Los remedios del tálamo
 (sobre el «amor latino»)

1

 

«Se suele dar el nombre de amor a mil quimeras», dice Voltaire en su Diccionario filosófico, y tiene razón, pues la noción de «amor» es tan vaporosa que sus definiciones más precisas han sido dadas por personas muy poco preocupadas por la exactitud, quiero decir, por los escritores de versos, y en el lenguaje típico de la ambigüedad, el poético. Los barrocos españoles, por ejemplo, se empeñaron en definirlo en cápsulas de catorce endecasílabos. De estos sonetos «definiendo el amor», voy a usar el que a mí me resulta más convincente, de Quevedo, que, como verán, es algo contradictorio:

 

Es hielo abrasador, es fuego helado,
es herida que duele y no se siente,
es un soñado bien, un mal presente,
es un breve descanso muy cansado.

 

Es un descuido que nos da cuidado,
un cobarde, con nombre de valiente,
un andar solitario entre la gente,
un amar solamente ser amado.

 

Es una libertad encarcelada,
que dura hasta el postrero parasismo;
enfermedad que crece si es curada.

 

Este es el niño Amor, este es su abismo.
¡Mirad cuál amistad tendrá con nada
el que en todo es contrario de sí mismo!

 

La conclusión de Quevedo, a tono con su filosofía estoica y desilusionada, es bastante pesimista: el amor es algo que tiene muchísima amistad con nada; el amor, en últimas, no es nada. Quevedo nunca tuvo relaciones fáciles con el cuerpo y con el amor, asociado muchas veces en su poesía con lo engañoso, cuando no con lo monstruoso. Lope (un poeta de vida mucho más alegre), en cambio, en un soneto que persigue también una definición del amor a través de oxímoros, llega a una conclusión menos teñida de desencanto, pero totalmente refugiada en la subjetividad: no puede definir el amor, pero todos los enamorados lo entienden: «Quien lo probó lo sabe». Su soneto, en todo caso, es un registro de casi tantas contradicciones como el de Quevedo. Oigámoslo:

 

Desmayarse, atreverse, estar furioso,
áspero, tierno, liberal, esquivo,
alentado, mortal, difunto, vivo,
leal, traidor, cobarde y animoso.

 

No hallar fuera del bien centro y reposo,
mostrarse alegre, triste, humilde, altivo,
enojado, valiente, fugitivo,
satisfecho, ofendido, receloso.

 

Huir el rostro al claro desengaño,
beber veneno por licor suave,
olvidar el provecho, amar el daño.

 

Creer que el cielo en un infierno cabe;
dar la vida y el alma a un desengaño,
¡esto es amor! quien lo probó lo sabe.

 

Dejemos así definido el amor, al menos por el momento, para pasar a definir el segundo elemento del tema propuesto. Para entender el adjetivo «latino», voy a usar al poeta latino por antonomasia, Virgilio. En la Eneida descubrimos de dónde viene esta palabra. Según el mito, en el Lacio hubo un rey llamado Latino, el padre de Lavinia, es decir, la mujer que acabaría siendo la esposa de Eneas y la fundadora de la estirpe de los latinos. Quizá para entender lo que es un amor latino, nada mejor que remontarnos a ese prototipo, a ese primer amor latino, el de Eneas y Lavinia.

