CAPÍTULO 1

En una ocasión me dijeron que Elvira había sido puta. Lo recuerdo perfectamente.

Mi tía Carlotta se estaba acicalando para ir a un estreno teatral y yo, todavía niña, la observaba sentada en el borde de su cama. Una cama de matrimonio muy grande, demasiado, sobre todo porque nunca la compartía con nadie de su misma especie. Solo con Romeo, el gato de piel de tigre y ojos de serpiente, que la amaba por encima de todas las cosas. Tanto que, cuando ella llegaba a casa después de ensayar, Romeo saltaba a su pecho y le mordisqueaba un poco la cara, como para decirle «eres mía y de nadie más». Y su Julieta le abrazaba y le besaba en el hocico siempre húmedo, con un ligero aroma a sardinas en lata, el manjar favorito del joven Montesco. Romeo solía hablarle a mi tía con melancólicos maullidos que habrían partido el corazón más duro. Con su mirada amarilla y sus bigotes tiesos, parecía dedicarle las más tiernas palabras, a las que ella respondía siempre: Si, animaletto.

Romeo fue un gato sin familia hasta que un día decidió abandonar las peleas callejeras y las noches insomnes pegado a un tubo de escape. Buscó asilo en casa de la que consideraba la señora más guapa y más solitaria del barrio. Arañó la puerta, Carlotta abrió, Romeo se hizo el desmayado en el felpudo para resultar más convincente y ella lo adoptó.

En aquella época, mi tía vivía con su madre y su único hijo, Leone. Al poco de nacer el niño, se separó de su pareja, un excelso actor a quien había que rogarle para que se subiera a un escenario porque lo que de verdad le apasionaba era aullar ante las evoluciones de una pelota sobre el césped del estadio, afición considerada del todo inaceptable en mi familia. Carlotta era una mujer nerviosa, impaciente y con una clara tendencia a los ataques imprevistos de ira. Con las manos en el volante, se convertía en una perturbada. ¡Pobre de aquel que sufriera la desgracia de ir de copiloto! Ya se sabe que Roma es una ciudad de tráfico complicado. Mi tía se subía al coche y perdía el decoro y el control de sí misma. Empezaba a vociferar con medio cuerpo fuera de la ventanilla, tocaba la bocina como si fuera una ambulancia y componía una sonata de insultos tan ofensivos que siempre pensé que moriría estrangulada a manos de un romano en medio de algún atasco. Cuando se enfadaba, nos daba tanto miedo que Leone y yo nos escondíamos debajo de la cama para salvar el pellejo mientras ella nos arrinconaba con la escoba obligándonos a salir, rebozados en polvo. Pero lo cierto es que aunque gritara, nos diera en la cabeza con un periódico, estampara el teléfono contra la pared o pisoteara el árbol de Navidad en un arrebato, era un ser absolutamente inocuo y bondadoso. Una vez pasado el furor, nos perdonaba y se hacía perdonar llevándonos al cine o a alguna inolvidable excursión por los alrededores de la ciudad con su Dyane 6 color crema.

Carlotta, digna hija de Ángela, fue un claro exponente familiar del silencio. No había forma de sonsacarle la más mínima información. Tampoco mostraba ninguna curiosidad, por lo que sospecho que tal vez no supiera gran cosa.

—¿Qué le pasó a Elvira? ¿Por qué nadie habla nunca de ella? —pregunté de sopetón mientras acariciaba a Romeo.

Me gustaba ver cómo se vestía, cómo se maquillaba, cómo abría y cerraba cajones de la cómoda, cómo sacaba una caja llena de abalorios, cómo elegía las medias, el perfume adecuado, las sandalias de tacón alto, el bolso, el chal. Todo. Carlotta era actriz. Y Romeo lo sabía. Por eso, desde la cama, seguía muy atento los movimientos de su estrella. Se quedaba quieto, convertido en una estatua de sal, aunque en realidad lo que tenía eran ganas de cazarla, igual que al ratón de sus sueños.

—Elvira era una puta —dijo frente al gran espejo de su habitación, mientras dibujaba una línea oscura en sus párpados—. Por eso la nonna no quiere hablar de ella.

—¿Cómo que una puta?

—Ya lo comprenderás cuando seas mayor. Era una puta que no trabajaba por dinero, sino por placer. ¿Por qué te crees que la abandonó Belcebú? Era lo que ahora se llama una ninfómana.

—¿Una ninfómana? ¿Y eso qué quiere decir?

