Julia levantó sus ojos negros y grandes del pergamino con poemas de Ovidio que estaba leyendo y miró a un lado y a otro. La acompañaba en el atrio su hermana Maesa, que permanecía tranquila, enfrascada también en la lectura de otro códice. Julia se alzó despacio al tiempo que inspiraba varias veces, rápidamente, por la nariz.
—¿Lo hueles? —preguntó.
Maesa dejó el pergamino a un lado del triclinium y la miró confundida.
—¿El qué?
Julia no parecía escucharla y, ya en pie, daba vueltas por el atrio inspirando y espirando cada vez más deprisa, al tiempo que escudriñaba el cielo.
—No se ven las estrellas.
—Se habrá nublado —contestó Maesa a modo de explicación.
Su hermana negó con la cabeza y se volvió hacia ella con las facciones tensas en su hermoso rostro procedente de Oriente, un rostro que había enamorado a todo un legado de Roma, a todo un gobernador.
—¿No lo hueles de verdad? —insistió Julia, y al ver que su hermana se encogía de hombros, alzó la voz y llamó al atriense, el veterano esclavo jefe de la familia Severa—. ¡Calidio, Calidio!
Un sirviente alto y musculado de unos treinta años apareció veloz en el atrio.
—Sí, mi señora.
—Sal, rápido, y da una vuelta por la ciudad, ve hacia... —Julia miró al cielo e hizo sus cálculos—. Ve hacia el foro del divino Trajano y luego hacia el palacio imperial y regresa raudo. Dime si ves algo extraño.
Calidio asintió y, sin rechistar, dio media vuelta, llamó a otros esclavos a los que dio instrucciones para que cogieran palos, cuchillos y tres antorchas, y salió de inmediato obedeciendo a la señora de la casa sin protestar ni preguntar por qué se le pedía aquello. La obediencia ciega le había hecho llegar lejos en su puesto.
—¿Tan peligrosa es la noche romana que han de coger todo eso? —preguntó Maesa.
Pero a Julia la violencia nocturna de la capital del Imperio no le preocupaba en ese instante.
—Huelo humo, hermana —dijo—. Creo que hay un incendio. Lo que no sé es cómo de grande es este desastre.
Palacio imperial, Roma
Las llamas avanzaban imparables por las dependencias del palacio. Quinto Emilio, jefe del pretorio del emperador Cómodo, daba órdenes a la guardia.
—¡Conducid al augusto a la explanada del circo! ¡Rápido, rápido!
Lo primero era salvaguardar la vida del emperador. Todo lo demás podía esperar. En ese momento, alguien se atrevió a tocarle por la espalda. Quinto Emilio se dio la vuelta con aire de fastidio y llevándose la mano a la empuñadora de la espada. Vio entonces a aquel viejo médico mirándolo con los ojos casi fuera de las órbitas.
—Has de darme hombres —dijo Galeno.
Quinto Emilio escupió en el suelo.
—Te has olvidado de dirigirte a mí como vir eminentissimus —dijo Quinto Emilio por toda respuesta; le incomodaba los aires que se daba aquel médico en el que tanta confianza había puesto primero el emperador Marco Aurelio y luego su hijo Cómodo—. Ahora no puedo prestarte hombres, viejo. Tengo cosas más importantes entre manos como asegurar la vida del emperador, de su amante, de sus esclavos...
—¡Está ardiendo la biblioteca del palacio! —insistió el médico a gritos.
—¡Y el palacio entero, y también el foro! —le espetó Quinto Emilio, pasando de sentirse molesto a mostrar despecho—. ¡Yo no tengo hombres para caprichos! ¡Pide ayuda a los vigiles! ¡Apagar los incendios es misión suya, no mía!
—¡Los vigiles están concentrados en intentar salvar el templo de Vesta y el templo de la Paz! ¡La biblioteca está en palacio y el palacio es cosa tuya!
Pero Quinto Emilio negó con la cabeza y dio media vuelta para seguir a los pretorianos que se alejaban del incendio custodiando la figura con toga púrpura del emperador de Roma, a quien habían tenido que despertar del sopor de una gran borrachera producto de los excesos del último de sus interminables banquetes.
Galeno se alejó entonces en dirección contraria.
