I

Era fines de junio de 1905 cuando Rafael Alevy abordó el tren en Atenas con destino a Monastir, ciudad otomana conocida en la actualidad como Bitola. Viajaba orgulloso de poder mostrarle a su familia el título de médico cirujano otorgado por la Universidad de Atenas. Recién había cumplido veinticinco años y con ello continuaba una tradición ligada a la medicina, ya que su padre era farmacéutico. Además de una gran capacidad intelectual, Rafael pudo realizar los estudios en aquella prestigiosa universidad gracias al manejo del idioma griego, aprendido en una escuela de Monastir. En aquella época, entregar la mejor educación a los hijos formaba parte de los valores y la principal herencia que los padres traspasaban a sus descendientes; los bienes materiales no eran nada al lado de lo que significaba dejar a los hijos las poderosas herramientas de una buena educación, además del conocimiento de otros idiomas.

Como Rafael tenía un carácter sociable, amable y generoso, desarrolló en la universidad amistades con compañeros de su propia facultad y de otras carreras, procurando siempre que tuvieran valores éticos y morales parecidos a los que él había recibido en su hogar. Entre esos amigos estaban Panagiotis Tsaldaris, estudiante de leyes y compañero de habitación durante seis años, con el que se incorporaría a la masonería en la famosa Logia de Oriente, y quien, en el futuro, sería primer ministro de Grecia en dos ocasiones.

Otro de los amigos era Kolonomós, con quien ese verano de 1905 viajó desde Atenas a Monastir. Rafael había enviado un telegrama a sus padres, Yusulas y Matilde, avisándoles que iría acompañado. Ellos le respondieron que felices los recibirían. Pero un contratiempo modificó la fecha de llegada. El tren sufrió una avería y ambos amigos quedaron varados en el pueblo de Tríkala, en el centro del territorio griego, en la región de Tesalia.

Rafael y Kolonomós se tomaron con buen humor el desperfecto del tren. Para Rafael era una oportunidad de conocer otros lugares de Grecia, ya que, durante los años que permaneció en Atenas, la intensidad de los estudios prácticamente no le permitió salir de la ciudad. Kolonomós conocía a una persona en Tríkala, y la fueron a visitar mientras esperaban la reparación de la locomotora a vapor. Se trataba de Solon Matsas, quien los recibió tan cálida y afectuosamente que, cuando el tren estuvo reparado, los obligó a cambiar los pasajes y permanecer un par de días más en su hogar.

El magnánimo Solon, de unos veintiocho años, era integrante de una comunidad de judíos romaniotas y se encargó de explicarles a sus huéspedes la historia de sus orígenes. Hasta ese momento, Alevy y Kolonomós ignoraban la existencia de otros judíos que no fueran askenazis o sefarditas. Les contó que después de la destrucción del segundo templo de Jerusalén, una parte de la población judía se fue con las tropas romanas a Grecia, subieron a través del Peloponeso y se repartieron por diferentes lugares; unos pocos, especialmente, en las localidades de Ioánina, Volos y Tríkala, donde estaban ahora. Permanecieron allí varios siglos formando parte del Imperio Bizantino —llamado al principio el «Nuevo Imperio Romano»—, y desde 1453 en adelante, bajo la dominación del Imperio Otomano.

Para algunas fiestas religiosas, los romaniotas de Tríkala y Volos se juntaban en diferentes casas en el pueblo de Ioánina, y de este modo lograron preservar durante siglos la identidad de origen, preceptos éticos y morales, junto a tradicionales ritos religiosos. Entonces, Rafael Alevy recordó haber escuchado sobre la construcción de una sinagoga en Atenas, donde se rezaba un libro de oraciones muy distinto a los habituales, llamado Mahzor Romania, con letras judeo-griegas y melodías influenciadas por la música bizantina. Así comprendió que dicha sinagoga estaba destinada a esos judíos de los que hablaba Solon: los romaniotas.

Sin embargo, además de aquella explicación cultural, Solon Matsas les relató algo de su historia personal. Era huérfano de padre y madre, debiendo encargarse de la familia tras su muerte. Tenía un hermano de veinte años, Isaac, que estudiaba para ser químico farmacéutico en la Universidad de Atenas; una hermana de dieciseis años, llamada Eftijía, que en griego significa «felicidad», responsable de las labores del hogar, y un hermano muy pequeño, Ilías, de apenas cuatro años. En esos momentos Eftijía no se encontraba en el hogar, pero al regresar Rafael quedó fascinado con la belleza y dulzura que irradiaba, en especial cuando se preocupaba de atender al menor de los hermanos.

Finalmente, ambos amigos continuaron el viaje a Monastir, pero solo pasaron dos meses antes de que Rafael regresara a Tríkala para pedirle a Solon la mano de Eftijía. La respuesta que recibió fue positiva, pero generaría un serio problema entre los hermanos, porque Eftijía, la única mujer, era además ama de casa. La solución fue trasladar a la familia Matsas completa a Monastir, una gran urbe comparada al pequeño poblado del que venían. Allí se vieron enfrentados a la dificultad del idioma, ya que todos los judíos hablaban en ladino, la lengua de los expulsados de la Península Ibérica en 1492 y que en Monastir llegaban a conformar el cincuenta por ciento de la población total. Además, tuvieron que adaptarse a ritos y costumbres bastante diferentes a las de los judíos romaniotas.

La unión de los Alevy con los Matsas se estrechó aún más cuando Solon se casó con Elvira, una de las hermanas de Rafael que todavía permanecía soltera. La más contenta con lo ocurrido fue Matilde, la madre de Rafael, ya que gracias a su gran paciencia, sabiduría y bondad integró a nuera y yerno en perfecta armonía al nuevo ambiente familiar. Rápidamente, Eftijía terminó cocinando las delicias de la comida sefardita tan bien como la suegra.

Por haber obtenido el título profesional en Grecia, el Imperio Otomano obligó a Rafael a convalidarlo en Estambul, para poder aplicar los conocimientos médicos en Monastir; esta ciudad formaba parte de dicho imperio. Trabajó de manera clandestina por más de un año con el riesgo de ser sancionado por las autoridades, y esperó al nacimiento de su primera hija en 1906, a la que llamaron Regine, para viajar a Estambul y validar el título.

El matrimonio estuvo separado un largo período hasta que Rafael pudo regresar a Monastir. Sin embargo, aquella separación sería la antesala de una todavía más larga, cuando aquel territorio fuera arrastrado a las Guerras Balcánicas y Rafael, con su título de médico en orden, decidiese alistarse en las filas del ejército como cirujano.


II

El hospital militar funcionaba en un vagón de tren y se desplazaba siguiendo a las tropas. Era noviembre de 1912, las Guerras Balcánicas habían comenzado y Rafael, con el grado de teniente, atendía a los heridos del frente de batalla. Los serbios, griegos y búlgaros lucharon para liberar su territorio del dominio otomano. En esta guerra, la Liga Balcánica logró recobrar las zonas ocupadas y todas las islas del Egeo, incluida la isla de Creta. El dominio definitivo de Salónica fue posible algunos años después de la Primera Guerra Mundial.

El reparto de Macedonia, donde se encontraba Monastir, dio origen a disputas entre los propios aliados de la Liga Balcánica. Los búlgaros se consideraban con más derecho que los demás para controlar lo ganado al Imperio Otomano e iniciaron una segunda Guerra Balcánica en 1913. Bulgaria se enfrentó a griegos y serbios. Al ser derrotados, los búlgaros perdieron parte de lo conquistado con anterioridad: Monastir quedó en territorio serbio y Salónica en territorio griego. El Imperio Otomano recuperó la importante ciudad de Adrianópolis, a la que se le cambió el nombre por Edirne, y también obtuvo una pequeña parte de la Tracia Oriental. Este último territorio posteriormente se conoció como la Turquía europea.

El conflicto duró casi dos años —en medio de los cuales nació la segunda hija de Eftijía y Rafael, Ameli— y dejó miles de muertos y un gran encono entre los pueblos que se vieron involucrados. Rafael cumplió su labor de médico militar con gran abnegación atendiendo a los heridos —las bajas griegas llegaron a los casi setenta mil hombres— y continuó haciéndolo cuando, en 1914, se desató la Primera Guerra Mundial. Todavía no se curaban las heridas en los Balcanes, pero Rafael nuevamente se enroló en el ejército y fue tomado prisionero por los búlgaros en 1917.

Ese año, también, un feroz incendio asoló Monastir, destruyendo la droguería y farmacia de Yusulas, su hogar y el de familiares y conocidos. Una vez apagado el fuego, los Alevy, los Matsas y muchos otros vecinos tomaron la decisión de trasladarse al puerto de Salónica —una importante ciudad para el pueblo judío, conocida incluso como la «Segunda Jerusalén»—, e iniciar allí una nueva vida. Postergaron en algunos meses la partida al recibir la noticia de que aquella ciudad también había sufrido un incendio de grandes proporciones. Una enorme solidaridad se hizo presente, y los que no sufrieron daños acogieron en sus casas a los damnificados.

A Rafael le comunicaron estos acontecimientos por escrito mientras se encontraba prisionero en Sofía, y tras finalizar la guerra, en 1918, se efectuó un intercambio de rehenes entre vencedores y vencidos, dentro del cual no fue considerado. En cambio, Rafael debió permanecer retenido en Bulgaria para prestar servicios médicos combatiendo diferentes enfermedades, entre ellas la gran epidemia de tifus que devastó una parte del territorio de ese país. Recién lo liberarían en 1924, seis años después del término de la guerra.
De regreso a casa, pasó por Monastir, visitó a conocidos, amigos, antiguos pacientes, y finalmente se dirigió al cementerio judío ubicado en una colina frente a la ciudad, donde dejó una piedra en la tumba de cada uno de sus abuelos. A continuación, siguió con destino a Salónica, utilizando el ferrocarril que unía ambas ciudades.

Luego de su prolongada ausencia, Rafael no solo encontró el hogar en otra ciudad, sino también a miembros de su familia casi irreconocibles, en especial a las hijas. Regine había podido trasladar los estudios escolares desde la Alianza Francesa, a la que asistía en Monastir, y finalizarlos en la que existía en Salónica. Con Ameli fue todavía más fácil, ya que se inició en la misma escuela cuando arribaron a la ciudad griega. Ambas llegaron a hablar muy bien francés y entendían el ladino, de modo que podían comunicarse sin ninguna dificultad con vecinos y amigos.

La comunidad sefardita en Salónica tenía una población de aproximadamente sesenta mil personas —la mitad del total de los habitantes—, la misma proporción que existía en Monastir. Casi todos los que emigraron de una ciudad a otra coincidían en señalar que había sido una decisión muy acertada. Antes incluso del comienzo de las Guerras Balcánicas, se produjo un éxodo masivo de población judía con destino a otros lugares del mundo, entre ellos Chile, y en especial a la ciudad de Temuco. Monastir estaba en franco declive desde 1863. La posterior decadencia del Imperio Otomano le hizo perder importancia económica a la ciudad.

