GÉNESIS

Héctor Rubén Aguer no suele hablar de sus orígenes. Por más esmero con que se busque en los insondables recovecos de Internet apenas se conseguirá encontrar alguna referencia en general difusa sobre sus antepasados vasco-franceses o la sola mención al barrio de Mataderos donde llegó al mundo y, quizá con suerte, hallar la alusión vaga de su paso destacado por la educación estatal. Tampoco es sencillo encontrar precisiones entre los miembros de la Iglesia. En la curia platense, que condujo durante casi dos décadas, impera, más bien, la confusión o la más llana ignorancia. Su vida previa al sacerdocio es un verdadero misterio.

La historia de los Aguer se remonta a la bucólica y escarpada geografía de la localidad de Etcharry en la región de Baja Navarra del país vasco-francés donde su bisabuelo Saint-Jean, un campesino tan rústico como agnóstico, tuvo doce hijos con las dos hermanas de la familia bearnesa Hourdebaigt, Anne y Marie, oriundas de Salies du Verán. Primero formó pareja con Anne y cuando esta falleció se unió a su hermana. A fines del siglo XIX, cuatro de los hijos de Saint-Jean: Catherine, Marcel, Jean y Pierre Constant, emprendieron la aventura de surcar el océano en busca del promisorio horizonte americano.

Pierre Constant o Pedro Constante, tal como fue inscripto en su documentación de inmigrante, era un hombre menudo de grandes bigotes que se afincó en Mataderos donde durante largos años trabajó como repartidor de leche. En el libro de Los vascos en Argentina. Familias y protagonismo, editado por la Fundación vasco-argentina Juan de Garay, donde se indica el significado del apellido como «sitio al descubierto», figura como el iniciador de la sexta familia Aguer que llegó al Río de La Plata.

Se radicó en la zona que por entonces se conocía como la Nueva Chicago en alusión a la ciudad estadounidense, epicentro y modelo de la actividad cárnica en todo el mundo. Lejos del centro porteño, el caserío de Mataderos crecía arracimado alrededor de la feria donde se comerciaba la faena acarreada desde el campo y procesada en el mercado de hacienda. Los negocios y pequeños talleres fueron cobijando, desde principios de siglo, a obreros provenientes de las estancias y del artesanado que, junto a los europeos que desembarcaron con la oleada inmigratoria, se incorporaban al pujante circuito de la industria de la carne bovina y sus derivados.

En el barrio conoció a Dina Espantoso, una adolescente hija de españoles con quien, el 6 de abril de 1918, tuvo a su primogénito: Constante José. Luego vinieron Dina, al año siguiente, y Rubén Abel, nacido el 21 de diciembre de 1922. Al poco tiempo, cuando sus hijos aún eran pequeños, Dina murió y su marido tuvo que afrontar la crianza de los niños que, debido a las urgencias económicas, solo pudieron acceder a la educación primaria.

Desde pequeños, los varones acompañaban a su padre en el reparto, ayudándolo en el esforzado trajín de los caballos, el carro y los tarros metálicos. El mayor, al que todos llamaban «Dante», comenzó precozmente a interesarse por la música de la mesopotamia argentina, donde una rama de la familia se había radicado. Quitándole horas al descanso, aprendió por su cuenta hasta que se volvió una verdadera celebridad: cantor, poeta y guitarrista llegó a ser un aclamado compositor del cancionero guaraní, autor de decenas de obras como la letra del chamamé que compuso junto con Mario del Tránsito Cocomarola, «Kilómetro 11», un verdadero himno de los ritmos típicamente litoraleños con los que solía inundar la casa de Oliden al 1883 donde la familia Aguer se había afincado. Compartían la vivienda con la cuadra en la que se guardaban los animales y el carretón junto a los demás enseres propios del reparto de leche.

Hasta entonces nadie en la familia Aguer era católico. Es más, Constante abrazó la religión bautista. Quizá por eso, o por su manifiesto rechazo a ciertas expresiones populares de la cultura, el arzobispo emérito de La Plata ha evitado hablar de esos parientes.

Rubén Abel, el menor de los tres hijos de Pierre Constant, hizo un poco de todo para colaborar con la economía familiar. Gracias a su espíritu inquieto logró adquirir algunos rudimentos de mecánica de automóviles que lo llevaron a conseguir empleo como chofer en la Empresa Nacional de Correos y Telégrafos. Su precoz inserción en el mundo del trabajo también adelantó otros procesos: se enamoró de María de Angelis, hija adolescente de un matrimonio italiano que vivía en el barrio. Inesperadamente, María quedó embarazada y para guardar las apariencias y evitar el escarnio las familias acordaron activar los papeles y formalizar el casamiento. Y de esto no se habla más.

