INTRODUCCIÓN

Así como la Roma de la antigüedad distinguía entre días fastos y días nefastos, así también el imaginario colectivo distingue entre efemérides gratas, y por gratas, ejemplarizantes, y otras que sería mejor no recordar por la enorme secuela de odio, de rencor, de sangre, crueldad y ferocidad que entrañan.

La memoria, la individual y la colectiva, no puede darse el lujo de borrar o tergiversar hechos que, si bien tuvieron una profunda razón de ser, no deben olvidarse, entre otras cosas, para que no vuelvan a repetirse jamás. En este punto la comunidad judía ha sido modélica. De la mano de sus líderes morales, religiosos, académicos y políticos se ha empeñado a fondo en impedir que el tiempo deteriore la memoria. En efecto, la clara conciencia de asimilar lo que significa para un pueblo, que, según cálculos, perdió un tercio de su población en los campos de concentración diseñados —en Auschwitz, en Bergen-Belsen, en Ravensbrük, en Treblinka, y en tantos otros—, para producir un genocidio de escala mayúscula, se ha preocupado a través de la educación, y lo ha logrado, en que ningún judío olvide lo que significó el holocausto más de setenta años de finalizada la Segunda Guerra Mundial.

De ahí que no sea cualquiera la efeméride que Colombia y la hermana República Bolivariana de Venezuela se dispone a celebrar, sin omitir, por supuesto, en esa conmemoración a otros dos países hermanos: Ecuador y Perú.

En efecto, entre 1815 y 1820, la dinámica de la guerra librada por el español europeo en contra el español americano, y viceversa, alcanza sus expresiones más devastadoras y contundentes en orden a la polarización de un conflicto que llegó a tener repercusión internacional.

Paradójicamente, o mejor, gracias al esfuerzo emprendido por la academia con motivo del bicentenario (2010), en donde se intentó reemplazar el culto al héroe, los lugares comunes, y los mitos fundacionales, para colocar en su lugar una nueva relectura, matizada y plural, enfrentando con ese gesto uno de nuestros más grandes retos historiográficos: armar el rompecabezas que por su complejidad representa el siglo XIX, abordando líneas antes no contempladas.

Gracias a esta revisión es que personajes como José Rafael Sañudo vuelven a recobrar una impresionante vigencia. Así lo demuestra el escritor Evelio Rosero con su formidable novela histórica titulada La carroza del Libertador. El periodista Mauricio Vargas apunta en la misma dirección; el abogado y constitucionalista Hernando Valencia Villa va todavía más lejos al afirmar que la mayoría de nuestras cartas constitucionales han pretendido en su intención de fondo “ser una forma dialogada de la Guerra, una gramática de la Guerra” (Valencia, 2010 Pág. 63).

Del lado venezolano a la tesis planteada se adhieren historiadores e historiadoras como Laureano Vallenilla Lanz, Germán Carrera Damas, Rafael Arraiz, Inés Quintero y Ana Teresa Torres. Colombianistas como Clement Thibaud también la han compartido y profundizado. Para nuestro caso, decíamos arriba, 1816 es la fecha en que el país se divide y se enfrenta a muerte a nombre de dos ideales políticos, antagónicos por su misma esencia: el ideal monárquico y el ideal republicano, o leales al Rey o desleales al Rey, para decirlo en toda su simplicidad. Para aglutinar el mayor número de lealtades a favor de Fernando VII se alza una figura a la que la historia de su tiempo, incluida la presente, lo ha honrado con todo tipo de reprobaciones: el mariscal de campo, conde de Cartagena, capitán general de Venezuela y pacificador de las tierras de ultramar, Marques de la Puerta, el comandante de las fuerzas expedicionarias: el general Pablo Morillo. Víctima, más adelante, de su rabia mal dirigida.

Antes de su llegada a América del sur se había desempeñado como combatiente excepcional en escenarios bélicos como Trafalgar, Bailén y, particularmente, la campaña militar en la que participó al lado de Lord Welligton en Francia, derrotando a los ejércitos galos. Pero para ser coherentes con una mirada plural, bajo la pretensión de una mirada sobria, no se puede ni se debe desdeñar la propia versión del general Morillo, como en su momento emitió la suya el comerciante español José González Llorente sobre los sucesos el 20 de julio de 1810.

