El senador Pértinax, acompañado por su hijo Helvio, entró junto con otros colegas en el gran Teatro Marcelo. El emperador los había convocado a todos en aquel magno edificio, lo que no era habitual. Pértinax buscó con la mirada al veterano Claudio Pompeyano, pero no lo encontró. Su hijo Aurelio Pompeyano asistía en su lugar y le confirmó que, una vez más, su padre había alegado su mala salud y su avanzada edad para no asistir a la reunión del Senado.
Tiempo atrás, Claudio Pompeyano había sido acusado de participar en una conjura contra Cómodo liderada por su esposa Lucila, hermana del propio emperador, pero al final fue absuelto. Cómodo aún recordaba que el viejo senador había rechazado la toga imperial cuando se la ofreció Marco Aurelio. Aquel gesto le valió que Cómodo, hijo de Marco Aurelio, aún confiara en él y aceptara su inocencia. Desde entonces, Pompeyano se mantenía alejado de la vida política y sus ausencias eran las únicas que Cómodo admitía cuando convocaba al Senado.
A quien sí vio Pértinax, además de al hijo de Pompeyano, fue a Tito Flavio Sulpiciano, su suegro, y a su hijo.
—¿Por qué nos habrá convocado aquí? —preguntó este último.
—Nos quiere a todos presentes —respondió Pértinax mientras caminaban por los pasadizos del teatro—, y en la curia del viejo foro no cabemos todos los senadores juntos. El teatro de Pompeyo no le gusta a Cómodo, como a ningún emperador, porque fue allí donde asesinaron a Julio César. Por eso recurre a este edificio. Y se nos va a quedar grande, pues somos setecientos senadores y las gradas del Teatro Marcelo dan para congregar a más de diez mil perso...
Pero Pértinax no terminó la frase. En cuanto emergieron en la cavea inferior del gran recinto se quedaron boquiabiertos: las gradas del Teatro Marcelo estaban, contrariamente a lo que había imaginado Pértinax, repletas de gente. La parte inferior, la ima cavea, estaba reservada para los patres conscripti y ya la ocupaban numerosos senadores, tan sorprendidos como ellos, pues la media cavea, en lugar de estar vacía, bullía con miles de soldados de la guardia pretoriana y, en lo alto, en la summa cavea, había también numerosas personas: magistrados locales, caballeros, comerciantes de renombre y alta posición... Todo el que era alguien en Roma estaba aquella mañana en el Teatro Marcelo junto con los miembros del Senado, todos, además, vigilados por la casi totalidad de la guardia pretoriana.
—Aurelio, tu padre se va a perder algo grande hoy —dijo Pértinax—, aunque no sé si quizá sea el más inteligente de todos nosotros. Y el más afortunado.
El joven Aurelio Pompeyano asintió con la boca aún entreabierta. Pértinax, su hijo Helvio, Tito Flavio Sulpiciano y su propio hijo se sentaron. A ellos se les unió el veterano Dion Casio.
El resto de senadores llegó al poco.
Unos instantes después de completado el aforo del recinto, se oyó a los buccinatores haciendo uso de sus trompetas a pleno pulmón para anunciar la llegada del emperador de Roma.
La guardia pretoriana de la media cavea se alzó y los senadores y el público de la parte superior imitaron a los soldados, por respeto, por prevención, por si acaso.
Cómodo entró a caballo, con la larga capa púrpura imperial colgando por los flancos de su montura. El emperador cabalgó por el semicírculo frente a la ima cavea y ascendió por una gran pasarela de madera instalada al efecto para que el animal, calzado con herraduras de oro que resplandecían a la luz del sol, pudiera acceder sin resbalar a la escena del teatro.
—Es uno de los caballos de la cuadriga imperial de los verdes, la que siempre gana en el Circo Máximo —comentó el joven Tito sin ocultar en su voz una confusa mezcla de miedo, admiración y desprecio ante aquella teatral entrada del emperador.
—Sí —dijo Pértinax, que estaba ya acostumbrado, como su hijo Helvio, como Sulpiciano, el padre de Tito, como el veterano Dion Casio, como todos, a las excentricidades de Cómodo.
