Introducción

El derrotero de la medicina está plagado de hombres y mujeres que han dado todo por otros seres. Y las historias de vida aquí contadas, de doce profesionales, son un ejemplo de eso. Se trata de valores humanos en acción pero también de referentes éticos para todos nosotros, para sus colegas.

La salud es el bien más preciado y el objetivo de nuestra profesión es ayudar a cuidarla. Estos médicos han demostrado que la medicina se debe practicar como un apostolado. Es una obviedad decir que en nuestro trabajo también existen los llamados antivalores, como lo es la comercialización de la medicina, la competitividad, la codicia y el dinero; pero estas características nocivas no están incluidas en la historia de vida de ninguno de los protagonistas de este libro. Todos ejercieron la profesión con desinterés y generosidad.

Hablamos de doce vidas increíbles, de doce héroes silenciosos que hicieron aportes decisivos para cambiar la calidad de vida de miles de personas y que además debieron superar los escollos que les presentó la situación sociopolítica del país que les tocó vivir. Fueron brillantes y dedicaron su vida a su tarea. Fueron censurados y criticados, cesanteados de cargos y obligados a exiliarse; pero todos, pese a los obstáculos, siguieron adelante.

Se pusieron el overol por el país. Representaron a muchos profesionales que llevaron la medicina argentina a ser reconocida en el mundo. La curiosidad, la pasión y hasta la vanidad y el ego los guiaron hasta cumplir sus objetivos.

Es necesario aclarar que elegí en forma arbitraria a estos doce profesionales. Fue una decisión personal basada en que cada uno de ellos influyó en mi formación. Fueron maestros que, junto a mi padre médico, marcaron mi forma de ejercer la medicina. Pero también debo admitir que en esta primera recorrida dejé afuera a muchos médicos importantes. Por esas omisiones pido disculpas.

Estos doce personajes, por la cantidad de tareas que realizaron y los objetivos que cumplieron, parece que hubieran vivido más de una vida. El tiempo para ellos tenía otra dimensión. Cuando se repasa su obra, queda la sensación de que no perdían un segundo. Todo lo que hacían era productivo y dejaba huella. Fueron médicos, pero también escritores, políticos, pintores, deportistas, poetas, periodistas y filósofos. Es increíble el legado que cada uno dejó en su área.

Son once hombres y una mujer. La elección no posee un sesgo machista ni nada parecido. Es producto de que estos doce profesionales se destacaron durante el siglo XX, en un período en el que la mujer recién empezaba a ocupar el lugar de protagonismo. Cecilia Grierson, la primera médica argentina, representa la lucha del feminismo en su más amplia dimensión. Eran tiempos en los que la mujer no podía ocupar ningún cargo público o ejercer una profesión y parecía relegada a ocuparse de los quehaceres domésticos. Grierson rompió esas barreras y les abrió el camino a miles de médicas que hoy se destacan en Argentina y el mundo.

Su historia sumada a la de un Premio Nobel, un médico rural, un psiquiatra, un forense, dos sanitaristas, un presidente de la Nación, un pediatra, un científico no convencional, un clínico, un cardiólogo y un cardiocirujano conforman este libro. René Favaloro y Estaban Laureano Maradona, además, fueron propuestos al Premio Nobel. Los otros, por los aportes que hicieron, también están a la altura.

Como vamos a ver, la política siempre interfirió en la vida de estos personajes. Algunos a través de ella pudieron lograr objetivos. Como le pasó a Arturo Illia, quien llegó a ser presidente y, hasta el día de hoy, es un ejemplo de honestidad en el ejercicio de la política. Luis Agote fue diputado y senador; y Ramón Carrillo, durante el gobierno del general Juan Domingo Perón, llevó adelante el plan de salud más ambicioso y exitoso que se conozca en la República Argentina.