¿No es acaso el oficio del historiador el de pugnar de una manera serena, objetiva y distanciada por establecer lo que verdaderamente sucedió en el pasado? Seguir reduciendo a Pablo Morillo como el personaje histórico más abominado por los colombianos, o como ‘el villano necesario’, lejos de clarificar el teatro de la guerra en la que le tocó participar en primera línea entre 1815 y 1820, fecha está en que firmó con Simón Bolívar el 25 de noviembre el armisticio en la población de Santa Ana, en Trujillo, lo torna, decíamos, más complejo e incomprensible.

De esa abominación, por razones de sobra conocidas, no escapa el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. Cierto, Morillo convirtió al claustro en ‘objetivo militar’. Lo habilitó como cárcel durante casi un año. Obviamente, los estudios se suspendieron. Sus más brillantes egresados, por expresas órdenes suyas, fueron pasados por las armas. Empezando por Francisco José de Caldas y su primo hermano Camilo Torres y Tenorio. La lista de ejecuciones, por supuesto, fue más larga. Lo acontecido en el Colegio del Rosario es reprochable e inadmisible desde cualquier punto de vista. Dentro de nuestra tendencia a la mirada unilateral, el general Pablo Morillo es el antihéroe, y a los antihéroes hay que anteponerles los héroes. Y cuanto más idealizados, mejor. No es casualidad, en ese sentido, que monseñor Carrasquilla, quien fuera durante cuatro décadas rector del Rosario, se hubiera empeñado a fondo —desde escenarios como la Academia Colombiana de la Lengua, de la cual era miembro principalísimo—, a contribuir como el que más a la entronización del culto bolivariano. Su afán por iconizar al libertador no es ni mucho menos un afán aislado. En ese propósito lo acompañaron eruditos de primera línea como Don Marco Fidel Suarez, Don Hernando Holguín y Caro, Diego Rafael de Guzmán, Antonio Gómez Restrepo, Daniel Argaez, el maestro Valencia, Luis María Mora, el jesuita Félix Restrepo, Aurelio Martínez Mutis, Rodrigo Noguera Barreneche y Miguel Abadía Méndez.

Posteriormente, otras figuras de la inteligencia nacional se preocuparon por continuar idealizando la figura del Libertador. En esa profesión de fe no podía estar ausente el concepto de la ‘Hispanidad’. Concepto que, en la España del general Francisco Franco, tuvo como voceros a nuestros poetas de la talla de Eduardo Carranza y Eduardo Cote Lamus, a escritores del calibre de un Eduardo Caballero Calderón, o a magnificas prosistas como Elisa Mújica, y a políticos como Gilberto Alzate Avendaño. En reciprocidad, altas figuras de la intelecualidad española hicieron las veces de ‘cofundadores’ del Instituto de Cultura Hispánica. Figuras como las de Damaso Alonso, Camilo José Cela, Luis Rosales, Leopoldo Panero, Vicente Alexandri, Jorge Guillén, Dionisio Ridruejo, Joaquín Ruiz Giménez, Gregorio Marañón, Alfredo Sánchez Bella y Agustín de Foxá.

Hoy, en un país tan pegado de la amnesia colectiva, y tan anestesiado por las prácticas distractoras, son bien escasos los que recuerdan la labor intelectual adelantada por el Instituto de Cultura Hispánica. Al general Pablo Morillo, por el contrario, lo seguimos recordando. En este punto, el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario se ha dado a la tarea de aportar nuevos hallazgos documentales, tendientes a facilitar una relectura y otros ángulos de visión sobre la injerencia de Morillo en el Colegio en 1816.

Las páginas que siguen obedecen a una intención de rigor documental que dé cuenta de una manera franca, accesible y critica del papel cumplido por Morillo, no solo en el Colegio del Rosario, sino también del papel cumplido en el marco político, militar, regional y jurídico, en su aspiración —inútil, miope y duramente cuestionada— por devolverle nuevamente a la Península Ibérica el control que había tenido en las provincias de ultramar, y retornándole al monarca el primero de sus derechos: el de seguir siendo, como en el pasado, el supremo articulador de un imperio del otro lado del Atlántico.