Eneas, primero que todo, era un tipo casado. Casado y enamoradizo. De su condición de enamoradizo, sin embargo, este príncipe troyano no era culpable, ya que esta característica suya era genética, pues como se sabe Eneas era hijo de Afrodita, la diosa del amor, y el gen amoroso transmitido por Venus provoca reacciones incontenibles en cuanto se supera el umbral de la pubertad. Eneas se había casado prematuramente con Creúsa, hija del rey Príamo, pero cuando salió de Troya en plena artimaña del caballo, con las carreras del último momento, se le olvidó cargar a la esposa en las naves. Cuando se dio cuenta de este terrible olvido, Eneas dio marcha atrás, consternado, pero ya era muy tarde: el descuido lo dejó viudo. Después de innumerables peripecias, la flota de Eneas va a atracar en Cartago, ciudad que era gobernada por la hermosa Dido. Cuando Dido ve a Eneas, cuenta Virgilio, ésta siente que «la blanda llama carcome sus médulas, y dentro de su pecho vive la herida callada». Venus misma se encarga de que, por pura casualidad, Eneas y Dido coincidan a solas en una oscura cueva, donde fueron inútiles todos los esfuerzos de ambos para evitar que pasara lo que pasó. Dido y Eneas empezaron a vivir en Cartago como esposos, muy felices, aunque con el público escándalo de no haberse casado todavía, hasta que a Dido, harta ya de tanto concubinato, se le escapó una palabra tremenda, matrimonio, y ahí fue Troya de nuevo, pues Eneas se acordó de que el Destino le tenía reservados otros rumbos. Alistó las naves a escondidas de Dido, pero todo se sabe, y Dido llegó a tiempo para decirle: «¡Traidor!, ¿osas abandonarme cuando hasta yo misma me he entregado a tus caricias?». Todas las súplicas y hasta las amenazas fueron vanas. Cuando Dido vio las velas de Eneas desplegadas que se alejaban de Cartago, hizo una gran pira donde quemó la cama y las sábanas del pecado y todas las pertenencias de su amado menos una: su espada. Sobre el filo de esta espada se arrojó y después sobre el fuego, donde ardió su cuerpo enamorado hasta volverse ceniza enamorada. Lo último que Eneas ve de Cartago es el resplandor y el humo de la pira funeraria donde se inmola Dido. Otro amor que termina, como los de Góngora, «en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada». Voy a saltarme el viaje de Eneas al mundo de la ultratumba, el que siglos más tarde le servirá a Dante de modelo para su Comedia (en el segundo círculo del Infierno pondrá Dante a todos los suicidas y locos por amor, desde Dido hasta los famosos Paolo Malatesta y Francesca da Rimini). Sólo quiero recordar todavía que en el Hades, Eneas vuelve a ver al espíritu de Dido y le pide perdón, aunque únicamente para oír una nueva declaración de odio: Dido, como buena mujer latina despreciada, no perdona ni aún después de muerta. También aquí quiero acudir a Quevedo a modo de ejemplo, pues nuestro clásico español es quizá quien mejor ha mostrado, de nuevo en catorce endecasílabos, «lo que es una mujer despreciada»:

 

Disparado esmeril, toro herido;
fuego que libremente se ha soltado,
osa que los hijuelos le han robado,
rayo de pardas nubes escupido;

 

serpiente o áspid con el pie oprimido,
león que las prisiones ha quebrado,
caballo volador desenfrenado,
águila que le tocan a su nido;

 

espada que la rige loca mano,
pedernal sacudido del acero,
pólvora a quien llegó encendida mecha;

 

villano rico con poder tirano,
víbora, cocodrilo, caimán fiero
es la mujer si el hombre la desecha.

 

Abandonemos nosotros también a la apasionada Dido y lleguemos al fin al Lacio, donde reina el rey Latino, y donde su hija Lavinia ya está prometida a un príncipe vecino, Turno. Como suele pasar, los suegros de Eneas se dividen: la madre de Lavinia prefiere a Turno, pero el rey Latino prefiere a Eneas porque le ve más futuro. Lo que se ve venir se viene: la guerra entre Turno y Eneas por Lavinia. El último combate entre Eneas y Turno es también el final de la Eneida. Eneas asesta el golpe mortal a Turno y Virgilio sugiere que con el matrimonio de Eneas y Lavinia empieza la estirpe latina. El nombre de esta estirpe se lo pusieron a la memoria del buen Latino, suegro visionario que se puso de parte del futuro yerno.

 

2

 

Terminado este apresurado viaje por la Eneida me doy cuenta de que tal vez el adjetivo «latino» del título de este encuentro no tenga nada que ver con los romanos, los latinos originales. La flema estoica de un Séneca, su sobriedad, la sabiduría con la que encara hasta los peores momentos de la vida, ¿tendrá algo que ver con nuestra dolorida alharaca tropical? Lo dudo. Me imagino que aquí el adjetivo latino se usa más como apócope de «latinoamericano», que fue un gentilicio que se inventaron los franceses para que en la palabra que designa esta parte del mundo cupieran Haití y la región de Québec. Pero, ¿habrá alguien que les diga «latinoamericanos» a los habitantes de Québec? Otra vez lo dudo. Y en todo caso el mito que existe, más que de «amor latino», es el de «amante latino», o bien, en lengua no neolatina, «latin lover». El «latin lover» es simplemente el joven rijoso o arrecho que las turistas nórdicas encuentran en las playas del sur, ya sea a orillas del Mediterráneo (Italia, Francia, España), o de este sur del mundo: Cartagena, Río de Janeiro, Acapulco, Cancún… Un ardiente amor latino de vacaciones no tiene mayor mérito, pues escoba nueva siempre barre bien. Si las adolescentes o las cuarentonas de Cuba fueran a pasar vacaciones en los fiordos noruegos, sin duda ya habría nacido el mito del «viking lover» y el presupuesto del municipio de Oslo se gastaría en organizar sesudos encuentros de escritores para analizar si existe una forma de amor vikingo.