—Pues ya te lo he dicho: era una puta a la que le gustaba ser puta. Así de claro.

—¿Y quién era Belcebú?

—Eso pregúntaselo a tu abuela.

Terminó de pintarse los labios, me dio un beso en la frente, se despidió de Romeo, se fue al teatro y yo me abalancé sobre el diccionario escolar que llevaba en la cartera para buscar las tres nuevas palabras que había aprendido: puta, ninfómana y Belcebú.

Cuando descubrí y memoricé los significados, mi imaginación se disparó. Puta, ninfómana, Belcebú. Tres palabras increíbles que dejaban un resquicio abierto a todo tipo de especulaciones dramáticas, terroríficas y, sobre todo, prohibidas.

Por aquel entonces, mis ataques de asma eran especialmente virulentos. Llegaba a tener auténticas alucinaciones provocadas por la falta de oxígeno. Una madrugada me llevaron a urgencias envuelta en una manta. Durante el trayecto en coche de casa al hospital, abrazada a mi abuela en el asiento trasero, vi por la ventanilla a una mujer que paseaba por la acera del parque del Gianicolo envuelta en las brumas del alba romana. Era muy alta, de melena larga y rubia, vestida de blanco de la cabeza a los pies. Bellísima. Era sin duda una puta y una ninfómana. La acompañaba un gato negro de angora, atado con una correa de diamantes, tan elegante que solo podía ser el diablo.

—¡Para, para el coche! —le grité a Carlotta, con las mejillas encendidas por la fiebre y señalando con el dedo—. ¡Elvira y Belcebú! ¡Están ahí!

Ángela y Carlotta se miraron asustadas.

—¡Corre! —le gritó desesperada mi abuela a su hija—. ¡Corre, que esta niña se nos muere!

Carlotta pisó el acelerador y empezó su sarta de maldiciones. Seguramente me salvó la vida, pero siempre negó haberme dicho lo que me dijo. Y juro que me lo dijo.

Lo juro.

Elvira no era rubia. Lo leí en la crónica novelada de mi abuela. Ángela siempre había soñado con ser escritora, y de ahí el empeño en publicarla por su cuenta, aunque fuera ya octogenaria. Cien ejemplares muy bien editados, en papel de calidad y letra pequeña, que guardó en un par de cajas de cartón para que los leyeran la familia y los amigos más íntimos. Nadie entendió, ni yo misma hasta mi excursión a Colorno, que en esas páginas Ángela se había aproximado por primera vez a la verdad. Después de una vida entera dedicada a la fabulación, quiso despedirse con un gesto contundente. Así era ella. Reservada, tímida, discreta y taciturna, o justo lo contrario. Hasta la exacerbación.

Sequenze familiari repasaba los acontecimientos más importantes de nuestra historia a partir de su abuela Margarita Candio, para detenerse poco más allá del nacimiento de su última hija, Caterina, mi madre. Parecía una historia de Dickens, pero con la diferencia de que el argumento no era una ficción basada en algunos apuntes autobiográficos, sino que lo que contaba podía haber sucedido realmente. Lo cual le otorgaba a mis ojos un valor enorme, mucho mayor que la destreza que había demostrado en ciertos pasajes de esta primera novela, que fue la última. Descubrir que parte del texto era real desató en mí la necesidad de transcribir y reescribir lo ya escrito, y continuar de este modo con el relato de las siguientes generaciones. Por eso la leí cientos de veces, estudié cada detalle, cada matiz, cada coma y cada adjetivo, hasta confundir mi voz con la suya, mis letras con las suyas. Un relato escrito a cuatro manos. Mi abuela y yo sentadas frente al mismo piano, tocando la misma melodía, sin partitura. Conozco de memoria capítulos enteros que resuenan en mí con la fuerza evocadora de un pacto de sangre.

Ángela comenzaba describiéndose a sí misma. Una niña de unos cinco años, de ojos negros, pequeños y curiosos, la melena rizada y suelta, el modesto vestidito de verano arrugado, los botines cubiertos de polvo. Descuidada en el aspecto y con sombras en el alma, parecía una huérfana rescatada de un hospicio. Sentada en el regazo de su abuela, Angelina esperaba impaciente a que abriera aquel gran álbum, cuya cubierta forrada de terciopelo rojo le parecía la tapa de un cofre repleto de tesoros.

Mis dedos teclean de memoria. No hay recuerdo que aflore tan a menudo...

