CAPÍTULO 1
La culpa es de Eva
El aprendizaje de la culpa
Todos conocemos la historia de Adán y Eva, la serpiente y la manzana. Sabemos que, como consecuencia del incumplimiento de una prohibición explícita, a la primera pareja humana se le suspendió a perpetuidad su condición de criaturas preferentes del jardín del Edén. Estruendoso fue el portazo dado en la cara de la humanidad cuando Yahveh, el dueño del lugar, puso adelante del jardín a sus querubines, con cara de pocos amigos y armados con una espada de fuego abrasador, a modo de advertencia, para que quedara claro que toda tentativa de retorno sería inútil.
Si bien quienquiera que lea el Génesis puede advertir que el hombre y la mujer actuaron en complicidad, es claro que Eva se lleva la peor parte. La primera maldición de Dios Padre recae sobre Eva : cargar con el doble yugo de la maternidad y el matrimonio. Soportar fatigas y dolores sin cuento a la hora de parir hijos y padecer, ante todo, la dominación del hombre — su “ señor" —, hacia quien habrá de dirigir toda su atención y todos sus deseos, asumiendo este sometimiento como un estado inmutable y esencial.
Hasta el día de hoy el Génesis sigue siendo uno de los relatos más influyentes de nuestra cultura patriarcal occidental. Su influencia es incontrovertible toda vez que se considera que la cosmovisión judeocristiana conforma, junto con la vertiente grecolatina, el manantial principal que nutre nuestro modelo cultural. Se trata de un relato poderoso que ha venido modelando nuestras presuposiciones culturales en ámbitos clave, tales como la relación entre hombres y mujeres, el lugar del cuerpo y la sexualidad en la vida humana, y el tipo de comprensión que, como humanos, debemos ofrecer ante nosotros mismos, la naturaleza y lo divino. Junto con ello, el Génesis puede leerse también como un gran testimonio sobre la aparición e implicancias de la culpa en nuestro imaginario occidental.
El Génesis nos enseña que la mujer y la culpa van de la mano. Debido a su revoltosa actuación, la primera mujer y madre de todo lo viviente es la principal inculpada de todos los males de la humanidad. Todavía más : en virtud de esa mítica efeméride, la culpabilidad de Eva se hereda a todas las generaciones de mujeres, habidas y por haber, tal como la invención de la rueda suele ser entendida como patrimonio exclusivo del linaje de los hombres. En otras palabras, la culpa recae sobre Eva y, a través de ella, se irradia a toda la humanidad y, de manera más intensa y efectiva, a aquella más de la mitad de la humanidad, conformada por las mujeres.
La culpa es una emoción que, como diría Jung, se experimenta como la pérdida de una entereza o una integridad — un estado previo de plenitud que, juzgamos, hemos torcido o traicionado —, lo que trae como consecuencia una no aceptación de lo que somos. Semejante a la nostalgia del Paraíso, la idea de aquello que no somos ( ya sea porque lo fuimos y lo perdimos, ya sea porque nunca hemos podido llegar a serlo ), se transforma en un anhelo, siempre insatisfecho, de virtud y perfección. La culpa surge, precisamente, de la frustración de ese anhelo en lo que realmente somos, surge del juicio negativo, severo e incluso despiadado, que a menudo realizamos sobre nosotros mismos. Es una emoción lacerante, además de estéril, que consiste en besar el látigo que nos hiere.
Hoy en día no cuesta trabajo advertir que en nuestras sociedades una mujer es más proclive a sentirse culpable de un millón de cosas : culpable de su apariencia física, de su contextura corporal. Culpable de que la hagan sentir fea o gorda. Culpable también del uso que hace de su cuerpo si, llegado el caso, se empodera de su sexualidad. Pero, además, las mujeres han de sentirse culpables debido a su contextura moral, por ejemplo, por incumplir el mandato cultural que las conmina a ser las cuidadoras, las guardianas de la familia y del hogar; en caso de saltarse este mandato, se las culpará por ser malas madres, madres negligentes y perezosas. La culpa acompaña la mayoría de las instancias vitales de la mujer, sea su vida profesional, sus relaciones amorosas, la soltería o la maternidad, instalando el fantasma del defecto o la carencia, lo que deriva en un constante deseo de perfección para ser aceptadas en un entorno social que las hostiliza y las niega, material y simbólicamente.
Por supuesto, el hecho de que la culpa suela calar más hondo entre las mujeres que entre los hombres no es obra del azar, sino que forma parte de un aprendizaje cultural milenario. En particular, la culpa causada por Eva ha servido históricamente para apretar un incómodo corsé cultural, aquel que aprisiona a más de la mitad de la humanidad bajo estereotipos estrechos que definen lo que una mujer debiese ser, hacer y parecer. Tanto el aprendizaje como la experiencia de la culpa son enfatizados en los procesos de socialización de las mujeres, lo que sencillamente equivale a decir que a las mujeres se las educa sentimentalmente en la aceptación de una condición defectuosa y, en virtud de ello, necesariamente subordinada. Este aprendizaje no ha hecho más que robustecer la maciza construcción tradicional del género femenino en Occidente, lo que ha favorecido la interiorización de ciertos rasgos de carácter —tales como el predominio del instinto sobre la razón, la frivolidad, la debilidad, la falta de control, lo que traería consigo la necesidad de sumisión y la dependencia—, que han de ser entendidos como rasgos naturalmente heredados por las hijas de Eva.
Es necesario aclarar que cuando hablamos de género nos referimos a los significados culturales que le atribuimos al hecho de nacer sexuados de tal o cual manera. El género no lo traemos entre las piernas sino que forma parte de un aprendizaje sociocultural, el cual incluye la interiorización de un repertorio de discursos, normas y valores que modelan nuestros comportamientos, al tiempo que definen los roles desiguales que les corresponderían a hombres y mujeres dentro de nuestras sociedades. Así, por ejemplo, asumimos y afirmamos que hombres y mujeres estarían “ programados" para desarrollar afectos diversos, desarrollar habilidades diversas ( intelectuales, espirituales y físicas ), interpretar papeles disímiles y ocupar posiciones distintas en el teatro de la vida ( por ejemplo, mujer madre en el espacio doméstico; hombre proveedor en el espacio público ). Al mismo tiempo, asumimos y afirmamos que no todos los papeles tienen igual valor e importancia, que hay roles protagónicos y hay actores secundarios y que, por cierto, habrían también por ahí otras gentes que ni siquiera debiesen molestarse en salir a escena. Desde luego, este aprendizaje cultural del género nos predispone a asumir que únicamente existirían hombres y mujeres — en virtud de la dualidad sexual genital —, lo que invalida, de entrada, cualquier posibilidad de aceptación hacia identidades que transiten o estén en devenir entre ambas polaridades tenidas por “ normales" .
Dicho sencillamente, el modelo cultural patriarcal nos enseña desde pequeños que hay mejores y peores. Nos enseña a segregar radicalmente y jerarquizar los ámbitos de lo masculino y lo femenino, con la siniestra perversión de mostrarnos la diferencia — toda diferencia —, como signo palmario de superioridad e inferioridad.
Justamente, a lo largo de la historia del patriarcado occidental la culpa ha sido un instrumento útil para modelar, reproducir y justificar las jerarquías de género, para legitimar el control sobre la conducta de las mujeres, afianzar la superioridad de lo masculino y reducir lo femenino a un papel inferior y, por ende, incapaz de autogobernarse.
Particularmente, la culpa de Eva ha sido una noción extremadamente poderosa en Occidente, el símbolo más explícito de una perdurable maldición cultural lanzada sobre las mujeres. Una maldición que las ata con una naturaleza defectuosa o carenciada, con lo que fácilmente se corrompe, es inestable e inconsistente, muta y es, por tanto, caótico, impredecible, destructivo o sencillamente demoníaco. Con algo que, en definitiva, debe ser despreciado y temido, dominado y controlado.
Por todo lo dicho, de vez en cuando conviene preguntarse, ¿de qué se culpaba a Eva, para empezar?
Las realidades caídas
El Génesis es una pieza clave en la simbólica del poder patriarcal occidental. Ante todo, el relato del origen introduce una férrea jerarquía en el orden de lo creado. Estamos ante un mundo donde el poder de la creación está exclusivamente depositado en manos de un dios masculino, soltero, solitario, metafísico, todopoderoso, entronizado. Un dios de dioses, un rey de reyes, un señor de señores. Un dios padre supremo, cuyo trono se eleva por encima de la creación. Sin duda, uno puede ver aquí un modelo para los “ señores del mundo" , aquellos que a partir de cierto momento de la historia se permitieron edificar tronos celestiales, pues ya contaban con los planos de los tronos que habían edificado sobre la Tierra. Lo cierto es que se trata de un orden de mundo donde necesariamente algunos han de ser dominadores en tanto otros han de ser dominados. Justamente, esta forma de vida y de cosmovisión basada en la dominación recibe el nombre de patriarcado. El patriarcado es el modelo cultural que, bajo diferentes encarnaduras, ha prevalecido en Occidente desde hace milenios, el mismo que hoy sigue plenamente vigente.