Pero lleguemos al punto: ¿existe una forma de amor característico de estas tierras y personas latinoamericanas? Así como toda cultura convierte su hambre o su apetito en cierto tipo de arte culinario, supongo que cualquier cultura, también, convierte nuestra biológica sed de copular en ciertos tipos característicos de artes de amar. En el cañamazo del instinto sexual, los humanos vamos bordando las fórmulas del amor, que van variando según nuestra fantasía, y se enriquecen con el tiempo y las culturas. El bordado típico de nuestros modos amatorios deberá buscarse en las canciones, los poemas, las novelas, y en las estadísticas de matrimonios y suicidios. De todos estos indicadores amorosos yo me quiero ocupar sólo de uno, quizá el más delicado. Me quiero ocupar de ese asunto que hizo que Eneas saliera huyendo de Cartago y dejara a Dido en la desolación: el matrimonio.

 

3

 

Para explorar las relaciones entre matrimonio y amor voy a emplear muchas citas, palabras de otras personas, porque yo soy un hombre felizmente casado, y del matrimonio tan sólo he probado los dulces frutos, pero uno no debe juzgar por uno mismo ni ser autobiográfico en los ensayos, sino basarse también en las experiencias ajenas, no siempre tan felices como la propia. La primera cita la tomo de una telenovela caribeña. Habla una matrona añeja con su joven sobrina: «Querida, en la vida hay una cosa fácil: enamorarse. Y una cosa difícil: casarse. Haz primero lo difícil, que lo fácil puedes hacerlo después». Este típico consejo de tía casamentera ha arrastrado a infinidad de mujeres nuestras a matrimonios no digamos infelices, pero sí precipitados. No es fácil casarse, porque dentro de nuestra cultura rige una idea que alguna vez le leí a un autor latino: «Yo creo que todas las mujeres se deberían casar; pero ningún hombre». Como ven, la cuadratura del círculo, pues cómo casar a ese mujererío que se quiere desposar con ese ejército esquivo de solterones empedernidos. Se ha ensayado de todo. A mediados del siglo pasado, en Colombia, existió un «impuesto de soltería», y los recaudadores del erario eran implacables en la persecución de los numerosos evasores, aunque al fin la ley fue derogada por inconstitucional. En todo caso, después de siglos de maravillosos machos latinos, hay ya un amplio segmento de la población femenina que sueña con soluciones sentimentales un poco menos esclavizantes que el difícil matrimonio sugerido por la matrona telenovelesca.

Me doy cuenta de que para decir algo serio sobre este tema estoy obligado a salirme del ámbito latino, porque aquí todo lo tomamos en broma. Voy a echar mano de un filósofo teutón. ¿Quién es el filósofo más serio que uno podría imaginarse? Yo diría que Kant. Immanuel Kant, que, según dicen, fue un solterón bastante razonable, tenía sus propias opiniones sobre el matrimonio. Para él los contratos de matrimonio eran un asunto relacionado con el derecho; casarse no era un fin, sino un medio; un medio para que la vida transcurriera de manera más fácil, por lo menos desde el punto de vista económico y social. Su perspectiva era bastante machista, por supuesto, pero no se nos olvide que estamos en el siglo XVIII. Para Kant, el matrimonio sólo se justificaba si gracias al concurso de una mujer rica un hombre podía adquirir independencia. Por eso aconsejaba a sus amigos que se casaran teniendo en cuenta sólo este principio razonable: que fuera conveniente para su bienestar. Dice uno de sus biógrafos que, para Kant, «el matrimonio debía estar fundado en principios de razón. Estos matrimonios de razón eran los que frecuentemente aconsejaba a sus amigos jóvenes, y a veces los instaba vivamente, llegando el caso de disgustarse si notaba que la pasión tenía entrada en sus propósitos». En esto parece ser exactamente de la misma opinión de Samuel Johnson, para quien «el hombre que se casa sólo por amor es una persona débil de carácter».

