A INICIOS DEL SIGLO PASADO, un empresario llamado Alejandro Belmont Marquesado, que tenía la curiosa costumbre de realizar paseos descalzo para absorber la energía que emana la tierra, era propietario de la perfumería Guillón, instalada en el Jirón de la Unión. Sin embargo, no eran las ventas de sus perfumes lo que consumía su atención, sino el próspero negocio de enfrente, la famosa Botica Francesa, fundada en 1824 por un ciudadano francés de apellido Dupeyron y luego adquirida por el limeño Félix Remy. El establecimiento era famoso porque, en tiempos de incipiente ciencia médica, preparaba pócimas de alivio para distintos quebrantos de salud y su fama incluía haberle propinado al libertador Simón Bolívar, en 1826, una eficaz melaza de coca y vainilla para socorrerlo en la feroz batalla que libraba con la gastritis.
Durante meses enteros, Belmont Marquesado se dedicó a llevar la cuenta del número de clientes que ingresaban sin cesar a la droguería francesa y, cuando no le quedó duda alguna de que aquel era un formidable negocio, apuntó sus esfuerzos a adquirirlo. Poco antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial, tras una constante tarea de persuasión, logró convencer al propietario y una tarde feliz comunicó a su familia que se había convertido en el nuevo dueño de la famosa Botica Francesa, y dueño también de todos los males de los limeños que acudían sin falta en busca de los bálsamos capaces de atenuar o curar las catástrofes de salud.
El patriarca Alejandro Belmont Marquesado era hábil para los negocios. No solo incorporó en la botica una fuente de soda con magníficos helados para hacer agradable la espera de los familiares de los pacientes, sino que, a partir de sus recetas y famosos preparados medicinales, empezó a vender su producción a otras farmacias y, cuando alcanzó un importante avance en el negocio medicinal, miró más allá de las fronteras y adquirió patentes extranjeras que le sirvieron de base para fundar el Laboratorio Abeefe (nombre que significaba Alejandro Belmont y familia), dedicado a la producción de medicamentos.
Con el tiempo, Belmont Marquesado logró un enorme éxito económico en la producción y venta de medicinas, hasta que, iniciando los años cincuenta, le pidió a uno de sus hijos, Augusto Belmont Bar, que se hiciera cargo de instalar una imprenta para producir los envases e imprimir los miles de miles de etiquetas de los productos médicos que comercializaban.
El encargo fue el inicio de la prosperidad y también el origen de la posterior ruina de Augusto Belmont Bar, el hijo que terminaría confundiendo las tareas empresariales con la aventura periodística. En efecto, al tener la capacidad instalada de la imprenta se dio cuenta de que podía imprimir más productos y no limitarse a la papelería para el negocio farmacéutico. Entonces, Augusto Belmont Bar decidió incursionar en la publicación de revistas. En ese tiempo, una imprenta era la llave para el inicio de un medio de comunicación. Logró suceso comercial al publicar las exitosas revistas Ya (actualidad política), Gala (espectáculos), Equipo (deportes), Olé (tauromaquia), tanto así que estuvo cerca de adquirir un paquete de acciones que le habría permitido controlar el influyente diario La Prensa.
Sin embargo, su aventura editorial concluyó cuando una campaña de la revista Ya contra el gobierno del dictador Manuel A. Odría desató la furia del director de gobierno Alejandro Esparza Zañartu —siniestro y sibilino funcionario que, en ese tiempo, cumplía tareas similares a las que en épocas más recientes habría de asumir Vladimiro Montesinos—. Esparza, hábil en el oficio de golpear a los rivales, movilizó a la Policía no hacia las revistas de Augusto Belmont Bar, sino directamente a los negocios de su padre. Agentes policiales irrumpieron para hurgar en las oficinas de Laboratorios Abeefe y otros se dispersaron para importunar a los principales clientes. El efecto fue letal: el jefe del clan familiar, Alejandro Belmont Marquesado, decidió que la aventura editorial de su hijo Augusto había llegado a su fin y que la imprenta familiar se dedicaría únicamente a la inocua tarea de imprimir etiquetas de envases medicinales. De la finiquitada sala de redacción salieron varias de las figuras que habrían de destacar en el periodismo de los años siguientes: Raúl Villarán Pasquel, Alfonso Tealdo Simi, Alfonso Grados Bertorini, Pedro Álvarez del Villar.
Pero Augusto Belmont Bar no había heredado el pragmatismo empresarial de su padre y enrumbó hacia el mundo de las ondas radiales para persistir en sus afanes de empresario periodístico. Adquirió radio Atalaya y, pocos años después, cuando asomó la prodigiosa década de los años sesenta y todos querían saber lo que ocurría en un mundo que empezaba a vivir con desenfado, con descubrimientos y con avances espectaculares, adquirió, con ayuda familiar, Radio 1160 y, después, radio Excélsior. Motivado por su condición de empresario radial, pronto le empezó a rondar una ambición mayor: la televisión; no solo por lo que significaba ese novedoso medio, sino porque los dueños de las principales estaciones radiales empezaban a ingresar al inmenso escenario de las antenas televisivas, y Augusto Belmont Bar no quería quedar fuera de esa fiesta.
