PRÓLOGO

CUANDO UN CIUDADANO ACUDE AL ACTO DE VOTACIÓN, asume un riesgo: ser defraudado por el político al que concede su voto. En esa materia, los peruanos votantes tenemos una larga y tortuosa experiencia: cada urna alberga —siempre— una decepción. El desencanto se ha acentuado por la notoria presencia de una especie denominada el outsider, en realidad: el aventurero, que ha terminado por mancillar el acto de sufragio a punto tal que se ha inventado una curiosa modalidad de votación: se elige no por méritos sino con la esperanza de que el electo no cause demasiado daño. A esa modalidad, jamás imaginada por los antiguos atenienses inventores de la democracia, se la conoce en este territorio como «el mal menor».

Es una especie de plegaria ciudadana que solicita a la autoridad que será electa se sirva a destruir lo menos posible lo poco que se ha logrado edificar. Sin embargo, como el Perú es el reino de todo lo posible —y lo imposible—, la piadosa modalidad de «el mal menor» no ha podido contener a los bárbaros que se convierten en presidentes de la República, gobernadores de las regiones y alcaldes de las ciudades. Este libro se circunscribe a las dos últimas de estas especies de depredadores.

Hubo quien instaló una central de interceptación telefónica para identificar a sus contrincantes y terminó ordenando el asesinato de un tenaz opositor; otros, más elaborados, constituyeron bandas de crimen organizado con su complemento de sicarios; alguno instaló un sistema para falsificar títulos de propiedad de modo que, cual dios fundador, determinaba quién pasaba a ser dueño y quién dejaba de serlo; hubo también un cultor del romance que convirtió a su joven amante en la jefa de un municipio y, en lugar de flores, le entregaba verdes fajos de dinero. Los menos imaginativos incurrieron en la clásica rapiña de fondos públicos y, plenos de emoción, dieron muestras de signos exteriores de una riqueza que les era muy ajena.

Entonces, la misericordiosa modalidad de «el mal menor» se vino abajo porque, en realidad, desde hace muchos años, el acto de sufragio se ha convertido en un ticket de lotería ansiado por los outsiders, esos aventureros de la democracia que se presentan disfrazados de «independientes». Se han presentado —y han sido electos— administradores de pollerías, choferes de transporte público, vendedores de boletos, negociantes de tragamonedas, catedráticos sin título universitario, cultores de la vagancia en la modalidad sin oficio ni beneficio y hasta un pícaro cura que terminó procesado por asociación ilícita para delinquir. También los hay quienes exhiben rotundos títulos de abogados, ingenieros, economistas o arquitectos y, en lugar de sus especialidades, ejercen con afán los repertorios de lo ilícito. El balance final ha mostrado decenas de alcaldes y gobernadores transitando por casi todo el catálogo que ofrece el Código Penal. Así, en condición de procesados, prófugos o presidiarios, las autoridades electas forman parte de un arduo capítulo de la historia infame de la política peruana.

Caben, por tanto, estas preguntas: ¿cuándo se inició esta oscura historia de los aventureros ingresando y copando la política?, ¿por qué ocurrió?, ¿quién la originó?, ¿por qué a estos aventureros se les dio el nombre de outsiders? Conocer todo principio es esencial para explicar las consecuencias y para intentar modificar el rumbo. Las evidencias ayudan a tener un contexto para una mínima reflexión y los jóvenes —esos nuevos electores— necesitan conocer lo que hubo antes de ellos.

El primer outsider en la política peruana asomó en 1989 y dio origen a un fenómeno que modificó radicalmente el contenido de las campañas electorales y la designación de autoridades. No fue un cambio favorable para el país porque terminó destruyendo la escasa institucionalidad que tenían los partidos políticos, y las consecuencias se mantienen hasta el día de hoy.