De los procedimientos y de los resultados obtenidos en su gestión se desprenden, a su vez, una serie de interrogantes que lo cobijan no solamente a él como individuo, sino a toda una época pendular, ambigua y contradictoria en su apuesta y en la dinámica social que la enmarcó para lograr el tránsito de una sociedad monárquica a una democracia de corte liberal. Interrogantes que aspiramos responder al menos parcialmente a lo largo del presente texto: ¿Desde cuándo se estaba ambientando el pensamiento político que condujo a la independencia del Nuevo Reino de Granada? ¿En qué círculos, en qué espacios y bajo qué formas de sociabilidad fue conquistando terreno y adhesiones, incluidos quienes participaban de su discusión, de su viabilidad como proyecto político, como proyecto de nación? ¿Qué factores explican que un alto porcentaje de la élite granadina que propició y protagonizó las fuertes tensiones con la España peninsular se hubiese formado como abogados en el Colegio Mayor del Rosario o en el de San Bartolomé? ¿Qué características tenían los estudios que recibían en ambos planteles educativos, qué orientación doctrinaria, política e ideológica tenían los planes de estudio, cuáles y por qué eran los autores más leídos? ¿Aquellos promotores de una ruptura radical con España se plantearon desde un principio generar una revolución social y, en consecuencia, cambiar el orden tradicional jerárquico de la sociedad? ¿Cómo participaron las mujeres en el proceso independentista? ¿Ese proceso modificó su condición? ¿Por qué hablar de los vencidos, es decir de los realistas, y por qué concederles el derecho de réplica se consideraba, y aún se sigue considerando, una suerte de atentado contra el sentimiento patrio? ¿Cuáles eran los valores y el universo simbólico que enmarcaba a los sectores sociales partidarios de la monarquía? Si se acepta que fue la ayuda británica la que contribuyó a que Fernando VII recuperara el trono ¿Cómo explicar que posteriormente legionarios ingleses se incorporaran a la guerra que contra España libraban la Nueva Granada y Venezuela? ¿Quiénes eran estos legionarios y de qué naturaleza fue su apoyo durante la contienda? ¿Qué actores y factores le impidieron a la Nueva Granada, una vez iniciado el proceso independentista, mostrar ante propios y extraños la imagen de un país unitario?

¿Cómo se manejó el tema de la esclavitud por parte de los bandos de la guerra? ¿Qué razones explican que, en términos de lealtades, el indígena las ejerciera a favor de España? ¿Y el papel desempeñado por la Iglesia Católica? ¿Se podría pensar que, en los momentos más álgidos de las guerras civiles, mal llamadas de independencia, muchos peninsulares e hijos de peninsulares abandonaron la Nueva Granada y se radicaron en España? ¿Cuáles fueron las modalidades bélicas más utilizadas y a que razones obedecieron?

Con base en las anteriores reflexiones podemos inferir que no son pocos los desafíos históricos que la academia en general tiene frente a sí, al otorgarle un nuevo sentido y otra lectura al periodo mejor conocido como la reconquista española, a condición de liberarla de prevenciones conceptuales y de formulaciones reduccionistas —ideológicas unas y mitológicas otras— con las que los colombianos, al menos durante mucho tiempo, hemos querido explicar las complejidades de nuestra historia.

Hoy más que nunca la juventud debe ser educada para advertir los matices, para recuperar capacidad lectora, espíritu investigativo y sentido crítico. Solamente así lograremos investigaciones democráticas incluyentes, honestas y respetuosas. El prejuicio y los fanatismos ideológicos o religiosos poco o nada contribuyen a formar una autentica conciencia nacional. En ese ejercicio hay que darle espacio a la voz ajena, así esa voz sea la voz militarista, egocéntrica y autoritaria de Pablo Morillo.

Sobra afirmar que el presente estudio sale a la luz pública con la plena convicción de las precariedades de las que pueda adolecer. Su mérito, de tenerlo, radica, entre otras cosas, en dejar una serie de espacios como aliciente para desarrollar futuras líneas temáticas de acuerdo a las fortalezas e intereses intelectuales de las que puedan dar cuenta historiadores nacionales y extranjeros. Sería de una increíble arrogancia calificar este estudio de conclusivo; es un paso más, una invitación a seguir desentrañando la fascinante complejidad que enmarca la conformación de las primeras décadas del siglo XIX. Aquí, por las razones expuestas, no cabe la figura del punto final. Nos movió una decisión de revisión respecto a la indiscutible conexidad entre los juristas egresados del Colegio del Rosario y de San Bartolomé, y el fenómeno de la reconquista española.