EL LUNES 15 DE DICIEMBRE DE 1958, la televisión se había estrenado en el Perú con la primera estación que lanzó su señal al aire vía canal 4, a cargo de los dueños de radio América, Nicanor González y José Antonio Umbert, bajo el nombre de América Televisión. En 1959, también desde el mundo radial, asomó en el canal 13, mudándose pronto al canal 5, Panamericana Televisión, bajo la batuta de Genaro Delgado Brandt y sus hijos, dueños de radio Panamericana; a su vez, asomó en la frecuencia del canal 2, Radiodifusora Victoria S. A., del magnate radial José Eduardo Cavero, propietario de la vigorosa radio Victoria con sus más de cuarenta filiales en todo el país.
En este escenario, Augusto Belmont Bar pugnó por una licencia que le permitiera encender una señal. Le asignaron el canal 11 y fundó la empresa Bego Televisión. Sin embargo, no supo distinguir entre la ilusión por un negocio y la realidad de sus propias capacidades, de modo que «su posición no era envidiable: había avalado personalmente la compra de los equipos de televisión, lo que había generado una gran deuda en moneda extranjera y, a fin de procurar capital de trabajo a la nueva empresa, había pedido un préstamo a los bancos de Lima, ofreciendo una mansión (su enorme residencia en la cuadra 11 de la avenida Javier Prado, en San Isidro) como garantía. De pronto, todo se derrumbaba. Se quedaba en la calle don Augusto, con el hogar hipotecado y sin rentas para sostener a su familia. Tuvo que vender en calidad de ganga su departamento en Ancón. Cuando la hipoteca amenazó convertirse en remate, un amigo le prestó el dinero para salvar la mansión. Rescató radio Excélsior, pero perdió las radios Atalaya y 1160; y finalmente también perdió la droguería, los laboratorios y la cadena de boticas. Así fue como nació el canal 11, sin pena ni gloria, el 3 de noviembre de 1967».3
Como si todo aquello no fuese suficiente, le quedaba un trago amargo final a Augusto Belmont Bar. Se había enfrascado en una batalla comercial con competidores rudos, como el joven e impetuoso Genaro Delgado Parker, el sagaz negociador Nicanor González y el implacable José Eduardo Cavero, quienes estaban dispuestos a repetir en el escenario televisivo la supremacía que ostentaban en el circuito radial. Demasiados rivales para Belmont, quien, además de haber ingresado tarde a la batalla, lo había hecho cargando deudas; y así, sin presencia ni posición para negociar, habría de encontrarse con un día fatídico que está registrado como el 3 de octubre de 1968.
Habían transcurrido apenas once meses del estreno de su canal, cuando un grupo de militares encabezados por el general Juan Velasco Alvarado derrocó al inhábil presidente Fernando Belaunde Terry y estableció una Junta Militar, que empezó a gobernar el país con la consigna de expropiar negocios privados para convertirlos en empresas estatales con el falso anuncio de un socialismo que haría menos pobres a los pobres y más iguales a los peruanos, pero que culminaría doce años después con un país envuelto en una dura crisis económica, con más peruanos pobres y con el nacimiento del salvaje movimiento terrorista Sendero Luminoso, incubado en esos años.
Los afanes expropiatorios de la dictadura militar apuntaron a derruir negocios de inmensa prosperidad, como el de la pesca, que un tacneño descendiente de genoveses llamado Luis Banchero Rossi había llevado a la cumbre internacional convirtiendo al Perú en el primer productor mundial de harina de pescado. También asediaron a la industria y la agricultura, aunque en este caso la única virtud fue acabar con los gamonales, los terratenientes y los barones del azúcar, una casta dedicada a la explotación brutal de los campesinos. Ya en ejercicio de su poder unilateral, los militares se dieron cuenta de que los medios de comunicación constituían un territorio clave. En ese entonces, al igual que hoy, eran la fuente de un poder inmenso: el de influir en millones de ciudadanos. De modo que los extensos tentáculos de la expropiación tardaron un poco, pero terminaron por llegar. En el caso de los canales de televisión, la noche del 8 de noviembre de 1971, bajo la forma de un decreto ley, ocurrió el momento del despojo. Las instalaciones de todas las estaciones televisivas fueron tomadas por tropas. Las licencias, los equipos, los locales y las ideas dejaron de pertenecer a los dueños para convertirse en propiedad de los uniformados, que empezaron a gestionar a su modo y con nociones que ellos mismos no alcanzaban a entender.
Augusto Belmont Bar, aquel empresario que perdió todo en su aventura por tener un canal de televisión, fue el padre de Ricardo Belmont Cassinelli. Cuando ocurrió el golpe militar que cambiaría el destino de su familia, era un muchacho de 23 años que estaba disfrutando su luna de miel en Miami; después, en la madrugada fatal del 8 de noviembre de 1971, a sus 26 años, acompañó a su padre hasta el local del canal 11, en la avenida Manco Cápac 333, en La Victoria. Un comandante de apellido Avalos les hizo saber que todo estaba consumado y que tan solo debían firmar un acta de inventario de bienes, los bienes a los que debían decirles adiós. Augusto Belmont Bar intentó rescatar de la intervención militar un escritorio que se había mandado a construir a imagen y semejanza del que usaba el presidente de los Estados Unidos en la oficina oval de la Casa Blanca, en Washington. Esa reacción fue la metáfora de un sueño de grandeza que jamás llegó. Aquella madrugada, Ricardo Belmont Cassinelli, que en los años siguientes llegaría a ser el famoso Colorado Belmont, se convirtió en el heredero de una ruina televisiva.