Gracias a un conocido que trabajaba en el Registro de las Personas pudieron conseguir un turno para el último día hábil del año. Tuvieron suerte, casi nadie se casaba en esas fechas. Así, a las nueve de la mañana del miércoles 30 de diciembre de 1942, Rubén —que entonces tenía 20 años— y María —de 18—, se casaron de apuro en la oficina de la Sección Nueva Chicago. Los padres de la pareja y dos testigos rubricaron el acta para validar la identidad y habilidad de los contrayentes, considerados menores para la ley.

Con sigilo y toda celeridad el operativo se completó días después, antes de que la naturaleza misma revelara el estado de gravidez de la joven, que cursaba su cuarto mes de embarazo. Los novios sellaron la unión ante el párroco José María Revoredo en la capilla San Vicente de Paul, el templo más antiguo del barrio, construido en 1913, sobre la calle Oliden, a una cuadra de la casa de los Aguer.

Como la situación económica era difícil, la pareja se acomodó en una pequeña habitación que había en el primer piso, sobre el establo de los caballos.

El 24 de mayo de 1943, en una sala de la planta baja del hospital público Juan Francisco Salaberry de Mataderos, nació el primer hijo de María y Rubén que, según consta en el acta rubricada por Rafael Ferry, jefe de la Sección Nueva Chicago del Registro Civil, fue inscripto como Héctor Rubén Aguer.

El niño llegó a un mundo en guerra que enfrentaba al fascismo impregnado en las potencias del Eje con las democracias liberales de occidente aliadas a la Unión Soviética y a China. El capricho de las efemérides indica que el mismo día de su alumbramiento, el médico Joseph Mengele hizo su ingreso al campo de concentración de Auschwitz, el principal centro de exterminio en la historia de la humanidad.

No había cumplido un mes cuando un golpe de Estado derrocó al presidente constitucional Ramón Castillo. La llamada revolución del 43 estaba conducida por un grupo de militares con buena sintonía con la Iglesia, que avaló la asonada como lo venía haciendo desde la primera interrupción al orden constitucional en 1930.

Puede decirse que el pequeño Héctor ingresó formalmente al catolicismo el 18 de septiembre de 1943 cuando, con apenas cuatro meses, el padre Revoredo le administró el sacramento del bautismo. Fue una iniciativa de su madre que así como logró introducir en la casa de los Aguer sus creencias religiosas tuvo una marcada influencia en la formación del carácter de su primogénito. Lo mismo que su abuela María Manuale y la tía Adelia —una de sus cuatro hermanos— que durante varios años vivió con ellos y a la que el obispo considera como su «segunda mamá» por la gran injerencia que tuvo en su crianza. En la rutina del hogar las mujeres marcaron su impronta. «Mamá era “la señora de la casa”», dice Aguer y completa «papá tenía dos trabajos».

Para entonces, la familia había podido alquilar una casa ubicada en la calle Corvalán al 1237, entre Tapalqué y Antofagasta. Su padre montó en el garaje un taller de herrería en el que por las tardes, luego de salir del Correo, se la rebuscaba fabricando muebles de jardín y peceras que vendía a los vecinos. Cada tanto, también hacía algunas changas como mecánico de autos de amigos y conocidos. En el jardín del fondo convivían los frutales con la huerta y el gallinero que aportaban una buena dosis del alimento diario que se consumía en el hogar.

La dictadura había dado paso a una salida democrática que terminó por coronar como presidente al teniente general Juan Domingo Perón. Durante su primer gobierno se puso en marcha un extenso plan de viviendas sociales, gestionado por la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires. En Mataderos, muchos peones vinculados a la actividad del mercado lograron su casa propia; otros la consiguieron gracias a iniciativas de la Unión Popular Católica. Sin embargo, los Aguer, ajenos al mundo de la política y de la religión, tuvieron que seguir alquilando.

A los siete años, Héctor era un chico de apariencia frágil, delicada, que crecía rodeado de mujeres. Callado, introvertido y extremadamente delgado empezó a ir a diario, de la mano de su abuela o de su madre, a la parroquia San Francisco Solano, que estaba a seis cuadras de la casa. Allí, después de aprender de memoria la mayoría de las respuestas a las 95 preguntas del catecismo único, el vicario Edgardo Kolm le dio la primera comunión, el 8 de diciembre de 1950.

«Pochito», como lo llamaban familiarmente —aunque luego renegó de ese apodo—, fue criado como hijo único hasta que el 29 de diciembre de 1951, cuando tenía nueve años, nació su hermana, Lidia Ester, con la que, pese a la diferencia de edad, compartía juegos y actividades hogareñas.