Tras compartir con su mujer e hijas, Rafael dirigió sus pasos al cementerio judío de Salónica para visitar la tumba de su padre, fallecido en 1922. Aquel fue un acontecimiento muy triste para él, pues estando de rehén no pudo concurrir a despedir los restos del padre. El hermano de Rafael, llamado Benveniste, y al que le decían Benvo, continuó ayudando con la droguería y farmacia que habían instalado en la nueva ciudad. Los menos trabajólicos extrañaban los tres días feriados que existían en Monastir —viernes para los musulmanes, sábado para los judíos y domingo para los católicos—, pues en Salónica el gobierno griego había establecido, a partir de 1922, el domingo como único día de descanso.

La otra novedad para el médico fue observar que la familia había crecido. Benbo encontró novia en Salónica, se casaron en 1923 y al año siguiente tuvieron mellizos. Como eran niño y niña les pusieron los nombres de los abuelos: Yusulas y Matilde. Aunque la abuela no había muerto, era costumbre sefardita que los nietos llevaran sus nombres, aun estando vivos. Cinco años después nació Raquel.

En cuanto a los hijos de Solon y Elvira Matsas, Bernard y Matilde, a quienes Rafael vio nacer en Monastir, se habían convertido en unos jóvenes que hablaban ladino, francés y griego, siempre interesados en hacerle preguntas acerca del ejercicio de su profesión de médico.

Sara, la hermana mayor de Rafael, se había casado con un primo de segundo grado llamado Yacob Alevi. Llevaban el mismo apellido, aunque el de Yacob no tenía «y» final. Ellos también se trasladaron de Monastir a Salónica. Tenían tres hijos: Henry, Yajiel e Isaac. Este último decidió irse a París para continuar estudios superiores. Con el tiempo, la decisión de salir de la ciudad griega y radicarse en Francia se convertiría en una de las más trascendentales en toda esta historia.

Eftijía llenó de la mejor manera posible el vacío que había dejado su marido tras su ausencia. A pesar de tener una salud delicada por culpa del asma —debía concurrir todos los años a las termas de Langadia en compañía de Ameli—, se convirtió en la viga maestra del hogar. Ella se ocupaba de todos los detalles requeridos en casa, de la economía doméstica y de preparar las fiestas rituales. El hogar de Rafael congregaba, muchas veces, a gran parte de los familiares para celebrar las festividades judías, llegando a reunir hasta treinta personas. El regreso de Rafael, sin embargo, no trajo una tranquilidad definitiva al hogar. Para solventar los gastos de casa, Eftijía tenía serias dificultades y le reclamaba al marido por no cobrar a los pacientes los honorarios médicos. Algunos de ellos le pagaban como podían, con alguna cosecha, frutas, vegetales, huevos, aves de corral o corderitos recién nacidos. Se veían obligados a recurrir a préstamos para cubrir las necesidades del mes. Siempre permanecían en viviendas alquiladas, corriendo riesgo de desalojo si se atrasaban en el pago de la renta.

Rafael y su familia pertenecían al cuarenta por ciento de la población judía de Salónica, conformada por profesionales, empleados, escritores, periodistas, impresores, artesanos y pequeños comerciantes. Casi todo el resto eran operarios calificados, obreros en todo tipo de actividades y de preferencia changadores del puerto. También existía en Salónica un grupo muy reducido de sefarditas ricos —empresarios, industriales del rubro textil, comerciantes mayoristas, exportadores e importadores— que contribuían con donaciones al funcionamiento de las instituciones de beneficencia y de culto de la comunidad judía. Cualquiera fuera la actividad laboral, lo destacable era la inexistencia de judíos analfabetos.


III

El 15 de mayo de 1926, Eftijía y Rafael vieron nacer al único varón que tuvieron. En la ceremonia del Brit Milá, o de la circuncisión, le dieron el nombre de Elie Yusulas. La diferencia de edad con respecto a sus hermanas era muy grande. Con Regine tenía veinte años y trece con Ameli. Esta última desde el primer día asumió un rol muy activo en la crianza del pequeño, entregándole mucho amor y posteriormente ayudándolo con las tareas escolares.

La familia continuó creciendo, ya que Regine contrajo matrimonio con un primo de nombre Yajiel. En el momento de la boda, en una de las treinta y seis sinagogas que tenía la ciudad, Rafael, muy emocionado, le dijo al yerno que no perdía una hija, sino que ganaba un hijo.

Arrendaron su propia vivienda, pero, prácticamente, pasaban en el hogar paterno. Eftijía y Rafael se habían hecho grandes expectativas de asumir pronto el rol de abuelos, pero no fue posible. Elie pasó a convertirse en una especie de hijo-nieto, recibiendo cariño por todos lados y siendo el centro de mesa en las reuniones familiares. Cada vez que llegaban visitas al hogar, le traían regalos al pequeño.

Elie fue desde pequeño inquieto, curioso y preguntón. A los tres años recorría solo las calles del barrio y tenía presente los consejos del padre, quien le decía que ganarse el cariño de la gente era la mejor de las recompensas a la que podía aspirar un hombre.

En tanto, cuando Ameli cumplió los dieciséis años, la preocupación en el hogar era juntar un ajuar y una dote para casarla. Era costumbre muy arraigada que el padre de la novia entregara una significativa cantidad de dinero al novio para concretar la boda. Pero las finanzas familiares continuaban con serias dificultades. El doctor Alevy ejercía la medicina con gran vocación de servicio, sus pacientes trabajaban en el puerto, ya fuera como changadores, pescadores o cargadores, y tenían ingresos bastante miserables. Fueron precisamente estos changadores a quienes los tripulantes de barcos españoles escucharon hablando en ladino, y así llevaron la noticia a su patria al descubrir que 450 años después de la expulsión de los judíos de la península ibérica aquel idioma seguía vivo.

Rafael debió atender a numerosos griegos que llegaron de ciudades turcas, luego de un intercambio de poblaciones que se hizo entre Grecia y Turquía. Venían prácticamente con lo puesto, y aunque el gobierno procuró entregarles algún tipo de vivienda, tendría que pasar un buen tiempo antes de que pudieran integrarse al campo laboral y llegar a obtener ingresos. Por eso, en el Hospital Hirsch, perteneciente a la comunidad judía, Rafael Alevy no cobraba las cirugías que efectuaba. Dicho recinto hospitalario había sido donado por el barón Hirsch, con la ayuda y patrocinio de la familia Rothschild; lo mismo aconteció con un conjunto de viviendas construidas con recursos filantrópicos y destinadas a los changadores del puerto. Además, Rafael ejerció el cargo de presidente de la clínica ginecológica que pertenecía al Estado. Dejó de operar al cumplir sesenta años y solo continuó en la profesión como médico internista.

Antes de cumplir cinco años, los primos mellizos de Elie, Yusulas y Matilde, fueron matriculados en un jardín infantil. Al advertir que se vería privado de sus grandes compañeros de juegos, a Elie le dio una de las más grandes pataletas que recordaría en toda su vida. Lloró sin parar hasta lograr que lo inscribieran en el mismo jardín infantil de los primos. Como era más chico, no tenía la madurez suficiente para sacar provecho de lo que le enseñaban, pero tenía tal perseverancia y voluntad que continuó los estudios hasta finalizarlos junto a ellos. Fue la primera demostración de que cuando se proponía una meta la lograba a como diera lugar.

Debido a que Salónica era un puerto muy cosmopolita, había diferentes escuelas extranjeras. Además de la Alliance Israélite Universelle, estaban la Scuola Italiana, el American School, la Deutsche Schule y la Alianza Francesa, entre las más renombradas. También existían como alternativa las escuelas fiscales griegas, de larga data. Durante la permanencia del Imperio Otomano no hubo mayor preocupación por tener escuelas de enseñanza turca y solo había extranjeras. El interés de los sultanes era la formación religiosa como máxima prioridad y de manera exclusiva para los hombres; las mujeres, por su parte, debían estar dedicadas a las labores del hogar. Con la instauración de la República de Turquía a partir de 1923, Mustafá Kemal Atatürk impulsó la instalación de escuelas laicas, fiscales, en idioma turco, para ambos sexos.

En esa época, enseñar francés a los hijos era la máxima aspiración de los padres, así como posteriormente lo fue la enseñanza de la lengua inglesa. De allí la existencia de una alta demanda de matrícula entre los apoderados sefarditas en las escuelas de la Alliance Israélite Universelle. Aparte del idioma galo, también los alumnos podían aprender judaísmo y, en los últimos años, recibir conocimientos técnicos, por ejemplo, de contabilidad, para disponer de herramientas que les permitieran ganarse la vida aun cuando no siguieran estudios superiores.

Rafael Alevy casi generó una revolución en su entorno al decidir colocar a su hijo en una escuela fiscal griega. Se defendía de las críticas señalando que la educación pública en Grecia era de gran calidad y que aquella sería la mejor manera de integrarse a la sociedad. Decía que los alumnos que estudiaban en escuelas extranjeras egresaban deseando irse a París, Roma o Berlín. Aspiraba a que su hijo siguiera sus pasos y llegara a estudiar medicina en la Universidad de Atenas, igual que él, ejerciendo la profesión en Grecia. Como buen masón, no era partidario de que se enseñara religión en las escuelas. Argumentaba que la educación escolar debía ser totalmente laica y la formación religiosa, para quienes la desearan, era responsabilidad de los padres, pero dentro del hogar. Tal como lo pensaba también Mustafá Kemal Atatürk.

Otra institución que velaba por ese interés era la Federación Socialista de Salónica, que daba cursos en griego, francés y ladino en diferentes materias, por ejemplo: «La mujer y el socialismo», «Las crisis económicas y la política colonialista», «El salario» y «El capital industrial y comercial». El dirigente sefardita Alberto Arditi fue un tenaz defensor del uso del ladino en la prensa y en los cursos, señalando que «comunicar a los trabajadores en la lengua que ellos hablan era prepararlos lo más rápido posible al socialismo y a la acción internacional».

Los judíos de Monastir, más conservadores en términos religiosos, no comprendían este liberalismo de los sefarditas socialistas de Salónica, ni su gran integración a la sociedad griega a través de esta federación. Ni mucho menos a quienes participaron en su fundación, como el propio Alberto Arditi, Samuel Amón, Jacques Ventura, Abraham Benaroya y Sabetay Levi, entre otros. Los socialistas judíos de Salónica, sin perder su identidad como tales, luchaban por los mismos ideales que sus compañeros griegos: mejorar las condiciones de vida de los trabajadores, impulsar leyes para dar protección en caso de accidentes laborales, enfermedades, cesantía, igualdad de derechos para todos, acceso a la justicia y sufragio universal. Aparte de los portuarios, las industrias del tabaco, textiles, calzados concitaban un número importante de trabajadores asalariados. Existían tres diarios para difundir aquellas ideas entre la población. Los griegos tenían el Ergatis, los turcos el Istirak y los judíos el Jurnal del Lavorador; por supuesto este último todo escrito en ladino.
Es posible que David Ben Gurión, durante sus estudios en Salónica en 1912 —como constatan las memorias de la Federación Socialista de Salónica—, desarrollara sus primeras ideas para la futura fundación del moderno Estado de Israel.