Aunque se había matriculado en la Universidad de Lima para estudiar Administración de Negocios; en realidad, mientras su padre tuvo fortuna, había tenido una vida tan cómoda en la que el incentivo principal no estuvo, precisamente, en los estudios. A final de cuentas, para qué sacrificarse en arduas horas de estudio si la vida le anunciaba el confort de disfrutar de los negocios del padre. Le puso más énfasis a la orquesta rumbera Combo 20, que había formado con un grupo de amigos, y cuando esta se disolvió, porque sus integrantes se tomaron en serio sus obligaciones de estudiantes universitarios, el timbalero Ricardo Belmont buscó y encontró una plaza en la orquesta de los Hermanos Aguilar en el barrio de Caquetá, en el Rímac. Sin embargo, pronto se rindió, porque era un trabajo que suponía presentarse a las cinco de la tarde y terminar de madrugada animando bodas, cumpleaños, bautizos y celebraciones en clubes provincianos.
Culminada su fiebre musical, la sustituyó por el alucinado afán de convertirse en boxeador, motivado por el furor que había desatado en el país el chinchano Mauro Mina, cuyos triunfos lo habían convertido en un héroe nacional. El joven Belmont, gracias a la holgada posición económica de su padre, podía acceder a los personajes de la época. Así como había aprendido a tocar los timbales gracias a las clases particulares impartidas en el caliente barrio de Surquillo por Domingo Guzmán, un célebre bongosero cubano que había desertado de la famosísima orquesta de Dámaso Pérez Prado, cuando a Belmont le entró la veleidad del boxeo, pudo acceder al gimnasio de la estrella internacional Mauro Mina. El privilegio de ser un muchacho sanisidrino, de generoso y puntual pago, le granjeó la amistad con Mina y pudo dedicar largas jornadas al aprendizaje de un arte dominado por negros. También esa veleidad pasó. Y cuando las frondosas deudas y la expropiación de Bego Televisión (canal 11) anunciaron que la realidad había asomado, «el Colorado Belmont tardó unos meses en descubrir que había adquirido la más ofensiva de las enfermedades: la pobreza»4.
A FINALES DE 1971, DESCONCERTADOS, ATURDIDOS, SORPRENDIDOS, deambulaban por Lima los hasta hacía poco poderosos broadcasters, los hombres que habían modernizado las comunicaciones. Antes de ellos, las gentes se enteraban de los acontecimientos a través de los diarios y, cuando ocurría algún suceso imprevisto, importante, inusitado, unas pizarras en las puertas de los diarios adelantaban lo que habrían de traer las páginas impresas que escribían apurados periodistas diestros en llenar carillas en breves minutos para volar a las rotativas. Pero al inicio de los años sesenta, todo empezaba a ser más veloz y masivo, y asomó el hechizo de la televisión. Los dueños de las radios más importantes percibieron que ser propietarios de un canal de televisión les iba a entregar un poder superior al de la prensa gráfica: influir con prontitud y de manera mucho más extensa que el papel impreso. Los propietarios de las estaciones Radio Programas del Perú, radio América y radio Victoria se convirtieron en los fundadores de la televisión peruana, y durante una década disfrutaron de una doble influencia, el duplicado poderío de la radio y la televisión en simultáneo, y, por supuesto, el goce del rollizo dinero que acompaña al poder.
Sin embargo, como hemos visto, unos hombres uniformados, en tan solo una noche, la del 8 de noviembre de 1971, con un papel llamado decreto ley y convenientes tanques y tropas, arrebataron ese poderío a los broadcasters peruanos, y ellos, en sus casas, en sus clubes, en sus calles, empezaron a deambular confundidos, turbados. Genaro Delgado Parker, Nicanor Gonzales y José Eduardo Cavero trataron de negociar, intentaron un mínimo acuerdo con los militares temporales dueños de Palacio de Gobierno, pero los días les fueron mostrando que el esplendor estaba perdido y tal vez un día, sin fecha precisa, habría de retornar porque en el Perú todo, o casi todo, va y viene.
En medio del desastre, el dueño de América Televisión, Nicanor Gonzales, recordó un proyecto que había quedado trunco, al que poco caso le habían hecho cuando disfrutaban de sus televisoras. Era una idea que habían abandonado los dueños de las radios y que consistía en unir a un conglomerado de pequeñas estaciones de Lima y provincias bajo el nombre de Emisoras Nacionales para crear una enorme cadena nacional radial. La dictadura militar no había tomado en cuenta a las estaciones menores y, en medio de la debacle, al expropiado Gonzales se le ocurrió reactivar ese proyecto encarpetado. Cuando se preguntó a quién podían encargar la tarea, recordó al inquieto hijo de Augusto Belmont. Conocía a Ricardo, lo veía como un muchacho inquieto. Sabía que necesitaba trabajar y compartía con ellos el drama del despojo. Llegaron a un acuerdo. El Colorado sanisidrino intentaría echar a andar lo que no existía a cambio de un salario y un porcentaje sobre las ganancias.