La mayoría compartía la vocación médica con la preocupación por el rumbo del país y no relataba la historia sino que la hacía. También padecieron por las decisiones de los políticos: Favaloro se quitó la vida, Salvador Mazza fue ninguneado y lo acusaron de pirómano y Bernardo Houssay no fue reconocido ni aun cuando le entregaron el máximo galardón que puede obtener un médico: el Premio Nobel. Pedro Cossio pasó de ser separado de su cargo por antiperonista a convertirse en el cardiólogo personal de Juan Domingo Perón. Carrillo murió en el exilio en el medio de la selva brasileña y Grierson, por el solo hecho de ser mujer, no pudo obtener un cargo docente. Maradona tuvo que exiliarse en Paraguay por oponerse al gobierno de facto. Enrique Pichon-Rivière fue echado del Hospital Borda con el argumento de que su trabajo promovía la homosexualidad y que era comunista. Luis Agote recibió críticas hasta el día de hoy por dictar la ley de menores. Florencio Escardó fue echado de la Universidad de Buenos Aires luego de ser confirmado como profesor adjunto. A Osvaldo Raffo le cuestionan haber trabajado como médico forense de la Policía Bonaerense durante la última dictadura militar. Ninguno pudo eludir el embate de la política y las antinomias que padecemos los argentinos, las que a mi entender no nos dejan crecer como deberíamos. La famosa grieta política que sufrimos hasta los días actuales.

Carrillo, Cossio, Illia, Mazza, Escardó, Pichon-Rivière y Maradona tuvieron a Houssay como profesor de fisiología cuando cursaron la carrera de Medicina. Estudiaron en la Universidad de Buenos Aires, salvo Favaloro que lo hizo en la Nacional de la Plata. Casi todos realizaron una especialización en el exterior. Raffo le hizo la autopsia a Favaloro y Favaloro cargó el ataúd de Cossio hasta su última morada. Cossio y Houssay se cruzaron en las salas del Hospital de Clínicas José de San Martín. Agote y Grierson nacieron con diez años de diferencia, pero se veían en los pasillos del actual Hospital Ramos Mejía o en las misas que se celebraban en la capilla. Cossio y Carrillo estaban en veredas opuestas, pero compartían algo en común: ambos tuvieron un trato personal con Perón. Uno porque trabajó con él y el otro porque fue su médico en el final de la vida del general.

Houssay, Escardó, Cossio, Pichon-Rivière y Agote tuvieron hijos médicos, mientras que Grierson y Maradona nunca contrajeron matrimonio.

Raffo le realizó la autopsia a los casos más trascendentes de los últimos cuarenta años y sus observaciones casi siempre cambiaron el curso de la investigación. A Maradona y a Mazza los unió el altruismo y la entrega a los más necesitados. Entendieron que la medicina debía ejercerse para los pobres en el lugar en donde viven. Muchos podrían haber tenido una vida holgada y cómoda gracias a sus estudios y a la clase social de la que provenían, pero la vocación los llevó a tener un arduo y tenaz trabajo.

Agote, en un momento en que el mundo más lo necesitaba, ya que se encontraba en guerra, desarrolló la técnica para transfundir sangre diferida y compartió generosamente su hallazgo en forma desinteresada. Carrillo, al igual que Illia, perdió todo por la política. Seguramente Carrillo no coincidió ideológicamente con Houssay, pero ambos lucharon con miradas y objetivos diferentes para mejorar la vida de las personas.

La obra de Carrillo estuvo asociada a la historia del peronismo: sin el presidente Perón no hubiera existido el éxito de Carrillo y sin Carrillo no hubiera tenido éxito la política sanitaria de Perón.

Cossio empezó en la cardiología utilizando un electrocardiógrafo que Houssay había ingresado a la Argentina y tuvo una convocante y mediática polémica con Favaloro, quien estimuló a miles de cardiólogos a discutir qué era mejor para tratar al corazón: si los medicamentos o la cirugía. Fundaron la cardiología argentina en una época en que se auscultaba el tórax con la oreja y se esperaba al médico con una pañoleta y agua caliente. Los cardiólogos de mi generación están marcados por Favaloro. Fue el único de los doce médicos al que tuve la oportunidad de conocer.

Illia fue el único médico de la historia argentina que ejerció la presidencia de la Nación. Su historia es la de un hijo de inmigrantes que llegó primero a ser médico y luego a la Casa Rosada. Grierson fue la mujer que logró superar el clima de época y luchó por defender su vocación hasta diplomarse. Mazza fue un apasionado que, por ocuparse de una de las enfermedades de la pobreza, fue condenado por el establishment y se convirtió en víctima de la indiferencia del Gobierno Nacional. Escardó fue una figura descollante que supo conjugar, a través de los medios masivos de comunicación, el ámbito catedrático con el popular. Supo contar con humor lo que todos veíamos, pero que a muchos nos resultaba invisible. Raffo ejemplificó la vida del médico forense: es el decano de los criminólogos. Pichon-Rivière fue uno de los maestros de la psiquiatría y la psicología argentina; introdujo el psicoanálisis y creó la psicología social. Y Maradona tuvo una vida de cuento y representó al médico rural en su máxima expresión.