El texto, ya se dijo, admite de entrada todas las apelaciones posibles, siempre y cuando redunden en la apertura de nuevos horizontes de investigación histórica en orden a la periodización aquí trazada. Sirva, no obstante como justificante —tal como se ha hecho en trabajos anteriores—, evitar a todo trance nuestra inveterada tendencia a la repetición reiterativa de lugares comunes, en menoscabo del reto que supone sustituir los mitos fundacionales por la disciplina y el rigor que exige toda búsqueda que aspira a sujetarse sin incurrir en la compulsión positivista, a la realidad documentada y al diálogo interdisciplinar, siempre bajo el imperativo de sostener a toda costa el sentido crítico, y de enfrentar —si fuera el caso— con cortesía, con honradez intelectual, con argumentación exenta de todo fanatismo y visceralidad, lo que los abogados llaman el derecho de réplica.

El pasado exige una interpretación. Lo exige sobre todo para nosotros, los aún hispanoamericanos, quienes pertenecemos a un mundo nuevo que sigue pugnando con aciertos y desaciertos en busca de sí mismo. En esta búsqueda, esclarecer y hacer inteligible el sentido del pasado parece ser una tarea necesaria y obligante. Que por necesaria y obligante nos ha comprometido a fondo.

Nuestro asunto, el que ahora capitaliza toda nuestra atención, no lo hemos elegido entonces al azar o por capricho. La pregunta por el pasado se convierte de esta manera en la pregunta por el pasado hispánico y a su impronta, que no ha sido poca. Entre nosotros, para verificarla, para dotarla de sentido, nos hemos negado en este abordaje a rechazar de plano la ‘leyenda negra’ e igual ‘la leyenda rosa’ sobre la península Ibérica.

Una impronta, decíamos, que aspiramos a dirimir y a contrastar sobre la base del discurso militar prevalente en el español europeo y en el español americano —sin dejar de lado la reflexión civilista al momento— en la hora crucial, para los primeros, de intentar la rearticulación del imperio transatlántico, y para los segundos, de clausurarlo definitivamente, como la opción política que se había mantenido por centurias. En efecto, fueron años —los últimos años de la corona en América— en que nuestro país, de la mano de Venezuela, estuvo dominado por el estereotipo del héroe militar. Frente a esta glorificación del hombre de armas, en el que se expresa la epifanía de la violencia, no puede excluirse la figura del general Pablo Morillo. Más de una de las páginas de este libro estuvieron empeñadas justamente en desentrañar su perfil humano y castrense, sabiendo que este contaba de entrada con altas dosis de prevención frente a su actuación en el teatro de la guerra independentista que permanece invariable y que le sigue siendo adversa hasta la fecha. Desentrañamiento que también hemos hecho de otras figuras y de otras circunstancias que los propulsaron.

La labor no ha sido fácil, como tampoco el difícil proceso de reajuste suscitado por el surgimiento de las nuevas naciones independientes, Colombia entre ellas. Dificultosa labor entre otras cosas, porque entre nosotros, la memoria tiende más a lo pasajero que a la permanencia. Al ser inquiridos por nuestro peor defecto colectivo, la mayoría de los colombianos respondemos sin titubear que olvidamos muy pronto. Otros agregan que aparte del pecado del olvido tenemos la costumbre de mirar la realidad con gafas ahumadas. El otro pecado corre por cuenta de algunos sectores académicos renuentes a aceptar que la interpretación histórica puede y debe acortar distanciamientos sin perder rigor documental entre el erudito y el hombre de a pie. Frente a esta pretensión, los ataques bien podrían no hacerse esperar. Acusarán al partidario de esta postura de que su obra pertenece más al género del ensayo literario que a la historia académica; o le endilgarán que el libro en su contenido en lo teórico es anacrónico y en lo empírico deficiente; o le enrostrarán que su obra está enmarcada por un culturalismo crudo.

Lo anterior no implica aceptar que la disidencia no solo sea absolutamente necesaria, sino la invitada de honor. No hay nada más sospechoso que la unanimidad provenga del aplauso cerrado o del abucheo a mil voces. Comencemos pues, en modesto concurso, en restarle poderío al olvido en beneficio de la memoria. Hecho el ejercicio comencemos por recordar que han transcurrido más de 200 años de que se diera pista al esfuerzo ininterrumpido de colombianos y venezolanos por construir una república democrática con bases y fundamentos modernos y liberales.