Ricardo Belmont no desarrolló ninguna acción empresarial, tampoco una estrategia de negocios. No sabía de esas materias. Utilizó más bien la característica que lo acompañaría a lo largo de su vida: la viveza criolla. No había dinero y la cadena radial que le habían encargado necesitaba decenas de locutores. Decidió solucionar el asunto recurriendo «a dos viejos amigos con los que había producido anuncios y comerciales en la vieja radio Excélsior, cada uno de los cuales valía por cincuenta locutores y personalidades: Melcochita y el Ronco Román Gámez. Les contó su problema. Era preciso modificar las características de cada emisora de la cadena. Ya que RPP había impuesto “una sola voz para todo el país”, la otra red debía ser una federación de voces regionales. Al Ronco Gámez se le consideraba el número uno de las radios limeñas, pues conducía de ocho a diez horas consecutivas programas al tope de sintonía. Melcochita saltaba de la radio a la farándula y probaba fortuna en sainetes y parodias por televisión. Ambos tenían un raro talento para suplantar voces célebres»5. A Belmont se le ocurrió contratar a estos dos cómicos y les encargó imitar decenas de voces y tonadas regionales, y empezó a viajar a provincias «llevando nuevas grabaciones con las cien voces del Ronco y Melcochita, animando a conductores de programas locales a salir de lo establecido y a incitar la participación del público y ser distintos»6. Se estaba fundando el estilo criollo y ramplón que, por desdicha, llegaría a tener enorme presencia en el estilo radial peruano.
El resultado era previsible. Con ese estilo de picardía, Belmont no llegó a impulsar la prometida cadena de Emisoras Nacionales. No le hizo la menor sombra a Radio Programas del Perú, que, con una estrategia y un diseño profesional, sí llegó a convertirse en la enorme, principal y prestigiosa cadena radial peruana que tiene liderazgo hasta el día de hoy. El saldo de aquella aventura fue un dinero que le pagaron los accionistas de Emisoras Nacionales a cambio de que dejara la tarea que le habían encomendado.
En los años siguientes, los actos de Ricardo Belmont Cassinelli habrían de mostrar que tenía para sí la añoranza que deja toda pérdida. Había vivido en holgada comodidad durante los años en que su padre tuvo tres radios y pensaba que ese tiempo podía retornar. Suele ocurrir en quienes se aferran a lo perdido e intentan reconstruir aquello que caducó sin entender que tan solo se trata de una trampa tendida por el inconsciente. Así, con la indemnización obtenida decidió persistir en el único ámbito que conocía y compró radio Universal, una diminuta estación que funcionaba en un segundo piso de la avenida Sáenz Peña, en el Callao. Tenía medio kilovatio de potencia; es decir, un alcance apenas suficiente para abarcar con esfuerzo las calles del puerto chalaco, el cual, a mitad de los años setenta, apenas rozaba los veinte mil habitantes. Aficionado al autohalago, bautizó a la emisora con la sigla que resulta de su nombre y apellidos: RBC (Ricardo Belmont Cassinelli).
No tenía dinero para abonar el alquiler del local y decidió mudar las oficinas a un pequeño ambiente colindante con la desvencijada antena de la radio que se alzaba tambaleante en la zona conocida como el Callejón de Villegas, célebre no solo por su vecindario pendenciero, sino también por los famosos burdeles portuarios El Trocadero, El Botecito y La Salvaje. Desde ese lugar y con una débil frecuencia, era un delirio pensar en sacar adelante una radio que apenas iban a escuchar, si la escuchaban, los estibadores, los obreros y los vecinos ocupados en peligrosos oficios ajenos a la ley. La estación radial era, más bien, la expresión de una carencia que el Colorado no procesaba de manera adecuada, un duelo mal llevado por una pérdida que no terminaba de admitir. Las deudas paternas habían extinguido las prósperas radios de antaño y los militares se habían llevado la incipiente estación televisiva, pero, en lugar de admitirlo, Ricardo Belmont Cassinelli pugnaba por sentirse empresario y su empresa era RBC, esa radio diminuta que era apenas una débil voz apagada por el bullicio de los burdeles cuando encendían sus rojas luces en las noches.
ASEDIADO POR LA NECESIDAD DE RECUPERAR el status económico perdido, decidió aventurarse en el negocio del box, aunque su única relación con el rubro era su paso por el gimnasio de Mauro Mina y las charlas con el campeón peruano. Pero la carencia y la audacia, cuando se mezclan, generan un combustible suficiente para emprender las tareas más insólitas. En el casi inexistente pugilismo nacional —en toda su historia el Perú ha tenido cinco boxeadores destacados: Mauro Mina, Roberto Dávila, Willy de la Cruz, Marcelo Quiñonez y Oscar Romero— Belmont se convirtió en promotor de Quiñonez, un zambo que anunciaba algún posible fulgor en la categoría peso mediano.