IV

A los cinco años Elie ya sabía escribir y leer en griego. Un día esperó a que su padre llegara del trabajo para mostrarle la palabra «Rafael» escrita por él mismo. Como la madre no sabía ladino, en casa no se hablaba ese idioma. Por esa razón, Elie no pudo aprenderlo, aunque cuando jugaba con sus amigos en la calle lograba entenderlo bastante. Además, fue advirtiendo que el ladino había incorporado algunas palabras helénicas a su vocabulario. «Tenedor», por ejemplo, era piruni en griego y pirón en ladino. «Viejo» era papu, igual que en ladino. «Aros» era eskularichas. «Mujer coqueta»: kokona. «Mujer hacendosa»: nikokera. «Buen día»: kalimera.

Aunque por su trabajo de médico Rafael veía poco a su hijo Elie, fueron muy unidos. Cuando la madre partía a las termas con la hermana, eran los momentos que más podían compartir. El doctor Alevy llevaba al hijo al puerto y cenaban de manera habitual en un pequeño restaurante, donde el menú preferido de los dos eran las albóndigas de cordero a la parrilla (shish kebab), aliñadas con ajo y orégano, acompañadas de ensalada rusa con una mezcla de yogur y mayonesa. Elie tomaba Sinalco (una bebida, como lo dice su nombre, «sin alcohol») y comía su postre imperdible: las famosas baklavas con crema dura encima, para bajar el dulzor. A continuación, paseaban por el borde costero.

En una ocasión, Elie asistió con su hermana Ameli a una fiesta de disfraces y permaneció muchas horas con una máscara que le impedía ver adecuadamente con los dos ojos. Al regresar al hogar cometió una serie de torpezas que llamaron la atención de la familia, hasta que fue llevado donde un oftalmólogo que le detectó estrabismo. El uso prolongado de la máscara le había causado un desbarajuste en la musculatura de los ojos. Estuvo obligado a usar lentes que a cada rato se le destruían con los pelotazos que recibía en el rostro, al jugar de arquero al fútbol, o peleando, muy propio de su personalidad inquieta.

Cuando estaba por cumplir los siete años, sus amigos —casi todos mayores que él— le hicieron probar un «Tonga», el primer cigarrillo que sostuvo en los labios. Al año siguiente, con la mesada que le daba el padre, comenzó a ir al cine. Su sala preferida era una que se encontraba detrás de la chocolatería del hogar de la familia Molho, y en otras ocasiones visitaba la del «Titania», en la calle Tsimiski. En esos años, también, se incorporó a los scouts marinos, y durante las vacaciones participaba con su grupo en campamentos instalados en la península de Halkidiki, a más o menos 90 kilómetros de Salónica. También visitaban playas casi desiertas, accediendo en balsas a vela o remo. Con el scoutismo aprendió a remar, montar velas, carpas, hacer nudos marinos, el código Morse, preparar comidas y encender fogatas.

Elie asistía a un club de juegos llamado Aetos Papafi, donde hizo buenas amistades. Quedaba a solo cuatro cuadras de casa, de modo que iba todos los sábados y domingos. Allí desarrolló una gran pasión deportiva: el pimpón. En su condición de zurdo, llegó a practicarlo muy bien; no se perdía competencia y logró salir vencedor en varios torneos.

En cuanto a los estudios, si bien no se encontraba entre los más aplicados, su espíritu inquieto y preguntón, más la habilidad en el tenis de mesa, le permitieron destacarse entre los demás compañeros. Nunca sintió complejos de inferioridad y, muy seguro de sí mismo, era de los que se ponían metas y se esforzaban en alcanzarlas: no concebía darse por vencido. Posteriormente, aprendió muy bien a jugar póker y ajedrez. Era hábil en predecir la jugada de su rival y anticiparse, aun con jóvenes mayores que él. Gracias a sus buenos pulmones, desde pequeño tocó la trompeta en las paradas de la escuela y de los scouts, desarrollando una poco común postura de labios, llamada el «boquino», y que le sería de gran utilidad.

Mientras Elie disfrutaba de su infancia, Grecia continuaba en su proceso de transformación. Rafael Alevy fue requerido por los dirigentes de la comunidad sefardita para que intercediera ante su amigo el primer ministro Panagiotis Tsaldaris para modificar y postergar algunas medidas que estaba tomando el gobierno griego. Durante el período de dominio del Imperio Otomano, la organización de las comunidades respondía a un esquema de un Estado dentro del Estado. Cuando llegaron los expulsados de la Península Ibérica en 1492 al puerto de Salónica, la primera misión fue recaudar el dinero entre ellos para pagar el impuesto territorial, exigido por los sultanes y que se aplicaba a todos los extranjeros residentes en el país. La organización judía se preocupó enseguida de instalar cementerio, sinagoga y una sede comunitaria. Esta última era para desarrollar
actividades educativas, ayudar a los socios enfermos o con dificultades económicas, huérfanos, ancianos. También era el lugar para resolver conflictos de todo tipo entre los socios, menos los criminales, a través de una institución llamada Beth Din, conformada por rabinos y expertos en interpretar el Talmud.

Existía además una sección de orden y seguridad que estaba a cargo de un contingente de jóvenes y era dirigida por un ex oficial militar de la propia comunidad, para imponer la tranquilidad en caso de peleas y desórdenes mayores. En un par de ocasiones, debieron apaciguar a un grupo de judíos cesantes muy alterados que solicitaba la ayuda de la comunidad ante su dramática situación.

Al derrumbarse el Imperio Otomano, el gobierno comenzó a introducir importantes cambios en la sociedad. Rafael Alevy fue a la sede comunitaria de la calle Sarantaporou y allí los dirigentes le solicitaron hacer las gestiones para modificar una disposición legal que obligaba a usar el idioma griego en todas las instituciones del país. El personal que trabajaba en la organización judía hablaba y escribía en ladino o francés, y no resultaba fácil despedirlos para contratar a otros que conocieran el idioma griego. Estos últimos, además, eran muy escasos. El doctor Alevy logró con su amigo, el primer ministro Tsaldaris, postergar por un tiempo la aplicación de dicha medida. Pero tras su muerte, en 1936, asumió el gobierno el general Ioannis Metaxás. Venía llegando de Berlín, donde fue agregado militar y testigo del ascenso de Hitler al poder tres años antes. Se especulaba que podía ser un admirador del nacionalsocialismo, pero en la práctica desarrolló una conducta ambivalente: mantuvo buenas relaciones con el gran rabino de Salónica —el austríaco Zvi Koretz— y prohibió las expresiones antisemitas en la prensa, pero las reformas en educación que impulsó fueron consideradas bastante antijudías.

Metaxás exigió la intervención de un delegado del gobierno para helenizar el funcionamiento de la comunidad judía. Los dirigentes, desesperados porque un ajeno se inmiscuyera en los asuntos internos, solicitaron que al menos el interventor fuera un judío que conociera bien el idioma griego. Kyrimis, el gobernador de la provincia que conocía a Rafael Alevy, lo nombró en el cargo. Fue una difícil misión la que le tocó desempeñar, porque se vio obligado a demostrar avances en la implantación del nacionalismo helénico. Logró, entre otras cosas, que muchas familias de clase media y baja aceptaran enviar a sus hijos a escuelas públicas, tanto en enseñanza básica como en secundaria, y con eso también que los niños consiguiesen escribir su nombre en griego, como lo hiciera Elie en su momento.


V

Para 1938, Elie había consolidado un grupo de amigos casi cuatro años mayores que él. Con ellos se juntaba en diferentes casas y organizaban bailes los sábados por la tarde. También hacían picnics y malones donde, además de la comida, bebían cervezas y ouzo, típico licor griego en base a anís. Fue en uno de estos encuentros cuando Elie comenzó su primer pololeo con una linda jovencita, de pelo negro y ojos celestes. Estuvieron juntos varios meses hasta que la familia de ella se fue de Salónica, pues al padre lo trasladaron a la capital por razones laborales. Mientras ella estaba en Atenas, intercambiaron algunas cartas de amor y fotografías, y aunque Elie mantuvo el recuerdo por mucho tiempo, lamentablemente nunca más supo de ella.

Fue una de las épocas más felices para Elie, porque además coincidió con la celebración del Bar Mitzvá, y su familia le festejó los trece años en la sinagoga junto a todos sus amigos y compañeros de colegio, judíos y no judíos. Solo una cosa perturbaba esa plena alegría juvenil: su hermana Ameli, que lo doblaba en edad, aún no se había casado. La adoraba tanto que ahorraba parte de la mesada para hacerle regalos de cumpleaños, como, por ejemplo, un par de medias. Ella lo cuidaba más que la propia madre y le ayudaba en las tareas escolares. Lo llevaba a todos los lugares que iba, y gracias a la dedicación que le brindó, Elie pudo hacer cosas que iban más allá de su corta edad: de Ameli aprendió a tener gran voluntad, seguridad en sí mismo, fortaleza y demostrar afecto hacia las otras personas. Cualidades fundamentales para enfrentar lo que el destino le tenía deparado.

Gracias a su padre, Elie tuvo las primeras nociones del bridge. Una vez que terminaba de atender en su consultorio, Rafael se juntaba en casa de un amigo soltero, médico-cardiólogo, y se entretenían en ese difícil juego. Cuando Elie iba a buscarlo por cualquier motivo, lo hacían esperar hasta completar la mano. Entonces se instalaba detrás de su padre y preguntaba el porqué de cada jugada.

La música también era parte de su vida. Con otros tres miembros del grupo de amigos formaron un cuarteto de interpretación musical para animar encuentros. Tocaban los ritmos de moda, entre otros el swing y especialmente las composiciones estadounidense, como las del afamado Benny Goodman. Uno de ellos estaba a cargo del piano, otro del saxofón y clarinete y el tercero se encargaba de cantar y tocar la batería. Elie era el responsable de la trompeta de tres teclas que exigía un sonido agudo y melodioso, tratando de imitar al gran Louis Armstrong. Con el afán de mejorar la calidad de las interpretaciones, el grupo decidió pagar un curso a Elie. Después de transcurridas algunas clases, y ya en pleno 1940, las enseñanzas debieron suspenderse, ya que los combates de la Segunda Guerra Mundial estaban penetrando las fronteras de Grecia.


