De cómo narré la historia de amor de Ovidio Palmera y Alix Pineda, los padres de Ricardo (Más un corto testimonio de María Helena Castro Palmera)

De mis primos Palmera Baquero, Ovidio era el más cercano a mi edad. Exactamente un año menor que yo. De su crianza se encargó su hermana Dominga luego de la muerte de Eufemia, la mamá, ocurrida en los albores de mi pubertad. Los Baquero son de Urumita, la pequeña población cercana a los límites del Cesar y La Guajira, y quienes conocieron a Eufemia afirman que siempre se le ponderó su gran belleza, particularmente encarnada en sus grandes ojos negros y su espigada figura.

 

(Mientras conversa, Josefina desliza sobre mis manos una pequeña fotografía en blanco y negro que muestra un rostro femenino de belleza serena —atemporal—, orejas pequeñas vestidas con aretes sencillos —candonguitas sin ninguna gracia—, cejas arquitectónicamente delineadas, nariz fina —tan recta que si esta mujer hubiera vivido en épocas actuales podría afirmarse que pasó por un quirófano— y unos labios tan perfectos que parecen cincelados con sutileza y destreza. Tal cual anunció Josefina, lo que más llama la atención son sus ojos, de un negro tostado, y esa mirada penetrante que obliga a creer que no es uno quien detalla su retrato sino que es ella quien nos observa con profunda delicadeza.)

 

En realidad es poco lo que puedo contarte de esa época que interese a tu historia, querido escritor, salvo que Ovidio pasó su infancia acá en el pueblo. Había nacido el 17 de abril de 1908, y en su pubertad inició un largo periplo con una primera parada en Medellín, donde lo mandaron a estudiar, junto con un puñado de vallenatos, al Liceo Antioqueño de la Universidad de Antioquia; luego a Santa Marta, al célebre Liceo Celedón al que Escalona le compuso una canción; y al final a Bogotá, donde se graduó de bachiller en Filosofía y Letras en el Colegio Mayor del Rosario antes de ingresar a la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional. Nuestros padres, que eran parientes cercanos, se conocieron al final de la adolescencia pero se quisieron hasta el último día de su existencia. Por eso Ovidio y yo siempre fuimos muy unidos. Con todo y su carácter… Es que no era un hombre fácil, aunque tampoco el avolcanado al que se refieren tantos. Digo avolcanado pero hay una palabra vallenata que me gusta mucho más: bronquinoso. Es decir, alguien que siempre está cazando peleas. Que le gusta la bronca. Cuando yo era niña, de las personas así papá decía que eran «rijosas», como los caballos que se alborotan con sólo ver una yegua. Si lo traigo a colación es porque he oído mentar tu pasión casi arqueológica por las palabras… Pero ya te dije que no comparto esa creencia del carácter de mi primo. Lo que pasa es que era un tipo fregado; alguien de recia personalidad, de sobrada entereza, intransigente en sus principios, y poco amiguero en esta tierra en la que todos nos tratamos como hermanos. Lo recuerdo callado y serio, con talante adusto, casi solemne. Puedo afirmarte que era un hombre que escogía a sus amigos dependiendo de la capacidad intelectual. De las mujeres, en cambio, lo que le interesaba era la belleza. Yo nunca le conocí una mujer fea. Por el contrario, tanto Alix como las madres de sus otros hijos fueron mujeres caracterizadas por su elegancia y belleza. Por más que parezca un dato superfluo, a lo largo de esta historia te darás cuenta de que es como una impronta familiar, pues los dos hijos varones de Ovidio con Alix, Jaime y Ricardo, siempre amaron a las mujeres más bellas de que se tenga noticia, tan hermosas como lo fue su mamá cuando Ovidio la conoció en Bogotá en los corredores de un despacho ministerial, lo que dio nacimiento a uno de esos matrimonios complejos, pues por más que se siguieron amando, luego de casados vivieron durante demasiados años separados.