El modelo cultural patriarcal impone y naturaliza una visión dualista y jerárquica de la realidad. Con el pretexto de brindarnos una explicación satisfactoria, se nos anima a clasificar los elementos que componen la sobreabundante y dinámica variedad de lo real, oponiéndolos y desigualándolos como única medida de orden y criterio de comprensión posibles. El patriarcado se transforma así en la visión hegemónica, según la cual, por ejemplo, el hombre es considerado más valioso que la mujer; la heterosexualidad es considerada la norma, lo normal, y es preferible y superior a toda otra forma de relación afectiva o pasional entre seres humanos; la mente y el alma están amputados y por encima del cuerpo y la sexualidad; la humanidad es considerada como separada y por encima de la naturaleza; y la divinidad aparece como una entidad totalmente lejana, puramente espiritual, y necesariamente desconectada del mundo material. Esto, por nombrar tan solo algunas de las oposiciones jerárquicas más connotadas del pensamiento patriarcal.
En el relato del Génesis se nos presenta a Eva, la mujer, como un individuo desmedrado e, incluso, retorcido desde su origen. Al proceder de la costilla de Adán no es sino un mero apéndice del hombre; por marca de nacimiento y orden de aparición, la mujer es presentada como una criatura dependiente y de menor rango, más atrasada en relación al varón y, por eso mismo, más cercana a los animales — de ahí su afinidad con la serpiente, reptil de la tierra—. Así también, ateniéndonos a la rigurosa jerarquía de la creación, Eva aparece dos peldaños por debajo de la divinidad. A diferencia de Adán, no ha sido moldeada directamente de la tierra por la mano de Yahveh.
Lo anterior ha sido tradicionalmente interpretado como un signo irrefutable de la inferioridad y debilidad de la mujer en relación al hombre. Pero, asimismo, debido a su lejanía con el creador, la mujer se encontraría desde el principio más dada a la desobediencia y a la rebeldía, más inclinada hacia la desmesura, el desborde, el mal. Este “ defecto de origen" de la mujer la haría también más propensa a comulgar con aquellas dimensiones degradadas de nuestro imaginario cultural occidental. Así, tradicionalmente, a la mujer se la sitúa en conexión con lo telúrico antes que con lo celestial; en una relación de contigüidad o vecindad con lo bajo, con lo material corporal entendido como lo abyecto, en contraposición con lo elevado espiritual o divino; más inclinada, entonces, a lo intuitivo y lo instintivo animal, a la lujuria y a los placeres sensuales que a las arduas y trascendentales empresas intelectuales o búsquedas metafísicas. La propia idea de la tentación ( categoría crucial que fuera enfatizada por el catolicismo medieval ) remite habitualmente al cuerpo de la mujer — su atractivo sexual —, tantas veces concebido como la mismísima causa de la caída de la humanidad.
La caída es, justamente, aquella calamidad por la que se culpaba a Eva. No obstante, dentro del esquema dualista y jerárquico del Génesis, la mujer aparece desde un principio inmersa entre las realidades caídas o degradadas, las cuales, a su vez, se encuentran en relación directa con el mundo corporal y material. No es para nada casual, entonces, que en la Edad Media el catolicismo elaborara una perdurable doctrina, que no es tan solo misógina — recuérdese la reticencia doctrinal, plenamente vigente al día de hoy, a permitir que las mujeres se ordenen sacerdotes — sino también intransigentemente ginecófoba. No solo se ocupó de demonizar la sexualidad humana en general, asociándola estrechamente al pecado, sino que ligó específicamente el sexo de la mujer con la viscosa caverna del infierno.
Giovanni Boccaccio, hacia el siglo XIV, escribió un blasfemo y divertido cuento parodiando esta asociación de tipo negativa entre los genitales femeninos y el infierno cristiano. En dicho cuento, un piadoso ermitaño accede a hospedar en su modesta choza a una muchacha desamparada. Al poco andar, el ermitaño — quien vivía en soledad absoluta, en perfecta penitencia y que tan solo se alimentaba de raíces — comienza a experimentar un violento deseo producto de la convivencia con la mujer. Irremisiblemente caído en tentación carnal, el ermitaño echa mano de toda su retórica religiosa para persuadir a su huésped de que “ el diablo" se había puesto en extremo colérico y arrogante, y la única solución posible era meterlo cuanto antes al “ infierno". Claro está, infierno y diablo refieren, respectivamente, al sexo de ella y de él. Sin embargo, para desgracia del famélico religioso, la muchacha, que no era tan ingenua, no tarda en aficionarse al juego. Finalmente, ya incapaz de responder a la infernal voracidad de su compañera, el eremita se ve obligado a pedir clemencia.
La anécdota está atravesada por una risa lúcida y desacralizado ra, colmada de profundas sugerencias. Ante un cuerpo femenino desat ado, libre de su control, el ermitaño ha quedado ostensiblemente disminuido e indefenso; la niña ingenua, por su parte, ha cobrado el tamaño de una mujer monstruo, cuyo cuerpo amenaza con devorar y absorber por completo al hombre. Más aficionado a buscar la iluminación mediante ayunos y tormentos de la carne — esa forma de ascetismo más cercana al masoquismo, que busca el sometimiento del cuerpo por la vía de la negación —, el religioso se mostró incapaz de comulgar como es debido con los estados inferiores, que es lo que al fin y al cabo simboliza el infierno, antes y más allá de la carga moral que le añadió el cristianismo. ¿No está el ermitaño rechazando la demanda de una exigente sacerdotisa, una experiencia no carente de riesgo y de dolor, pero que bien podía transmutarlo y ennoblecerlo, una caída que podía tener el valor de una iniciación?
Se ha dicho que la experiencia orgásmica, como la propia experiencia vital del ser humano, es un complejo entrelazamiento de contrarios, un descenso y un ascenso, una succión a la vez infernal y celestial, una revelación de las ambiguas relaciones entre dolor y placer, entre vida y muerte. Por lo demás, existen formas de ascetismo oriental, como el tantrismo, que no ven contrariedad alguna entre carnalidad y espiritualidad, antes bien alientan el cultivo de una disciplina sexual como método para acentuar nuestro conocimiento acerca de la variada realidad que nos rodea. Dicho conocimiento, se dice, solo puede obtenerse mediante la experiencia de los extremos. Y es que, tal como ocurre con la ampolleta, la iluminación solo se obtiene mediante una adecuada combinación de contrarios, de un polo positivo y otro negativo.
Sin embargo, en Occidente las más nobles aspiraciones del corazón humano suelen mostrarse incompatibles con una gozosa aceptación de la realidad sexual. El pensamiento hegemónico no ha trazado su camino hacia lo alto, sean estas cumbres intelectuales o de orden espiritual, acogiéndose al visado del cuerpo, explorando y explotando las energías de origen carnal. Antes bien, como es suficientemente sabido, la asociación estrecha del cuerpo — y del cuerpo femenino en particular — con el pecado y la tentación sirvió históricamente para castigar las “ malas" o “ bajas" pasiones, devaluando todo lo concerniente al mundo de lo sensual y lo sexual. Desde este enfoque, la culpa, ese instrumento de autocastigo, se hacía pasar como instrumento de redención de aquellas pasiones pecaminosas.
En un sentido más amplio, la condenación del cuerpo de la mujer alcanza también a la naturaleza y a la vida material en general, como manifestaciones de la culpa carencia o defecto original. Como la mujer, la naturaleza es también una realidad caída que el hombre está llamado a combatir, a avasallar y controlar, tomándola en propiedad. Las formas modernas de apropiación y explotación de los recursos naturales, que actualmente nos tienen inmersos en un colapso ecológico mundial, han tensado al máximo esta línea de pensamiento patriarcal, desvalorizando la naturaleza y distanciándose de ella al punto de cosificarla, pensándola antes como espacio que se debe someter, como producto de consumo, y no como condición indispensable para nuestra subsistencia como especie.
