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LA TIERRA SIN SOL

No había luna cuando Clara bajó del tren en la estación de Vasra. La noche estaba envuelta en una espesa neblina, y hubiera sido terriblemente oscura de no ser por las brillantes estrellas que salpicaban el cielo, del otro lado de las montañas. La mujer y los nenes rubios también bajaron, y enseguida se perdieron en la oscuridad. Irán camino a su casa, pensó Clara cuando le pareció oír el sonido de un coche. Seguramente había ido a buscarlos el papá. Pronto estarían todos juntos comiendo algo rico y contando las historias del viaje. Los nenes rubios correrían por toda la casa. Habían descansado demasiado como para seguir durmiendo.

Un viento intenso comenzó a soplar. Clara se subió el cuello del saco y se acomodó debajo de un farolito de la estación. Bajo la luz, observó el plano que indicaba cómo llegar a la casa de su abuela. No estaba lejos. Buscó la linterna dentro de su valija. Se disponía a caminar cuando una voz la detuvo.

—¿A dónde vas?

Era un chico. Apenas iluminado por el farol, no parecía mucho más grande que ella.

—A la casa de mi abuela. Vive a pocas leguas de acá.

—No me parece buena idea que camines sola en medio de la noche —dijo él.

—Por lo que vi en el plano, no estoy lejos, y además tengo una linterna.

El chico no pudo evitar reír.

—¿Crees que con una linterna se puede atravesar la oscuridad de Vasra? Cuando te alejes de las luces de la estación, a medida que la noche suba, la oscuridad será cada vez más fuerte.

El chico, que había ido acercándose, se paró también debajo de la luz del farol. Su cara era simpática. Tenía una nariz pequeña y pecas alrededor de los ojos, que hacían que su mirada pareciera blanda. Pero una cicatriz que le atravesaba la mejilla izquierda hizo que Clara se estremeciera. Él se dio cuenta y dijo:

—Hay lobos en esta zona. Quizás esta noche no salgan, porque no hay luna, pero nunca se sabe.

Clara apoyó la valija en el suelo. Con sus advertencias, el chico había logrado asustarla.

—¿Cómo te llamas? —preguntó él. Sacó de su bolsillo una ramita y empezó a mordisquearla despacio.

—Clara.

—Qué lindo nombre —dijo soltando una sonrisa, y agregó—: Yo me llamo Pedro. Cuido la estación, ayudo a la gente con sus valijas, me gano una propina.

—¿Vives acá en la estación?

—Sí.

—¿Solo?

—Sí. Es lo más seguro.

—¿Es seguro vivir solo, en una estación de tren?

—Siempre pasa alguien, y aunque ahora no se ve, hay un bar enfrente. Únicamente en la parte alta de la noche, cuando no hay trenes y el bar está cerrado, estoy solo. Y en ese momento duermo. Es lo más seguro.

—¿Y tu familia?

—A mi mamá no la conocí. Y mi papá se perdió en la noche. Hace ya dos años.

Clara lo miró extrañada. Quería hacerle muchas preguntas, pero le pareció que era mejor contar antes algo sobre ella.

—Yo apenas conocí a mi papá. Vivo con mi mamá y mi hermanito, en Auks.

—Nunca estuve en Auks… —dijo Pedro.

—Es hermoso. Hay montañas, y árboles verdes, y río, y sol…

—Uf, vas a extrañar todo eso.

—Espero no tener que pasar en Vasra mucho tiempo.

—Dijiste que viniste a ver a tu abuela…

—Sí. Le traje una canasta con víveres porque está enferma, pero ya queda poco. Tuve que… usar algunas cosas.

El viento empezó a soplar con mucha fuerza, agitando la niebla.

—Ven conmigo. Tengo leños, una chimenea y algunas mantas. Puedes pasar la noche aquí y salir en la mañana hacia la casa de tu abuela.

Clara asintió con un gesto. Pedro empezó a caminar hacia un extremo del andén, donde estaba su casa. Ella lo siguió. El viento se hacía cada vez más espeso.

—Pero… ¡es un vagón de tren! —dijo Clara al llegar, sorprendida.

—Sí, lo arreglé para que fuera una casa.

Ni bien entraron, Pedro encendió la chimenea. El calor y la luz del fuego los reconfortó enseguida. Después improvisó una cama con un poco de heno y mantas.

—No será el colchón más cómodo, pero vas a poder descansar un poco.

—Gracias —contestó Clara, y se sentó sobre las mantas.

—No tengo mucho para comer, apenas un poco de caldo y pan duro.