Alix nació en Bucaramanga y era hija de políticos. Su padre fue alcalde de la capital santandereana. Ahora vive exiliada en el mismo país sureño en el que vive su primogénita. Era de familia reconocida, no de gran fortuna pero sí muy bien relacionada… La conocí aquí, cuando, con los cuatro hijos a bordo, abordó el deseo de radicarse entre nosotros, pero entiendo que ella nunca se amañó en este pueblo. Supongo que estas cosas del campo, y la falta de servicios públicos, y lo mal que acá se comía, y la mano de chismes regados de uno a otro lado cuestionando moralidades según antojo… Nunca me lo dijo, pero creo que todo esto la llevó a pensar que ella no tenía agallas para enfrentar esa realidad. Lo suyo era la vida urbana, no la rural, así ello implicara separarse de su marido… Era una mujer malditamente hermosa, de esas bellezas que a las otras mujeres nos carcome la cizaña. Digo: las entrañas. ¿Cómo no odiar tanta belleza si centraba en su figura todas las sonrisas masculinas? De nacarada altivez, charmosa, de andar refinado. Su rostro era níveo como el de una muñeca de porcelana china. En su juventud Ovidio también fue un hombre buen mozo. De facciones finas, blanquito y delgado, era de estatura promedio, tenía una inteligencia superior y una labia que convencía a cualquiera. En alguna época de su vida llegó a manejar un buen capital económico fruto de su trabajo como abogado, aunque es cierta la chismografía popular cuando afirma que él siempre andaba varado, con poco dinero en el bolsillo, pues todas sus entradas las enviaba a su familia en Bogotá.

 

El que oye consejos llega a viejo. Acusé recibo de las palabras de mis mayores: Tienes que comenzar por el pasado, enfatizó Fina Palmera un par de veces esa mañana durante el almuerzo. Por eso, luego de su anterior testimonio, decidí entrevistar a María Helena Castro, la hija mayor de Dominga Palmera.

A la usanza vallenata, llegué a casa de María Helena sin anunciarme, sabiendo que entre amigos las formalidades sobran. Apenas armado con mi libreta para registrar su testimonio, me presenté en el nuevo hogar que habita desde cuando enviudó, un tranquilo apartamento que linda con los barrios Novalito y Cañaguate.

Abre la puerta la empleada de servicio pero la dueña de casa no tarda en aparecer. Hacía mucho rato no la veía, más de diez años quizá, y me sorprendo al encontrarla idéntica a mis recuerdos a pesar de sus ochenta y cuatro. Me recibe con una sonrisa pontifical que evoca la placidez de las ballenas. Le cuento a María Helena el motivo de esta investigación y me invita a sentarme en un amplio y moderno sofá que contrasta con los muebles art deco legado de Sevilla. Esta Sevilla no es la española. Es un pueblo perdido en la geografía costeña, a media ruta entre Valledupar y Aracataca, donde quedaban las elegantes mansiones de los trabajadores gringos de la United Fruit Company en épocas de la matanza. Lo comento. Digo. Lo de los muebles de Sevilla. Sonriente, María Helena me hace un recorrido por su apartamento para que confirme que tanto el juego de sala y de comedor como las camas y mesas de noche hacen parte de esa herencia sevillana tan frecuente en los hogares vallenatos de alcurnia.

Nos sentamos en un cómodo sofá, cada uno con su respectiva taza de café en la mano, y ella se suelta en prosa a contarme detalles familiares. Me dijo, por ejemplo, que de los descendientes de Juvenal Palmera, fue ella quien más relación tuvo con los cuatro hijos de Ovidio y Alix. De hecho, era en su casa donde, siendo niño, se hospedaba Ricardo cuando visitaba la ciudad durante las vacaciones escolares.

De su boca también me enteré de que Ricardo no nació en Valledupar. Ni Ricardo ni ninguno de sus tres hermanos de padre y madre. El destino los sorprendió en Bogotá, que fue la ciudad donde se radicaron Ovidio y Alix inmediatamente después de casados.

Como había señalado Josefina Palmera, la pareja se conoció en la capital bogotana, en los pasillos del Ministerio de Comunicaciones donde coincidieron al trabajar bajo las órdenes de Pedro Castro Monsalvo, que es el tuáutem vallenato de todos los tiempos. Por entonces Palmera y Castro eran amigos cercanos. Tan amigos, que Castro le ofreció el puesto de Secretario General del Ministerio cuando él fue su titular. La amistad venía de tiempo atrás, respaldada por las relaciones familiares porque Dominga Palmera fue la mujer de uno de los once hermanos de Pedro Castro Monsalvo, llamado Aníbal Guillermo, un nombre que se repite en la historia de esta familia como si se tratara de un Aureliano o de un José Arcadio.