Pero la naturaleza aparece desvalorizada desde un principio, conforme a lo dicho en el Génesis. Recordemos que, en el relato, Yahveh Dios se sitúa en una posición de exclusividad jerárquica respecto de toda la creación, de la que se aparta y diferencia drásticamente. La primera línea del Génesis, el preámbulo a la creación, nos lo presenta como un espíritu que “ aletea sobre las aguas" , es decir, como un dios que carece de consistencia material, una entidad puramente espiritual. Estamos aquí ante la primera gran distinción u oposición, seguida de su consiguiente jerarquización. Por un lado, tenemos un creador, es decir, quien hace. Por otro, su creación, o sea lo hecho, lo que el creador ha hecho ¿Y no suele concebirse lo que se hace como inferior a quien lo hace? La consecuencia inmediata de este razonamiento — una grilla de lectura patriarcal — es que toda la creación se subordina al creador, se sitúa un peldaño más abajo de él. En este caso, Yahveh Dios se presenta como el hacedor del cielo y la tierra; precede a su creación y se distingue de ella. La creación es materia; la materia, se dice en Occidente, es una realidad degradada, pues es cambiante, sujeta a corrupción y, por lo tanto, inferior a la realidad de orden espiritual y evidentemente superior del creador.
La caída no es sino la inmersión del alma humana en el mundo material y corporal, y el fundamento último de la culpa que se le adjudica a Eva es, justamente, la añoranza de una situación anterior a esta caída. Y ello porque Eva — que supuestamente se valió de sus encantos para engañar a Adán — es la responsable directa de nuestra condición material y mortal, entendida esta como la debilidad o defecto inherente tanto de la especie como del mundo que habitamos. En definitiva, por Eva tuvo el creador la ocurrencia de introducirnos a la muerte y, de paso, a las misteriosas leyes de la materia.
Si se mira con atención, la culpa de haber instigado la aparición de la muerte en el horizonte de los seres humanos es probablemente la acusación más grave y artera que el patriarcado occidental ha hecho recaer sobre las mujeres. Y es que, aunque nos tenga sin cuidado el relato de la caída y su interpretación tradicional, salta a la vista que la lección ha sido completamente aprendida, por ejemplo, en los casos tan recurrentes en nuestras sociedades, en que a una mujer violada — o incluso, asesinada — se la responsabiliza de su desventura bajo el argumento de que ella provocó a su agresor, lo sedujo y lo hizo perder la cabeza : lo arrastró hacia lo bajo. En definitiva, que ella se lo buscó.
Este tipo de razonamiento redefine a la víctima, haciéndola pasar por culpable y responsable. Lo cierto es que este desplazamiento de sentido siempre se hace en nombre de un prejuicio cultural justificado en la idea de que la mujer es responsable de la fatalidad que se cierne sobre el total la especie. De ahí se sigue que la mujer, heredera fatal de los encantos de Eva ( encantos que se ligan a las realidades caídas de la materia y el cuerpo ), pueda ser asesinada e incluso responsabilizada de su muerte. Pues, después de todo, ¿no ha sido la mujer quien, desde un comienzo, trajo la muerte al mundo? ¿Acaso no fue ella quien engendró y parió la muerte, la autora original de nuestra irrevocable corrupción?
“Por la mujer empezó el pecado, y por su culpa todos morimos" — escribe el autor del Eclesiastés, a quien la tradición suele identificar con el muy sabio rey Salomón—. Por culpa de ella todos morimos. En consecuencia, si la humanidad está corrompida por la fatalidad, las mujeres, a causa de Eva, lo están doblemente.
Miguel Ángel, La Caída del Hombre, pecado original y expulsión del Paraíso, 1509.
Eva antes de Eva el útero y la tumba
Quienquiera interrogar directamente a Adán y a Eva ha de saber que un buen sitio para hallarlos es un cementerio. Por ejemplo, atravesando uno de los accesos principales del Cementerio General de Santiago pueden verse las solemnes estatuas de los padres de la humanidad, apostadas a los costados de una vistosa galería gótica repleta de nichos. Hay mucha elocuencia en estos anfitriones con taparrabo que, siendo el germen de la vida, nos dan también la bienvenida al cementerio.
“Perdí el Paraíso, por mi culpa mis hijos no nacen ahí" , se lee a los pies de Eva. Ella luce especialmente pudorosa. Se estrecha a sí misma intentando cubrir su cuerpo, como si tapara una vergüenza o sofocara un peligro. O ambas cosas a la vez. Eva entorna el rostro y mantiene los párpados bajos, semicerrados, como evitando mirar a su acusador, es decir, a todo quien la mire. Es la misma Eva que tenemos esculpida en nuestro imaginario, según el cual no mirar directamente a los ojos es el signo inequívoco de la culpa.
“Por mi culpa impera aquí la muerte", se lee a los pies de la estatua de Adán, un hombre barbudo y en los huesos, apoyado en un palo o bastón. El escultor talló “Por mi culpa" a sus pies, pero se cuidó de imprimir en sus ojos una mirada franca y sincera. A diferencia de su compañera (que evita mirar y mira hacia adentro), Adán, entristecido, mira el cementerio a su alrededor, en una pose que expresa cansancio y, sobre todo, resignación.
Así dispuestas, en este sombrío escenario, el mensaje de las estatuas resulta clarísimo. Desde aquel incidente de la serpiente y la manzana nunca más nacimos “ahí". Nos vimos forzados a nacer “ aquí" , en este mundo imperfecto que exploramos con sentidos aproximativos, inexactos, limitados y perecederos. En esto, precisamente, parece radicar el problema. Cambiar placidez por dolor, perfección por imperfección, eternidad por impermanencia ¿no es acaso un pésimo negocio? El mito de Adán y Eva nos enseña que la mujer incitó al hombre a cometer un "pecado", lo que implica poner un manto siniestro y fatal sobre el error, identificándolo como la causa de algo más que un tropiezo : una aparatosa caída, un descenso, un retroceso. Una degradación.
En el fondo, tal mensaje involucra una determinada manera de contemplar la vida y la muerte, entendiendo esta última como una degradación de la primera. Se nos dice que la vida es un lugar de destierro, cuando no un valle de lágrimas. Se nos dice que la vida debe parecernos desmejorada, imperfecta y, en razón de eso, insatisfactoria, porque, en parte, vivirla consiste en aceptar que debemos construir muchos cementerios. El Paraíso, en cambio, excluye por definición los cementerios. ¿Cómo fue que cambiamos un mundo plácido, seguro e incorruptible por este mundo en constante metamorfosis y descomposición? La estatua de Adán da un paso atrás, para dejar en claro que la culpa — la culpa de todo este pudridero que llamamos mundo — la tuvo Eva. Solo la mujer conoce el lenguaje seductor y bestial de la serpiente. Son de la misma naturaleza. Ambas son reptiles de la tierra, figuras de las realidades caídas, abyectas y condenadas.
Cabe, sin embargo, realizar una segunda lectura.
Si se nos dice que Eva es la madre de todos los vivientes y es, también, quien engendró la muerte, su abrazo de bienvenida al cementerio puede ser interpretado más allá de la connotación sombría que solemos atribuirle. Bien pensada, la imagen se corresponde puntualmente con la bienvenida de dulce y agraz que recibe cada persona al momento de debutar en la vida : no es un contrasentido, ni tampoco es inexacto, admitir que comenzamos a morir en el momento mismo de nuestro nacimiento y que nuestra madre, al igual que Eva, nos ha regalado, al mismo tiempo, la vida y la muerte. La primera puerta que debemos empujar está entre las piernas de nuestra madre y esta puerta es, para cada uno de nosotros, tanto el origen del mundo como la entrada al panteón.
Entre la vida y la muerte, el útero y la tumba, habría una relación de semejanza y contigüidad, una relación que ha sido afirmada universalmente por una multitud de culturas, las cuales nos han dejado el testimonio de su veneración a la tierra, al cosmos y a todo lo viviente, bajo la figura de una gran Diosa que da la vida y la muerte de manera simultánea. Una Diosa Madre anterior a Dios Padre y al huerto del Edén, una Eva antes de Eva.
Arduas e inútiles discusiones teológicas han girado en torno a la escabrosa cuestión de si Adán y Eva tenían o no ombligo. No obstante, basta pensar en las obras del Renacimiento o mirar nuevamente nuestras estatuas del cementerio para constatar que, a menudo, nuestros primeros progenitores llevan su nudo en la barriga, marca irrefutable de que alguna vez estuvieron unidos a una madre. Todo nace alguna vez y siempre hay un antes.
Hoy sabemos de la existencia de la llamada Diosa Madre o Diosa de los inicios, una divinidad de mil rostros, que ha sido nombrada de un sinfín de maneras distintas por las culturas más diversas. Isis en la cultura egipcia, la Cibeles frigia y la Astarté fenicia; Deméter o Ceres en la cultura grecolatina; Kali y Ananta en el hinduismo; Pachamama en el altiplano andino, entre muchas otras, son todas expresiones de la Diosa, cuyo profundo simbolismo nos conecta con una cosmovisión que preexistió — y todavía representa una alternativa — al modelo cultural patriarcal.