Quinto Emilio miró un momento hacia atrás y se percató de que el médico, en su locura, en vez de huir se encaminaba directo hacia el corazón del incendio.
—¡Tú y tú! —exclamó el prefecto de la guardia, dirigiéndose a dos pretorianos—. ¡Seguidlo, prendedlo y traedlo al circo!
Aunque aquel viejo le resultara un fastidio, era el médico del augusto emperador, y el jefe del pretorio tenía claro que no era buena idea consentir que en su estupidez aquel anciano se dejara consumir por las llamas. Cómodo lo juzgaría responsable por no haberlo puesto a salvo como a su amante o a los esclavos, y Quinto Emilio no quería degustar el amargo sabor de su ira. Había visto al emperador colérico. No era agradable. Y no se sobrevivía si la rabia imperial apuntaba hacia uno.
Los dos pretorianos asintieron, saludaron militarmente a Quinto Emilio y fueron en busca del anciano que, para su sorpresa, andaba a una velocidad increíble.
—Va a la biblioteca —dijo uno de los pretorianos.
—Allí el incendio arrecia con más fuerza —completó el otro.
Galeno, ajeno a los movimientos de la guardia, llegó a la puerta del archivo central del palacio. Quería entrar como fuera y salvar lo que pudiese. La puerta estaba cerrada y un humo oscuro salía por entre las rendijas de las dos hojas de bronce que daban acceso a la sala central de lectura. Dio una patada pero no consiguió nada. Fue en ese instante cuando lo cogieron desprevenido por la espalda.
—¡Dejadme, malditos, dejadme! —aulló Galeno con furia pugnando por zafarse del abrazo poderoso de los guardias imperiales, pero él era un hombre muy mayor, y ellos, guerreros recios del Rin incorporados a la guardia imperial por Marco Aurelio.
Los pretorianos lo alejaron casi a rastras de la biblioteca.
—¡Dejadme, liberadme, malditos...! —seguía gritando Galeno, y empezó a llorar mientras lo conducían hacia el pasadizo que conectaba el palacio imperial con el pulvinar del Circo Máximo—. Vosotros no lo entendéis. Allí están todos mis pergaminos, todos mis papiros, todos mis escritos de los últimos treinta años. Todo lo que sé, todo lo que he aprendido se está quemando... ¡Que Asclepio os abandone en la enfermedad y os confunda a todos!
De pronto una unidad de vigiles encargados de la extinción de incendios en Roma se cruzó con el médico y sus captores. Galeno los vio cargados con cubos de esparto, impermeabilizados con brea, que usaban para echar agua al fuego con más rapidez, pues estos pozales pesaban mucho menos que los de madera. Pero aun así, pese a aquel regimiento de militares entrenados para apagar incendios, las llamas crecían escupiendo brasas incandescentes y restos de papiros ardiendo que volaban hacia la oscuridad de un cielo impasible.
Residencia de la familia Severa, Roma
El atriense regresó con el resto de esclavos y entró sudando en el patio de la gran domus de Septimio Severo. Allí lo esperaban ansiosas Julia, en el centro, junto al impluvium, y Maesa, también en pie e inquieta, pues ya olía el humo que había detectado su hermana.
—¡Hay un enorme incendio, mi señora! —exclamó el atriense, inspirando en grandes bocanadas para recuperar el aliento.
—¡Por El-Gabal! —exclamó Maesa encomendándose a la protección del dios del sol de su ciudad de origen.
Julia, sin embargo, no tenía tiempo para religión en aquel momento. Fue directa al grano.
—¿Dónde? ¿Está muy extendido?
—No estoy seguro, mi señora. Pero no he podido ir más allá de la Columna de Trajano. A partir de allí todo es un tumulto. Se ven llamas cerca del Anfiteatro Flavio. El cielo es de color naranja...
Julia y Maesa alzaron la mirada. El resplandor de las llamas iluminaba todo con un tinte ocre, ominoso, temible. Julia se concentró en discernir un plan.
—Despertad a los niños —ordenó de inmediato la matrona de la casa Severa.
—¡Alexiano! —gritó entonces Maesa, al recordar que su esposo estaba fuera de la residencia familiar.