Intrépido como pocos, Belmont tomó un avión a Nueva York y se presentó en la oficina de Dewey Fragetta, un hombre que manejaba una manada de boxeadores para llenar la programación de combates en el famoso coliseo Madison Square Garden, que en esa década de los setentas, gracias al brillante influjo de Mohamed Alí, Joe Frazier, George Foreman y Sonny Liston, era el epicentro del espectáculo boxístico. El Colorado se presentó con una carta de recomendación y Fragetta lo recibió porque el mundo del box tenía como premisa encontrar combatientes viniesen de donde viniesen. Como en los viejos tiempos del Coliseo Romano, la gente pedía circo y, en esa época, el box era el circo de moda. Marcelo Quiñonez, el púgil que ofrecía Belmont, tenía condiciones interesantes, y el promotor neoyorquino le armó las peleas necesarias para construirle una carrera que tuvo su cumbre cuando derrotó al brasileño Luis Fabre y conquistó el título de campeón sudamericano en un ring armado en el Coliseo Amauta, en Chacra Ríos, una abandonada plaza de toros que Genaro Delgado Parker, con su espíritu mercantil, había tomado para montar allí todo espectáculo posible: peleas de box, circos, transmisiones en pantalla gigante de los mundiales de fútbol Alemania 74 y Argentina 78, concursos de belleza, vóley, patinaje, programas de televisión.
Con el título de campeón sudamericano, a Belmont se le abrió la opción de que su boxeador tuviese opción a pelear por el título mundial de su categoría. Pero, como suele ocurrir con todo negocio nacido de la improvisación y no de la planificación profesional, su breve y alborotada vida de promotor de box se vino abajo por la ausencia de espaldas financieras para ingresar al escenario internacional y por rencillas con el púgil Quiñonez. La audacia permite avanzar pero no garantiza llegar a la meta: Belmont tuvo que volver a su minúscula emisora RBC a competir con el afiebrado tumulto de los burdeles chalacos.
FUE UN RETORNO FATAL PORQUE ENCONTRÓ que «gerente y locutores de RBC se habían pasado a otra radio, luego de saquear la pobre emisora del Callejón de Villegas, pues habían desaparecido hasta las grabadoras portátiles y la valiosa colección de discos con antiguas canciones de Rolando Laserie y Benny Moré, y los codiciados clásicos de Fania All Stars (…). La esforzada estación de 670 kilociclos, al comienzo del dial, estaba medio muda repitiendo unas cuantas canciones como un perro que se persiguiera la cola»7.
Se había quedado apenas con un leal empleado que ante el desbande general le dio una sugerencia pragmática. Lo había visto locuaz al Colorado y le dijo: «Póngase usted al micrófono». Nuevamente el azar decidía el oficio de Ricardo Belmont. A lo largo de su vida esa sería su característica: lanzar la moneda al aire y a ver qué resulta. Enrique de la Piniella se llamaba aquel empleado y, cuando hizo la sugerencia de emergencia, no pudo advertir que con su idea le estaba endilgado a los peruanos una larguísima convivencia con la voz y el estilo chambón del Colorado Belmont.
Recibida la sugerencia, fue a consultarle a su padre, Augusto Belmont Bar. Este le dijo que era una buena idea convertirse en la voz de su propia radio. En esa charla surgió, además, un sello que acompañaría al Colorado a lo largo de toda su trayectoria: «sus pastillas para la moral». Su padre, sentado en su escritorio, le dijo:
«—¿Necesitas colaboradores? Aquí los tienes. Los mejores del mundo: Bolívar, Montesquieu, Goethe, Aristóteles, Dante, Confucio, Sócrates, Lao Tse, Ovidio, Homero, Pascal, Cervantes… Trabajan gratis para la humanidad, son los forjadores, quienes han creado conciencia, no seríamos los mismos sin ellos. Sin embargo, no toda la gente tiene acceso a sus ideas.
Esta vez el Colorado movió la cabeza con expresión de duda.
—No lo sé, papá, piensa que a mi público le gusta la salsa.
—No, no, no; solo me refiero a frases que sintetizan el pensamiento de estos grandes hombres. Yo las llamaría “pastillas para levantar la moral”.
Así fue como Tito Puente y Willie Colón se dieron encuentro con Séneca y Voltaire en las ondas parranderas de radio RBC. Una voz nueva se encargaba de despachar las cápsulas de “pensamiento positivo”, a la vez que anunciaba los temas musicales e identificaba la señal».8
Tomó la frase de su padre, el antiguo dueño de la Botica Francesa, quien esta vez, al igual que los pacientes de antaño, le entregaba al hijo la única receta que podía alcanzarle: pastillas para levantar el ánimo. Era el principio. En 1975, Ricardo Belmont Cassinelli tenía 30 años. Una vez más se inventaba un oficio. Esta vez unió dos ideas ajenas. A la receta de su padre le añadió el nombre que copió de un programa, Habla el pueblo, que emitía en Miami una radio llamada La Cubanísima. Con esas dos ideas ajenas, habría de construirse un oficio de por vida. Se puso frente a un micrófono, abrió el teléfono solicitando al público que intervenga con sus llamadas mientras les ofrecía «las pastillas positivas para levantar la moral».