No me ayuda Kant, el filósofo, pues los latinos nunca hemos sido tan razonables como él propone y se ven muchos casos de industriales ricos, e incluso de mafiosos, que se casan con modelos pobres, lo que es un caso curioso de matrimonio por conveniencia sexual. Probemos con los novelistas. En general las novelas malas terminan, después de algún calvario, con el matrimonio de los protagonistas; las buenas novelas saben muy bien, en cambio, que el matrimonio no es el final, sino el principio del calvario. Tolstói, que fue un hombre tan sufrido en su vida marital, volvió una y otra vez sobre el tema del vía crucis matrimonial en sus grandes novelas. Es célebre el íncipit de Ana Karenina sobre lo originales que suelen ser los matrimonios infelices, pues todos consiguen serlo a su manera. También se recuerda el perentorio consejo contenido en Guerra y paz: «No te cases, amigo mío, no te cases. Te lo aconsejo de todo corazón. Al menos no lo hagas hasta que puedas decir que has hecho cuanto has podido, y hasta que no dejes de estar enamorado de la mujer que vayas a elegir; hasta que la veas tal como es, pues de otro modo te equivocarás irremediablemente. Cásate cuando seas viejo y no sirvas para nada… De lo contrario, se destruirá todo lo bueno y elevado que hay en ti. Todo se disipará en nimiedades». Pero aunque Tolstói se ocupe en muchas de sus obras mayores de la infelicidad conyugal, es en una de sus obras menores donde nos deja su más duro alegato contra el matrimonio tal como nosotros lo conocemos.

Estoy pensando en La sonata a Kreutzer, publicada hace poco más de un siglo, en 1889, después de la gran crisis espiritual de Tolstói, y en un momento en que la idea kantiana de matrimonio como contrato, como negocio en el que se concilian intereses de patrimonio, descendencia y sucesión, había dado paso definitivamente —al menos entre las clases acomodadas de la sociedad occidental— a la idea romántica del matrimonio por amor.

Al principio de la novela —que se presenta como una conversación en un tren— un viejo anticuado sentencia que esa nueva moda matrimonial, unida a la falta de dominio de los varones sobre las mujeres, conducirán a un desorden y una disolución totales. En el tren va otro hombre de aspecto desesperado, Pozdnychev, el cual plantea sobre el matrimonio ideas mucho más radicales. Este Pozdnychev ha asesinado por celos a su mujer y en su desolador pesimismo sobre el género humano declara que el fin del matrimonio debería ser la supresión absoluta de la sensualidad. La conocida repugnancia paolina a las relaciones sexuales, incluso dentro del ámbito conyugal, es exacerbada por el personaje de Tolstói, fiel al consejo de san Pablo de que «los que tienen mujer, vivan como si no la tuvieran» (I Cor. 7, 29), e incluso interpretando de la manera más radical el Evangelio según san Mateo. Para Pozdnychev (y muchos exégetas, incluyendo a Juan Pablo II, están con él) la frase de Cristo: «Aquel que mira a una mujer con deseo, ya ha cometido adulterio», no se refiere solamente a la mujer extraña, «sino sobre todo a la mujer propia». Cuando un hombre mira con deseo a su propia esposa (sin pensar en el sagrado fin de la procreación) está cometiendo adulterio con ella.

De ahí viene la propuesta de Pozdnychev: que las mujeres permanezcan vírgenes aun después de casadas y los hombres célibes durante todo el matrimonio. A la objeción de que estas prácticas conducirían a la extinción del género humano, Pozdnychev no sólo acepta el postulado sino que afirma que esto es lo más deseable, lo mejor que puede esperar la humanidad: extinguirse. Como ven, Pozdnychev es un Fernando Vallejo antelitteram. No se crea que Tolstói es el inventor de esta idea; para maniqueos y cátaros toda creación material es obra de un principio maligno; de ahí que para ellos la reproducción fuera obra diabólica e indeseable porque contribuía al mantenimiento del mundo material. Uno de los más divulgados aforismos de Borges, aquel que dice que abomina de los espejos y del coito, porque reproducen a los hombres, podría formar parte dignamente de esta tradición. Al tipo de matrimonio planteado por el personaje de Tolstói se le llama «matrimonio paolino», y al parecer funciona muy bien. Tiene un solo defecto: al no dejar descendencia, las personas virtuosas se van extinguiendo por selección natural, al tiempo que los lascivos se reproducen como ratas.