—Ha ido al puerto y eso está en dirección opuesta al incendio —la tranquilizó Julia. Ella no temía por su cuñado ni tampoco por su esposo: Septimio estaba muy lejos de allí, en la remota provincia de Panonia Superior, donde ejercía como gobernador. A ella le habría gustado acompañarlo, debería haberlo hecho, pero...
Sus pensamientos se quebraron ante los golpes en la puerta.
—¡Abrid! ¡Abrid de una vez!
—¡Es Alexiano! —exclamó Maesa.
Abrieron las puertas. El hombre entró veloz y su esposa se abrazó a él.
—¡Hay un incendio gigantesco! —dijo Alexiano a la vez que envolvía con los brazos a su mujer para sosegar su espíritu.
—Deberíamos irnos —propuso Julia, pero en voz baja, como un suspiro.
—¿Irnos adónde?
Julia lo miraba fijamente. Alexiano era un buen hombre. Se había mostrado como un buen marido de su hermana y un buen padre de la niña pequeña que tenían ambos, Sohemias, y, en ausencia de Septimio, ejercía de pater familias junto con el omnipresente Plauciano, amigo personal de su esposo.
—Esperemos a Plauciano —respondió Alexiano—. Estaba conmigo en el puerto y ha ido a averiguar si estamos en riesgo o no en esta parte de la ciudad. Ya sabes que salir de Roma...
Pero Julia lo interrumpió.
—Él no es miembro de esta familia —dijo, nuevamente en voz baja. Sabía que estaba moviéndose en terreno peligroso y no quería indisponerse con Alexiano.
—Pero Septimio confía en él. Y yo también —sentenció su cuñado.
Julia calló.
No había margen para discutir la autoridad que su ausente esposo había concedido a Plauciano.
Por el momento.
Circo Máximo, Roma
Por la larga explanada de arena del circo, justo por donde los días de competición transcurrían las carreras de cuadrigas, en medio de las ciclópeas gradas vacías, caminaba el emperador Cómodo recubierto por el paludamentum púrpura y rodeado por decenas de pretorianos armados.
Se detuvo y miró al cielo. Luego inspiró. Exhaló.
—El viento va hacia el sur.
—Sí, augusto —confirmó Quinto Emilio mirando también hacia lo alto.
El emperador siguió andando. Se le veía muy serio. Tenso.
—¿Qué se ha perdido? —preguntó.
—No estoy seguro aún, augusto —replicó el jefe del pretorio—, pero parece que el templo de la Paz está arrasado, y con él todos los archivos de Roma y parte del foro. El templo de Vesta también estaba en llamas.
—Es una señal. —Cómodo se detuvo en seco y miró fijamente a Quinto Emilio—. ¿Lo entiendes?
El prefecto se detuvo también, frente al emperador, y tragó saliva. No sabía bien qué decir. Empezó a sudar mientras el augusto lo miraba esperando respuesta.
—No, no lo entiendes —concluyó Cómodo ante el silencio de su interlocutor y, para alivio del prefecto, sonrió—. No lo entiendes ni tú ni ningún otro excepto yo. Por eso yo soy el emperador y no los demás. Entendéis todos tan poco...
Y echó la cabeza para atrás mientras lanzaba una sonora carcajada que rebotaba en las inmensas gradas vacías. Por orden del emperador, las puertas del Circo Máximo permanecían cerradas. Ese era su refugio aquella noche. Que la plebe buscara otro lugar para sobrevivir a las llamas. El gigantesco edificio, recubierto de mármol por Trajano en el pasado, no ardería fácilmente. Y mientras el viento se llevara el humo hacia el sur, no había ningún problema. Esto es, para él. Eso era lo único esencial. Él.
—Sí, es una señal que me mandan los dioses —continuó Cómodo en voz alta, pero ahora sin mirar a nadie. Sus ojos se paseaban por las majestuosas gradas como si estuviera dando un discurso a un gentío fantasma, invisible para el resto—. Voy a refundar Roma. De las cenizas emergerá una nueva urbe, un nuevo imperio, un nuevo orden...
Pero calló. De pronto frunció el ceño y se volvió rápido hacia su jefe del pretorio.
—¿Has puesto vigilancia en todas las puertas? —preguntó.
—Sí, augusto. Nadie puede entrar en el Circo Máximo, na...
Quinto Emilio no pudo terminar la frase.