Aun así, aquello resultaba tan exagerado que habría sido para reír si el puro terror no les atara un nudo en el estómago. ¿Qué tramaba el errático emperador para aquella estrafalaria reunión del Senado y del resto de magistrados y hombres relevantes de Roma en presencia de toda la guardia imperial? Eso, en efecto, era lo que más nervioso ponía a Pértinax: tener a su espalda a cinco mil pretorianos armados hasta los dientes. Se volvió hacia Dion Casio:
—¿Qué piensas de todo esto, amigo mío?
El otro respondió en voz baja.
—Pienso en que Calígula, tiempo atrás, ya dijo que le gustaría que el Senado tuviera un solo cuello para acabar con todos nosotros de un único tajo, o eso cuentan, y detrás tenemos a toda la guardia pretoriana armada. Tienen más espadas que nosotros cuellos. Eso pienso.
Pértinax cabeceó levemente en sentido afirmativo. Aquello confirmaba sus peores intuiciones.
Las trompetas sonaron una vez más mientras el emperador descabalgaba y se sentaba en un gran trono en medio del escenario. El augusto Cómodo hizo una señal con la palma de la mano hacia abajo, como invitando a los presentes a tomar asiento. Y, aunque la guardia pretoriana permaneció en pie, los senadores se acomodaron en las gradas. En la summa cavea, los asistentes también permanecieron en pie para poder ver bien lo que ocurría. Tampoco tenían claro que la seña del emperador fuera dirigida a ellos. Ante la duda, con Cómodo era mejor no hacer nada. Incluso contener la respiración era buena idea.
Lo habitual en una reunión del Senado era que los cónsules de aquel año se hubieran situado a ambos lados del emperador, pero resultaba difícil llevar la cuenta de quién era cónsul no ya aquel año sino aquel mes. Cómodo había usado la venta del cargo de cónsul como una forma más de obtener ingresos complementarios para sus arcas y así seguir costeándose sus suntuosos ludi, ya fueran en forma de luchas de gladiadores, cacerías extravagantes o espectaculares carreras de cuadrigas. Cuando la jefatura del pretorio estuvo en manos del malogrado Cleandro, Cómodo hizo que su prefecto de la guardia vendiera el puesto de cónsul hasta en veinticinco ocasiones.
Pero aquella mañana, sobre el escenario del Teatro Marcelo, junto al gran trono que acogía al augusto, solo había un hombre: el todopoderoso nuevo prefecto del pretorio: Quinto Emilio Leto.
Cómodo no se dirigió a los senadores ni al resto de asistentes. Se limitó a mirar a Quinto Emilio y a decirle una sola palabra.
—Procede.
Aquello sonó a sentencia y tanto Pértinax como su hijo Helvio, Dion Casio, Tito Flavio Sulpiciano y su hijo, y el joven Aurelio Pompeyano, así como muchos otros senadores, miraron hacia atrás con pánico. Sus ojos observaban la media cavea donde estaba toda la guardia pretoriana armada, pero ninguno de los soldados se movió ni hizo ademán de desenfundar su gladio. Los senadores miraron entonces de nuevo hacia el escenario. Quinto Emilio se adelantó unos pasos y desenrolló un papiro al que comenzó a dar lectura pública.
—El Imperator Caesar Augustus Commodus desea hacer un anuncio principal ante el Senado y ante los diferentes representantes del pueblo de Roma y ante la guardia imperial. En primer lugar, el Imperator Caesar Augustus manifiesta que el terrible incendio que asoló nuestra querida ciudad hace unas semanas no es una maldición sino una señal divina de los dioses para con su colega y representante aquí en Roma, el emperador Cómodo, reencarnación de Hércules entre nosotros, pobres mortales. Es una señal que nos indica el nuevo rumbo que ha de llevar ahora Roma, la nueva Roma que emergerá de las cenizas de este holocausto que marcará un antes y un después en nuestras vidas. El incendio en sí mismo ha sido un fuego purificador que ha servido para limpiar la urbe de su pasado mortal y encaminarla hacia un futuro en el Olimpo de los dioses. Pero para esta nueva situación, para este renacer, la ciudad de Roma ha de cambiar, ha de levantarse de forma diferente a como se mostró bajo el ardor de las llamas incandescentes.
»El primero de los anuncios es que la ciudad de Roma ya no será conocida en el mundo con ese nombre antiguo, sino con el nombre del gran líder divino que la gobierna en su renacer: de este modo la ciudad de Roma pasa a partir de ahora a denominarse para todos Colonia Comodiana.