VI

Benito Mussolini se había propuesto que el sur de Europa formara parte de la esfera de influencia italiana, de modo que decidió invadir Albania primero, y a continuación Grecia, considerando ambos países como adversarios fáciles. Con Albania, al igual que en Libia y Etiopía, tuvo éxito: tomó el control del país sin mayor resistencia y Víctor Manuel III fue proclamado rey de esa nación. El 28 de octubre de 1940, el embajador de Italia en Grecia presentó un ultimátum al primer ministro griego, Ioannis Metaxás, con la exigencia de dar paso libre a las tropas para ocupar sitios estratégicos indefinidos en el territorio griego. Metaxás rechazó la petición, y desde entonces esa jornada se conmemoró en Grecia como el «Día del No».

Sin embargo, antes que se cumpliera el plazo del ultimátum, el ejército italiano invadió el territorio griego a través de Albania, cruzando por un estrecho paso montañoso donde se encontraba el río Kalamas, y se dirigió hacia Ioánina. En Koritsa, a 3.500 metros de altura, las tropas de Grecia lograron detener a los invasores, los derrotaron, y a continuación iniciaron la persecución de los italianos en retirada; primero en territorio griego y luego en el interior de la propia Albania. De este modo, tomaron el control de varias ciudades albanesas como Pogradec, Argyrokastro, Himare, Kelcyre y Korçë, la más grande.

Los sefarditas de Salónica, que alcanzaban las sesenta mil personas —casi el cincuenta por ciento de la población total—, participaron muy activamente en la guerra para defender el territorio heleno del intento de invasión por parte de la Italia fascista. Varios de los amigos y conocidos de la familia de Elie se incorporaron al ejército griego para defender la patria. Como él tenía tan solo catorce años, no pudo hacerlo, aunque sentía muchas ganas de combatir. Uno de los vecinos del barrio de Elie, de apellido Nahmías, le mostró el juramento en ladino que hicieron unos seis mil judíos al momento de incorporarse al ejército de Grecia:

Djura de Fidelidad

Djuro al nombre de Dio, de ser fidel a la patria i al rejim republikano, de ovedeser a las leyes i dekretos del governo, de someterme a mis superiores i egzekutar kon voluntad i sin kontradiksion sus ordenes, de defender kon fey i abrigasion, fin la ultima gotera de sangre la bandiera elena, de no
abandonarla ni de espartirme de eya, de guadrar siempre las leyes militaras, i de bivir siempre komo fidel soldado
2.

El que les tomaba el juramento a los soldados judíos era un rabino de la comunidad, y los hacía levantar los dedos índice y medio de la mano derecha, mientras con voz fuerte debían expresar lo señalado.

El régimen fascista italiano hizo un nuevo intento por invadir Grecia, bombardeando Salónica el 9 de marzo de 1941. Elie se encontraba caminando rumbo al colegio, con la mochila al hombro, cuando fue sorprendido por el ataque. A pesar de la superioridad de las Fuerzas Armadas de Italia, la ofensiva fracasó nuevamente dejando más de diez mil muertos entre ambos bandos. Gran parte de los heridos tenía sus pies totalmente llagados por el frío de la montaña en la región de Thesalia. Elie aprendió a dar masajes en las extremidades inferiores a los soldados en el hospital. Ameli, junto a muchas otras mujeres, tejían calzas de lana para enviar al frente de batalla. Las bajas judías fueron más de seiscientos, la mayoría combatientes. Una de las brigadas griegas era llamada «Batallón Cohen», por el gran número de judíos que la integraban. Dos semanas después Mussolini abandonó sus intentos de apoderarse del sur de Europa e incluso las tropas italianas se retiraron de la parte de Albania que aún controlaban.

Hasta la fecha, aún no se ha encontrado documentación histórica que revele la explicación que Mussolini le dio a Hitler, su aliado en el Eje, sobre su fracaso militar, ni del planteamiento efectuado para que Alemania se hiciera cargo de la invasión de Grecia. Esta se hizo efectiva el 6 de abril de 1941 a través de Serbia con ayuda del gobierno búlgaro, y Atenas cayó veinte días después a pesar de la fuerte resistencia. Gran parte de las agotadas tropas griegas estaban congregadas en la frontera con Albania. El país fue dividido en dos zonas de ocupación entre Alemania e Italia. El puerto
de Salónica, de vital importancia estratégica, quedó en manos de los alemanes.

La invasión de Grecia hizo imposible el acuerdo entre Hitler y Stalin con respecto al reparto de sus respectivas esferas de influencia en Europa, y cambió el curso de la Segunda Guerra Mundial. Meses después, el mismo Hitler traicionaría a la Unión Soviética con una invasión que culminaría con la derrota de los nazis en la famosa batalla de Stalingrado.

Desde la ventana de su casa, Elie vio el ingreso de las tropas nazis en Salónica el mismo abril de 1941. La población había recibido la orden de no incurrir en ningún tipo de provocación, y en la retina de Elie quedaron grabados los tanques y motociclistas con sus cascos, antifaces oscuros, empolvados por la tierra del camino. Le parecieron verdaderos extraterrestres los que estaban llegando a la ciudad.

Pero estaba equivocado en su apreciación: no eran extraterrestres, sino bestias por las desgracias que estos traerían. Muchos años después, con esta imagen en el recuerdo, Elie repetiría que si se calificaba a los nazis de bestias, era ofender a las bestias.


VII

La tragedia que arrastraron las tropas nazis hasta Salónica comenzó en cámara lenta y continuó a gran velocidad, pero de manera ordenada, meticulosa y eficiente. Se trataba de una máquina de la muerte planificada hasta en los más mínimos detalles. Lo primero que notaron los habitantes de la ciudad fue la escasez de alimentos, medicamentos y artículos de primera necesidad. Como consecuencia de ello, floreció un mercado negro del cual los más afectados fueron los pobres, obreros y profesionales asalariados, como Rafael Alevy. Pasaron varios meses en que dejaron de consumir muchos de los productos esenciales para todo hogar. Recurrieron a la imaginación y a la creatividad para suplir aquellos bienes o servicios a los cuales ya no podían acceder. Funcionó la solidaridad entre familiares y amigos para enfrentar la situación de la manera más digna posible. Si alguien tenía excedente de algo lo entregaba al más necesitado.

En paralelo a la situación de sus habitantes, el oficial alemán Max Merten, encargado de la administración de la ciudad, con un cinismo increíble repetía permanentemente que las leyes de Núremberg no se aplicarían en Salónica.

El hospital judío, construido gracias a las donaciones del barón Hirsch, fue ocupado para las necesidades del ejército invasor. Todo el personal —médicos, enfermeras, administrativos y de servicio— fue despedido. Las indicaciones en las paredes fueron borradas y luego escritas en alemán. Varias casas de judíos ricos fueron «visitadas» por las fuerzas de ocupación, apoderándose de sus bienes más valiosos.

Los dirigentes de la comunidad sefardita cerraron las oficinas de la sede y se reunieron en la residencia de uno de los miembros. Tomaron la decisión de designar a dos representantes, que fueron aceptados por los nazis al haber estudiado en la Deutsche Schule y en consecuencia hablar alemán, para ponerse a disposición del comandante en jefe del ejército. Sin embargo, solo los recibió un soldado raso que les dijo con arrogancia: «Si los alemanes queremos algo, sabemos adónde acudir».

Una semana después toda la directiva comunitaria fue encarcelada y, simultáneamente, los nazis allanaron las oficinas y arrasaron con todo. Se llevaron la caja de fondos, los archivos, la biblioteca completa con sus valiosas obras e incluso el mobiliario. La documentación fue enviada al Institut für Judenforschung (Instituto de Investigaciones Judías), con sede en Fráncfort, bajo las órdenes de Alfred Rosenberg.

El doctor Rafael Alevy, concejal delegado de la comunidad, y el gran rabino Zvi Koretz se encontraban en misión especial en Atenas, de modo que no pudieron ser detenidos en Salónica. Al regresar de la capital, sin embargo, fueron arrestados. Tras varias horas de interrogatorios, liberaron a todos los dirigentes que estaban presos, menos a Koretz, quien fue deportado a Austria. Allí permanecería un año siendo adoctrinado por los nazis y luego traído de vuelta, en enero de 1942, para continuar como guía espiritual de la comunidad de Salónica.

El paso siguiente fue ingresar a las más grandes sinagogas interrumpiendo los servicios, insultando a los rabinos y llevándose los rollos de la Torá. Se prohibió la circulación de los diarios y revistas de la comunidad judía, como L`independent, Le Progrès y El mensajero. El diario pronazi, Nea Evropi, editado por un antisemita griego, publicó en uno de sus ejemplares: «La pobre Alemania, empobrecida y arruinada por la avidez de los judíos, decidió eliminar a este demonio para salvar a la humanidad, empezando por Europa». Otro periódico, el Apoyevmatini, se sumó a la campaña antijudía.

Los negocios de propietarios judíos amanecieron con carteles en las vitrinas que decían: «Los judíos son indeseables». También se les prohibió la entrada a los cafés. Los que trabajaban en instituciones públicas fueron expulsados.

A fines de 1941, los habitantes de Salónica se habían acostumbrado al compás de espera por conocer las nuevas medidas que irían tomando los nazis en contra de los judíos. Se adaptaron al mercado negro, a las prohibiciones para ingresar a determinados lugares, los carteles ofensivos y los insultos a través de la prensa antisemita. Incluso a llevar la estrella de David en las solapas de sus vestimentas. Algunos vieron como una señal positiva el regreso del rabino Koretz desde Viena, a comienzos de 1942. Otros, como Rafael Alevy, sospecharon acerca de su retorno, en especial cuando entregaba mensajes tranquilizadores a los judíos con respecto a lo que harían o no los alemanes en el futuro.

Por entonces, Rafael ya se había jubilado y no resintió la falta de su trabajo en el hospital, pues siguió atendiendo a pacientes particulares. Si antes de la guerra no le pagaban, ahora menos, debido a las penurias económicas que la población estaba pasando. Elie continuó asistiendo regularmente a clases y Ameli lo apoyaba con mucho amor en su proceso de aprendizaje. La hermana seguía soltera, aunque existía un vecino que la visitaba con frecuencia, llamado David Saltiel. A su vez, Regine pasaba más tiempo en casa de los padres, mientras Yajiel, el marido, sin trabajo, se iba con frecuencia al campo para obtener alimentos y satisfacer las necesidades familiares o canjearlos en el mercado negro por otros bienes de primera necesidad.

El diario antisemita Nea Evropi informaba acerca de la conferencia de Wannsee, realizada el 20 de enero de 1942, donde el partido nazi aprobó la «Solución final», expresión que, años después, se aceptaría como un terrible eufemismo burocrático para referirse al plan de exterminio de once millones de judíos de Europa. Con los archivos requisados en la comunidad de Salónica, tenían una precisa información para identificar a la mayoría de los judíos de la ciudad. Todo estaba ordenado y clasificado para lo que vendría a continuación.