—¡Noooo, imbécil! ¡No me refiero a esas puertas! ¡Por Hércules, cuánta incompetencia, cuánta ceguera! Las que me preocupan son las puertas de la ciudad, las entradas y salidas de Roma. ¿Hay pretorianos en los accesos a la ciudad?
—No... el fuego... proteger la vida del emperador ha si-do mi prio-ridad... —se excusó Quinto Emilio, pero dudando, con palabras entrecortadas.
—Pues pon vigilancia, inútil, y más te vale que nadie salga, sobre todo ya sabes quién. Ninguna de esas mujeres debe abandonar Roma bajo ningún concepto.
Quinto Emilio comprendió entonces y se dio cuenta de que el emperador tenía motivo para preocuparse. Pese a su creciente locura, Cómodo exhibía momentos de clarividencia, de lucidez, y aquel era uno de ellos.
—Me ocuparé personalmente.
—Eso espero, por tu bien, pues te consideraré responsable si alguna escapa.
Quinto Emilio asintió con una frente perlada de sudor frío, dejó al emperador meditabundo, que continuaba mirando las inmensas gradas vacías del Circo Máximo, y partió en busca de los accesos de entrada y salida de Roma con la amenaza de Cómodo clavada en los oídos.
Era la primera vez que el emperador lo amenazaba directamente.
No le gustó nada.
Residencia de la familia Severa, Roma
El humo se intensificó. Todos discutían. Y les costaba respirar. Entre las voces nerviosas y los ataques de tos de unos y otros, Alexiano se hizo oír.
—De acuerdo. Haremos lo que Julia ha dicho. Dejaremos la domus.
Él mismo encabezó la larga comitiva junto con varios esclavos armados. Tras Alexiano iban la propia Julia, con los pequeños Basiano y Geta, de cuatro y tres años respectivamente, cogidos con fuerza cada uno de una mano de su madre, y Maesa, con la pequeña Sohemias, de apenas unos meses, en brazos. Otro grupo de esclavos armados, dirigidos por el atriense Calidio, cerraba la marcha.
Avanzaron entre el tumulto. Muchos huían a contracorriente. Todo era confusión y gritos. Se cruzaron con varias patrullas de vigiles que corrían en dirección norte pertrechados con todo tipo de cubos, escalas y hachas.
Caminaron veloces hacia el río y pronto llegaron a las proximidades de la Puerta Trigemina, que daba acceso al río y al puerto fluvial, en el entorno del viejo Foro Boario.
—¡Deteneos! —exclamó Alexiano.
Todo el grupo se frenó en seco. La pequeña Sohemias lloraba en brazos de Maesa, percibía la tensión en el pálpito acelerado del corazón de su madre. Basiano y Geta, por el contrario, guardaban el silencio frío del miedo. Julia miró hacia delante por encima de los hombros de los esclavos. Pudo ver a decenas de pretorianos, que habían dispuesto controles militares para salir de la ciudad.
Alexiano se giró y la miró directamente a los ojos. Estaban allí por ella, ella misma los había empujado a intentar salir de la ciudad.
Julia, por su parte, en pie, inmóvil pero muy firme, seguía pensando que salir, que escapar de aquella cárcel en la que se había convertido Roma, era la clave de todo, aunque no había contado con que los pretorianos establecieran controles en medio de aquel caos causado por el incendio. Sentía la mirada de Alexiano fija en ella.
—No debemos identificarnos —dijo Julia.
—Si no nos identificamos, no nos dejarán pasar en ningún caso —respondió él.
Ella asintió.
Era cierto. Pero si se identificaban, todo dependería de las instrucciones que aquellos pretorianos hubieran recibido de Quinto Emilio, y todo, a su vez, dependería de lo que el emperador en persona le hubiera ordenado al jefe del pretorio.
—¿Qué hacemos, madre? —preguntó el pequeño Basiano, que había sentido cómo la mano de Julia apretaba con más fuerza la suya propia. Geta callaba. Estaba a punto de llorar, pero como Basiano no lo hacía, él tampoco. Siempre competían en todo: en comer más rápido, en correr más veloces, en saltar más alto, en ser el más valiente.
—Nos retiramos —aceptó Julia, suspirando derrotada. Habían estado tan cerca de conseguirlo...