Ese estilo basado en la menuda cultura de crucigrama era para algunos motivo de sorna, pero, para el gusto popular, servía como una útil y prestigiosa apariencia de cultura. Le añadió toques populares que había aprendido en sus años juveniles. Era un blanco tratando de conquistar a la multirracial masa peruana. Empezó a proclamar que tenía barrio, aunque, en realidad, su mundo real había transcurrido en la enorme casona sanisidrina de la avenida Javier Prado, pero recordó su paso de fugaz aprendiz de timbalero en Surquillo, sus breves meses con boxeadores, y tomó de esos lugares las frases chispeantes, la jerga traviesa, y empezó a contarle a sus oyentes que tenía esquina y a recibir sus llamadas alcanzándoles la confianza de una frase popular «Mi hermano», y ellos, a cambio, le entregaron el apelativo de Hermanón y ya se sabe que en el Perú, con un manojo de frases y alguna gracia, se puede construir un personaje. Y así, desde la nada, sin dinero, con la sugerencia del único empleado de la pobre radio RBC, con el invento casual de su padre y con el nombre hurtado, surgió el programa Habla el pueblo y nació el Hermanón Belmont, un personaje que se haría popular. Aquel improvisado locutor surgido de la improvisación, la necesidad y la casualidad, obtendría, con ese programa, réditos a lo largo de su vida: en el año 2018, cuarenta y tres años después, ya desprovisto de todo escenario, seguiría echando mano a la estampilla de Habla el pueblo y al cliché positivo desde el refugio gratuito de una página de Facebook.
EN DOS AÑOS LOGRÓ UNA INICIAL POPULARIDAD y a los 32 de edad le llegó el llamado de la televisión, un mundo que exige un requisito básico: estar dispuesto a llamar la atención. No importa lo que hagas, no importa si sabes poco o mucho, interesa sobremanera que estés dispuesto a lo que sea necesario para llamar la atención a como dé lugar. Después, los productores se encargan y eligen nombres que den la impresión de virtudes: rating, estrellas, figuras, familia.
Fue Mauricio Arbulú, el mandamás de América Televisión, quien le propuso a Ricardo Belmont Cassinelli dejar a un lado las peroratas radiales y los diálogos telefónicos con su variopinta audiencia para asumir la conducción de un programa de televisión. El Colorado aceptó y, con el botiquín de «pastillas para la moral» a cuestas, debutó en la televisión con un programa de entrevistas cuyo nombre explicaba el contenido: A fondo, largas y detalladas entrevistas para conocer la intimidad de personajes de todo tipo, bien un artista, bien un político, acaso un empresario o simplemente un hombre común, sea quien fuese a condición de una biografía interesante.
Fue un programa innovador porque las entrevistas no se realizaban en el set, sino en el hábitat del personaje. De ese modo, Belmont hacía ingresar al televidente a la casa, a la oficina, al dormitorio, a la cocina; en suma, al mundo personal del entrevistado. Un formato inusual en el Perú de 1980, que resultó un acierto porque colmó una curiosidad invariable de la gente: no hay quien se prive del placer de fisgonear en el mundo del vecino.
El programa funcionó, con los televidentes llegaron los auspiciadores y, para Ricardo Belmont, la gran opción de viajar para acceder a personajes internacionales. Su entrevista al famoso cantante español Julio Iglesias en su espectacular mansión de Miami explotó en audiencia, debido a que los televidentes venían de padecer un largo aburrimiento en un país que había soportado doce años de televisión con contenidos aprobados o desaprobados por militares.
El estilo campechano y ordinario del Colorado conquistó el favor popular. Lo encumbraron los sectores menos instruidos, que son, finalmente, los que fijan los índices de audiencia. Así conoció la amplia fama que otorga la televisión. Pero, como en televisión, todo, hasta el éxito más deslumbrante, es temporal, el programa A fondo salió del aire tras dos años en la pantalla de América Televisión. Cuando Belmont se marchó, tenía para sí un valioso capital: un nombre famoso y un rostro ampliamente conocido. Ya era una marca.
Entonces, siempre con la mira de recuperar el perdido bienestar económico del que gozó en el hogar paterno, descubrió un nicho que, además de dinero, podía añadirle un atributo valioso, el de la bondad. Belmont se enteró que en Chile existía un presentador de televisión que había puesto a un lado su áspero apellido Kreutzberger para utilizar, a cambio, el apelativo de Don Francisco, con el cual había conquistado una inmensa popularidad acrecentada por un halo de hombre compasivo y caritativo porque era el creador y conductor de una maratón de veintisiete horas continuas al aire para recaudar una suma millonaria a favor de una entidad llamada Sociedad Pro Ayuda del Niño Lisiado. Era la Teletón chilena.
Ricardo Belmont se tomó un avión rumbo a Santiago de Chile, se reunió con Don Francisco, hizo el convenio de rigor, retornó al Perú y se fue a la oficina de Genaro Delgado Parker en Panamericana Televisión a pedirle veintisiete horas de televisión para una Teletón en beneficio del Hogar Clínica San Juan de Dios, el hospital especializado en atender a niños con discapacidad motriz. Discutieron largamente los términos del acuerdo como solía ocurrir con todo aquel que le proponía un negocio a Genaro. La primera Teletón peruana se realizó en diciembre de 1981, recaudó un millón de dólares y fue conducida por Ricardo Belmont Cassinelli. A los 36 años consiguió ser más famoso de lo que era con el beneficio adicional de adornarse con un halo de bondad que revalidaría año tras año convertido en el usual conductor de las siguientes teletones.