La emblemática plaza que se encuentra frente a la Facultad de Medicina de Buenos Aires, donde estaba ubicado el antiguo Hospital de Clínicas, lleva el nombre de Houssay y cada 10 de abril se celebra el día del investigador científico en memoria de su nacimiento.

El premio Fundación Pedro Cossio es el más prestigioso de la cardiología clínica y se otorga en forma anual durante los congresos de la especialidad.

En homenaje a Mazza, la ciudad más septentrional de Argentina lleva su nombre, al igual que plazas, calles y escuelas en Buenos Aires, Córdoba, Capital Federal, Mendoza, Salta y Rosario. En octubre de 2015 se inauguró en Rafael Castillo, provincia de Buenos Aires, un hospital general de agudos con el nombre de Favaloro, en su memoria. Agote es recordado con una calle en el barrio porteño de Recoleta y en varias escuelas. En Puerto Madero, una calle fue bautizada Cecilia Grierson y lleva su nombre la Escuela Superior de Enfermería fundada por ella y la Escuela Superior de Comercio Nº 15. La autopista por la cual se ingresa desde el norte a la Capital Federal lleva el nombre de Illia; al igual que escuelas y avenidas de diferentes provincias del país y hospitales como el de Quemados en el barrio de Caballito o en Paraná, Villa Gesell y Mendoza. En el partido bonaerense de Tigre funcionan los hospitales Materno Infantil y municipal que homenajean a Escardó, cuyo retrato, en la estación San Pedrito de la línea de subterráneos A en Flores, se halla junto a personajes ilustres que vivieron en ese barrio, como Alfonsina Storni, Baldomero Fernández Moreno y Hugo del Carril. A Carrillo se lo recuerda en calles, escuelas y hospitales, entre ellos el de San Carlos de Bariloche, referente de cabecera de la región Andino Patagónica, en la provincia de Río Negro.

Se instauró el 4 de julio como el día del médico rural en homenaje a Maradona y el 25 de junio como el del psicólogo social en conmemoración al nacimiento de Pichón-Rivière. En el municipio de San Martín, provincia de Buenos Aires, existe el Centro de Salud Mental con su nombre, al igual que una plaza en la avenida Santa Fe 2257.

Todos tienen características similares: vocación, pasión, dedicación al trabajo y, como buenos capitanes de barcos, supieron atravesar tormentas. Fueron representantes de la argentinidad. Trabajaron en forma incasable, como si la vida resultara más extensa y eficaz.

Elegí estos doce médicos porque los admiro. Estudié con los libros de fisiología de Houssay y semiología de Cossio; pude presenciar conferencias y recorrer salas de enfermos operados del corazón con Favaloro. Admiro la hombría de bien de Illia, el concepto social de la medicina de Carrillo, Mazza y Maradona; el esfuerzo de Grierson para insertarse en un mundo rotundamente machista, la tenacidad de Agote, el pensamiento de Pichon-Rivière, la audacia de Raffo y la capacidad de comunicar de Escardó.

Un poco de historia

Un largo camino recorrió el sistema de salud en la Argentina hasta desembocar en la obra de estos doce médicos.

La historia de la medicina se remonta a los orígenes de la patria. Los primeros médicos llegaron en 1536 con don Pedro de Mendoza en la fallida fundación de Buenos Aires. En 1580, cuando Juan de Garay refundó la ciudad, destinó un predio de la nueva aldea para instalar un hospital, que se denominó San Martín de Tours y se ubicaba en la actual manzana de 25 de Mayo y Corrientes.

Buenos Aires nació sin médico ni boticario pero de a poco aparecieron barberos, cirujanos, sangradores y curanderos que se insertaron en una región del mundo que por ese entonces ofrecía un panorama desolador.

Durante el siglo XVII llegaron médicos portugueses desde el Brasil, quienes firmaban un contrato con el Cabildo a cambio de un salario que muchas veces ni siquiera podían cobrar.

Los médicos importados competían con los curanderos, que aunque parezca mentira tenían mayor credibilidad que los profesionales procedentes de Europa. En aquel tiempo, la diferencia entre un médico y un curandero era muy sutil, ya que la mayoría eran sacamuelas.

Los médicos contaban con escasos recursos y realizaban tareas de contención. No intervenían incluso en los partos, ya que de eso se ocupaban las comadronas. Se trataba de una sociedad muy desigual, con una minoría de ciudadanos instruidos y con el resto cooptados por las prácticas esotéricas.