Quinto Emilio paró un instante para tomar aire y recuperar el aliento. Se pasó el dorso de la mano izquierda por la barbilla. Aún tenía mucho que leer. El papiro era largo.
Los senadores querían hacer comentarios, pero nadie se atrevía a murmurar palabra alguna. El jefe del pretorio continuó:
—Asimismo, una nueva ciudad en una nueva época requiere de una nueva forma para contar el tiempo glorioso que transcurre en este renacer. De modo que a partir de ahora los meses ya no se denominarán como hasta ahora, sino que pasarán a denominarse según cada uno de los doce nombres de la forma abreviada del nombre completo de nuestro divino emperador: Amazonius, Invictus, Felix, Pius, Lucius, Aelius, Aurelius, Commodus, Augustus, Herculeus, Romanus, Exsuperatorius.
Aquí sí empezaron a oírse algunos murmullos. Pértinax se giró hacia Dion Casio.
—Es lo mismo que hizo Domiciano. El último de los Flavios también cambió el nombre de los meses.
—Pero solo se atrevió a cambiar el de unos pocos —respondió Dion Casio, siempre en voz baja—. Cómodo los ha cambiado todos menos el dedicado a Augusto y, por si no bastara, ha puesto un nuevo nombre a la ciudad.
Cierto era que Domiciano terminó asesinado por unos gladiadores. Dion Casio frunció el ceño: ¿sería ese el motivo por el que Cómodo se había dedicado a matar decenas, centenares de gladiadores los últimos años? A lo mejor no estaba tan loco como todos creían y aquella extravagancia de asesinar a luchadores no era sino un ataque preventivo.
Pero Quinto Emilio proseguía con más anuncios:
—Mañana mismo se decapitará la estatua del gran coloso de Nerón que se alza junto al Anfiteatro Flavio y en su lugar se pondrá la cabeza de nuestro querido y divino emperador Cómodo a quien tanto debemos todos. A los pies de la estatua se erigirá un león en recuerdo de que el divino Cómodo es un nuevo Hércules entre los romanos, un guía en nuestra confusión y un poderoso defensor en nuestra necesidad. De hecho, para que nadie olvide su fortaleza, en el pedestal se podrá leer a partir de ahora que nuestro emperador es el «único zurdo que ha conquistado a mil hombres en doce ocasiones».5
Con esto terminó la lectura. Inspiró profundamente por la nariz y exhaló una gran bocanada de aire por la boca. Enrolló de nuevo el largo papiro, retrocedió varios pasos y, una vez que se encontró en línea con la posición del emperador, añadió:
—¡Esta reunión ha terminado!
Y así fue. No hubo votación, no hubo turno de palabras ni debate alguno. Cómodo, muy sonriente, se levantó y se acercó al jefe del pretorio, que permanecía ahora firme en el centro del escenario.
—Has leído bien pero sin convicción, Quinto —le dijo en un susurro—. Quiero más emoción en tu voz cuando anuncies decisiones tan importantes, ¿me has entendido?
—Sí, augusto.
—No me defraudes —terminó Cómodo, con una mueca de desaprobación que parecía llevar consigo el mensaje velado de otra amenaza.
Quinto Emilio registró aquello. Era la segunda vez que el augusto se dirigía a él con ese tono de desprecio y condena. Aun así, no dijo nada. Se limitó a apretar los labios y a observar en silencio cómo el emperador montaba de nuevo sobre su majestuoso caballo. El lomo del animal quedó cubierto por el despliegue del largo paludamentum púrpura imperial que lucía el Imperator Caesar Augustus mientras salía cabalgando de la escena del Teatro Marcelo. Tras él fue un nutrido grupo de pretorianos, pero Quinto Emilio permaneció en el centro del escenario vacío como si tuviera el mandato de supervisar que todo el mundo saliera en orden y sin que nadie se atreviera a manifestar oposición alguna a lo allí expuesto.
En efecto, todos iban desalojando el teatro. Un grupo de senadores murmuraba.
—Hay que hablar con Quinto Emilio —se atrevió a decir Pértinax.