VIII

El 11 de julio de 1942 apareció un comunicado en el diario Apoyevmatini, ordenando a todos los judíos varones, entre veintiún y cuarenta y cinco años, reunirse en la Plaza de la Libertad (Plateia Eleftherias), en el centro de Salónica. Al lugar concurrieron unos nueve mil hombres, y como era pleno verano, los obligaron a permanecer de pie a todo sol, con prohibición de usar sombrero. Por la tarde los forzaron a realizar humillantes ejercicios físicos rodeados por soldados a punto de disparar si alguno no obedecía. De aquello quedaron testimonios fotográficos tomados por oficiales del Einsatzstab (el Estado Mayor Especial alemán), que habían viajado para dar inicio a la «Solución final» en Salónica, la ciudad con mayor población judía de Europa del sur. Seleccionaron a cuatro mil judíos para enviarlos a realizar trabajos forzados en las carreteras que unían el puerto con Kateríni y Larissa, donde existía una epidemia de paludismo. Dos meses después de la partida, el doce por ciento había fallecido por enfermedad y agotamiento.

Henry Alevi, primo de Elie, estuvo entre los nueve mil hombres que acudieron a la Plaza de la Libertad. Lo mismo ocurrió con otro primo, Bernard Matsas, pero afortunadamente ninguno de los dos pasó a formar parte de los elegidos para trabajar acarreando piedras, como verdaderos esclavos.

Rafael Alevy, junto a numerosos miembros de la comunidad judía, se dedicó a reunir dinero para traer de regreso a los trabajadores forzados que aún quedaban con vida. Los alemanes les habían exigido 3.500 millones de dracmas a cambio de su libertad. Finalizado el plazo, lograron reunir un total de 2.000 millones. Debido a la diferencia que les faltaba, los alemanes los obligaron a abandonar el enorme cementerio judío que albergaba unas cuatrocientas mil tumbas. La ubicación de ese cementerio siempre había sido un obstáculo para el crecimiento urbano de Salónica.

Todos los hombres de las familias Alevy, Matsas y muchas otras se arrojaron a la titánica tarea de trasladar las tumbas a los terrenos asignados en la periferia de la ciudad. Las autoridades municipales griegas, bajo el pretexto de que los trabajos se efectuaban con lentitud, contrataron a unos quinientos obreros y les dieron la orden de destruir las sepulturas. A continuación, el cementerio quedó convertido en una gran cantera cuyas lápidas fueron utilizadas por griegos y alemanes como material de construcción. Estos últimos, sin embargo, jamás cumplieron con la entrega del resto de los trabajadores forzados. Nunca se supo qué ocurrió con ellos, y los que pudieron regresar a salvo se encontraron con que sus hogares habían desaparecido.

Tras las humillaciones sufridas en la Plaza de la Libertad, se inició la confinación de los judíos de Salónica en dieciocho guetos. En cada uno de estos habitaban alrededor de tres mil personas. Los más importantes eran los de Kalamaria, Singrou y Vardar.

El gueto de Kalamaria estaba compuesto por edificios de tres pisos donde residían, en su mayoría, estibadores judíos del puerto. Los departamentos, que tenían una superficie aproximada de 100 metros cuadrados, estaban habitados hasta por cuatro familias cada uno. Los nuevos habitantes fueron desalojados de las viviendas que poseían o alquilaban en los sectores más acomodados de la ciudad. Hasta allí llegó la familia Alevy, con escasas pertenencias para compartir con los residentes originales y otras dos familias. Los más jóvenes, como Elie, dormían bajo las camas. Dejaron de asistir a los colegios. Las mujeres preparaban comidas en ollas comunes, pero era poco lo que podían cocinar porque les impusieron una restricción alimentaria que no podía exceder de las 500 calorías por persona. Solo contaban con dos horas de electricidad y de agua al día. Las pocas posibilidades de acceso al único baño que había, para un total de dieciocho personas, generaron en Elie serios problemas de estreñimiento.

Durante su permanencia en el gueto de Kalamaria, numerosas personas murieron de inanición. Así ocurrió con dos adultos y un niño de las otras familias que compartían con los Alevy. Las enfermedades y la escasez de medicinas fueron otras causas de muerte. El padre de Elie se volvía loco en el gueto atendiendo a los enfermos sin poder obtener los remedios para sanarlos. Lo que más podía hacer era consolarlos entregándoles alguna palabra de aliento.

Regine, la hermana mayor de Elie, y su marido Yajiel lograron escapar y llegar hasta una vivienda campesina, donde les dieron refugio. Los dueños conocían a Yajiel de la época en que les compraba alimentos para canjearlos en el mercado negro. Desde ese momento perdieron todo contacto con el resto de la familia. Por su parte, Ameli y David Saltiel, el vecino que solía visitarla antes de la guerra, se casaron en el departamento del gueto con la presencia de un rabino que efectuó la ceremonia.

Los habitantes del gueto estaban convertidos en seres absolutamente denigrados, humillados a más no poder, sucios, dañados de manera física y mental deseando que pronto su situación cambiara para mejor. Nunca imaginaron, sin embargo, que el cambio llegaría, pero sería aún peor.


IX

Adolf Eichmann envió a Salónica a dos de sus principales colaboradores, Alois Brunner y Dieter Wisliceny, quienes arribaron a la ciudad el 6 de febrero de 1943. Ambos habían estudiado muy bien la documentación incautada en la sede de la comunidad judía que había sido enviada a Alemania. En ella descubrieron, por ejemplo, que existía un departamento de orden y seguridad a cargo de policías judíos. Uno de ellos era Vital Hasson, quien, junto a otros, cumplía las tareas encomendadas por los nazis con gran eficiencia. Una de las actividades más ingratas fue desalojar a los judíos de los guetos en grupos de tres mil personas, y llevarlos a un campo transitorio en el barrio de casas del barón Hirsch, en las cercanías de la estación de ferrocarril. Además de ellos, contribuían a la labor la policía griega y los soldados nazis.

Rafael, Eftijía y Ameli, junto a otros miembros de la comunidad que también conocían a Vital Hasson y a los jóvenes que cumplían labores policiales para la comunidad, no podían creer que estos siguieran las órdenes de los nazis con tal saña. Ellos fueron los encargados de decirles a los evacuados, mediante altavoces, que salieran solo con una maleta por persona, colocando ahí los objetos más valiosos. La ropa personal y de hogar, como sábanas, frazadas, manteles y vajilla, sería trasladada posteriormente por convoyes alemanes, de manera gratuita, al lugar de trabajo en Polonia, donde serían destinados.

A las cinco de la madrugada del 15 de marzo de 1943, todos los habitantes del gueto de Kalamaria fueron sacados y llevados en filas hacia el campo transitorio para allí esperar el transporte en tren. A Elie aún le faltaban dos meses para cumplir los diecisiete años cuando se encontró en el grupo de los primeros transportados junto a otros familiares. El traslado en tren se efectuaba en vagones para ganado donde eran introducidos, en cada uno, alrededor de sesenta individuos. Los soldados nazis los empujaban con las culatas de los fusiles con el propósito de hacer el mayor espacio posible. Solo algunas personas mayores se podían sentar, mientras que los demás permanecían de pie durante todo el trayecto. En el interior de cada vagón había dos tambores, uno con agua para beber y otro vacío para depositar los orines y excrementos.

El viaje que realizaron Elie y su familia duró seis días, con sus respectivas noches. Fueron llevados peor que animales, ya que al ganado por lo menos le daban alimento y espacio. En cada detención que hacía el tren, los mismos compañeros de viaje judíos sacaban los cadáveres de los distintos vagones. Si llegaban de día a una estación, no les permitían vaciar el tambor de excrementos y llenar el de agua. El olor nauseabundo era terrible. Los gritos, llantos y gemidos de niños, ancianos y enfermos le partían el alma a Elie. El cansancio le hizo desplomarse en varias ocasiones, cayendo como bulto sobre los pocos que permanecían sentados.

El 20 de marzo por la madrugada, el tren se detuvo de manera definitiva. Cuando abrieron las puertas de los vagones los prisioneros bajaron iluminados por unos potentes reflectores, envueltos por ladridos de perros, gritos de soldados y guardias, tironeados por tipos vestidos con ropa listada, y que, luego se enterarían, eran llamados kapos. Estos exclamaban: «Raus, raus, schnell, schnell verfluchten juden!».

Nadie sabía dónde estaban, hasta que alguien del vagón declaró haber leído un cartel en la línea férrea que decía: «Auschwitz-Birkenau».

Las maletas eran amontonadas en el suelo. Les ordenaron formar de manera inmediata tres filas: la primera solo de hombres entre dieciocho y cuarenta y cinco años, la segunda con mujeres dentro del mismo rango, y la tercera con personas mayores de cuarenta y cinco años, junto a criaturas, niños y jóvenes menores de dieciocho.

Ameli caminó en dirección a la segunda fila. Como Elie era menor de edad, fue junto al padre y la madre en dirección a la tercera. De pronto, una mano lo tomó por el cuello, lo sacó del lugar en que se encontraba y lo empujó hacia la primera. Durante los pocos segundos que Eftijía logró estar con su hijo al lado, alcanzó a entregarle un anillo de brillantes que Elie escondió lo más rápido que pudo.

En unos camiones estacionados a corta distancia fueron subidos todos los de la tercera fila y, rápidamente, emprendieron la retirada. Rafael Alevy abrazando a su mujer arriba de ese vehículo fue la última imagen que Elie tuvo de sus padres, sin sospechar cuál sería el destino que les aguardaba. A los hombres y mujeres de las otras filas los hicieron desplazarse en dirección a barracones separados por sexo con el propósito de permanecer allí y efectuar trabajos forzados.


X

Los hombres pasaron delante de una patética orquesta de presos con trajes a rayas, tocando melodías románticas. Era la bienvenida al infierno. En un barracón los obligaron a desnudarse, luego vino la desinfección, y a continuación los raparon. Les tatuaron un número en el brazo con agujas calientes al rojo vivo, igual que a animales. Elie pasó a ser desde ese momento el prisionero número 120.693. Le entregaron camiseta, calzoncillos largos, gorro, todo hecho de la misma tela listada, un par de zuecos con dos trapos que amarrados hacían de calcetines. La ropa original de cada uno de los prisioneros era arrojada a un montón para ser desarmada en busca de objetos de valor, lo mismo que el contenido de las maletas.

Instalaron a Elie en un barracón donde había libre una plaza del camastro para siete personas en el que dormían los prisioneros. Poco antes de su llegada, el antiguo dueño de ese lugar había sido enviado a los hornos crematorios. Por lo general, no sobraban espacios; todos los días llegaban trenes de ganado con seres humanos a los que, si lograban sobrevivir al viaje, la muerte los esperaba en Auschwitz-Birkenau. A Elie lo rodearon judíos polacos y rusos casi esqueléticos, vestidos con trajes a rayas y con quienes no existía posibilidad de comunicarse.

A uno de aquellos prisioneros todavía le quedaba algo de piedad. Cuando Elie preguntó por sus padres, mediante gesticulaciones, lo tomó del brazo y lo condujo a la puerta del barracón. Allí le indicó con el dedo una chimenea de la cual salía abundante humo negro y que además expelía un fuerte olor a carne quemada. El prisionero quería decir: «Allí están tus padres».