Con una nitidez que sorprende, Aguer repasa de memoria los nombres completos de todos los maestros que tuvo en la Escuela Nº 24 del Consejo Escolar 20 a la que asistió. «Entonces la escuela era muy buena», sostiene y evoca el interés con que seguía las clases de religión, introducidas por la dictadura del 43 pero suprimidas en 1952 como consecuencia del enfrentamiento de Perón con la Iglesia. «A partir de ahí aparecen los libros de texto con contenidos ideológicos y propagandísticos», dice, en referencia directa a La razón de mi vida, de Eva Perón, que recuerda haber tenido que leer en voz alta parado delante de sus compañeros de quinto grado.

En el racconto hay una sola anécdota que desentona con su prolijo y distinguido legajo escolar: Tiene cinco años y cursa primero inferior. Se sienta en la primera fila de bancos. Mientras la maestra, Isabel Celia del Campo, corrige a uno de sus compañeros, Pocho se para en medio del pasillo a sus espaldas y hace morisquetas. Sus compañeros ríen. Del Campo gira y lo sirve con un estruendoso sopapo. De regreso en casa el chico le cuenta a su mamá lo ocurrido. Espera un consuelo, pero ella solo dice: «Está bien».

Pese a no haber concluido la primaria, su madre era la encargada de supervisar sus tareas escolares y fue quien lo incentivó para que complementara los conocimientos que recibía en la escuela. Así, incursionó varios años en una academia de dibujo y pintura y estudió inglés. Le atraían la lectura y el cine. Cuando terminó los clásicos de la popular colección Tor —Charles Dickens, Mark Twain, Julio Verne, Emilio Salgari, Alejandro Dumas y otros— que había en su casa, empezó a ir a una biblioteca municipal que funcionaba en el barrio, donde se orientó hacia los libros de filosofía: «Buscaba la verdad», rememora. También solía escuchar con deleite las extensas audiciones de música clásica y óperas que programaban las radios Nacional, Provincia y Municipal. Aguer cree que el gusto por la música surgió de las clases de historia del profesor Natalio Gerónimo Pisano —maestro normal, abogado y licenciado en filosofía—, que aportaba nociones sobre el arte y la arquitectura completando el contexto sociocultural y político para entender cada época.

Entre sus pasatiempos extraescolares no figuraba el fútbol; le interesaba tan poco que cuenta haber ido una sola vez con un tío a la cancha de Vélez Sarsfield pero no puede retener ni los contrincantes ni siquiera el resultado. Cuando llegó a La Plata como arzobispo le preguntaron de qué club de fútbol era hincha y dijo Nueva Chicago solo para salir del paso y por una cuestión sentimental de apego al barrio que lo vio nacer.

Cuando añora los días de la niñez, Aguer se ve sentado en el living junto a su padre que, mientras él hace los deberes, escucha inclinado sobre el aparato un partido de Boca o un programa de tango. Afirma que creció acunado por el tango y que por su padre admira, entre otros, a Carlos Gardel y a Alfredo Le Pera de quienes asegura poder recitar de memoria varias de sus letras. Al punto que se considera «un tanguero aunque no parezca».

La radio, como elemento destacado en el hogar de su infancia, también aparece en el recuerdo de su abuela materna, María Manuale, que cada noche, a las ocho, mientras preparaba la cena, sintonizaba Rivadavia para acompañar la oración del rosario.

Por una cuestión de practicidad, María cambió a su hijo de parroquia a fines de 1950 cuando en el antiguo salón de actos del popular Barrio Mihanovich, ubicado más cerca de su casa, comenzó a funcionar la capilla Santa María de Goretti. Allí había sido destinado el padre Armando Amado, un sacerdote con buena llegada a los jóvenes que pronto lo alistó como monaguillo. Amado también impulsó a Héctor a ingresar como aspirante en los grupos de Acción Católica, lo que lo llevó a concurrir al Ateneo Popular de Versailles, una entidad barrial que logró convocar cientos de jóvenes seducidos por una variada oferta de actividades deportivas y sociales cobijadas bajo el manto de la religión, donde, entre otras actividades, practicó natación, colaboró en la organización de kermeses y participó de varios campamentos.

En una de esas acampadas dice haber conocido a la única chica que le gustó en toda su vida. Lo cuenta como al pasar, sin que medie pregunta al respecto durante una de las trece entrevistas realizadas para este libro. Al recordarla, con cierta emoción, prefiere reservar el nombre de la susodicha y confiesa que no se atrevió a hablarle ni puede asegurar que se haya enamorado. No obstante, afirma no estar arrepentido de aquel silencio.