Si el patriarcado nos ha legado hasta hoy una imagen dualista y jerárquica de la existencia, en donde la muerte y la vida son consideradas realidades opuestas y antagónicas ( sombría la primera, luminosa la última y, por tanto, preferible y superior ), las culturas de la Diosa, en sus diversas manifestaciones, nos invitan a experimentar otra manera de mirar y comprender. Este punto de vista, que Humberto Maturana ha denominado “ matrístico" , supone un redescubrimiento de la vida como un proceso dinámico y ambivalente, donde los extremos que solemos oponer y jerarquizar ( hombre / mujer, heterosexual / homosexual, vida / muerte, luz / sombra, cuerpo / espíritu, lo humano / lo divino, lo individual / lo colectivo ) aparecen como dimensiones armónicas y complementarias. Desde esta perspectiva ( que no niega ni pretende controlar — y antes bien celebra — lo mudable o impermanente ), se comprende que dondequiera que se mueva la vida rondará también la muerte. A fin de cuentas, todos los antagonismos se reabsorben en la dinámica de un proceso ininterrumpido, donde todo lo existente encierra o implica a su contrario.
La Diosa de las mil caras
Venus de Willendorf, figura de la Diosa paleolítica, 25.000 a.C.
No es casual que las antiguas culturas pr e patriarcales de Europa y Asia menor representaran a la Diosa bajo formas cambiantes, híbridas y paradójicas. Las representaciones de la diosa Ishtar babilónica, por ejemplo ( y también las de la llamada “ diosa de las serpientes" cretense ), nos la muestran bajo la forma de una mujer joven y sensual, siempre acompañada de felinos, mariposas y serpientes, antiguos símbolos de las realidades mutables, de los ciclos dinámicos de muerte y renovación de lo natural, de la ambivalencia fundamental de todo lo existente. ¿No es la radiante mariposa la transmutación de su opuesto, el gusano? ¿No son los felinos bestias sanguinarias y, al mismo tiempo, gráciles y majestuosos animales? ¿No es la serpiente, tan difamada en el Occidente patriarcal, un auténtico uróboros capaz de hacerse y deshacerse, desintegrarse y reintegrarse cambiando de piel periódicamente? Así también la Diosa puede tomar la forma de una mujer, o bien, combinar libremente en sí atributos femeninos y masculinos, humanos y animales. Figura femenina oscilante y de muchas caras, a veces es una doncella, otras veces es una madre e nci nta, habitualmente representada en el momento mismo del parto. Vestigios materiales y relatos mitológicos arcaicos nos la muestran como madre y consorte de un toro o macho cabrío — el principio mascu lino complementario —, personificación de la vegetación que aflora de la tierra en primavera, alcanza su plenitud y madurez en verano, es reabsorbida tras su caída otoñal y yace muerta en invierno, a la espera de la nueva germinación.
Diosa de las serpientes, Cnosos, Creta, 1600 a.C.
Todavía más explícitas resultan algunas estatuillas de terracota de la Diosa, que nos la presentan como una mujer anciana, a veces marcadamente decrépita y, sin embargo, embarazada y en pleno alumbramiento. Se trata de una imagen ambivalente de asombrosa profundidad : la muerte preñada de vida, el punto exacto donde la vida y la muerte se tocan, se confunden, donde la destrucción de lo viejo da lugar al nacimiento de lo nuevo. Tal imagen adquiere sentido en la experiencia particular de cada persona. Cualquiera que haya atravesado momentos de crisis — es decir, aquellas situaciones límite que señalan una transformación vital — habrá debido afrontar el peligro y la soledad, la incertidumbre y la desesperación, la tortura y la muerte, seguidas por un despertar a otra vida y el encantamiento de la renovación. Como en el referente simbólico del descenso infernal, atravesar experiencias límite implica una muerte simbólica, un salirse de este mundo para posteriormente renacer a él. Igualmente, los momentos de crisis son muertes preñadas. Tras afrontarlos se atraviesa un umbral y ya no se es la misma persona. Nos reconstruimos, componiendo creativamente los pedazos de esa vida anterior que se ha quebrado.
Tlazoltéotl, diosa mexica de la fertilidad y los desechos.
Como puede advertirse, desde esta perspectiva, totalmente ajena a nuestra cosmovisión patriarcal, la mujer y la muerte también están íntimamente ligadas. La Diosa de los inicios ( que, como Eva, recibe el nombre de madre de todo lo viviente ), se caracterizaría precisamente por dar y preservar la vida. Como una madre, se encarga de nutrir y amparar, otorgando alimento, bebida, amor, felicidad. Pero también, y al igual que Eva, la Diosa es la privadora de la vida : nos otorga la muerte. No obstante, se nos invita a valorar de otra manera esta relación. Así, en lugar de ser una culminación o cierre absoluto, la muerte nos remitirá fundamentalmente a un espacio, la tierra, que es también el infierno, el inframundo, el ámbito subterráneo que recibe todo lo muerto pero que es, también, la matriz donde todo se refunde, se recrea y regenera. A través de la imagen de la Diosa, la mujer se enlaza simbólicamente con los poderes creativos y nutricios de la tierra fértil, la misma tierra que nos acoge y absorbe al morir, pues todo lo que muere va a parar a ella o a su atmósfera. Se trata de una gran madre que es, al mismo tiempo, útero y tumba. Por eso, toda muerte es un regreso a la madre, un regreso al útero, a lo bajo corporal, un fin que es siempre un nuevo comienzo.
Hay un cuento popular muy antiguo, divulgado en Europa a comienzos de la era cristiana, que trata acerca de una viuda inconsolable que se deja seducir de buena gana por un desconocido. En esta extraordinaria mezcla de viuda negra y viuda alegre, podemos encontrar una muy elocuente personificación de la Gran Diosa.
En la versión romana de esta historia, titulada “La viuda de Éfeso" ( recogida por Petronio en su obra El Satiricón ), se nos cuenta que una mujer, cuyo marido había fallecido recientemente, llevaba cuatro días llorando amargamente sobre su sepultura. Estaba determinada a seguirlo en la muerte, por lo que, guardando un perfecto luto, se abstenía de comer y dormir. Esto sucedía en una gruta, situada bajo la colina, donde un soldado vigilaba los cuerpos de dos revoltosos crucificados. En un momento de distracción, el centurión oyó los desesperados lamentos de la mujer y se propuso ir a consolarla. Le ofreció la comida y la bebida que llevaba consigo. Más tarde, expresándole abiertamente sus deseos, le sugirió darle una tregua a su dolor y permitirse volver a disfrutar las delicias de la vida. Como cabría esperar, la viuda, ofendida, lo rechaza tajantemente. Sin embargo, atraída repentinamente por la belleza del joven, la mujer olvida con rapidez el voto de serle fiel al marido muerto. Finalmente, ambos terminan fornicando junto al cuerpo del finado. Mientras tanto, arriba en la colina, alguien aprovecha la oportunidad para sustraer a uno de los crucificados que el centurión tenía a su cargo.
Por más que busca, al centurión le es imposible dar con el cadáver; de seguro lo habría tomado un familiar para darle secreta sepultura. De regreso con la viuda, el soldado llora de rabia y desesperación pues como castigo le espera el tormento y una horrible muerte. Viéndolo así, la mujer le propone que tome el cadáver del marido y lo cuelgue en lugar del crucificado. Su punto de vista parece razonable : no está dispuesta a perder dos hombres en forma consecutiva, más vale crucificar a un marido muerto que perder a un amante vivo. Y así, el soldado y la viuda resuelven sacar de la cripta el cadáver del marido y juntos lo clavan en la cruz.
Aunque este relato ha debido soportar la carga de una interpretación misógina, que condena a la viuda, al igual que se condena a Eva, como símbolo de las veleidades y la maldad femeninas, en la versión popular que recoge Petronio no se aprecia noción alguna de culpabilidad. Sí hay, en cambio, una valoración positiva del carácter inevitable del cambio y la renovación. Y la mujer aparece completa en él, afirmada y validada en sus diversas facetas y dimensiones, incluida su sexualidad.