Alexiano se sintió aliviado. Odiaba enfrentarse a su cuñada. Julia era una persona afable, inteligente y hermosa y una hermana leal para Maesa. Pero a veces era demasiado impulsiva. Seguramente eso fue lo que el propio Septimio Severo vio en ella: una energía inagotable envuelta en aquel hermoso cuerpo. Maesa también era bella, pero de ánimo más sosegado. Alexiano se tranquilizó al ver que ya no tenía que contravenir su sentido de la intuición, que le decía que intentar cruzar aquel control de la Puerta Trigemina no traería nada bueno.
—El humo se disipa —dijo entonces Maesa—. Parece que los vigiles están haciendo bien su trabajo.
Alexiano cabeceó afirmativamente. Julia también. El aire era más limpio. Aunque el olor a humo seguía siendo intenso, se podía respirar mejor.
Ninguno del grupo, ya concentrados en retornar a la gran domus de la familia Severa, se percató de la mirada inquisitiva del centurión al mando del control militar de la Puerta Trigemina. El pretoriano se fijó en las ropas lujosas de aquella pequeña comitiva que había dado la vuelta a escasos metros del puesto de guardia. Muy serio, se dirigió a uno de sus hombres.
—Síguelos. A distancia y sin que te vean. Y vuelve aquí cuando sepas adónde han ido y quiénes son.
De regreso, Julia, Maesa, Alexiano y el resto, cabizbajos, evitaron las zonas donde había más humo y se encaminaron hacia las proximidades del puerto sin acercarse a ninguna otra puerta para esquivar los controles militares. En un incendio siempre estaba bien tener agua cerca, aunque solo fuera para mojar trapos o esponjas con los que cubrirse la cara y poder respirar filtrando, al menos, parte del humo.
Junto al Tíber, se vieron rodeados por decenas de vigiles que, siempre observados por otros tantos pretorianos, cargaban cubos de agua en grandes carros con los que la transportaban hacia el corazón del incendio. Allí encontraron a Plauciano, hablando a gritos con un centurión para que agilizara aquellos trabajos.
—¿Qué hacéis aquí? —les espetó sin ni siquiera saludarlos—. Deberíais estar en la domus, a resguardo, con los esclavos armados. La ciudad es un hervidero, una locura.
—El humo hacía el aire irrespirable —explicó Alexiano, pero Plauciano intuía que había algo más.
—Ha sido Julia, ¿verdad? —le preguntó en voz baja, con la mirada fija en la mujer de Septimio Severo, que envolvía con los brazos a los niños para transmitirles tranquilidad.
Alexiano no dijo nada, pero asintió.
—Eso ha sido una locura —continuó Plauciano aún entre susurros—. De ella no me sorprende, pero esperaba más sentido común en ti. Si Septimio se entera, no cuentes con que se lo tome bien.
—Sabes cómo es Julia... —argumentó Alexiano en su defensa.
Y Plauciano bien que lo sabía: lista, testaruda y guapa. Así la veía él. Lo de lista lo detectó solo meses después de la boda con su amigo, el ahora gobernador de Panonia Superior. Para la mayoría que no la conocía bien, Julia era solo la muy bella esposa extranjera del gobernador de la más importante provincia danubiana. Sin embargo, Plauciano había ido aprendiendo que Julia era mucho más que eso, pero ahora había cometido un error y eso a él le venía bien. Se fue directamente hacia ella.
—Si Septimio se entera de que has intentado salir de Roma sin el permiso del emperador, y con los niños...
—Hay un incendio, es una emergencia —se defendió ella sin arredrarse.
Plauciano no estaba acostumbrado a que nadie le impidiera terminar una frase y se perdió en lo que iba a decir a continuación. Julia aprovechó ese breve instante de duda para, a su manera, atacar.
—¿Acaso vas a decirle tú a mi marido lo que he intentado hacer hoy?
Plauciano se acercó a ella. El pequeño Basiano y su hermano Geta sintieron cómo las manos de su madre sudaban, sin soltarlos en ningún momento.
—Quizá Septimio Severo debería saber que su esposa no atiende a razones hasta el extremo de poner en peligro a sus hijos.