Es verdad lo que señalan los expertos: el ingreso al escenario de personajes ajenos a la política era inevitable por el fracaso de la clase política tradicional. Debían asomar —como asomaron— personajes con la indumentaria de «independientes» o apolíticos. En sí misma, no era una mala opción; a final de cuentas, anunciar el reemplazo de una inepta y caótica clase política era un mensaje de salvación para un país que, en 1989, estaba devastado por el terrorismo, la hiperinflación y los políticos tradicionales. El problema fue el personaje que surgió. Todo fundador impone una huella, marca un estilo, genera un mensaje a quienes se convertirán en sus seguidores. Si ese iniciador imprime un buen estilo, un código de valores, un modelo virtuoso, entonces la ruta que inicia será útil, fructífera y válida para un país; pero si, por desgracia, el trazo del precursor tiene más de garabato que de buena caligrafía, el resultado será contraproducente porque la ruta marcada será defectuosa.

Por desdicha, el fundador del fenómeno outsider fue un locutor radial y conductor de televisión que carecía de credenciales mínimas para ejercer un cargo público. Su nombre: Ricardo Belmont Cassinelli. El galardón que exhibía, en 1989, era su fama mediática y el trato dicharachero con las gentes que lo llamaban el Hermanón o el Colorado, en alusión a su tez blanca. Nada más. Ningún talento para la función pública, ningún mérito profesional para un cargo social. Anunciar que era «independiente», es decir, ajeno a la cuestionada política tradicional, le bastó para convertirse en sorpresivo alcalde de Lima y, a la vez, iniciador del fenómeno del outsider, el personaje cuya «virtud» esencial era no provenir de las huestes políticas que habían hundido al país. De ese modo, Belmont procedió a instaurar en el quehacer político del país, y en el ejercicio de un cargo público, un estilo basado en la ordinariez, en el lenguaje simplón, en el uso de la picardía criolla, en el hábito de la improvisación y, más aún, en la ausencia de conceptos y propuestas sólidas; en suma, instituyó la banalización, en la forma y en el fondo, del quehacer político. Trajo consigo también una de las consecuencias más dañinas para el Perú: la informalidad como estilo de trabajo y como fundamento de las decisiones del Gobierno.

Acabamos de señalar que todo fundador marca una impronta, traza un camino. La elección de Belmont generó un terrible efecto que, veintinueve años después, persiste: el ingreso y la presencia de los aventureros en la política peruana porque la sorpresiva elección de Belmont dejó un mensaje sumamente peligroso: se podía acceder a un cargo público sin tener ninguna aptitud y jugando una apuesta al azar. Si un locutor que recibía llamadas telefónicas y entregaba «pastillas para la moral» podía convertirse en la máxima autoridad de la capital de la República del Perú, entonces existía una lotería política y cualquiera podía animarse a jugar un boleto. Apenas siete meses después, en junio de 1990, un desconocido llamado Alberto Fujimori apareció anunciando que también era «independiente» y bajo el lema «Honradez, tecnología y trabajo», subyugante para un país devastado, se convirtió en presidente de la República derrotando a la alianza Frente Democrático conformada por tres tótems del establishment político: Mario Vargas Llosa, Fernando Belaunde Terry y Luis Bedoya Reyes.

Belmont y Fujimori arrollaron en las urnas a la clase política tradicional, y algún analista bautizó como el fenómeno outsider a la sucesiva sorpresa de dos personajes ajenos a la política arribando a los cargos más importantes del país. En el siguiente proceso electoral municipal, en 1993, se presentaron treinta y dos candidatos a la alcaldía de Lima blandiendo el rótulo de «independientes»; después, en 1995, subió a quince la comparsa de candidatos a la presidencia de la República voceando la misma fórmula: «Somos independientes». Cero organización, cero militancia, cero técnicos, cero propuestas válidas. Desde entonces, el número de candidatos en cada evento electoral suma decenas, como muestra palpable de que apuestan a conseguir un cargo público para negocios ilícitos.