Así también, liberada de la culpa, Eva sigue siendo la Diosa de los inicios. Y, ciertamente, la Diosa sigue viva en el linaje de Eva. La serpiente también sigue allí, invitándola a actuar, a poner la vida en movimiento. Olvidemos por un momento la enemistad decretada por el tiránico Dios Padre entre el linaje de la sierpe y el de las mujeres, y podremos ver aflorar la imagen telúrica y cósmica de la gran serpiente, similar a la imagen que nos ha legado el hinduismo de Ananta, “ la interminable" , la serpiente primordial de mil cabezas, sobre cuyos anillos descansaba el dios Visnú soñando nuevas vidas y nuevos mundos, entre avatar y avatar. No resulta casual, entonces, y sí muy consecuente, que la etimología hebrea del vocablo Eva remita a “ vida". Y necesariamente la vida, como la Diosa y la serpiente, como Eva y la viuda, debe otorgar la muerte para regenerarse a sí misma, mudar vestiduras y continuar.
Visnú descansando sobre Ananta.
El nido de la serpiente
En todo momento nuestra existencia práctica lleva la marca de la ambivalencia. No vivimos en un mundo meramente espiritual, pero nuestra experiencia tampoco se reduce a lo instintivo o animal. Cada ser humano es, como diría Nicanor Parra, un embutido de ángel y bestia, siempre a medio camino y oscilando entre ambos extremos. Bien mirado, esto no es necesariamente signo de una existencia imperfecta o desmejorada. Sin embargo, la historia de Adán y Eva es la primera que conocemos en la cual se introduce la idea de que, necesariamente, tiene que haber alguien a quien culpar por nuestra condición propiamente humana : la serpiente tiene la culpa de lo de Eva, Eva tiene la culpa de lo de Adán y a Adán lo culpamos por haberles hecho caso a ambas. Así, el juego de la culpa puede resumirse en la necesidad de proyectar en un otro todos los sentimientos de insatisfacción respecto de lo que somos.
Sin embargo, la culpa solo puede manifestarse en toda su intensidad cuando se desvanece la ilusión de que es posible culpar a otra persona, cuando no tenemos más remedio que arrojar la piedra contra nosotros mismos. Acorralados por la culpa, nos autoagredimos. Decía Jung que la culpa nos enfrenta con nuestra sombra, aquel rostro nuestro que preferimos opacar, aquel enemigo que habita en el propio corazón, la causa del conflicto inevitable que termina por dividirnos. Y es que, verdaderamente, la culpa nos duplica y nos desgarra interiormente, del mismo modo que el dios del Génesis separa la luz de la oscuridad, aspectos que, mediante ese acto de fuerza, se tornan opuestos e inconciliables, al punto de ya no poder mezclarse ni interferirse mutuamente.
Esto explicaría el vano intento de Eva por culpar a la serpiente. En realidad, al intentar culparla descubre que ella misma es el nido de la serpiente. La serpiente es su sombra, su negativo fotográfico, una contracara que es también ella misma. Sin embargo, en su intento por ocupar un lugar menos ominoso dentro de esta jerarquía de la culpa, la mujer debe culparse a sí misma, para lo cual ha de procurar desgarrarse, dividirse, evadirse, negarse. En suma, debe prometer desobedecer a la serpiente, aunque eso signifique traicionarse a sí misma.
La serpiente es la sombra de Eva, una sombra que se cierne sobre todo el Occidente patriarcal. Es la pesadilla moral que nuestra cultura representa bajo la forma de una mujer monstruo o mujer serpiente. Por supuesto, no se desconoce que Eva es también la madre de todo el género humano. Pero así como por ella existimos, al mismo tiempo introdujo el pecado que originó la existencia de la muerte en el mundo. Esquizofrénicamente, nuestra cultura le ha reconocido lo primero a la vez que no le perdona lo segundo. Por eso se dice que hay mujeres honradas y putas, hay madres y solteronas, hay santas y hay brujas. Hay partes sombrías de la mujer que es preciso refrenar y sepultar. Hay, en suma, mujeres buenas y mujeres malas. En las primeras la culpa ha obrado eficientemente, ha logrado domesticar su sombra. Las segundas han optado por no despojarse a sí mismas de aquellas cualidades nocturnas que, supuestamente, las degradan y separan de la comunidad. Estas últimas defienden su derecho natural a ser ambivalentes. A ser, por ejemplo, putas y santas, vírgenes y madres, necias y sabias; ser una cosa, la otra, o las dos, indistintamente.
Sin embargo, nuestro programa cultural fuerza a las mujeres a mantener una identidad desgarrada. Se les exige interpretar el libreto de Eva, según el cual las mujeres son portadoras de una contradicción original que las convierte en seres sospechosos y condenables. Lo curioso es la acotación contenida en ese libreto escrito por el patriarcado : la contradicción o ambivalencia es un atributo femenino y, como tal, debe ser entendido como una imperfección, una irregularidad, una monstruosidad. Para ellas, culposa; para ellos, peligrosa. Y para todos : como el signo más evidente de nuestra condición desmedrada y vergonzosa.
Uróboros.
Cambiante como la luna
Los humanos, caídos en la vida material y sujetos, por tanto, a la corrupción temporal, están condenados a ser criaturas que no permanecen siempre iguales a sí mismas. Y en ello residiría su imperfección, la cual se agudiza si se trata de una mujer. No en vano a la mujer, como a la fortuna, tradicionalmente se la ha comparado con la luna. Esta es probablemente una de las metáforas más antiguas que atesora nuestro inconsciente colectivo, aquel sótano común donde se amontonan, en caracteres simbólicos o arquetipos, las imágenes más crudas y primordiales que son compartidas por toda la especie humana. La luna es la mujer, la luna es la fortuna. Sin duda, el lazo secreto que las conecta, sin el cual la metáfora no existiría, es la idea de impermanencia, de inestabilidad, la experiencia de los extremos, que solo es posible dentro de un devenir : precisamente el de los ritmos lunares que la mujer corresponde y comparte.
El lazo entre la luna y el flujo menstrual comporta una sincronía entre lo cósmico y el cuerpo femenino. No obstante, en lugar de representar una cualidad fascinante, suele apuntarse como el signo de una anomalía perturbadora. ¿Cómo confiar en alguien cuyo temperamento es oscilante y contradictorio como la luna y sus ciclos? Razón de sobra para desconfiar de la mujer, puesto que así como hoy nos presenta una cara, sin vacilación se volverá y nos mostrará un rostro exactamente opuesto. Un similar recelo despierta la imagen de la rueda de la fortuna, que nos recuerda que la vida se compone de cambios incontrolables e inesperados. Gira la rueda de la fortuna sumiendo a la vida en la incertidumbre, la inseguridad, la contrariedad de ser elevado y sepultado, de ser, al mismo tiempo, uno mismo y su contrario. La contradicción, ese flujo entre polaridades, nos produce temor y vértigo. Forma parte de lo que se nos enseña, desde pequeños, a rechazar, de modo semejante a como aprendemos a rechazar nuestros cuerpos, a disfrazar nuestros fluidos, las lágrimas, los vómitos, la sangre menstrual, el semen, la saliva. Lo cierto es que la fluidez empuja lo estable, lo mueve, lo altera. Pero lo estable nos seduce.
Una visión diversa nos presenta la mitología griega más arcaica, en donde la luna era representada por una tríada de diosas que simbolizaban las tres fases del astro, a menudo ligadas con las tres edades o estadios de la mujer ( doncella, madre, anciana sabia ). Así, había una diosa para la luna creciente, asociada con la etapa juvenil; este sitio era, generalmente, ocupado por Artemisa, la diosa cazadora, virgen que goza de su independencia y abomina la sujeción al varón. En segundo lugar, estaba la diosa de la luna llena, vinculada a la etapa de madurez, la cual solía presentarse bajo la figura de Selene. Por último, la fase menguante de la luna se asociaba siempre con la enigmática diosa Hécate, arquetipo de la vieja sabia, diosa de las encrucijadas, a quien la poetisa Safo distinguiera con el título de “ la reina de la noche" .
Como una convergencia de las fases anteriores, Hécate era representada bajo la forma de una diosa provista de tres caras y tres pares de brazos ( semejante a la Kali hindú ). De este modo, la diosa simbolizaba la suma o síntesis del ciclo lunar en la imagen de la luna negra, entendida no como una mera ausencia, sino como una refundición creativa de las lunas pasadas, el espacio de gestación de la luna nueva. En este sentido, puede verse en Hécate el reflejo de una integridad o entereza femenina, concebida como una plenitud contradictoria y cambiante, todavía no culpabilizada ni culposa. De ahí que esta figura divina nos conecte con una cosmovisión matrística anterior al predominio patriarcal en Grecia; de hecho, en su Teogonía, Hesiodo menciona que el nombre Hécate significa “la que tiene más poder". Sin embargo, con el tiempo los griegos se encargarían de eclipsar y negativizar a Hécate y, más tarde, ya en época cristiana, la diosa sería considerada una figura diabólica, la reina de las brujas y los espectros nocturnos, fundida con la oscura Lilith de la tradición hebrea.
