeños como puede serlo otro castigo físico. Daña la autoestima del niño, es un pésimo ejemplo para regular y gestionar la frustración, en lugar de reconducir el mal comportamiento lo empeora y llegada la adolescencia puede hacer realmente las cosas complicadas, muy complicadas. Porque cuando gritamos estamos comunicándonos con un corazón que está cada vez más y más lejos de nosotros. El grito nos separa, nos aleja, construye un muro entre nuestras almas. Cuando gritamos no nos encontramos, vivimos en la distancia. Paradójicamente, con el tiempo, cuanto más gritamos más sordos nos convertimos.

Como te decía, dejamos de escuchar..., los demás nos oyen pero también dejan de escucharnos.

Por el contrario, cuando nos sentimos unidos a alguien nuestras palabras son suaves, tranquilas, basta un susurro para que lleguen al otro, no hace falta que alcemos la voz porque el otro «está cerquita». ¿Os habéis fijado cómo hablan los enamorados? Sienten sus corazones tan cerca el uno del otro que hablan bajito, dulcemente.

Si tomamos conciencia de lo lejos que se sienten nuestros hijos de nosotros cuando los chillamos (ponte, por ejemplo, en la piel de tu hijo adolescente), la próxima vez nos será más fácil gestionar nuestra rabia, insatisfacción o frustración y tardaremos más en perder los nervios y gritar. Y así, poco a poco, podemos comprometernos a hablar sin gritar, a pedir sin exigir, a dar ejemplo en lugar de sermonear a gritos. En realidad, cuando alguien nos grita no podemos escuchar, no nos llega otro mensaje que el del dolor, la incomprensión, la soledad, el rechazo y el vacío.

Así, para dejar de gritar, lo primero que hemos de hacer es admitir que es negativo y malo para todos. Mi rabia puede estar muy justificada, pero los gritos no son el mejor modo de expresarla. ¿Qué hacemos en otros escenarios? ¿En el trabajo? ¿Con el vecino? Intentamos encontrar otras formas de canalizarla. Pues con los niños y adolescentes deberíamos hacer igual. Y, segundo, si hemos perdido la paciencia y hemos gritado, pedimos perdón, un perdón sincero y punto. Así, todos nos sentiremos bien y repararemos la relación.

Recordemos además que los niños cuando no hacen lo que les pedimos o esperamos de ellos, las más de las veces no lo hacen para fastidiar. Nosotros nos lo tomamos como algo personal, estallamos y gritamos. ¡Claro que podemos perder la paciencia! Pero ayuda mucho pensar que un niño puede no comportarse como deseas o esperas por muchas razones que no son «para fastidiar a papá o a mamá»: por olvido, porque está distraído o concentrado en su juego, porque no entiende la norma, porque no ha incorporado ese hábito, porque en ese momento le cuesta especialmente, porque es pequeño y es normal que se comporte como lo hace...

Si gritamos, le enseñamos que ha de comunicarse gritando. El grito es un monólogo porque no permite el diálogo. ¿Queremos hijos dialogantes? Cuando gritamos no exponemos nuestros razonamientos, nuestros deseos, nuestras necesidades, nuestras peticiones, nuestros sentimientos, respetando al otro. Respetar es incompatible con gritar. Los gritos no educan, ensordecen el corazón y cierran nuestra mente.

Ejercicios de presencia y escucha

En la próxima semana...

1. «Píllate» a ti mismo al menos en cinco ocasiones en las que estés distraído y no estés presente. Observa: ¿dónde estás?, ¿cómo te recuperas?, ¿qué haces?

2. Haz una lista de «ladrones» de presencia y una acción para combatirlos. Por ejemplo, el móvil, y como acción, poner una cesta en la entrada de casa para colocarlos y que tu hogar sea una zona libre de móviles.

3. Practica el traerte de vuelta —recuperación— a la consciencia del momento presente. Percibe cómo lo haces.

4. Practica la escucha profunda: en una situación en la que estés con tu hijo, escucha en silencio (sin hablar, sin aconsejar ni interrumpir) y pregúntate qué emociones percibes detrás de las palabras, qué necesidades insatisfechas, qué anhelos... Pregúntate qué te crees que está pasando realmente.

5. Prueba a escuchar (en el trabajo, a un amigo, a tu hijo) sin interrumpir, sin dar consejos, sin dar tu opinión... ¿Qué es diferente?

Miras pero no ves.

Hablas pero no dices.

Oyes pero no escuchas.

Sientes pero no amas.

Ansías pero no consigues.

Trabajas pero no rindes.

Andas pero no avanzas.

Corres pero no llegas.

Ríes pero no gozas.

Lloras pero no sufres.

Vives pero no estás.

Estás pero no eres.

        EDUARDO BUENO,

        Ser y estar