La aldea era pantanosa, cruzada por arroyos que la tornaban intransitable los días de lluvia. A eso se le sumaba la permanente invasión de mosquitos que generaba un caldo de cultivo ideal para la aparición de múltiples procesos infecciosos.

En 1608 llegó a Buenos Aires el primer médico con título reconocido: el español Francisco Bernardo Xijón, quien le reclamó al Cabildo que inhabilitara a los falsos médicos que no contaban con diplomas habilitantes y reconocidos. Como ninguno lo poseía, Xijón quedó él como único profesional habilitado.

En ese momento no existía un reglamento para ejercer la medicina, algo que tampoco pasaba en Europa en donde los alquimistas vendían brebajes «mágicos» en plazas públicas. Xijón fue el precursor de la organización de la medicina, se quedó en la región y murió en 1626.

El vizcaíno Alonso Garro de Arechaga tomó la posta y le propuso al Cabildo que los nuevos médicos que llegaran a la ciudad rindieran un examen. Sin embargo, el camino no fue sencillo, porque con cada barco que llegaba se desataba una nueva epidemia con la consiguiente proliferación de barberos y boticarios que se ocupaban de aplicar sanguijuelas y de realizar sangrías, es decir los tratamientos más usuales.

En el siglo XVII, las compañías inglesas encargadas de importar esclavos traían sus propios médicos y algunos se quedaron y ejercieron la profesión. Los barcos atracaban cargados de esclavos y el médico del puerto debía subir a bordo y verificar el estado de salud de la carga. Si detectaba alguna enfermedad, impedía el desembarco. Esto no significaba solución alguna porque los esclavistas de deshacían de los enfermos, los cadáveres eran arrojados al Río de la Plata y pocos días después llegaban a la orilla de la ciudad con la consiguiente propagación de pestes.

El primer censo de médicos en Buenos Aires se hizo a comienzos del siglo XVIII y estableció que había diez médicos y un cirujano. La vida del médico no era fácil: cualquier duda en la calidad de la prestación repercutía enseguida en su prestigio. Batallaban contra el cólera, la disentería, la viruela, la sífilis, la tuberculosis, la lepra y las diarreas.

Cualquier manual de salubridad hubiera estallado en mil pedazos en esa época. Los aljibes que abastecían de agua a la población estaban contaminados frecuentemente. Era habitual que la gente les pusiera sapos y tortugas para que se comieran los insectos y las larvas.

Como no se sabía qué era lo que originaba las enfermedades, no existían medidas preventivas. Las casas eran amplias y se convivía en ellas con los carruajes, caballos y animales domésticos. No había cloacas y la basura se juntaba a cielo abierto, transformando a la ciudad en un criadero de moscas y ratas.

En Europa la situación no era muy diferente. Por ejemplo, una mujer que llegaba a los 45 años ya había visto morir a sus padres, a la mayoría de sus hermanos y más de la mitad de sus hijos. A esto se le sumaba además que, probablemente, ya era viuda.

En el siglo XV, las pestes y las guerras mataron a la mitad de la población y la edad media de vida para los hombres era cercana a los 28 años mientras que el promedio en las mujeres alcanzaba los 34 años. Y que conste que esta expectativa de vida era para la clase dirigente y los ricos, ya que en los sectores populares era mucho menor. En las clases bajas, la segunda causa de mortalidad era el hambre y la inseguridad. Lisa y llanamente, se mataban por un pedazo de pan.

En Buenos Aires, las diarreas eran comunes y causaban una alta mortalidad. Los muertos eran enterrados en las Iglesias, cerca de la ciudad, lo que aumentaba así el contagio y la diseminación de las enfermedades.

La viruela hacía estragos: asoló a la ciudad durante 1600 y 1700, en especial a los aborígenes ya que los invasores e inmigrantes traían cierta inmunidad. Las marcas en la cara por la viruela eran un drama para las mujeres, pero un beneficio para los hombres, porque las cicatrices eran sinónimo de buena salud, dado que es una enfermedad que no se repite. En un esclavo una marca de viruela en el rostro era sinónimo de un buen negocio.