En el archivo del Museo de Yad Vashem, en Jerusalén, se encuentra la información de los deportados obtenida de los documentos alemanes que todo lo registraron. En uno de ellos se puede leer: «El 15 de marzo de 1943 salió de Salónica el primer tren con cuarenta y cinco vagones de ganado y dos mil ochocientas personas; llegaron a Auschwitz-Birkenau el día 20. Apenas descendieron, 2.191 fueron conducidos a las cámaras de gas y a continuación a los hornos crematorios. Permanecieron como prisioneros 417 hombres y 192 mujeres».

En esos minuciosos informes preparados por los alemanes en los campos de concentración, hay más registros con respecto a Salónica: «Los 48.233 que llegaron a Auschwitz-Birkenau desde Salónica correspondían al noventa por ciento del total de la población judía que allí había. Fueron transportados en dieciocho convoyes durante la primavera y el verano de 1943. Al principio se transportaban alrededor de tres mil personas, luego aumentó la cantidad hasta llegar a 4.500, como uno del 8 de mayo, que incluyó además 960 judíos de Demótica, 32 de Sofulu y 160 de Orestías. En agosto salió de Salónica uno de los últimos trenes pero con destino al campo de concentración de Bergen-Belsen, allí iba el gran rabino Zvi Koretz».

Dos meses después de la llegada del primer tren desde Salónica, apareció en Auschwitz-Birkenau un tipo con una especie de látigo en una mano y un perro sujetado de la otra que esperaba los cargamentos humanos. Era el siniestro doctor Mengele haciendo la selección para sus macabros experimentos con seres humanos. Un veinticinco por ciento de las aberraciones cometidas se hicieron con judíos griegos, entre ellas la castración en hombres e implantación de cáncer cervical en las mujeres. La mayor parte de los gemelos fueron sometidos a las atrocidades más grandes aplicadas en seres humanos.

Elie no lo supo en ese momento, pero las dos inyecciones que le pusieron durante su estadía en Auschwitz, y los días que pasó aislado fueron parte de esos experimentos.


XI

Al día siguiente de la llegada al campo de concentración, Elie fue enviado con un grupo de trabajo a sacar piedras sumamente pesadas de una cantera y trasladarlas en carretilla hasta un camión. Cuando salió del barracón volvió a encontrarse con la orquesta de prisioneros tocando, aunque esta vez eran marchas militares. El lema de Auschwitz-Birkenau colocado en la entrada del campo decía «Arbeit
Macht Frei
» —«El trabajo te hace libre»—, y era una forma de anunciar con ironía que de allí no se salía con vida. Los que no morían de inmediato en las cámaras de gas estaban destinados a perecer lentamente, en agonía, mediante el trabajo de extraer pesadas piedras. Al tercer día en las canteras, Elie se apoyó en la carretilla para descansar un momento y fue sorprendido por un kapo que le propinó un feroz latigazo en la espalda. A continuación, tomó nota del número registrado en su brazo.

Todas las tardes, al regresar del trabajo, se realizaba un recuento de prisioneros. Los denunciados por los kapos eran castigados delante de todos los demás. Elie fue llamado por su número en alemán: hundertzwanzig sechshundertdreiundneunzig. Como no entendía el idioma, tardó en responder y le propinaron veinticinco latigazos en las nalgas. El dolor permaneció durante un mes y le impidió durante un buen tiempo sentarse por culpa de las llagas. Tuvo que continuar trabajando como si nada hubiera
ocurrido.

La alimentación que les daban, si es que podía llevar tal nombre, estaba calculada para exterminarlos lo más pronto posible y así dejar espacio a los nuevos contingentes de judíos prisioneros que llegaban todos los días. A las seis de la mañana les entregaban un líquido de cebada tostada parecido al café negro y un pan duro de maíz de 200 gramos con una pizca de margarina; y al mediodía y por la tarde, una sopa de rábanos y cáscaras de papas. Los primeros dos días Elie no pudo tragar nada de aquello y sus compañeros de miseria, felices, se los arrebataron. Al tercer día, sin embargo, no aguantó más y bebió y comió igual que los otros prisioneros.

Recorriendo los barracones, Elie descubrió que en uno de ellos se encontraban sus primos y su cuñado, David Saltiel. Todos los días, al regresar del trabajo y comer su ración, se dirigía hasta allí. Era la oportunidad de conversar en griego y sentirse menos solo compartiendo las miserias a las que estaban siendo sometidos. Pero esos encuentros duraron poco; transcurridos tres meses de la llegada a
Auschwitz-Birkenau, los primos comenzaron a morir de hambre, enfermedades y golpes. David Saltiel fue el último en fallecer, y aunque era de fuerte contextura, dos meses después, ya debilitado, se lo llevaron a la cámara de gas por no servir en el trabajo.

Al ver lo que había ocurrido con el cuñado, a quien, en cierta forma, consideraba un protector, Elie regresó al barracón y lloró toda la noche. Estaba desesperado, con un dolor indescriptible, angustiado a más no poder. En la madrugada, agotado pero no rendido como para desear que la muerte llegara pronto, dejó de tener autocompasión. A partir de ese momento perdió el temor a la muerte y, por lo tanto, el miedo y la angustia. Cuando llegara el momento de irse de este mundo, lo haría igual que todos los demás. Luego de esa profunda reflexión se sintió capaz de realizar cualquier hazaña para sobrevivir. Le dio un sentido al sufrimiento.

La pérdida del miedo le dio valentía para dar un paso audaz: se propuso buscar a su hermana Ameli, que se encontraba en uno de los barracones para mujeres. Con el anillo de brillantes que tenía escondido en el ano, sobornó a un kapo de carpintería y consiguió llegar hasta donde ella se encontraba. Lo que vio no se le borraría nunca más de su mente: Ameli era una piltrafa humana de unos 20 kilos de peso, solo huesos y algo de piel colgando, enferma de tifus exantemático y la mirada extraviada. Falleció el mismo día que la visitó y fue llevada a los hornos crematorios.

Los verdugos nazis actuaban con una crueldad indescriptible. A los condenados a morir en la cámara de gas
—niños y mayores de cuarenta y cinco años— los llevaban bajo el falso pretexto de ir a los baños. Asumían una actitud apaciguadora, engañando a los niños, les hacían gestos graciosos e incluso los ayudaban a quitarse la ropa para evitar sospechas y rebeldías. Cerraban de manera hermética el lugar y, a continuación, abrían llaves de las que no salía agua sino un gas sofocante. Luego de algunos minutos, sacaban los cadáveres en carretillas para llevarlos a los hornos crematorios. El espectáculo era dantesco: los cuerpos no estaban diseminados por el suelo, sino que quedaban apilados unos sobre otros hasta el techo formando una escalofriante pirámide humana. Al comienzo, el gas invadía la parte baja de la cámara y luego ascendía lentamente. En un intento dramático por buscar aire, la gente forcejeaba entre sí para alcanzar altura. Los más débiles —niños, mujeres y ancianos— yacían bajo el montón y los fuertes llegaban a la cúspide. Algunos quedaban entrelazados con el rostro o el cuerpo arañado o golpeado.

A los cadáveres aún tibios de las víctimas, antes de ingresarlos a los hornos crematorios, les quitaban las placas dentales postizas para hacer botones, les cortaban el cabello y les extraían los dientes de oro. Estos últimos, más las cosas de valor que traían en sus maletas o escondidas en la ropa, eran clasificados y enviados a Alemania.

Transcurrieron dos meses más y Elie advirtió que su cuerpo famélico no pasaría la selección y sería enviado al krankenbau. A ese lugar llegaban los débiles como antesala de las cámaras de gas. No lo pensó dos veces y no se presentó a la selección solicitada de aquel día. Partió al barracón de los baños, se quitó toda la ropa y se metió en una de las fosas llena de excrementos. Había observado previamente, mientras hacía sus necesidades, que la profundidad de la fosa no lo cubriría completamente, de modo que escondió la cabeza bajo de los tablones que había en el borde, usados para sentarse a defecar. Allí permaneció toda la noche con los excrementos hasta el cuello evitando que los perros lo descubrieran si los guardias notaban su ausencia en el conteo. En la madrugada se limpió, vistió y regresó al barracón pensando que había logrado sobrevivir un día más.

Al ingresar de vuelta a su barracón, gran parte de los compañeros habituales ya no estaban: habían sido conducidos al krankenbau. En cambio, observó con gran sorpresa que el lugar se encontraba lleno de otros prisioneros ingresados durante la noche. De inmediato, le llamó la atención lo corpulentos que se veían. Pero al escucharlos hablar en griego entre ellos, pensó que aquello no era real y que estaba imaginando cosas. Abrazó al primero con el que se encontró y este le dijo que eran judíos de la isla de Rodas, ocupada por los nazis a raíz del armisticio del 8 de septiembre de 1943, firmado Pietro Badoglio, comandante en jefe del ejército italiano. Se encontraban en buenas condiciones físicas porque no habían sufrido previamente la inanición de los guetos. Otro griego le contó haber escuchado que serían enviados a remover escombros al gueto de Varsovia y que no permanecerían demasiado tiempo en Auschwitz-Birkenau.

Antes de salir del campo de concentración para ser trasladados, los prisioneros griegos tuvieron la iniciativa de ayudar a su compatriota. Envolvieron a Elie en una frazada para aparentar mayor peso y lo colocaron en el medio de una fila de cinco, entre dos fornidos griegos, dos de cada lado. De este modo, logró pasar desapercibido durante la inspección de salida y también en el momento de subir al camión con destino a Varsovia.


XII

Llegaron al gueto de Varsovia con el objetivo de despejar los escombros que habían dejado los bombardeos, en represalia a la sublevación de un grupo de jóvenes residentes apoyados desde fuera por la resistencia polaca. Los oficiales de las SS y los contratistas a cargo de las obras se preguntaban por qué, entre las filas de hombres fuertes, habían enviado a un tipo raquítico que no serviría para el pesado trabajo que les esperaba. Como no podían mandar a Elie de vuelta a Auschwitz-Birkenau y no había cámaras de gas ni hornos crematorios, lo destinaron a la cocina de los guardias, a trabajar como kartoffelschäler, para pelar papas, descargar camiones de comestibles y lavar las marmitas con que se preparaban los alimentos de los guardias.

Elie llegó al gueto de Varsovia con un peso inferior a los 40 kilos. Permanecer en la cocina le permitió alimentarse raspando con una cuchara los restos de comida de las ollas antes de lavarlas. De este modo, logró ir fortaleciéndose y preparándose para las penurias que aún le faltaban por sufrir. Además, y sabiendo el castigo terrible que recibiría si lo descubrían, robaba papas crudas que escondía en su calzoncillo largo y luego repartía entre sus compañeros del barracón, quienes las comían como un verdadero manjar de los dioses. En una oportunidad robó margarina, se la escondió debajo de la ropa y se le derritió. Desde esa ocasión los compañeros le dieron el apodo de «Margarina».