Tras el éxito de aquella emisión, Belmont se quedó en Panamericana Televisión a cargo del programa de concurso El cielo es el límite, en el cual, de lunes a viernes, de siete a ocho de la noche, los participantes competían respondiendo preguntas de información general, ciencias, historia, literatura, personajes y cualquier rama del saber humano. Con la barbarie televisiva instalada, hoy suena increíble, pero fue verdad: existió, en 1981, en horario estelar un programa basado en preguntas y respuestas de ese tipo. Para Belmont significó un paso más en la construcción de su figura pública, pues su popularidad se volvió transversal a todas las generaciones, desde los jóvenes escolares hasta los abuelos.
Aquella amplia popularidad, lograda a través de Panamericana Televisión, encendió la maligna picardía de un personaje que habría de ser clave en el destino futuro del Colorado. El accionista más influyente de la estación televisiva era Genaro Delgado Parker, un personaje poseído por un espíritu mercantilista a ultranza y despojado de toda idea que no fuese otra que obtener ventajas para sí.
Genaro cargaba con una huella tan intensa que parecía una marca hecha con un hierro candente: la pérdida de su canal, en 1971, arrebatado por la Junta Militar de Gobierno del general Juan Velasco Alvarado. Aquella experiencia lo convenció para siempre de que había una fuerza superior al dinero, y esa fuerza era la supremacía del poder de quien gobierna. Aún siendo transitorio y ejercido por un demócrata o un dictador, el poder político, mientras se ejercía, podía tomar rotundas y graves decisiones; por lo tanto, Genaro estaba convencido de que era fundamental la cercanía al poder político en todas sus formas: el presidente de la República en primer lugar, y detrás la escala completa: ministros, congresistas, alcaldes, militares y curas. Con esa convicción, orientó su actividad como empresario televisivo a obtener ventajas del poder retribuyendo o canjeando «favores» basados en el manejo informativo de sus programas.
Al percibir la dimensión de la fama de Ricardo Belmont, a Genaro se le ocurrió una bellaquería: y si en lugar de estar negociando con quienes detentaban el poder, ¿inventaba a su propio político para convertirlo en autoridad? Si Belmont lograba altos índices de audiencia, ¿no sería mejor convertir el rating en votos? Raudo como solía ser, encargó una encuesta privada que confirmó la idea surgida de su espíritu de tunante. Efectivamente, la gente, al ser consultada sobre la opción de que Ricardo Belmont Cassinelli postule para alcalde de Lima, respondió concediendo al locuaz conductor televisivo un apoyo superior al del resto de políticos que, en ese momento, se preparaban para la disputa electoral con el fin de llegar al municipio limeño. Genaro Delgado Parker había descubierto que un hombre sin ninguna preparación para ocupar un cargo público, desprovisto de todo conocimiento de gestión pública, ajeno por completo a mínimos conceptos de cómo gobernar la capital de un país, recibía la confianza ciudadana por el simple hecho de ser famoso, parlanchín y compadrero.
Entusiasmado, convocó a Belmont para mostrarle los resultados y embarcarlo en la competencia. Para su desencanto, el Colorado se negó. Respondió con franqueza que no tenía ninguna preparación para una lid política. Genaro, para persuadirlo, utilizó métodos indirectos. Logró que se publicará un informe en el diario Expreso y una portada en el semanario Caretas, medios que en 1981 tenían influencia y no eran las sombras agonizantes en que terminaron convertidos tres décadas más tarde. En esas páginas lo anunciaban como el surgimiento de un fenómeno. Belmont no picó el anzuelo y mantuvo su negativa. Lima terminó eligiendo al candidato de la izquierda, el abogado cajamarquino Alfonso Barrantes Lingán.
A FINALES DE AQUEL 1983, Belmont renunció a Panamericana Televisión. Se marchó manifestando que iba a dedicarse a trabajar para lograr el retorno de su propio canal, el canal 11. Se empecinó en conseguir la licencia para volver a poner en el aire al fugaz y modesto canal de televisión fundado por su padre. Se embarcó en trámites que, a poco de iniciarse, se estancaron ante el cerco de la burocracia. En medio de esos afanes, recibió nuevamente una propuesta de América Televisión para conducir un programa de cinco horas continuas de duración al que llamarían Sábados con Belmont. Era una barbaridad de tiempo, porque otra es la medida de los minutos en el oficio televisivo. Para quienes trabajan como productores de televisión, quince minutos de pantalla equivalen a una hora común y corriente; cinco horas ya empieza a tener cierto parecido con la eternidad. Pero el Colorado ya había demostrado tener el atributo que lo habría de caracterizar a lo largo de su vida: era capaz de hablar horas de horas sin necesidad de dejar un concepto o un análisis; era un especialista en el discurso fugaz, un artista en el liviano oficio de lanzar palabras al viento. Aceptó llenar las cinco horas en las tardes de todos los sábados de 1984.