Las consecuencias se habrían de acentuar en los años siguientes de manera incontenible al punto que, tras la caída de Fujimori en el año 2000, el Perú ha sido gobernado por una fauna que, más allá del nombre académico de outsiders, está compuesta por oportunistas en busca del tesoro público como botín. En efecto, con la excepción de Alan García Pérez —epítome del político profesional—, desde junio de 1990 hasta marzo de 2018, el Perú ha sido gobernado por outsiders: Alberto Fujimori Fujimori (1990-2000), Alejandro Toledo Manrique (2001-2006), Ollanta Humala Tasso (2011-2016) y Pedro Pablo Kuczynski (2016-2018). Habrá quien diga que este último no es un outsider; sin embargo, en este punto coincidimos con la opinión del politólogo de la Universidad de Harvard Steven Levitzky: «PPK es una especie de outsider; tiene más experiencia política que otros porque ha participado en más de un gobierno, pero su comportamiento en el poder corresponde más a un outsider que a un insider, y se portó como tal al ejercer la presidencia; una evidencia es su tremenda ineptitud política»1.

En cuanto a los alcaldes, con excepción de Alberto Andrade Carmona (1996-1998/1999-2002), el sendero ha sido el mismo: Ricardo Belmont Cassinelli ocupó el periodo 1990-1995; luego, guarecidos bajo la indumentaria de un partido, pero con la conducta informal del outsider, han ejercido la alcaldía metropolitana Luis Castañeda Lossio (2003-2006/2007-2010/2015-2018) y Susana Villarán de la Puente (2011-2014), con la deshonra de enfrentar los tres procesos penales.

La demostración de la absoluta decadencia del camino de los outsiders es la organización llamada Solidaridad Nacional, capitaneada por Luis Castañeda Lossio, acusado por actos de corrupción y en cuyo «partido» militan cinco alcaldes distritales que han sido denunciados, apresados y procesados por los graves delitos de crimen organizado, homicidios, extorsión, tráfico de terrenos y lavado de activos.

La atroz ruta outsider se ha repetido en todo el país a nivel de alcaldes y gobernadores, y la muestra cabal de sus fechorías se detalla en el último capítulo con un listado de todos los procesados y condenados por diversos delitos cometidos desde el ejercicio del cargo.

En concreto, lo que originó Belmont con su victoria inesperada en 1989 y su gestión en dos gobiernos ediles consecutivos, fue un «punto de inflexión en la historia política peruana porque marca la irrupción de los outsiders y el inicio protagónico que tendrán estos independientes, no-políticos, anti-sistema en la política»2.

Este libro propone un acercamiento al fenómeno outsider porque existe el peligro de que la presencia de esta especie en la política se acentúe mucho más, sobre todo porque el megaescándalo de corrupción Odebrecht ha pulverizado a los actores políticos provengan de donde provengan; también porque las secuelas de la ominosa gestión presidencial de Pedro Pablo Kuczynski y los audios de la corrupción judicial puesta al descubierto por una investigación policial —y no periodística— han desintegrado las últimas partículas de confianza que podían existir en la ciudadanía. En consecuencia, frente al malestar y la desconfianza, los aventureros tienen un espacio propicio para ofrecer sus artificios con el disfraz de aparentes soluciones prácticas y eficientes. Ante esta evidencia conviene que el ciudadano conozca el origen y características de esta fauna.

Los primeros capítulos se centran en la figura de Ricardo Belmont Cassinelli por una razón: es necesario detenerse ampliamente en él por su condición de fundador del fenómeno y porque su biografía es un retrato preciso de este género de personajes, tanto así que pareciera existir un ADN compartido con los que surgieron después. A partir de ese contexto, indagamos en el origen y la esencia del outsider y, con la opinión de varios expertos, tratamos de encontrar una explicación a un fenómeno que tiene una temible vigencia de veintinueve años. En el capítulo final, como señalamos líneas arriba, existe un vergonzante inventario de alcaldes y gobernadores procesados, presos o prófugos.

Estas páginas intentan retratar a estos personajes que asoman ofreciendo «un cambio» y, en realidad, solo tienen un tumulto de palabras que esconde su ambición por lograr riqueza saqueando las arcas públicas porque sus ineptitudes no les permiten lograr un patrimonio honesto en actividades distintas a la política.

Umberto Jara

Lima, agosto de 2018

1 Entrevista realizada para este libro por Ariana Lira en marzo de 2018.

2 Seifert Bonifaz, Manuel (2014). Colapso de los partidos nacionales y auge de los partidos regionales. Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú, Escuela de Gobierno y Políticas Públicas.