No hay recuerdo que aflore tan a menudo a mi mente como el álbum de fotografías de la abuela Margarita. Al evocarlo, es tal la sugestión que me produce, que parece como si lo volviera a tener de nuevo en mis manos. Retornan a mí sensaciones lejanas y la percepción exacta del celo con que lo custodiaba. Veo la pequeña cremallera y la minúscula llave que, a saber por qué extraña razón, siempre llevaba atada con un cordel al fajín de la falda. Las pocas veces que accedió a mostrármelo, se abrió ante mí un mundo que nunca había llegado a conocer tal y como allí quedaba retratado. Los seres queridos, que la abuela me señalaba con paciencia una y otra vez para que memorizara sus nombres y sus historias, habían sido engullidos por la guerra, el exilio, la vejez y la muerte. Solo quedaban esas páginas como testimonio de lo que fueron. La última de sus estampas, la que cerraba el álbum, era una fotografía de mi madre, muy joven, algunos años antes de enfermar. Nunca pude olvidar aquella imagen, porque en ella todo parecía posible. Era un comienzo. La promesa de lo que pudo ser. Y no fue.

De pelo oscuro, piel blanca y talle de avispa, Elvira solía adornarse con graciosos lazos y plumas que cubrían el peinado y apresaban su rostro en una gasa que descendía hasta el mentón. Era una joven extraña, frágil y testaruda, tan callada que parecía apenas deslizarse por la residencia familiar, en la que vivía con sus padres y sus dos hermanas. Le gustaba leer. Le gustaba pasear. No le gustaba tocar el piano. Tampoco le gustaban mucho los hombres. No se fijaba en ninguno, a pesar de los continuos intentos de su madre por casarla cuanto antes. Recibía a un candidato, servía un té con limón, sonreía y, con la mirada ausente, le ofrecía el dorso de la mano al despedirse. Así hasta que apareciera otro, similar al anterior, y a quien reservaría el mismo tratamiento exquisito y distante.

Elvira había nacido en Padua en el año 1883, en una villa rodeada por un jardín bien cuidado, con una fuente, un templete y un olmo centenario que era el orgullo de sus dueños, al que llamaban el árbol de la música porque en su copa habían mandado construir una graciosa estructura de hierro forjado pintada de verde. En ocasiones especiales, los componentes de un cuarteto de cuerda trepaban a través de una escalera de caracol que abrazaba el tronco para interpretar sus melodías. Elvira adoraba sentarse ahí arriba y dejar que sus largas faldas y enaguas colgaran como ropa tendida que se mueve al compás del viento.

Era la segunda de los cinco hijos que tuvo Margarita Melloni, de soltera Candio, con un ingeniero cuyo nombre de pila no se recuerda. A Margarita la desposaron con dieciséis años y ella aceptó sin queja ni entusiasmo el matrimonio pactado, a pesar de que no amaba a su marido ni llegó a quererle nunca. De hecho, en el álbum no se guardaba una sola imagen de él.

Marginado por todos, siempre se le trataba como a un huésped incómodo. Y se le compadecía por unas debilidades consideradas indignas de un varón, como su pasión por la música y la literatura. Elvira era la única que le admiraba con ese amor incondicional que solo una hija puede sentir hacia su padre. Todas las noches se metía en su cama para que le leyera los cuentos que le prohibía Margarita por considerarlos fantasías impropias para una niña. Pero lo que más le gustaba era dormirse entre sus brazos y notar luego cómo él se incorporaba muy despacio para sentarse al escritorio a trabajar. Le observaba entre sueños iluminado tan solo por la luz de una lamparita verde que, en ocasiones, quedaba encendida hasta las primeras luces del alba. Y se sentía muy orgullosa de que la hubiera nombrado encargada de rellenar el depósito de su estilográfica y de cambiar el plumín desgastado de tanto en tanto. Elvira de mayor quería convertirse en su padre, tener los dedos siempre manchados de tinta china y pasar la vida enfrascada en alguno de aquellos libros tan voluminosos que ni siquiera lograba sujetar.

El Ingeniero leía a Marx y solía sugerir a su esposa que no abusara de su poder con el servicio. Pero en esa casa solo Elvira prestaba atención a sus palabras. Como si fuera transparente, él entraba y salía sin hacerse notar. Cuando llegaba el momento, depositaba su sueldo en la mesa de la cocina, a sabiendas de que se consideraba apenas suficiente para mantener el nombre y el decoro familiar. La abuela Margarita lo guardaba en la faltriquera con una mueca de disgusto.

