Estoy sentado solo en la sala de conferencias, deslizando sin pensar una mano sobre mi nuevo corte de pelo, cuando Delalieu llega. Arrastra un pequeño carrito de café detrás de él y lleva una sonrisa poco entusiasta y temblorosa de la que he llegado a depender. Nuestros días laborales han estado más ocupados que nunca últimamente; por suerte, nunca hemos tenido tiempo para discutir los detalles incómodos de los eventos recientes, y dudo que alguna vez lo hagamos.
Por ello estoy eternamente agradecido.
Estar aquí, con Delalieu, es como estar en un lugar seguro, donde puedo fingir que las cosas en mi vida han cambiado muy poco.
Aún soy comandante en jefe y regente de los soldados del Sector 45; aún es mi deber organizar y liderar a aquellos que nos ayudarán a luchar contra el resto del Restablecimiento. Y ese rol conlleva una responsabilidad. Hemos tenido muchas reestructuraciones que hacer mientras coordinamos nuestros próximos movimientos, y Delalieu ha sido esencial para esa tarea.
—Buenos días, señor.
Asiento a modo de saludo mientras él sirve una taza de café para cada uno. Un teniente como él no necesita servir su propio café por la mañana, pero hemos llegado a preferir la privacidad.
Bebo un sorbo del líquido negro (hace poco he aprendido a disfrutar su sabor característico y amargo) y me reclino en la silla.
—¿Novedades?
Delalieu carraspea.
—Sí, señor —dice y apoya con rapidez su café de nuevo sobre el plato, volcando un poco de líquido—. Hay bastantes esta mañana, señor.
Lo miro inclinando la cabeza.
—La construcción del nuevo centro de mando marcha bien. Esperamos que terminen con todos los detalles las próximas dos semanas, pero las habitaciones privadas estarán listas para ocupar mañana.
—Bien. —Nuestro nuevo equipo, bajo la supervisión de Juliette, ahora consta de muchas personas, con muchos departamentos que administrar y, a excepción de Castle, quien ha creado una pequeña oficina para sí mismo en el piso superior, todos han estado utilizando mis instalaciones de entrenamiento personales como su cuartel central. Y aunque aquella había parecido una idea práctica al inicio, mis instalaciones de entrenamiento son solo accesibles a través de mi habitación privada; y ahora que el grupo vive libremente en la base, suelen irrumpir y salir de mi habitación sin anunciarse.
De más está decir que eso está volviéndome loco.
—¿Qué más?
Delalieu mira su lista y dice:
—Por fin hemos logrado obtener los archivos de su padre, señor. Ha llevado todo este tiempo localizarlos y recuperarlos, pero he dejado las cajas en su habitación, señor, para que las abra cuando quiera. Pensé… —Carraspea—. Pensé que quizás le gustaría echarle un vistazo a sus pertenencias personales restantes antes de que las herede nuestro nuevo comandante supremo.
El pavor frío y pesado invade mi cuerpo.
—Me temo que hay mucho que revisar —continúa diciendo Delalieu—. Todas sus bitácoras diarias. Cada informe que ha escrito. Incluso hemos logrado localizar algunos de sus diarios personales. —Delalieu vacila. Y luego, en un tono que solo yo sé cómo descifrar—: Espero que sus anotaciones sean útiles para usted, de algún modo.
Alzo la vista y miro a Delalieu a los ojos. Hay preocupación en ellos. Inquietud.
—Gracias —respondo en voz baja—. Por poco lo había olvidado.
Un silencio incómodo aparece entre nosotros y, por un instante, ninguno de los dos sabe exactamente qué decir. Aún no hemos hablado sobre la muerte de mi padre. La muerte del yerno de Delalieu. El esposo horrible de su hija fallecida, mi madre. Nunca hablamos sobre el hecho de que Delalieu es mi abuelo. De que él es la única clase de padre que me queda en el mundo.
No hacemos esas cosas.
Así que, con una voz exaltada y antinatural, Delalieu intenta retomar el hilo de la conversación.
—Oceanía ha dicho, como estoy seguro de que ha escuchado, señor, que asistirá a la reunión organizada por nuestra señora, la comandante suprema…
Asiento.
—Pero los otros —dice él, las palabras ahora salen veloces de su boca— no responderán hasta que hayan hablado con usted, señor.
Ante aquello, abro los ojos de par en par de modo perceptible.
—Están… —Delalieu carraspea de nuevo—. Bueno, señor, como sabe, todos son viejos amigos de la familia y ellos… bueno, ellos…
—Sí —susurro—. Por supuesto.
Aparo la vista hacia la pared. De pronto, siento que mi mandíbula está cerrada de frustración. He estado esperando esto en secreto. Pero después de dos semanas de silencio, la verdad es que había empezado a pensar que quizás continuarían haciéndose los tontos. No ha habido comunicación con esos viejos amigos de mi padre, ninguna oferta de condolencias, ninguna rosa blanca, ninguna tarjeta de pésame. Ninguna carta, como era nuestro ritual diario, de las familias que había conocido de niño, las familias responsables del infierno en el que vivimos ahora. Creí felizmente, compasivamente, que me habían apartado.
Aparentemente, no.