Pasaron un largo año en Varsovia removiendo escombros del gueto y recolectando todo lo de valor que luego era enviado a Alemania, cuando surgió una luz de esperanza en los prisioneros al escuchar los bombardeos, por tierra y aire, de las tropas rusas cerca de la capital de Polonia. Era septiembre de 1944 y curiosamente, pese a los ataques, la Unión Soviética no invadía la región. Luego se sabría que los Aliados, tras entrar en Francia a través del Desembarco de Normandía, acordaron con los soviéticos atacar Alemania simultáneamente, unos desde el frente occidental y los otros desde la zona oriental, es decir, desde tierra polaca.

Al mes siguiente, los nazis decidieron evacuar a los judíos que aún quedaban con vida en Polonia y enviarlos a Alemania. Entre Varsovia y el campo de concentración de Dachau, al lado de Múnich, había una distancia de 1.200 kilómetros, y alrededor de tres mil prisioneros fueron obligados a caminar aquel tramo durante treinta días. Dicho éxodo se conoció como «la marcha de la muerte». La idea era que, en lo posible, ninguno quedara vivo y la mayoría fuera pereciendo en el trayecto. Los nazis cumplieron el objetivo a medias: mil ochocientos judíos murieron en el camino. Elie estuvo entre los sobrevivientes que llegaron a Dachau.

Si Elie creía haber visto toda la crueldad posible entre seres humanos en Auschwitz-Birkenau, «la marcha de la muerte» superó todo lo imaginable. Debieron caminar a paso forzado con escasos víveres y sin agua. La falta de líquido fue la penuria más grande que sufrieron. No beber una gota de agua durante cinco días los volvía locos. Comenzaron a intercambiar orines entre ellos. Cuando llovía, ponían una escudilla sobre sus cabezas para acumular algo del líquido o recogerlo desde las cunetas donde también había orina de caballo. A veces, con una cuchara escarbaban la tierra en búsqueda del vital elemento. Y en los momentos en que se acostaban sobre la hierba, seguían haciendo hoyos de hasta tres metros. Preferían no dormir y usar ese tiempo para excavar en busca de agua. La mayoría de quienes murieron lo hicieron por deshidratación.

El campo de concentración de Dachau se encontraba repleto de prisioneros, y aquellos que lograron sobrevivir a «la marcha de la muerte» fueron obligados a dormir, durante dos días, sobre el pavimento, fuera de los barracones. Al tercer día los enviaron a Waldagler, un lugar oculto en el bosque donde estaban construyendo una pista aérea.

Allí no había barracones, sino chozas para treinta personas. El trabajo que les asignaron consistía en transportar sacos de cemento de 40 kilos durante todo el día. Al finalizar la jornada, los prisioneros quedaban extenuados y varios de ellos fallecían ejecutando dicha tarea. Lo peor de todo era la capa de estuco que se les formaba sobre la piel, al mezclarse el sudor con el polvo de cemento que cargaban, impidiendo una respiración normal. Elie, con los conocimientos médicos que aprendió de su padre, cortaba pedacitos de frazadas y los sumergía en agua caliente, para que los compañeros se limpiaran.

Desde el día de ingreso al campo de Waldagler, Elie fue enviado a la cocina de los guardias gracias a la experiencia que había acumulado en Varsovia. Robaba fósforos, acumulaba hojas secas que le permitieran calentar el agua y así salvó a muchos de los que trabajaban con los sacos de cemento. Durante todo ese tiempo, continuó raspando las marmitas donde se preparaba la comida de los guardias; siempre intentando seguir sobreviviendo.


XIII

El 1 de mayo de 1945, Elie se encontraba lavando las ollas cuando ingresó a la cocina un alto oficial de las SS dando la orden de preparar comida a los guardias para el día siguiente: llevarían a los prisioneros a las montañas del Tirol. Las tropas estadounidenses estaban entrando por la zona de Baviera, y con lo poco que Elie había aprendido de alemán, logró captar el sentido de aquella evacuación.

Compartió la información con dos compañeros de confianza y George Chebat, un judío francés de origen argelino y ex capitán de artillería, prisionero en Dachau, que dormía en la misma choza. Los cuatro decidieron esconderse en la cámara de desinfección, bajo la ropa impregnada de un fuerte líquido antiséptico, donde los perros no los descubrirían.
Luego de permanecer escondidos durante casi tres días completos, Elie salió a la superficie. No podía aguantar más la falta de aire, la necesidad de beber agua y el olor nauseabundo del químico utilizado en la desinfección. Apenas alcanzó a estirar el brazo para abrir la puerta del barracón y cayó desmayado.

Cuando despertó, le explicaron que un soldado estadounidense que había ingresado a inspeccionar el recinto, lo recogió y trasladó al hospital militar de campaña. Lo mismo hicieron otros militares con los tres compañeros que aún permanecían en el lugar del cual Elie había sido rescatado. En el trayecto fueron reanimados y lograron llegar con vida hasta el hospital. Los cuatro sobrevivientes permanecieron en dicho recinto durante dos semanas, bajo intensos cuidados para poder consumir y digerir alimentos sólidos.

Los dieron de alta al mismo tiempo y George Chebat tomó a su cargo la conducción del grupo, el cual se dedicó a capturar guardias y verdugos nazis muy bien identificados durante el cautiverio. El deseo de venganza los dominaba, y a los que lograban detener, los castigaban con tal nivel de violencia que la policía militar estadounidense tuvo que quitarles las armas y arrestarlos.

El gobierno de Estados Unidos había creado una organización llamada United Nations Relief and Rehabilitation Administration (Unrra), que tenía como propósito repatriar a los sobrevivientes de los campos de exterminio. También debían hacer lo mismo con los obreros desplazados de los países ocupados, que trabajaron en fábricas de Alemania en condiciones cercanas a la esclavitud. Tomaron como primera medida agruparlos por nacionalidad, para enseguida alimentarlos y sanar a los enfermos. A continuación, debían obtener medios de transporte, de gran escasez después de la guerra, y llevarlos de vuelta a sus distintos países.

La prioridad para retornar a sus casas la tenían los soldados de las naciones aliadas, en especial los que se encontraban heridos. A estos miles de soldados se sumaban brigadas de jóvenes que escaparon de los países ocupados y que se unieron a las fuerzas que combatían en los frentes de batalla. Por ejemplo, al ejército inglés se unió una brigada judía proveniente de Palestina, llamada «Haganá», que años después combatiría contra los mismos británicos quienes impidieron el ingreso de los sobrevivientes del Holocausto a Tierra Santa.

Mientras Elie esperaba la repatriación a Grecia, y ante la posibilidad de tardar como mínimo unos tres meses, se ofreció para trabajar en la Unrra en el campamento de los operarios griegos provenientes de las fábricas alemanas. Este lugar de acogida funcionaba en una escuela en el pueblo de Schwindegg, a 60 kilómetros de Múnich, en uno de los pocos edificios aún en pie después de los bombardeos. Debido a sus conocimientos de primeros auxilios, le dieron la tarea de abastecer el policlínico con medicamentos y materiales para atenciones de urgencia. Se desplazaba en bicicleta una vez a la semana en dirección al cuartel general de las tropas en Múnich, obtenía lo que necesitaba y regresaba al campamento antes del anochecer, cuando se iniciaba el toque de queda. Debido a la destrucción total de la ciudad, había tramos en que debía ponerse la bicicleta al hombro y sortear los obstáculos.

En uno de esos viajes, como consecuencia de la demora en la entrega de los medicamentos que requería, no pudo regresar antes del toque de queda de las 20 horas. Tuvo que pasar la noche en un sótano donde permanecía personal militar y dormir en una de las hamacas habilitadas. Muy cerca de Elie, un teniente se estaba quitando la ropa para acostarse, y al desprenderse de la camisa se le asomó un collar del cual pendía un Maguen David. A su vez, el oficial norteamericano se percató del número tatuado en el brazo de Elie. De inmediato iniciaron un diálogo en yiddish, lengua que Elie había aprendido de manera rudimentaria en el campo de concentración para comunicarse con sus compañeros de martirio. El teniente pertenecía a la Fuerza Aérea de los Estados Unidos y pilotaba un avión dos veces por semana con destino a Egipto, haciendo escala en Atenas. Le ofreció a Elie llevarlo de regreso a su país, y este aceptó feliz aquella posibilidad de transporte. Al salir ese día del headquarter, vio pasar varios tanques con la estrella de David impresa en los costados y en las escotillas dos fornidos soldados con cascos y brazaletes con la misma estrella. La piel se le erizó de emoción al ver que aún existían soldados judíos que los protegían.

Pese a ser la primera vez que volaba, no experimentó ninguna sensación extraordinaria. Lo que había vivido en tierra lo mantuvo en un ensimismamiento constante durante todo el viaje. Finalmente, puso un pie en Grecia con uniforme de la Unrra y un brazalete de la Cruz Roja. Los funcionarios de la aduana se extrañaron al oírle hablar perfectamente el idioma, y luego de que Elie les explicara que era un sobreviviente griego del Holocausto, le respondieron que, por su edad, le correspondía ingresar al ejército: el país se encontraba en medio de una guerra civil y la Madre Patria requería de sus servicios. Efectivamente, apenas concluyó la Segunda Guerra Mundial, en Grecia comenzó una guerra civil por tener el control del país que duró hasta 1949. Se enfrentó una organización comunista llamada Ejército Nacional de Liberación Popular (ELAS) contra las fuerzas del gobierno, que tenía el apoyo de los británicos. Estas últimas ganaron la guerra e impidieron que Grecia quedara inserta en la órbita soviética, en aquel mundo bipolar que empezaba a formarse.

Elie reaccionó de forma agresiva y les respondió que los judíos, pese a ser súbditos griegos, no recibieron ayuda de esa «Madre Patria» cuando fueron deportados. Luego agregó que, muy por el contrario, la policía colaboró activamente en la captura de judíos y en su entrega a los nazis, quienes luego los enviaban a los «campos de la muerte». Fue una respuesta demasiado virulenta para los funcionarios, quienes lo acusaron de desertor y se negaron a entregarle la cédula de identidad. De modo que Elie quedó impedido de abandonar Grecia y a la espera de una citación del ejército para someterlo a un castigo. Mientras eso no se resolviera, quedaría retenido en un recinto destinado a la cuarentena de los recién llegados.


XIV

Durante el tiempo que Elie permaneció detenido, logró establecer comunicación con una pariente de su madre, de origen romaniota, llamada Zafirín Ganí, quien finalmente logró sacarlo de ese lugar. Lo condujo hasta un departamento alquilado con escasos muebles, debiendo dormir sobre una colchoneta en el piso. Salónica estaba completamente distinta. Los pocos sobrevivientes que regresaron no encontraban a sus parientes ni amigos: casi todos habían perecido en los campos de exterminio. Los «retornados del infierno» —como se les llamó— encontraron una ciudad de muertos, un recuerdo de vida que ya no volvería.