—No seré yo quien lo haga —respondió Dion Casio, siempre prudente en extremo y más aún en aquellos tiempos en que la locura de Cómodo era tan errática como imprevisible—, pero si quieres hacerlo, ahí lo tienes; nos vamos a cruzar con él antes de entrar en el pasadizo de salida. Lo que no sé es qué podrías decirle que lo haga recapacitar.
—Algo tengo en mente —replicó Pértinax. Le hizo un gesto a su hijo Helvio para que marchara con el resto mientras él echaba a andar en dirección al jefe del pretorio.
Quinto Emilio vio que uno de los senadores veteranos se acercaba a la escena. Lo conocía bien: sabía que aquel viejo Pértinax, hijo de un liberto, había llegado a senador a base de batirse en decenas de campos de batalla desde Britania hasta Siria, pasando por el Danubio, incluidas las duras campañas de Marco Aurelio contra los marcomanos. No era, pues, un cobarde ni un mero aristócrata rico el que quería hablar con él, sino un hombre que había forjado su destino con valor en la lucha. Eso Quinto Emilio lo respetaba y, como vio que Pértinax permanecía frente a él a la espera de que todo el mundo saliera, sin duda para poder hablar lejos de miradas y oídos indiscretos, el prefecto, en honor al respeto que tenía a aquel senador, aguardó también en silencio.
Se quedaron solos en la escena, justo a la entrada del pasadizo de salida del Teatro Marcelo.
—Entiendo que quieres decirme algo —dijo al fin Quinto Emilio—, pero mide tus palabras porque el emperador sospecha de todo y de todos y mi misión es advertirlo de cualquier posible intento de rebelión, ya sea por parte de los gobernadores de las fronteras o por parte de algún senador.
Pértinax asintió con la cabeza. Miró entonces a un lado y a otro. No había nadie.
—Te agradezco que me escuches y te agradezco la advertencia, pero creo que compartirás conmigo que el emperador toma cada día decisiones más..., cómo decirlo... —Pértinax buscaba una palabra que no pudiera considerarse acusatoria ni crítica—. Sí, el emperador toma cada día decisiones más inesperadas. Eso hace que nunca sepamos lo que puede pasar al día siguiente.
—Es cierto —admitió Quinto Emilio, al tiempo que también él miraba a un lado y a otro—, pero no sé adónde quieres llegar con esto, senador.
Pértinax inspiró profundamente antes de decir lo que iba a decir, pero en algún momento alguien tendría que hacer algo y Quinto Emilio era el que estaba en mejor posición para hacerlo. O para dejar que ese algo ocurriera.
—Tú, vir eminentissimus —continuó Pértinax, usando la fórmula de respeto propia cuando uno se dirigía al jefe del pretorio—, me has advertido y veo en ello buena intención y quiero corresponderte con la misma moneda. Me veo en la obligación de avisarte y hacerte ver lo que ha pasado.
—¿Qué ha pasado? ¿Que el emperador ha cambiado el nombre de la ciudad y de los meses del año? No veo demasiado problema en ello.
Pértinax negó con la cabeza.
—Lo de hoy no importa. Por mí que llame a Roma y los meses del año como quiera, pero hoy es esto y mañana otra cosa. Y, preocupados por estas naderías, no vemos lo esencial. Tú mismo no ves lo fundamental con respecto a tu posición.
—¿Y qué es lo esencial para mí? —preguntó Quinto Emilio.
—Rufo, Quarto, Régilo, Motileno, Grato, Perenne, Aebutiano, Cleandro... —Pértinax comenzó una enumeración de antiguos jefes del pretorio que habían precedido en el cargo al propio Quinto en los años previos de gobierno de Cómodo—. Disculpa si no los cito por orden, pero tú mismo convendrás conmigo en que es difícil recordar los nombres de tantos prefectos caídos en desgracia. Todos están desaparecidos de la vida pública o, directamente, muertos, ejecutados por orden del emperador. ¿He de decirte más?
Pértinax calló entonces, dio media vuelta y empezó a andar.
—Lo que has dicho... lo que me sugieres es traición —le espetó Quinto Emilio.
El senador se detuvo. Se giró.
—Tengo sesenta y seis años, Quinto, y estoy al final de mis días, pero tú aún eres joven. Tú mismo.
Y el veterano senador reemprendió la marcha dejando al prefecto del pretorio meditabundo y cabizbajo en medio de la escena de un inmenso teatro vacío.