Basiano miraba a su madre y luego a Plauciano. Quería entender pero no podía. Eran cosas de adultos. Enfados por motivos que él no alcanzaba a imaginar. Para él, su madre solo los había alejado del fuego y eso al pequeño le parecía una buena idea.
—Mi esposo sabe muy bien con quién está casado. Me eligió, ¿recuerdas? —replicó ella, siempre sin retroceder un paso. Maesa, por su parte, se había alejado con Sohemias en brazos, que aún lloraba.
—Sabes bien que el emperador retiene en Roma a todas las esposas y los hijos de los gobernadores que tienen legiones a su mando como forma de garantizarse su lealtad absoluta —dijo al fin Plauciano, recordando lo que quería haber mencionado antes—. En particular te vigila a ti, esposa de Septimio Severo, gobernador de Panonia Superior; a Salinátrix, esposa de Clodio Albino, gobernador de Britania; y a Mérula, mujer de Pescenio Nigro, gobernador de Siria, porque cada uno de estos gobernadores dispone de tres legiones a su mando. Eres esposa de uno de los gobernadores más poderosos, y por eso mismo los ojos del emperador no dejan nunca de vigilarte a ti y a todos los que te rodean —continuó Plauciano, poniendo palabras a lo que Julia y Maesa y Alexiano y todos los patricios de Roma sabían, pero apenas nadie se atrevía a decir en voz alta—. Si esos pretorianos llegan a identificarte intentando escapar de la ciudad con tus hijos sin permiso del emperador, Septimio habría sido cesado como gobernador de Panonia en cuestión de horas y no sé qué sería ni de ti, ni de los niños, ni de todos nosotros, empezando por el propio Septimio. Tus impulsos sin control, una vez más, nos ponen a todos en peligro. Y un día nos costarán la vida.
Julia pensó en replicar. Sobre todo por lo de «una vez más», porque nunca antes ella había hecho nada que pudiera indisponer al emperador Cómodo contra su esposo. Ese «una vez más» era gratuito, surgido solo de las ansias de Plauciano, amigo íntimo de su esposo pero siempre en contra de ella, de desacreditarla ante todos los miembros de la familia. Plauciano había visto cómo su influencia sobre Septimio disminuía al tiempo que crecía el amor de este hacia Julia. De ahí el rencor que sentía hacia ella. Eso Julia lo había detectado bien. Arrugó la frente; ¿eran solo celos o había algo más oscuro en esa rabia de Plauciano hacia ella?
Pero Julia, al fin, calló porque era cierto que había cometido un error, aunque en su cabeza no le parecía nada grave porque no habían llegado a identificarlos en la Puerta Trigemina. Había albergado la esperanza de que quizá lograrían salir de la ciudad en medio de la confusión. Luego no habría ido al reencuentro de su esposo. No, eso sí habría sido su sentencia de muerte. La de ella y quizá la de todos, como decía Plauciano, pero el incendio rodeaba el palacio imperial. ¿Estaba el emperador a salvo? ¿Y si el propio Cómodo hubiera muerto esa noche? Si eso pasaba, si Cómodo desaparecía, en tal caso ella tenía meridianamente claro que correría sin parar hasta llegar junto a su marido. Y si el emperador se mostrara vivo y fuerte, ella habría vuelto en una nítida muestra de lealtad y sumisión. Ni estaba loca ni obraba a ciegas movida por impulsos ingenuos. Lo tenía todo mucho más pensado de lo que nadie pudiera imaginar. Pero ¿de qué serviría explicar todo eso a Plauciano?
Julia dio media vuelta y tiró de los niños en dirección a la domus de la familia Severa. Lo había intentado y no había salido bien. Nada se había perdido. Y volvería a intentarlo en la primera ocasión que se cruzase en su camino. No le gustaba ser rehén de nadie.
Varios carros cargados con centenares de cubos y algunas bombas de agua pasaron a su lado a toda velocidad.
La lucha contra el fuego continuaba.
Desde las temblorosas sombras de la calle, un pretoriano observó cómo Julia Domna y el resto de su familia entraban en la inconfundible residencia del gobernador de Panonia Superior. En cuanto las puertas de la domus se cerraron, giró sobre los talones y echó a caminar a paso veloz. Tenía que informar a sus superiores en el control militar de la Puerta Trigemina. Ya decidirían ellos qué hacer con esa información.