Puso una condición: que los directivos de América se comprometan a ayudarlo ante el Gobierno a fin de que le sea otorgada la licencia para volver a encender la señal del canal 11. Quienes lo escuchaban pensaban que era una terquedad que no cesaba, un sueño sin base, porque aun cuando le dieran una licencia, no tenía el grueso dinero necesario para poner en marcha una estación televisiva. Sin embargo, había otra razón detrás. Belmont había entendido la dimensión real de la propuesta que le había hecho Genaro Delgado Parker. No había rechazado ser candidato por humildad o, como había dicho en ese momento, por «no tener la preparación necesaria» para asumir un cargo público. No era esa la razón para un hombre que siempre se había aventurado, precisamente, a hacer todo aquello que no sabía.
Belmont sabía ampliamente el significado del poder político, lo había sufrido en bolsillo propio. ¿Acaso no habían sido los militares ejerciendo el poder político quienes habían decretado la ruina de su familia? Entonces, si la encuesta que Genaro le había mostrado revelaba sus amplias posibilidades de éxito electoral, ese era un capital suyo que no estaba dispuesto a entregar al hombre de Panamericana Televisión para convertirse en el muñeco que se tendría que balancear al ritmo de los hilos movidos por el cazurro empresario. ¿Qué necesitaba? Un canal de televisión. Si con el único atributo de ser famoso la gente lo autorizaba y respaldaba para ser alcalde de la capital del Perú, necesitaba tener para sí la fuente de la cual emana el poder de la fama: un canal de televisión. Si se lanzaba a la política tenía que hacerlo teniendo para sí una estación televisiva a fin de no depender de los broadcasters que conceden pantalla de acuerdo a sus intereses. Su razonamiento era válido si, en los hechos, lograba tener un canal con suficiente audiencia. ¿Podía lograr una audiencia importante? Belmont estaba convencido de que eso era posible. Su lógica funcionaba de este modo: bastaba tener una pantalla a disposición porque él, con su popularidad, arrastraría a la gente. Así suelen pensar los que padecen el «síndrome de la fama de televisión». Suelen creer que son ellos y nada más. Después descubren que, en su gran mayoría, son entes adheridos a un logotipo, a una marca de la cual dependen.
Pero lo esencial de aquel encuentro, entre Ricardo Belmont Cassinelli y Genaro Delgado Parker con la encuesta encargada por este, se puede resumir de este modo: fue un instante fatal porque el empresario de Panamericana Televisión había detectado que un hombre sin profesión, carente de preparación, ajeno a toda formación política y sin conceptos básicos para ejercer como autoridad podía derrotar a organizaciones políticas tan solo con los artificios de ser famoso, simpático y hablador.
Este hallazgo lo entendió perfectamente Ricardo Belmont. Y estaba dispuesto a llevarlo a la práctica. Aquel mes de febrero de 1983 había nacido el germen de un fenómeno que los especialistas, años después, denominarían el fenómeno del outsider —el personaje ajeno a la política que irrumpe en el escenario y logra obtener el poder, sin importar si cuenta o no con capacidades para ejercer como autoridad—. Un fenómeno que, desde 1989, se habría de instalar categóricamente arrasando y destruyendo a los partidos políticos como un vendaval que terminaría derruyendo la frágil institucionalidad del país e instalando con tenacidad la atroz informalidad.
Belmont fue el origen, el molde. Inmediatamente después asomaría Alberto Fujimori. Y después la avalancha, sea cuál fuese el apellido —Toledo, Humala, Acuña, Guzmán— o sea quien fuese el personaje, hasta sumar centenares de desconocidos que se habrían de convertir en candidatos; lo cierto es que la presidencia, las alcaldías y los gobiernos regionales se convertirían en botines para individuos provistos de biografías similares a la de Belmont: ausencia de preparación, oficios diversos, nula pertenencia a la política, audacia sin límites y un ansia enorme de acceder al poder no para construir un mejor país, sino para construir su propio bienestar. Todos ofreciendo una virtud falsa: somos independientes, somos el cambio, somos ajenos a la política. Pero detrás del útil cliché ante un electorado harto de las promesas y latrocinios de los políticos, estos outsiders aspiraban a lo mismo que sus antecesores, tenían la misma perversa ambición con rostro distinto: el poder como pillaje para forjar la riqueza propia, para obtener el patrimonio que no podía construir su talento ausente, la mísera ambición de obtener fortuna sin la dignidad del esfuerzo. Belmont era el inicio, el fundador de la avalancha que en las siguientes décadas asolaría en el país.
Pero, en 1984, aún quedaba una ruta pendiente de ser construida por el creador, por la fuente original, por el molde desde el cual surgirían los outsiders: Ricardo Belmont Cassinelli. El Colorado. El Hermanón.
3 Thorndike, Guillermo (1994). El Hermanón (pp. 73-74). Lima: Editorial Libre.
4 Ibíd., p. 97.
5 Ibíd., p. 101.
6 Ibíd., p. 102.
7 Ob. cit. p. 126.
8 Ibíd., pp. 128-129.