Pero este nombre de «matrimonio paolino» es algo injusto, pues ni siquiera san Pablo, tan recalcitrante, apoyó siempre estos extremos. Para él el matrimonio, y las relaciones sexuales, son un mal, pero también un remedio, dada la debilidad de los hombres frente a los asuntos de la carne. Como el celibato es un don divino que no ha sido repartido con largueza, san Pablo acepta que los más débiles se casen, pues así el matrimonio se convierte, por lo menos, en un rimedium concupiscentiae, en un remedio para la concupiscencia.

El matrimonio por amor en reemplazo del matrimonio por conveniencia también es el tema de un breve tratado, El matrimonio moderno, escrito por Karen Blixen en su finca cafetera africana hacia 1923. En este ensayo, dedicado a su hermano Thomas con el secreto fin (a la postre fallido) de disuadirlo de su propósito marital, Isaac Dienesen sostiene que «desde cuando el matrimonio se deshizo de su vieja armadura para vestirse con el magnífico traje del amor, se ha expuesto al riesgo de que esas mismas armas se empleen en su contra. Ahora, en caso de ser atacado, puede defenderse solamente argumentando los derechos del amor, y si sacara a relucir en su defensa razones como la familia, la propiedad, la posición, cometería un error, porque éstas harían levantar sospechas sobre la pureza y la autenticidad de ese amor del que tanto se habla a propósito del matrimonio… tal vez él se casó con ella por interés, por la plata, y entonces ¿qué más se merece sino perderla?».

Esto lo había entendido muy bien Thomas Mann cuando decía que nuestros abuelos (nuestros bisabuelos, a estas alturas) no se habían casado con tal hombre ni con la mujer tal: se habían casado con el matrimonio. Y por el mismo motivo los matrimonios duraban: por fidelidad a la institución, mucho más que a la persona. En el fondo, es la misma denuncia de Blixen: para ellos la aberración moderna consiste en haber confundido el matrimonio con el amor. La verdadera esencia ancestral y sapiente del matrimonio era ser conveniencia, cálculo, unión de patrimonios, continuidad del nombre, legalidad de los hijos. El amor quedaba por fuera del matrimonio. Y por eso duraban: el matrimonio, y el amor.

El matrimonio moderno, en cambio, no dura. Y destruye el amor por el que se contrajo. Termina en periódicos al desayuno, televisión por la noche y bostezos a toda hora. Cuando no, como decía un famoso fisiólogo del amor, Honoré de Balzac, en «una mezcolanza de mal humor de día, y mal olor de noche». El matrimonio, dice Blixen, es una de esas palabras que sobreviven a la cosa. Lo de ahora es una unión romántica que destroza el romanticismo. Porque por amor no tiene sentido que la gente se case. Cuando hay amor, el matrimonio puede ser dañino y es, seguramente, superfluo.

El matrimonio para ella, entonces, si se confunde con un pacto de amor libre, no sirve de nada. El matrimonio como idea y como institución tiene que ser algo superior al mismo amor, algo que pretende una duración permanente, para toda la vida, un pacto de seguir adelante a pesar de todo, incluso por encima del amor. Los cimientos del amor, dice la Blixen, son unos cimientos demasiado endebles para sostener una institución como el matrimonio. Ese edificio, si se fundamenta en el amor, se caerá siempre porque tiene bases flojas. Es lo mismo que sostiene Tolstói en La sonata a Kreutzer. Cuando en esta novela una señora defiende el matrimonio por amor, el protagonista le pide que defina entonces el amor. La señora titubea un poco y al fin dice: «Es la preferencia exclusiva por una persona a todas las demás», a lo que Pozdnychev pregunta: «Pero ¿por cuánto tiempo?». «Por mucho y a veces por toda la vida», dice la señora. «Bien, pero todo eso se ve en las novelas y jamás en la vida práctica; pues la preferencia de uno sobre todos rara vez dura varios años; lo más común es que sólo dure dos meses, cuando no semanas, días, horas, minutos (…) Amar a una persona toda la vida es como si se dijera que una vela puede arder siempre (…) Cualquier hombre experimenta lo que ustedes llaman amor por todas las mujeres bonitas, y muy poco por su mujer (…) Yo afirmo que el amor, que el verdadero amor no consagra el matrimonio, como solemos creer, sino que, al contrario, lo destruye».