Su paso por el Colegio Nacional Nº 9 Justo José de Urquiza fue sobresaliente, incluso llegó a ser distinguido por las autoridades educativas que lo premiaron con una medalla como el mejor promedio de todo el ciclo. Por su reputación de estudioso era común que sus compañeros lo buscaran para estudiar o repasar una lección. En su relato de aquellos años, Aguer subraya la relación que mantuvo con Manuel Boer, un muchacho de origen judío, con quien tenía afinidad y compartía la confección de la tarea de matemáticas algunos fines de semana.

Hasta entonces asido a la rutina y la vida familiar, la incursión en el secundario lo fue llevando a adquirir cierta autonomía de movimiento. Las calles estaban llenas de vida y los fines de semana las salas de cine parecían una romería que despertaba la curiosidad de aquel jovenzuelo que había empezado a calzar pantalones largos. El barrio llegó a albergar seis cines, entre ellos El Plata, orgullo de los vecinos que lo llamaban «el Gran Rex de Mataderos». De estilo art decó, tenía capacidad para mil quinientos espectadores y estrenaba en simultáneo con las salas del centro. Aguer pasaba allí tardes enteras deleitándose con algún western o una película de guerra, que eran sus preferidas.

El mundo se ensanchaba delante de él. Cuando comenzó el tercer año, sus padres lo dejaron ir al colegio solo en el tranvía. Su amigo y compañero de esa época de estudiantes, Alberto Sulprizzio, recuerda un detalle que descorre un precoz rasgo de desconexión con el universo femenino que con los años se iría haciendo más evidente: «Cuando empezamos a ir solos al colegio, había un horario en que el tranvía venía lleno de chicas y todos queríamos subirnos a ese, menos Aguer».

A poco de terminar el colegio lo citaron para realizarle la revisión médica de rigor, paso previo al cumplimiento del servicio militar obligatorio. No pasó satisfactoriamente el examen. Los médicos le explicaron que no le daba el «piné» para afrontar la rutina castrense y estamparon en su libreta de enrolamiento el tradicional sello con la sigla DAF, cuyo significado es: deficiente aptitud física.

Entre tanto, algunas tardes, con un grupo integrado por Daniel Omar Menazzi, Antonio Marino y, en ocasiones, Juan Carlos Leoni, Aguer se puso a estudiar la doctrina social de la Iglesia, empezando por el legado de León XIII, autor de Rerum Novarum promulgada en 1891 y considerada como la primera encíclica social del catolicismo, en la que se abordaba, entre otras cosas, las condiciones laborales y la situación de la clase trabajadora en virtud de la revolución industrial que se desarrollaba en Europa y el fenómeno de descristianización de las masas obreras. Aguer, que aún conserva en su biblioteca el libro adquirido en cuotas en la Acción Católica, ha calificado ese texto —que años más tarde se convirtió en manifiesto fundacional de la democracia cristiana— como «revolucionario» y a su autor como un «verdadero abanderado de los humildes».

Para entonces, el muchacho había leído a escritores como Belloc, Chesterton, Shakespeare o Rilke. De entre los textos de autores locales que consultaba, le había impresionado especialmente La restauración nacionalista, de Ricardo Rojas, un trabajo surgido de un estudio del régimen de educación de historia en escuelas europeas en el que el intelectual y político santiagueño ofrecía una respuesta al sentimiento de disgregación social generado por el cosmopolitismo y la pérdida de una idiosincrasia cultural y hasta de soberanía que, a su modo de ver, también experimentaban los argentinos. Ese fue uno de los pilares para comenzar a coquetear con ideas del nacionalismo que luego profundizó con autores católicos, como el prolífico escritor franquista Gustavo Adolfo Martínez Zuviría, conocido por el seudónimo Hugo Wast, y otros, muchos de ellos sugeridos por el padre Julio Ramón Meinvielle

Aguer conoció a Meinvielle en 1962, cuando junto con Menazzi comenzaron a concurrir a sus cursos de lectura de la Suma Teológica de Tomás de Aquino.

Todos los domingos, bien temprano, los muchachos tomaban el tranvía que, tras casi una hora de viaje, los depositaba a una cuadra de la Casa de Ejercicios Espirituales San Ignacio de Loyola, ubicada entre las calles Independencia y Salta, en el barrio de Monserrat. En el histórico edificio colonial erigido a fines del siglo XVIII por la consagrada jesuita María Antonia de Paz y Figueroa, más conocida como Mama Antula —beatificada por el Papa Francisco a mediados de 2016—, el padre Julio, como todos lo llamaban, reunía a una docena de adolescentes para leer con ellos el original de la obra más conocida e influyente del religioso italiano, santo y doctor de la Iglesia.