Aparentemente, la traición no es un crimen lo bastante serio como para que me dejen en paz. Aparentemente, las caras cotidianas en donde expresaba mi «grotesca obsesión con un experimento» no eran razón suficiente para expulsarme del grupo. Mi padre adoraba quejarse en voz alta, adoraba compartir sus muchas penas y desaprobaciones con sus viejos amigos, las únicas personas vivas que lo conocían cara a cara. Y todos los días me humillaba frente a las personas que conocíamos. Hacía que mi mundo, mis pensamientos y mis sentimientos parecieran inferiores. Patéticos. Y cada día yo había contado las cartas que se apilaban en mi correo, textos largos de sus viejos amigos rogando que viera la razón, como ellos decían. Que recordara quién era yo. Que dejara de avergonzar a mi familia. Que escuchara a mi padre. Que creciera, que fuera un hombre y que dejara de llorar por mi madre enferma.
No, esos lazos son demasiado profundos.
Cierro fuerte los ojos para reprimir el aluvión de caras, de recuerdos de mi infancia, mientras digo:
—Diles que me pondré en contacto.
—No será necesario, señor —responde Delalieu.
—¿Disculpa?
—Lo hijos de Ibrahim ya están en camino.
Sucede con rapidez: una parálisis repentina y breve en mis extremidades.
—¿Qué quieres decir? —pregunto, a duras penas logro mantener la calma—. ¿En camino hacia dónde? ¿Aquí?
Delalieu asiente.
Una oleada de calor invade mi cuerpo tan rápido que ni siquiera noto que estoy de pie hasta que tengo que sujetar la mesa para no perder el equilibrio.
—Cómo se atreven —digo; de alguna forma aún me aferro al límite de la compostura—. Su absoluta falta de respeto… Sentir que tienen derecho a…
—Sí, señor, lo comprendo, señor —dice Delalieu; parece aterrado ahora—. Pero, como sabe, así se comportan las familias supremas, señor. Es una larga tradición. Un rechazo de mi parte habría sido interpretado como un acto abierto de hostilidad… y la Comandante Suprema me ha ordenado ser diplomático durante el mayor tiempo posible, así que pensé… pensé… Uh, lo siento mucho, señor…
—Ella no sabe con quién está lidiando —replico con brusquedad—. No existe la diplomacia con estas personas. Quizás nuestra nueva comandante suprema no tiene manera de saber esto, pero tú —digo, más decepcionado que furioso—, tú deberías haberlo sabido. Habría valido la pena ir a la guerra para evitar esto.
No alzo la vista para ver su cara cuando dice, con voz temblorosa:
—Lo siento muchísimo, señor.
Sin duda es una larga tradición.
El derecho a ir y venir fue una práctica que se había aceptado hacía mucho tiempo. Las familias supremas siempre eran bienvenidas en las tierras de los demás en cualquier momento, sin necesidad de invitación. Mientras el movimiento era joven y los niños también, nuestras familias se consolidaron rápido. Y ahora esas familias, y sus hijos, gobiernan el mundo.
Aquella fue mi vida durante mucho tiempo. El martes, cita de juegos en Europa; el viernes, una cena en América del Sur. Nuestros padres, todos locos.
Los únicos amigos que conocí tenían familias aún más desquiciadas que la mía. No quiero verlos de nuevo nunca más.
Sin embargo…
Dios santo, debo avisar a Juliette.
—En cuanto a… en cuanto al asunto de… de los civiles —parlotea Delalieu—, he estado comunicándome con Castle por… por pedido suyo, señor, para decidir cuál es la mejor manera de proceder con la transición fuera del establecimiento…
Pero el resto de nuestra mañana pasa como una mancha difusa.
✥ ✥ ✥
Cuando por fin logro librarme de la sombra de Delalieu, me voy directamente a mi propia habitación. Juliette suele estar allí a esta hora del día, y espero encontrarla para ponerla sobre aviso antes de que sea demasiado tarde.
Demasiado pronto, me interceptan.
—Uh, mmm, hola…
Alzo la vista, distraído, y me detengo de golpe. Abro los ojos levemente.
—Kent —digo en voz baja.
Una mirada veloz es todo lo que necesito para saber que él no está bien. De hecho, parece estar fatal. Más delgado que nunca; con círculos negros bajo los ojos. Completamente exhausto.
Me pregunto si yo estoy igual para él.
—Me preguntaba —dice y aparta la vista, arrugando el gesto. Carraspea—. Me, eh… —Carraspea de nuevo—. Me preguntaba si podemos hablar.
Siento que mi pecho se tensa. Lo miro un instante, observo sus hombros rígidos, su pelo despeinado, sus uñas profundamente mordidas. Me ve observando y coloca con rapidez las manos en los bolsillos. A duras penas puede mirarme a los ojos.
—Hablar —logro decir.
Él asiente.
Exhalo en silencio, despacio. No hemos hablado ni una palabra desde que descubrí que éramos hermanos, hace casi tres semanas. Creí que el estallido emocional de la tarde había terminado tan bien como podría esperarse, pero habían pasado tantas cosas desde esa noche. No hemos tenido la oportunidad de abrir de nuevo esa herida.
—Hablar —repito—. Por supuesto.
Y, de pronto, siento la obligación de hacer una pregunta que nos perturba a los dos:
—¿Estás bien?
Él alza la vista, sorprendido. Sus ojos azules son redondos y rojizos, inyectados en sangre. Su nuez de Adán tambalea en su garganta.
—No sé con quién más hablar de esto —susurra—. No conozco a nadie más que pudiera siquiera comprender…
Y lo hago. De inmediato.
Lo comprendo.
Cuando sus ojos se vuelvem vidriosos abruptamente por la emoción; cuando sus hombros tiemblan aunque intenta permanecer quieto…
Siento que mis propios huesos tiritan.
—Por supuesto —digo, sorprendiéndome a mí mismo—. Ven conmigo.