La conclusión de Tolstói y de Blixen parece ser que el matrimonio por amor, llevado hasta sus últimas consecuencias, lo que produce es una explosión de matrimonios, una corrosión cada vez más acelerada de la pareja estable. Sobre todo en Tolstói el alegato es contra la sensualidad bruta del matrimonio por amor. La sonata a Kreutzer es un libro exaltado en el que todo el moralismo feroz de Tolstói estalla al rojo vivo. Todo aquello que sirva como acicate a la sensualidad es rabiosamente censurado por el protagonista. La música, por ejemplo, en opinión de Pozdnychev, debería ser prohibida y controlada por los gobiernos porque produce una excitación que conduce a una difusa y peligrosa voluptuosidad. El presto inicial de la sonata de Beethoven que le da el título al libro es terrible y sus efectos espantosos pues inspira en quien los oye los mismos pensamientos disolutos de su compositor. (Para Tolstói, Beethoven era demasiado voluptuoso; no quiero ni pensar lo que hubiera escrito al oír el jazz, el rock, la salsa o la música electrónica que oyen los jóvenes de hoy en día.) Así mismo, podría decirse, la lectura de esta novela deja un hondo sentimiento de desolación: la desolación de Tolstói. Cuando Pozdnychev apuñala a Lisa porque ésta ha estado tocando el piano con un violinista (en la novela no podemos estar seguros de que haya pasado nada más), la puñalada la sentimos todos los lectores.

En América Latina, sordos a Kant, a Blixen, a Tolstói, hemos caído en la tremenda ilusión, en la terrible superficialidad del matrimonio por esa locura (pasajera o duradera, nunca se sabe) que llamamos amor. Y esa terrible superficialidad al construir relaciones tiene un correlato mucho más grave y peor: también somos terriblemente superficiales para destruirlas. Años de convivencia agradable se pueden arrojar a la basura por un altercado insignificante. Por un pequeño desacuerdo doméstico se puede destruir una familia, sobre todo si afuera nos espera un tipo en moto o una mujer de silicona. Somos irresponsables, nos abandonamos sin luchar. Embebidos, embelesados en el embeleco tonto de la persecución permanente del loco amor, destruimos una relación tras otra, con una falta de seriedad que solamente conduce al despelote circundante.

Si lo fatal (es decir, lo que viene con el fatum, con el destino de nuestra época) es que los matrimonios actuales se separen, lo que no se entiende es por qué sigue siendo fatal (en el mismo sentido de casi obligatorio) casarse. Una de las sentencias más antiguas y más citadas sobre el matrimonio es de Menandro: «Casarse es un mal, pero es un mal necesario». Comenta un autor italiano: «En que sea un mal, estoy de acuerdo, pero ¿por qué necesario?». En todo caso, hasta ahora, no hemos sido capaces de inventar formas de amor, de convivencia y crianza de los hijos, que sean de verdad alternativas razonables al milenario invento innatural, quiero decir cultural, del matrimonio. Sólo unas cuantas parejas, con cierta dosis variable de poligamia y poliandria, han sabido inventar, casi en secreto, vidas más llevaderas.

Eneas rechaza a Dido, y cuando la rechaza está rechazando el matrimonio por amor, las efímeras relaciones de la pasión. Eneas se casa con un proyecto serio, con Lavinia, que será la piedra sobre la que se va a construir nada menos que el Imperio romano. El matrimonio por amor es algo demasiado superficial, porque el amor es una locura apasionada en la que no se puede confiar, o en la que confían solamente los ilusos. Los latinos de hoy, nosotros, no seguimos las enseñanzas de nuestro padre Eneas; no tenemos tampoco el sentido práctico de Kant ni la fría distancia de Thomas Mann. Nosotros hemos optado por la superficialidad de enamorarnos y desenamorarnos, de casarnos y descasarnos, de vivir por ahí, a la bandola, a la topatolondra, y por eso, entre otros mil motivos, hemos producido estas sociedades: divertidas, pero completamente desordenadas, pobres, llenas de hijos sin padre, con todos los patrimonios diseminados en regueros de matrimonios. Tal vez no lo podemos evitar. La Eva de los latinos, nuestra primera madre, es Venus, y como descendientes de ella, somos lascivos como Ovidio, no aprendimos el estoicismo de Séneca ni el ascético desprecio del cuerpo de Quevedo. En realidad, no creo que ninguna sociedad aprenda por las buenas esas lecciones. Sin el látigo de una Iglesia o de un Estado, y conscientes del caos que sería la anarquía amorosa, vivimos condenados a una lucha interior entre la cultura del matrimonio y la familia, y la natura de nuestros deseos y nuestras ilusiones. El amor, esa mentira, esa trampa de la naturaleza, es y seguirá siendo una mentira en la que todos creemos y una trampa en la que todos queremos caer.

 

(2000)