Hécate.
La demonización de la diosa lunar ha sido el mecanismo simbólico que el patriarcado ha empleado para castigar la ambivalencia femenina, confinando ciertas facetas de la mujer al territorio de las tinieblas, con todo cuanto esto comporta de culpabilización y rechazo. Sin embargo, conviene subrayar la figura de Hécate como diosa de los crepúsculos, los umbrales y las encrucijadas. Se trata de símbolos ambivalentes asociados a las etapas de deriva o cambio existencial y que, al mismo tiempo, dejan en evidencia la unión y complementariedad fundamental de los opuestos. ¿No son los crepúsculos, matutinos y vespertinos, la prueba que a diario recibimos de que los ámbitos diurno y nocturno, la luz y la oscuridad, se reconcilian y funden en una estremecedora y profunda unidad?
Ambivalencia que nos hace recordar que, tomada en su unilateralidad, la luz solo puede garantizar un conocimiento parcial e ilusorio de lo existente, puesto que, al iluminarnos el cielo, nos ensombrece las estrellas. No obstante, el patriarcado se ha empecinado en distinguir y privilegiar una cara exclusivamente diurna y luminosa de nuestro existir, remitiéndola al polo elevado y masculino del alma y la razón. Primero, bajo el patrocinio de los dioses varones paganos; luego bajo el gobierno del dios único de las religiones monoteístas; finalmente, bajo la prevalencia de la razón instrumental, la mujer ha quedado siempre confinada al dominio de lo nocturno. Bajo este estigma, se le ha negado, primero, la posesión de un alma y, más tarde, un pleno ejercicio de la razón. Lo cierto es que para la cosmovisión patriarcal, dualista y jerárquica, la ambivalencia de la diosa lunar deja de representar el enigma de la vida y se convierte en motivo de enconada desconfianza. Paralelamente, la mujer se transforma en aquello que se opone y es inferior al hombre. Como la luna que alumbra con poca fuerza en el cielo, ella es incapaz de brillar con una luz propia. Está, por tanto, condenada a emplear una luz prestada, que proviene de otro.
Todo lo que alguna vez se domina y subordina debe, además, ser escrupulosamente controlado. Y, justamente, un argumento recurrente para justificar el control masculino sobre la mujer ha sido su fama de criatura caprichosa e inestable. A los hombres se nos dice que es un esfuerzo vano tratar de entenderlas pero que, en un acto de conmovedora solidaridad y sublime sacrificio, habremos de quererlas. La mujer es vista como una esfinge que nos confronta con su enigma. No obstante, como sugiere el aforismo de Oscar Wilde, más conviene pensarla como “ una esfinge sin secretos" , cuyo misterio, aparentemente incontrolable, se reduce a que cuando dice “ no" quiere decir “ sí". Se trata, a lo sumo, de una esfinge convenientemente animalizada, representante de un ganado de difícil manejo, que es forzoso saber combatir y mantener a raya.
Lo cierto es que todas estas formas de negación cotidianas coinciden en presentarnos a las mujeres como criaturas contradictorias y, por lo tanto, incapaces de articular un discurso coherente. Debido a ello no cabría reconocerles su autonomía ni su calidad de interlocutoras idóneas, puesto que su palabra carecería de valor y consistencia. Igualmente inconsistente, el comportamiento sexual femenino ha de juzgarse ambiguo y anómalo; de ahí que la mujer, de naturaleza voluble, sería sexualmente más inconstante y más proclive al adulterio. Tal es, justamente, el argumento que ha venido fundando en Occidente la necesidad de pensar el cuerpo femenino como una propiedad del hombre.
En nuestra cultura occidental el matrimonio ha sido tradicionalmente la institución destinada a domar las veleidades del cuerpo y el alma de la mujer. Se trata también de un mecanismo de domesticación de las viejas fases lunares asociadas a la vida femenina, las cuales quedan reducidas a una secuencia de roles estrechamente ligados a la apropiación masculina de la sexualidad de la mujer. Así, bajo la mirada patriarcal, la mujer será la muchacha virgen, luego la esposa y, finalmente, la viuda. Cosificada y banalizada, será o bien el trofeo que se conquista, o bien un objeto disponible para la violación, pero nunca jamás la dueña de sus propios actos, de su propio cuerpo y tanto menos de su propia vida.
En este orden de cosas, es comprensible que a la mujer se le exija pisar a la serpiente, no vaya a ser que, aprendiendo de esta, se salga de control, se retuerza y se enrosque girando caprichosamente hacia el punto de vista opuesto. Es conocida la estampa de la Virgen María pisando a la serpiente del Edén, parándose sobre ella como quien se apura en esconder la mugre bajo la alfombra. En esta imagen puede leerse una fuerte declaración de principios acerca del modo fragmentario en que Occidente ha interpretado a la mujer. A través de ella se nos dice que la redención / aceptación de la mujer en nuestra cultura solo es posible si esta consigue avasallar su rostro ominoso y pecador, justamente aquel rostro que mira hacia su cuerpo y su sexo, hacia su afirmación y su autonomía, aunque esto implique negarse y exiliarse de sí misma, poniendo límites a su complejidad y ambivalencia originales. De este modo, la mujer toma distancia de la serpiente, deja de simbolizar la antigua concepción de la vida y el mundo, eternamente muriendo y eternamente renovándose, al igual que lo hace la luna.
Porque, al fin y al cabo, ¿no es la vida y sus veleidades, nuestro claroscuro existencial, lo que el patriarcado condena cuando condena a la mujer? Así, por ejemplo, la odiosidad de la doctrina católica en contra de la mujer parece fundarse en su visión de la contradicción como una imperfección mayúscula. Sencillamente : Dios no puede contradecirse. Lo perfecto excluye, por definición, la contradicción y el conflicto ( así también, para el racionalismo moderno lo propiamente científico ha de ser entendido como un esfuerzo por eliminar la contradicción, la ambigüedad y la imprecisión ).
En “El martillo de las brujas" (Malleus Maleficarum) — el texto católico que más ha contribuido a propagar el odio en contra de las mujeres en Occidente y que fuera empleado como justificación para la caza de brujas desarrollada por la Inquisición — encontramos una trasnochada definición del género femenino como un “ mal necesario" , en la que se subraya desdeñosamente el talante contradictorio de la hembra. Sustitúyase la palabra “ mujer" por la palabra “ vida" y la misógina cita podrá leerse a la par de la desconfianza que la visión patriarcal ha proyectado sobre la vida humana en general :
“Qué puede ser la mujer sino la enemiga en la amistad, un castigo inescapable, un mal necesario, una tentación natural, una calamidad deseable, un peligro doméstico, un detrimento deleitable, un mal de la naturaleza, pintada de bellos colores”.
Parecida etiqueta dejaron estampada los griegos sobre Pandora, quien, según el mito, fue al mismo tiempo un regalo y un escarmiento que los dioses olímpicos decidieron darle a la humanidad — una humanidad hasta entonces compuesta solo por varones —. Como Eva en la tradición judeocristiana, los griegos consideraron que la caja abierta por Pandora fue la puerta de entrada de todos los males y los sufrimientos que recorren este mundo, tornándolo imperfecto e inadecuado. La mujer, construida y ataviada bellamente por los dioses, fue creada deliberadamente como una figura del mal, de la que más vale desconfiar. Porque, como sentenciaba Hesíodo, confiar en una mujer, ese ser seductor, es confiar en un engaño.
Pandora.
Pandora era un regalo engañoso, como también se suele calificar a la vida. Un regalo divino y un engaño fatal. Justamente, la abominable serpiente del huerto del Edén invitaba a Adán y Eva a confiar en lo que, se nos dice, es un engaño. Pero, ¿hemos oído verdaderamente a la serpiente? ¿Sabemos exactamente lo que tenía que decirnos?
El Génesis contado otra vez: Lilith
Sabemos que el Génesis contiene el relato de la creación del cosmos y de la primera pareja humana por obra del dios primordial de la tradición hebrea, conocido con el enigmático nombre de Yahveh. Vale la pena indicar, sin embargo, que en el relato se nos ofrecen dos versiones alternativas sobre la creación de los progenitores de la especie. En la primera se nos dice :
“Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen suya los creó, macho y hembra los creó”.