En los siglos XVII y XVIII, las opciones terapéuticas eran muy escasas y los médicos europeos comenzaron a usar recursos locales. Traían medicamentos a base de cuerno de unicornio, al cual se le atribuían poderes de curación desde el siglo XIII y era uno de los remedios más caros que consumían las cortes reales. También usaban excrementos de murciélagos, ranas, corazón de palomo y las técnicas habituales eran la aplicación de sanguijuelas, los enemas o las fricciones con sebo. Los aborígenes, en cambio, usaban plantas como la coca, el palo santo, la quinina y los brebajes que se usan hasta el día de hoy como el tilo, valeriana, eucalipto y menta. Los jesuitas fueron unos excelentes médicos y se destacaron en el uso de plantas autóctonas. Sus descubrimientos pasaron a llamarse «polvos jesuitas». Usaban azahares, zarzaparrilla, cáscara de granada y elaboraban aceite de castor con menta y ricino.

En la década de 1770, Buenos Aires tenía alrededor de 40.000 habitantes, incluida la zona rural. Las condiciones de la ciudad eran precarias, sin calles empedradas, ni veredas y carecía de alumbrado público.

En 1778, Juan José de Vértiz fue designado al frente del virreinato del Río de la Plata. Para mejorar la situación social y sanitaria de la ciudad tomó importantes medidas, entre ellas la iluminación de las calles, el empedrado y elevó las veredas sobre la calzada. Estas obras salvaron más vidas que los remedios. Vértiz creó la Casa de los Expósitos «para que estos hijos ilegítimos puedan educarse en el Santo Temor de Dios y ser útiles a la sociedad». Buenos Aires estaba plagada de huérfanos ya que la creencia dominante de la época condenaba las relaciones sexuales extramatrimoniales y los hijos ilegítimos.

Otra de las medidas que tomó fue la creación del Protomedicato, cuya misión fue la dirección de la enseñanza, la acreditación de nuevos médicos, la asesoría al Cabildo en asuntos de sanidad pública, la supervisión ética del ejercicio de la profesión (buscaba evitar el curanderismo), la administración de justicia en caso de faltas en el ejercicio de la medicina, la administración de los fondos recaudados por derechos de examen, el control de las epidemias, la mejora general de la higiene y la organización de los hospitales. Como protomédico de la ciudad fue nombrado Miguel O’Gorman, quien ocupó el cargo durante casi tres décadas. O’Gorman, nacido en Irlanda en 1749, había estudiado medicina en París. Formó parte de la expedición del primer virrey del Río de la Plata, Pedro de Cevallos, y fue quien promovió la aplicación de la vacuna antivariólica en Buenos Aires.En 1801, junto a Cosme Argerich, fundó la Escuela de Medicina del Tribunal del Protomedicato de Buenos Aires. O’Gorman fue un humanista que le otorgó a la enseñanza un rasgo ecuménico, con influencias hispánicas, británicas y francesas. Al producirse la primera invasión inglesa, los alumnos de la Escuela de Medicina prestaron un valioso aporte en los «hospitales de sangre».

Con el transcurso de los años, el alumnado de esta primera escuela disminuyó y hacia la época de la Revolución de Mayo casi no tenía actividad. En 1812, el Primer Triunvirato suspendió los sueldos a los catedráticos y se cerró la escuela.

Al año siguiente, ante la Asamblea del año 13, Argerich presentó un plan de estudios que dio origen al Instituto Médico Militar, cuya función primordial era proveer médicos y cirujanos para los ejércitos independentistas. El instituto tuvo una breve existencia, pero dejó sentadas las bases para la organización de la enseñanza médica universitaria en nuestro país.

A comienzos de 1821 se suspendió la enseñanza en el Instituto Médico Militar y el 12 de agosto de ese mismo año fue inaugurada la Universidad de Buenos Aires, por iniciativa de Bernardino Rivadavia, por entonces ministro de gobierno de la provincia de Buenos Aires.

Uno de sus seis departamentos de la Universidad fue el de Medicina, cuyo prefecto fue el doctor Cristóbal Montúfar. Se inició con tres cátedras: Instituciones Médicas (Juan Antonio Fernández), Instituciones Quirúrgicas (Francisco Cosme Argerich) y Clínica Médica y Quirúrgica (Francisco de Paula Rivero). Los alumnos podían doctorarse en medicina o cirugía, para lo cual debía presentar una tesis. La primera camada de médicos se graduó en 1827.

En este mismo período y también por iniciativa de Rivadavia, se creó la Academia Nacional de Medicina. Luego de la caída de Juan Manuel de Rosas, la Escuela de Medicina fue separada de la Universidad, pasando a depender directamente del gobierno de la provincia de Buenos Aires.