Sin embargo, fuera de casa, el Ingeniero era un intelectual que infundía respeto. Admirado en el trabajo por sus ideas innovadoras, llegó a ganar el concurso para un nuevo trazado urbanístico de las calles de Roma. También le encargaron el de Nápoles y Mesina, con gran enojo de su mujer, que odiaba los traslados, sobre todo si se trataba de ir al sur de aquella Italia pobre y atrasada. A pesar de los continuos desplantes que recibía de Margarita, él sí la quería.

El Ingeniero tenía un hermano menor que recibía el aplauso de familiares y amigos. Y el amor incondicional e imposible de Margarita. De este sí quedan el nombre, Ernesto, y las numerosas fotos que Margarita acariciaba con los dedos mientras hablaba de él. Un cuñado deportista, aventurero, turbulento. Tenía un rostro enérgico pero amable, adornado por un bigote burlón y una pose que desafiaba a quien se le pusiera por delante. Era lo contrario del Ingeniero: locuaz, divertido, entusiasta y siempre dispuesto a festejar la vida, ya fuera subiendo los Apeninos en bicicleta o mirando con desfachatez a su cuñada, a la que también debió de amar a escondidas, sin traspasar nunca las fronteras de lo platónico. O quién sabe.

Salían retratados siempre juntos, sin tocarse, pero tan cerca el uno del otro que la falda con miriñaque de ella parecía cubrir la pernera del pantalón de él. Tela sobre tela, nada más. Hasta el día en que el hermano del Ingeniero decidió marcharse al extranjero para huir de un deseo prohibido. Sucedió de repente. Tan de repente que se despidió con una breve carta que Margarita apoyó en sus rodillas y cubrió con ambas manos antes de abrir. Justo el tiempo de tomar aire y cerrar los ojos. El tiempo de entender que lo que no podía ser se terminaba. No le volvió a ver.

Eso sí, todos los años, le enviaba un retrato a su querida cuñada. Sin una palabra. Solo una imagen que ella pudiera guardar y acariciar en ese álbum que conservaba cerrado con llave.

Al poco de marcharse Ernesto, al Ingeniero le destinaron al sur. Y allí se llevó a su familia, a pesar de la indignación de Margarita, que no quería de ninguna manera abandonar la casa del árbol de la música, donde habían nacido todos sus hijos: Clelia, Elvira, María y dos niños gemelos de los que tampoco se sabe el nombre, puesto que morirían antes de aprender siquiera a hablar.

Margarita organizó el traslado sin disimular su descontento. Cubrió de sábanas blancas los muebles de la casa. Cerró persianas y cortinas. Envió baúles repletos de ropa y parafernalia doméstica a la otra punta de Italia. Se despidió de sus seres queridos y abandonó la ciudad donde se había criado. Traicionadas sus expectativas más íntimas, se hizo cada vez más evidente la frialdad de su carácter. Con veintidós años y cinco hijos, dejó de pensar en el amor. Jamás volvió a acostarse con su marido y se dedicó a sus labores de madre. Nunca de esposa.

El viaje al sur duró varios días. Coche de caballos, tren y un barco que, desde Padua, los llevaría a Mesina, una localidad siciliana con aires de África que sabía a sol salado. Cuatro palmeras se alzaban frente al edificio de dos plantas, chato y largo, que alquiló el Ingeniero. Una terraza a ras de tierra circundaba su perímetro y miraba hacia el mar, en cuyo horizonte, durante los días claros, podía verse a través del estrecho la punta de la bota italiana.

Se instalaron. Margarita organizó con celeridad las cuestiones domésticas. A los pequeños gemelos los ubicó en una amplia habitación con vistas, la más bonita de todas. A Clelia, Elvira y María, en el piso de abajo, cada una con cuarto propio. Y al Ingeniero, lo más alejado posible de ella. Contrató a una cocinera, a dos criadas y a un jardinero, picajosos y taciturnos como el paisaje de cardos que los rodeaba. Vació baúles, encargó cortinas que mitigaran aquella luz cegadora, bordó iniciales en varios pañuelos de lino que apretaba contra su boca para eludir la arena que el viento incesante repartía sin piedad por cada rincón, mueble, vajilla o indumento, derrotando cualquier esfuerzo por mantener la casa en condiciones. Hasta las sábanas recién planchadas picaban de arena. En el espejo de la cómoda, las niñas escribían sus nombres con un dedo.