Resulta llamativo que en esta versión — una especie de borrador apresurado, dejado al azar entre las páginas del Génesis — no se establezca una oposición y una jerarquía claras del macho por sobre la hembra, en cuanto al orden y naturaleza de su creación. Como sabemos, cosa contraria ocurre en la segunda versión de la creación de la pareja humana que nos ofrece el Génesis, sin duda la más conocida y la que más consecuencias ha traído en la conformación de nuestro imaginario.
En esta ocasión la jerarquía aparece claramente demarcada. Yahveh crea, en primer lugar, al hombre, modelándolo con polvo del suelo e insuflándole el aliento vital. Posteriormente, juzgando que su criatura no debía vivir en soledad, decide fabricarle una ayuda. Hace caer al hombre en un profundo sueño y extrae su costilla, a partir de la cual procede a dar forma a la mujer : “ Carne de mi carne" , exclamará el varón, “ hueso de mis huesos" .
Aquí el hombre, Adán, parece haber comprendido muy bien de qué se trata esto. Es un buen estudiante que repite de memoria la lección de su maestro. La lección consiste en lo siguiente : para establecer un orden, para hacer del caos de la vida un cosmos ordenado, es necesario, primero, diferenciarse de manera irreconciliable respecto de lo otro, de lo distinto. El segundo movimiento consiste en jerarquizar esta dualidad. Así, ante los ojos del primer hombre aparece ese otro, la primera mujer. Salta a la vista que ella es distinta a él. Para empezar, no fue formada desde el polvo, como él. No es una creación directa de la divinidad, como sí lo es él. En definitiva, no es igual a él ¿Qué es, entonces? Es un apéndice suyo, es decir, alguien que no es otro enteramente, alguien que no puede tener identidad propia, un pedazo suyo. Asumiendo esta visión, se sigue que, irremediablemente, ella está subordinada a él, es de su propiedad. Está claro que, en el Génesis, el orden patriarcal de dominación se narra a sí mismo. Y es este orden el que autoriza a decir “ esto es mío, me pertenece" .
Pero ¿es posible continuar la primera versión del origen, esa que queda trunca en el Génesis? La imagen de una primera pareja humana creada en igualdad de condiciones nos remite, nuevamente, a un antes de Eva. Pero este origen antes del origen hay que buscarlo fuera de los textos bíblicos.
Es preciso, entonces, que acudamos a la tradición oral hebraica, que nos habla de Lilith como la primera esposa de Adán, anterior a Eva. Esta historia, recogida en el Zohar y en el Talmud, nos cuenta que Lilith se rebeló en contra de Adán negándose a tener relaciones sexuales en la postura del misionero. Lo que el hombre le exigía, ella lo consideraba una humillación. En su negativa a acostarse debajo de Adán, Lilith argumentaba que ambos habían sido creados del polvo y que, en consecuencia, eran iguales. Nótese que, a diferencia de la creación de Eva ( surgida de la costilla del hombre ), Lilith fue creada de la misma sustancia y al mismo tiempo que Adán.
John Collier, Lilith, 1892.
Pero la historia no queda ahí. Se cuenta, además, que tras su rebelión, Lilith habría escogido exiliarse voluntariamente del Paraíso, desobedeciendo al mismísimo creador. Conviene aclarar que la tradición le atribuye a Lilith la posesión de un don muy especial. A diferencia de Adán, ella conocía el inefable e impronunciable nombre de Dios y, enfrentándose al creador, habría osado pronunciarlo. Si además se considera que en la tradición judía la capacidad de articular el verdadero nombre de Dios es un don perdido, se comprende enseguida que dicho atributo hacía de Lilith un ser altamente poderoso.
Ahora, si consideramos que en la tradición hebrea conocer el nombre secreto de alguien implica poseer uno de los más poderosos medios para influir sobre él, la desmesura de Lilith alcanza cumbres insospechadas. De hecho, diríase que la mejor forma de tomar control sobre algo es nombrarlo, lo cual en cierta forma se infiere de ceremonias como el bautizo cristiano o del hecho de que quien se convierte al Islam deba cambiar su nombre. Recordemos, además, que en el Génesis Adán se nos presentaba como el nomoteta, es decir, el creador del lenguaje y, por ende, de la acción de nombrar como un acto creador de realidad. Adán es el repartidor de nombres. Él es quien nombra a Eva y a todos los animales del huerto edénico. Solo ignora el verdadero nombre de Dios.
Lilith, en cambio, es capaz de mirarse cara a cara con el creador. Hablamos nada menos que de aquella criatura que representa a la mitad femenina de la humanidad, una mujer dotada de un conocimiento supremo, que no vacila en emplearlo con tal de no dejarse avasallar. Como se ve, nuestra versión alternativa del Génesis ha invertido la postura del misionero.
Sin embargo, la tradición judeocristiana transformó a Lilith en un espectro nocturno, la emparejó con Samael, el Satanás hebreo, o bien, la convirtió en la madre de los demonios súcubos, es decir, aquellos que, según se creía en tiempos medievales, se encargaban de recoger los rastrojos de semen donde los hubiere, para embarazarse y parir más demonios ( justificación de poluciones involuntarias y cuento con moraleja para desincentivar la masturbación ). Lo cierto es que Lilith, lo mismo que Hécate, acaba transformada en una figura del mal por haber accedido a un saber prohibido, un saber que se supone no le corresponde. Y en eso Lilith se muestra también afín a la serpiente.
Probablemente, una de las imágenes más famosas de Lilith sea la pintura homónima de John Collier que la muestra desnuda, con el cabello rojizo y el cuerpo ceñido por una gran serpiente, en una actitud íntima y sensual. ¿Puede Lilith ayudarnos a entender lo que la serpiente tenía que decirnos?
De hecho, es posible apreciar un notable parecido entre Lilith y la serpiente, si se considera que el llamado pecado original es, en rigor, una transgresión de tipo intelectual. La serpiente les dice a Adán y a Eva que comiendo del árbol se les abrirían los ojos, “ y seréis como dioses, conocedores del bien y el mal". Bien mirado, el pecado original parece ser un legítimo desacato ante la prohibición de acceder a un determinado conocimiento, una acción que desmantela, de paso, las pretensiones del creador de estar en pleno control de dicho conocimiento, en virtud de un privilegio de posesión, autoritario y excluyente. Tanto Lilith como la serpiente pueden ser vistas como las catalizadoras de este esencial desacato, sin el cual no se habrían despertado las facultades y el espíritu de curiosidad inherentes a nuestra condición de seres humanos.
Pero Adán y Eva, muy lejos de sentir orgullo por haber abierto los ojos, caen presa de una maldición por haber seguido a la serpiente. Y el resto de la historia es de conocimiento general.
Inanna/Ishtar.
Para contar de manera distinta la historia del pecado y la caída, es preciso rastrear los orígenes mitológicos de Lilith. Se sabe que Lilith es una derivación — y una negativización — de Inanna o Ishtar, la reina del cielo y la tierra de la cultura sumeria babilónica en Mesopotamia. Como a Hécate, a Lilith le correspondió transformarse en un espectro, manteniendo únicamente la faceta destructiva o fatal de la Diosa, con la que solía representarse la capacidad de la vida para devorar y retirar lo creado. Sin embargo, la mitología sumerio babilónica relacionaba originalmente a Inanna / Ishtar con el planeta Venus y sus fases ambivalentes : quienquiera que mire al cielo notará que Venus hace su aparición dos veces en la jornada, destacando como la luz más brillante en cada crepúsculo, matutino y vespertino. En Mesopotamia, como lucero matutino, Venus era la virgen. Como estrella vespertina, era la prostituta.
Si nos remontamos a la cultura sumeria — a la que le debemos, entre otras cosas, la invención de la escritura —, descubrimos que allí existió lo que se ha denominado la prostitución sagrada, la cual era ejercida por las sacerdotisas de la diosa Inanna. Junto con el oficio de escriba, la prostitución sagrada se destacaba como uno de los roles más relevantes y prestigiosos dentro de esta sociedad. Naturalmente, la idea de una prostitución sagrada resulta del todo ajena a nuestra comprensión, debido, en buena medida, a la connotación eminentemente mercantil y alienante que entre nosotros adquiere la prostitución. No obstante, entre los sumerios la prostitución y la sexualidad eran vistas como expresiones de carácter sacro. Como vicarias de la Diosa, las sacerdotisas sumerias o hieródulas — palabra de origen griego que significa “ sirviente de l o sagrado" — cumplían la misión de conducir los hilos de la vida en conformidad con Inanna, la Diosa, quien también era la prostituta o hieródula del cielo. En los templos de la Diosa, las sacerdotisas prestaban servicio mediante uniones sexuales con hombres, ceremonias de carácter ritual que propiciaban la fertilidad de la vida humana, animal, vegetal y cósmica. Los hombres que acudían allí no solo contribuían a propiciar la renovación general, sino que ellos mismos, observando la disciplina del rito, experimentaban un proceso iniciático, una muerte, seguida por un renacimiento o regeneración hacia realidades o estados superiores.