Un decreto de octubre de 1852 creó el Consejo de Higiene Pública y dispuso la jerarquía de Facultad para los estudios médicos. La enseñanza de la medicina era efectuada en el Hospital de Hombres, situado al lado de la iglesia de San Pedro Telmo, en las actuales calles Humberto Primo, entre Defensa y Balcarce.

En 1858 se inauguró la Facultad frente a la misma iglesia y en 1874 un decreto determinó que la Facultad de Medicina volviera a integrarse a la Universidad de Buenos Aires.

En 1880 se estrenó el Hospital de Buenos Aires en la calle Córdoba, donde actualmente se encuentra la Plaza Houssay. El hospital fue entregado en 1883 a la Facultad de Medicina, luego de la federalización de la ciudad. Desde ese momento pasó a llamarse Hospital de Clínicas.

En 1895 fue inaugurado un edificio para la Facultad, en el predio que ocupa en la actualidad la Facultad de Ciencias Económicas, en la avenida Córdoba y Uriburu. En esa sede cursó estudios la mayoría de los héroes de la medicina argentina que serán retratados en este libro.

La construcción del actual edificio de la Facultad de Medicina de Buenos Aires, ubicado en la calle Paraguay, entre Junín y Uriburu, fue iniciada en 1937 y concluyó en 1944.

Durante mi período de estudiante en la UBA tuve la fortuna de tener como profesor al doctor José Emilio Burucúa, un extraordinario clínico y maestro, cuyas clases eran magistrales y todos las esperábamos con ansiedad y entusiasmo. Lograba que los temas difíciles se convirtieran en fáciles para la comprensión. Era el jefe de la quinta cátedra de medicina interna en el Hospital de Clínicas y, además de sus virtudes en la semiología clínica, era un amante de la historia de la medicina.

Fue él quien me inició en este tema y me impulsó a admirar, cada vez que ingreso al aula magna de la Facultad por Paraguay, el enorme cuadro que simboliza la creación del Protomedicato. Allí se observa al virrey Vértiz tomándole jura al doctor O’Gorman, un hombre que trabajó para mejorar la salud en el virreinato y que terminó ciego. Para sobrellevar su enfermedad hasta su muerte, O’Gorman debió vender alhajas, carruajes y mulas. El apellido O’Gorman continúo haciendo historia en nuestro país, pero por razones menos virtuosas. Su sobrino, Thomas, un comerciante que viajaba por América en dudosas misiones, llegó a Buenos Aires junto a su esposa Ana Périchon de Vandeuil, que era hija de un funcionario colonial francés. Ana fue apodada como «La Perichona» y tuvo una agitada vida social, erótica y política. En 1807, luego de las invasiones inglesas, además de ser la amante del virrey Santiago de Liniers, fue espía de británicos, portugueses y franceses, protectora de contrabandistas y gestora de negocios turbios, tanto en Buenos Aires como en Brasil. El romance de «Madama O’Gorman» y Liniers fue el escándalo de la ciudad por esos días. Tuvo varios hijos y nietos, entre ellos Camila O’Gorman, quien protagonizó una trágica historia de amor durante el segundo gobierno de Rosas: se enamoró del sacerdote tucumano Ladislao Gutiérrez, huyó con él hacia Corrientes el 12 de diciembre de 1847, fue atrapada, entregada al gobierno y finalmente fusilada; Ladislao corrió la misma suerte que su amada.

Cuatrocientos años pasaron desde Miguel O’Gorman con su protomedicato hasta el Ministerio de Salud de Carrillo e Illia, de las sanguijuelas para tratar las enfermedades cardíacas al bypass de Favaloro y Cossio, del cuerno de unicornio al descubrimiento de la función de la hipófisis por Houssay, de morir por una sangría a la transfusión de sangre de Agote, de la Casa de los Niños Expósitos al Hospital de Niños de Escardó, de la viruela a las políticas sanitarias de Mazza y Maradona, de disecar un cadáver para aprender anatomía a la medicina forense de Raffo, de la tarea de contención a los enfermos a la psicología grupal de Pichon-Rivière, de una primera médica a las millones de mujeres que ejercieron y ejercen la profesión, de diez profesionales y a un cirujano a los 200.000 que hay en la actualidad.

Estas doce historias de vida que cuenta este libro representan a miles de científicos, médicos, cirujanos, investigadores, médicos rurales que trabajan diariamente en forma heroica y silenciosa en nuestro país.

JORGE TARTAGLIONE