Margarita detestaba aquel lugar de clima cálido, sofocante, que pegaba las enaguas a los muslos y obligaba a desabrocharse el corsé para poder respirar. Le resultaba imposible mantener la compostura física y aún menos la espiritual. Tampoco se relacionaba con sus gentes, a las que consideraba poco menos que primos hermanos de los chimpancés. Ni siquiera hablaban el mismo idioma, limitándose a un tosco dialecto que le parecía del todo incomprensible.

Sicilia, isola maledetta. Así la llamaban. Desgarrada de la tierra firme tan solo por un brazo de Mediterráneo, Sicilia temblaba. Se estremecía por las noches, los cristales de las ventanas tintineaban algunos segundos, la cama zozobraba como una barca y el cuerpo se deshuesaba, incapaz de encontrar los naturales amarres de la fuerza de gravedad. Margarita se agarraba al dosel con la esperanza de que aquellos pocos segundos de vaivén no acabaran en tragedia, mientras el Ingeniero, al otro extremo del largo pasillo, dormía a pierna suelta y, entre un ronquido y otro, tarareaba La Internacional.

—¿Has notado los temblores esta noche? —le preguntaba Margarita, todavía insomne, a la hora del desayuno.

—No te preocupes —respondía el Ingeniero sin levantar la vista de algún libro subversivo—. Aquí siempre es así. Te acostumbrarás.

Y era cierto. A lo sumo caía un cuadro de la pared o se agrietaban los frescos de la catedral. El último gran terremoto había ocurrido en el año 1783 y, desde entonces, una relativa calma reinaba en aquella isla sin raíces, que parecía una inmensa balsa mecida por las aguas.

Antes de que la abuela Margarita pudiera acostumbrarse a las tiritonas de los cimientos, una madrugada, pasadas las cinco de la mañana, tres fuertes sacudidas derrumbaron Mesina entera. Algunos segundos después, el mar comenzó a hincharse, y cuando la masa de agua rompió en espuma, se tragó de un lametazo los escombros y lo que quedaba en pie de la ciudad. El cielo retumbó y se partió en dos, igual que la tierra. Una lluvia torrencial de agua dulce y salada cubrió de fango a los muertos y les dio sepultura. No quedó ni el polvo, solo un páramo de desechos del que sobresalían algunos miembros desgajados de los cuerpos. La gigantesca ola se había tragado las casas y había posado los barcos en los montes, configurando un paisaje absurdo, que no pertenecía al orden humano, sino al caos de una naturaleza indomable.

Contaba Ángela que en un instante murió más de la mitad de la población bajo el peso de sus moradas y sus pertenencias. Los que se habían salvado merodeaban por calles sin fachadas, llamando a sus seres queridos. Un nombre al que seguía un silencio sin respuesta. Otro nombre. Y otro y otro más. Miles de ellos, más de sesenta mil. Los supervivientes caminaban empapados, con la desgracia retratada en el semblante, ebrios por el desmoronamiento de los pilares que hasta aquel entonces los habían sostenido.

¿Y la familia Melloni?

Se despertaron por un trueno que marcó el inicio de un violento temporal. Estruendo ensordecedor. Aullar de los perros. Muros caídos, más derrumbamientos, gritos en la oscuridad de una noche cerrada.

Todos salieron de la casa y, en medio de esa confusión, el Ingeniero se dio cuenta de que faltaban los pequeños. A pesar del peligro, volvió a entrar en el edificio. La habitación en la que los dos niños dormían se había desplomado. Desplazó vigas caídas, removió cascotes, arañó la tierra hasta quedarse sin uñas, tragó nubes de polvo en una lucha desesperada que solamente un padre puede librar. Y encontró a sus hijos, enterrados antes de tiempo. Ya eran solo unos cuerpos desbaratados, sin vida.

Mientras tanto, Margarita, Clelia, Elvira y María habían conseguido alcanzar una colina corriendo a través del humo, los detritos y la aterrada muchedumbre. Descalzas, en camisón, petrificadas por el miedo, esperaron a que amaneciera. Allí las encontró el Ingeniero muchas horas después. Elvira corrió a los brazos de su padre, que entre lágrimas les dio la terrible noticia.

Margarita aceptó aquel dolor sin decir una palabra. Abrazó contra su pecho a las tres hijas que le quedaban. Nunca más volvió a hablar de los gemelos. Hasta el punto de que todos acabaron por olvidar sus nombres.

Menos ella.