Kali y Shiva.
Como la Diosa, la figura de la hieródula es profundamente ambivalente. En el rito convergen las dimensiones de lo sacro y lo material, lo alto y lo bajo, lo espiritual y lo instintivo, entendidas como facetas complementarias. Pero, asimismo, en este ritual no están ausentes el dolor y el peligro. No se olvide que la unión sexual con la sacerdotisa es la unión con la Diosa. Y si bien se trata de una figura nutricia y maternal, es también una amante extremadamente severa y hasta monstruosa. En este sentido, la Diosa madre recuerda la figura de Kali o Durga, diosa del hinduismo y pareja del dios Shiva, a quien se representa explícitamente como un monstruo sanguinario y cruel. Ataviada con un collar de cabezas de hombres y blandiendo un arma en cada una de sus muchas manos, Kali danza sobre el cuerpo tendido de Shiva, en medio del caos y la destrucción. Pero Shiva, más astuto que Adán y que muchos otros hombres, ha observado con atención y ha aprendido que se trata solo de una fase o faceta de la Diosa y que es preciso — y, además, es valioso — aprender a sobrellevarla. Así, se dice que el Dios finge estar muerto hasta que la furia de Kali se apacigua, o bien, se dice que Shiva finge ser un bebé hasta que la criminal, la cortadora de cabezas, torna otra vez a ser la madre generosa que prodiga inspiración y riquezas.
La Diosa sumeria, como Kali, está compuesta por luces y sombras, mezcla de creatividad y destrucción. Es placentera y aterradora. De ahí que el abrazo sexual de Ishtar / Inanna, encarnada en la hieródula, implicara la muerte ritual del hombre. Pero esta muerte tenía siempre una ganancia.
Ciertamente, el encuentro sexual con la Diosa hace recordar a la mantis religiosa, insecto famoso por la posición que adoptan sus enormes patas delanteras, dobladas frente a su cabeza como si rezara una plegaria cuando, en realidad, se dispone a cazar, y célebre también porque la hembra devora y decapita al macho en el momento del apareamiento. Pero, como observa el poeta José Watanabe ( en su poema titulado, precisamente, “ La mantis religiosa" ), ante la cáscara sin vida en que se transforma el cuerpo del macho no podemos negar la posibilidad de que su última palabra haya sido de agradecimiento.
Buscando a Lilith nos dejamos conducir hasta los templos de la Diosa sumerio babilónica, a la figura de la hieródula y al ritual propiciatorio de la fertilidad, que es también un rito iniciático de muerte y renacimiento. Pero ¿qué ocurría exactamente en dicho ritual? Una historia nos ofrece pistas. Se trata del relato de la creación de un hombre, Enkidú, y su metamorfosis asistida por una hieródula, relato de origen sumerio que forma parte de La epopeya de Gilgamesh, una de las historias más antiguas de la humanidad.
La historia nos cuenta que los habitantes de la ciudad de Uruk, cansados de soportar la tiranía de su gobernante, Gilgamesh, ruegan a la diosa Inanna para que les envíe un vengador. Inanna accede a ayudar y modela un hombre a partir de la tierra, a quien llamará Enkidú ( nótese que la Diosa es aquí la encargada de otorgar la vida al hombre, además de hacerlo ingresar al mundo ). Pero ocurre que, apenas es depositado en la tierra, Enkidú echa a correr instintivamente junto a las gacelas y las bestias de la estepa. Con todo el cuerpo cubierto de pelos, no hay gran diferencia entre él y la manada, y juntos alegran su corazón bebiendo del abrevadero.
Mientras tanto, comprendiendo que su paladín aún no está listo para venir en su ayuda, los habitantes de Uruk deciden llamar a Shámhat, la hieródula, para que marche a la estepa y haga al salvaje “ su oficio de hembra". Presentándose ante Enkidú, la hieródula deja caer su velo y descubre su sexo. El relato nos dice que, durante seis días y siete noches, “ él gozó su posesión" y “ ella no temió, gozó su virilidad". Una vez que ambos se hubieron saciado, Enkidú intenta vanamente regresar con las gacelas, pero, para su pesar, todas las bestias de la estepa se apartaban de él. Sin dudarlo, intenta perseguirlas, pero su cuerpo no le responde como antes. Algo había cambiado. Confundido, Enkidú se arroja a los pies de Shámhat, quien lo recibe diciendo : “¡Eres hermoso, Enkidú, pareces un dios !¿Por qué con bestias has de correr por la estepa?”.
Ya era hora de que Enkidú se despidiera de las bestias. Se comprende que la ceremonia iniciática era un coito, un alumbramiento y una misa de difuntos, todo a la vez. Hasta antes de cruzarse con la hieródula, Enkidú vivía despreocupadamente la vida de las bestias, un estado silvestre de perfecta inconsciencia, similar a la vida paradisíaca y sin contratiempos que llevaban Adán y Eva en el Edén hasta que, dejándose tentar por la serpiente, abrieron los ojos y comenzaron a discernir. Sin duda que algo murió al comer la manzana, y murió en el instante preciso en que algo distinto estaba por nacer. Así también, la hieródula, vicaria de la Diosa, es la encargada de remover la vida de la bestia para que nazca un ser propiamente humano, provisto de consciencia y autonomía. De Enkidú se nos dice que, tras esa iniciación, “ había madurado y logrado una vasta inteligencia". Como quien deja atrás el universo uterino, una nueva vida y un nuevo mundo habían comenzado para él.
Estamos ante un ancestro remoto — y libre de censuras — del cuento La Bella y la Bestia; una metamorfosis suscitada por unas relaciones emotivas y sexuales que sirven como iniciación o rito de paso para acceder a una dimensión propiamente humana. Y si miramos con atención notaremos que estamos también ante una versión alternativa de la historia del pecado original y la caída, una versión que no precisa un culpable ni nos mortifica con una visión fatalista y trágica de nuestra condición humana. Una versión que no condena la ambivalencia femenina y en la que el hombre no está llamado a apropiarse del cuerpo de la mujer, ni la mujer está condenada a refrenar sus instintos y a dejarse someter.
Porque no olvidemos que la hieródula era también la diosa Inanna, era Ishtar, era una emanación de la Diosa madre, quien era Lilith y también la serpiente. Y es Eva, la mujer, quien acude al llamado de la serpiente y con ella va la humanidad completa.
Visto así, dejarse tentar por la serpiente equivale a acceder a una revelación muy profunda, aquella que nos lleva a abrir los ojos, a sobrepasar estados instintivos y acceder al mundo de la consciencia humana, el mundo de las palabras y la razón, de los símbolos y la cultura. El Génesis nos enseña que, al abrir los ojos, Adán y Eva advirtieron lo contradictorio y pudieron discernir. Había bien y mal, arriba y abajo, desnudo y vestido, blanco y negro, humano y animal, humano y divinidad, vida y muerte, hombre y mujer, yo y tú, nosotros y ellos. Todo eso y mucho más es lo que hay. Pero discernir no implica necesariamente oponer y jerarquizar. Y, asimismo, este último tipo de apropiación racional del mundo, al que tan acostumbrado estamos, no equivale necesariamente a comprender.
Por el contrario, habituarse a oír lo que la serpiente tiene que decir nos enseña a mirar de frente la realidad del mundo. Y lo que vemos es un mundo cambiante y dinámico que, como la serpiente, emerge de la cáscara muerta de su forma anterior, en un devenir que es norma de la vida. Un mundo que, como la Diosa, aun puede contemplarse como aquella gran madre terrible y generosa a la vez, la que nos inicia haciéndonos entrar en el flujo de la vida para luego retirarnos, la que propicia la fertilidad y la creatividad y también corta cabezas. Al fin y al cabo, la serpiente nos dice que vivir en la ambivalencia y el devenir de la materia no es un defecto, que nuestra perfección como humanos consiste en que somos imperfectos ( vale decir, no completamente hechos o finiquitados ): somos acontecimientos en marcha, algo inacabado.
Si hemos sido capaces de acceder a esta comprensión ha sido porque Eva, afortunadamente, declinó obedecer a Yahveh y prestó atención a la serpiente. Al hacerlo, Eva recuerda que, antes de ser Eva, fue Lilith. Lo que, a su vez, nos recuerda a todos que la historia del origen, eso que se supone que nos explica y justifica, siempre puede ser narrada de otra manera. Siempre es posible, y también saludable, ensayar mejores maneras.