Clara revisó la canasta de su abuela. Quedaba algo de queso, pan y frutas.

—Acá tenemos comida para los dos —dijo.

Pedro no disimuló su entusiasmo al ver un par de deliciosas manzanas, rojas y brillantes.

—Pero es lo que ibas a llevarle a tu abuela…

—No importa. De alguna manera voy a conseguir algo para ella. Ahora tengo hambre.

Compartieron la comida en silencio. Pedro estaba demasiado hambriento para charlar y Clara pensaba demasiadas cosas. No había espacio para las palabras. Ella se preguntó si estaba haciendo bien al demorarse en llegar a casa de su abuela, pero enseguida se dijo que atravesar la noche sola hubiera sido una gran imprudencia, y que había tenido mucha suerte al encontrar a alguien bueno, que le ofrecía un lugar resguardado para dormir.

Luego de comer, Pedro se acostó en su colchón, hecho también con heno y mantas viejas.

—El calor nos va a acompañar toda la noche. Cuando el fuego se apague va a ser de día —dijo.

—Qué bien, gracias.

—Que tengas buenos sueños.

Clara cerró los ojos y volvió a pensar en el acantilado. El sonido del mar comenzó a sonar en su cabeza y se quedó dormida mucho antes de lo que esperaba.

Un tímido canto de pájaros lejanos trajo el sonido de la mañana. La luz del sol atravesaba las montañas para acariciar suavemente al sombrío valle de Vasra.

Clara se despertó y vio a Pedro calentando agua en un cacharro abollado.

—Buen día —dijo el chico mientras molía con una cuchara unos pocos granos de café.

—Buen día —contestó Clara, y se sentó en su cama de heno—. ¿Qué hora es?

—Temprano, recién son las seis. En diez minutos llega el primer tren. Viene desde Perkal. Espero que traiga viajantes a Vasra, necesito propinas.

Clara se levantó y se restregó los ojos adormecidos.

—Al abrir la puerta vas a encontrar un cuartito, es un baño —dijo Pedro mientras servía café.

—Gracias —contestó Clara—. Pero primero, el café. Si no pongo algo caliente en la panza, siento que me voy a congelar cuando salga.

—No es para tanto. El día se siente más frío por la luz, que llega muy débil.

Pedro sonrió. Sus ojos, rodeados de pecas, se achicaron apenas.

—Toma —dijo, y le extendió a su huésped una taza de café.

Clara hundió su nariz en el humo, dejando que el calor le acariciara la cara.

—Le falta leche —aclaró Pedro.

—A mí me gusta así.

—Yo lo prefiero con leche. Cuando pasan los pastores siempre que puedo compro un poco de leche de cabra. —Pedro miró por la ventana y suspiró—. Cuando sea grande voy a ser pastor. Las cabras son los mejores animales en todo el mundo.

—¡Qué exagerado!

—No soy exagerado. Ellas conocen las montañas mejor que nadie.

—¡Esto es un valle!

—Sí, pero a las cabras les gusta pastar en altura. Cuando sea pastor iré con ellas hasta lo alto de las montañas, ahí se puede sentir el sol. Sin la ayuda de las cabras no se puede llegar tan alto.

Clara lo observó en silencio un momento. La oscuridad de la noche no le había permitido notar la extrema palidez de la cara de Pedro.

—También se puede vivir en otro lado, donde no tengas que trepar miles de metros para sentir un rayo de sol en la cara…

—Eso no es tan fácil. Primero, tengo que ser pastor. Y además no puedo irme de Vasra sin saber algo de mi papá.

A lo lejos sonó una bocina.

—¡El tren! —gritó Pedro, y salió corriendo.

Cuando llegó al andén, la locomotora estaba casi detenida. El guarda gordo de ojos celestes se asomó a la escalerita de la puerta.

—¡Vasra! —gritó mientras agitaba una campana.

Un hombre, tambaleándose por el peso del equipaje, intentaba bajar del tren sin perder el equilibrio.

—¡Vamos! —gritó el guarda—. Apúrese, que este tren no pierde segundos en esperar a nadie.

La bocina sonó con fuerza. Pedro llegó a toda velocidad, y ayudó al hombre para que lograra apoyar sus pies en tierra firme antes de que el tren arrancara otra vez, despeinándolos a su paso.

—¡Tiene que esperar a que la gente baje! —gritó el hombre con fuerza, para que el guarda lo escuchara.

—¡Este tren no pierde segundos, y mucho menos en Vasra!

Las últimas palabras del guarda llegaron mezcladas con el sonido del tren, que aceleraba ansioso por llegar a la próxima estación.