Por boca de Zafirín Ganí, Elie se enteró que su hermana Regine y su esposo Yajiel Alevi estaban con vida: habían logrado escapar del gueto de Salónica, refugiándose en el campo para luego huir del país. No habían tenido hijos y se encontraban residiendo en la ciudad de Tel-Aviv. Elie averiguó que su cuñado trabajaba en Haifa, como bodeguero del ejército inglés, encargado del Mandato Británico en Palestina. De este modo obtuvo una dirección para escribirles. Cuando Regine leyó la carta cayó desmayada de la impresión, al enterarse que su hermano dado por muerto —como toda la familia— había sobrevivido al campo de concentración de Auschwitz-Birkenau.

Elie recibió la respuesta de Regine comunicándole que, junto a Yajiel, planeaban viajar de Palestina a París. Habían sido invitados por Isaac Alevi, otro primo que, en 1924, se había instalado en la capital francesa para completar sus estudios de contabilidad iniciados en una de las escuelas de la Alliance Israélite Universelle de Salónica. Tras recibirse, Isaac Alevi no logró encontrar trabajo en París y se empleó como vendedor viajero de una fábrica de confecciones de alta costura para damas. Allí conoció a la diseñadora, modelista y cortadora Suzanne Daunois. Se enamoraron, vivieron juntos y contrajeron matrimonio en 1931. Posteriormente, renunciaron a la fábrica e instalaron su propio taller de vestuario femenino, con el que tuvieron bastante éxito. La hermana de Suzanne, en tanto, se había casado con un senador de la República de Francia. Ambos, cuando se enteraron de que tendrían un cuñado judío, les quitaron el saludo.

Cuando el 14 de junio de 1940 los nazis entraron en París y comenzó la persecución de judíos, cerraron el negocio y se refugiaron en Perpiñán. Esta ciudad del suroeste de Francia había quedado en la zona libre gobernada por el mariscal Petain, luego del armisticio firmado con los alemanes. Cuando la Gestapo comenzó la redada de judíos también en Perpiñán, Isaac tuvo que esconderse, y como Suzanne no era judía, ella continuó trabajando para ayudar al marido. En dos oportunidades Isaac intentó huir a España sin éxito.

Al finalizar la guerra, Isaac y Suzanne regresaron a París, recuperaron el taller que tenían y continuaron la confección de ropa femenina. En una carta fechada en julio de 1945, ellos mismos le propusieron a Elie la posibilidad de trasladarse a París; lo acogerían en su hogar para iniciar una nueva vida como familia. Si bien a Elie lo alegró la idea de partir a Francia, el problema seguía siendo salir de Grecia sin documentos de identidad y con una orden de detención inminente.

Elie tenía claro, no obstante, que las tropas inglesas poseían el control militar de Grecia desde el final de la guerra, y aprovechando esa circunstancia se dirigió a una institución que cumplía funciones similares a la Unrra estadounidense, pero al mando de los británicos en Atenas. Lo atendió una hermosa joven de apellido Wood, quien se comprometió a buscarle solución a su problema. Después se enteraría de que ella era la pareja del general inglés que comandaba las tropas que liberaron Grecia de los alemanes.

Finalmente, durante el mes de agosto de 1945, miss Wood le consiguió a Elie un uniforme del ejército inglés, y de esta manera pudo convertirse en un soldado a la espera de ser repatriado a Gran Bretaña.

En el puerto del Pireo, y a bordo de un navío británico que se dirigía a Marsella, se embarcó en medio de las tropas. Una vez en Francia, los soldados continuarían en tren hasta Dunquerque y en pequeñas embarcaciones cruzarían el Canal de la Mancha, para alcanzar el puerto de Dover. Al descender en Marsella, Elie ingresó en territorio francés sin documentación y en calidad de apátrida.


XV

En el puerto fue recibido por su hermana Regine, su cuñado Yajiel, Isaac y Suzanne. Ese encuentro fue imborrable para Elie, pues al fin, después de tantos años de martirio, podía abrazar a personas de su familia, a seres queridos. Por primera vez en mucho tiempo, las lágrimas que soltó fueron de alegría. En esos instantes supo que había valido la pena luchar por sobrevivir y no dejarse morir, como ocurrió en el caso de la gran mayoría de los prisioneros de los diferentes campos de exterminio.

Los familiares no dejaban de abrazarlo y besarlo, una y otra vez, y antes de tomar el tren con dirección a París, pasaron por el mejor restaurante que existía en Marsella. Elie casi había olvidado lo que era sentarse en una mesa con mantel de lino, como los que había en su hogar de Salónica, servilletas del mismo género, diferentes cubiertos de plaqué y copas de cristal para tomar el vino más famoso del mundo. Probó la variedad de manjares que le ofrecieron de la cocina francesa. Devoró cada uno de los guisos, y con el pan baguette untó los platos, dejándolos absolutamente limpios. Los parientes se deleitaban viéndolo comer y disfrutar. Isaac llevó a Elie a una tienda para comprarle ropa y permitirle que se deshiciese del uniforme militar.

Una vez a bordo del tren, Elie permaneció con el rostro pegado a la ventana y de este modo pudo observar la belleza de la exuberante naturaleza, disfrutando con la vista de los campos llenos de flores. Trataba de inmortalizar ese presente idílico, pero los pensamientos lo llevaban hacia el negro y cercano pasado. Permanecía largos ratos en silencio y sus familiares respetaban ese espacio. Cada cierto tiempo debía secarse las lágrimas.

Llegaron a París tras 16 horas de viaje. Desde la estación de trenes tomaron un taxi con destino a la avenida Bourdonnais, muy cerca de la Torre Eiffel. Allí se encontraba el departamento de propiedad de Isaac y Suzanne. Al momento de ingresar, le dijeron a Elie que se sintiera en su propio hogar. Enseguida agregaron que ellos no solamente serían sus primos, desde ese momento pasarían a convertirse en sus padres adoptivos, para entregarle mucho cariño y preocuparse de sus necesidades inmediatas. Isaac era veintidós años mayor que Elie.

El departamento tenía una superficie de casi 150 metros cuadrados, con un amplio living comedor, cocina moderna, dos dormitorios y dos baños. Uno de los dormitorios lo ocupaban Isaac y Suzanne, y el otro Regine y Yajiel. Habían comprado un sofá cama para Elie y lo instalaron en el living. Ahí mismo descubrió una radio que le sería de gran ayuda para acostumbrar el oído al francés. También le sirvió para escuchar las canciones de Edith Piaff, que gozaba de una merecida fama en la Francia de la posguerra.

Elie no tardó mucho en sentir el enorme afecto que le entregaba Suzanne a través de la convivencia diaria y en los miles de detalles que ello implicaba. Como no podía agradecerle en griego, ya que ella solo hablaba francés, pedía a los demás que le tradujeran. Por otro lado, Isaac le manifestaba su inquietud por que pronto finalizara lo poco que le faltaba de los estudios escolares y luego continuara una carrera universitaria.

Regine, sin embargo, sufría mucho y había días en que no podía mantenerse en pie y prefería permanecer en cama. Elie lograba mucha empatía con ella y le causaba tristeza verla sufrir. Recordaba aquellos alegres momentos de infancia que habían disfrutado juntos sintiendo un cariño entrañable. Ver con vida a la hermana fue para Elie mucho más importante que haber logrado su propia salvación del Holocausto.


XVI

Elie tenía apenas diecinueve años, y cada día que pasaba desde su llegada a París el torbellino de ideas que se le agolpaban en la cabeza se multiplicaba de manera exponencial. Quería salir adelante, demostrarse a sí mismo que todos los sacrificios que hizo por sobrevivir habían valido la pena. Sentía el deseo de convertirse en un hombre de bien, asumir la responsabilidad por él mismo, por la familia y compañeros de martirio que no tuvieron la misma suerte y terminaron en las cámaras de gas y en los hornos crematorios.

Por primera vez desde que fue detenido por los nazis en Salónica, tenía la tranquilidad suficiente para pensar en su futuro sin tener que inventar cosas a cada instante para vivir un día más. Si en los «campos de la muerte» el amanecer lo sorprendía con vida, su objetivo era continuar luchando para lograr otros amaneceres. El desafío que tenía ahora por delante era muy grande. No sabía el idioma y debía terminar los estudios para obtener el bachillerato, sacar un título profesional con el cual trabajar y ganarse la vida, poder independizarse y, algún día, formar su propia familia. Un largo camino que le exigiría grandes esfuerzos, mucha perseverancia y enormes sacrificios.

Las probabilidades de alcanzar el éxito en la vida para las personas comunes y corrientes no eran muchas. Y en el caso de un sobreviviente del infierno como él, lo eran aún menos. Sin embargo, insistía en decirse que, al ser capaz de soportar todos los horrores anteriores, no podía perderse ahora y quedar a medio camino. Debía seguir adelante y no convertirse en una carga para la familia que lo había acogido.
Isaac, en su calidad de padre adoptivo, se impuso de inmediato la tarea de encontrarle una buena escuela a Elie. Ojalá con internado. Pero fue casi imposible encontrar alguna. Se acercaba el mes de septiembre de 1945 y pronto comenzarían las clases. De todas formas insistieron, y después de recorrer diferentes colegios sin éxito, finalmente se encendió una pequeña luz de esperanza: existía una escuela de jesuitas con internado que aún aceptaba alumnos. Entonces
los asaltó una difícil pregunta: ¿lo aceptarían como judío?

Pidieron una entrevista con el rector y se la concedieron. Isaac y Elie fueron recibidos por un sacerdote de alto rango en la jerarquía eclesiástica, y desde el primer instante percibieron una gran amabilidad y sensibilidad de su parte. Al enterarse de los sufrimientos por los que había pasado Elie, se comprometió a ayudarlo a matricularse en otra escuela religiosa con pensionado que no fuera un seminario para sacerdotes. A continuación, cerró la puerta de su oficina y comenzó a expresar lo que pensaba acerca de la actitud asumida por la Iglesia Católica durante el Holocausto. Les dijo que los sacerdotes que ayudaron a salvar judíos lo hicieron a título personal. Nunca hubo un mandato explícito de la Iglesia en ese sentido. Sabía de otros que dejaron de hacer y miraron para el lado, o incluso quienes prefirieron dejar morir judíos antes que salir en su defensa. Llegado a un punto, el sacerdote se confesó ante Elie e Isaac, y les dijo con pesar que los autores de los Evangelios habían tratado de convencer a los cristianos que los judíos habían perdido hacía tiempo el justo derecho al camino hacia Dios, y que los seguidores de Jesús sustituyeron a los judíos como el pueblo elegido. Isaac y Elie escuchaban en profundo silencio y asentían con movimientos de cabeza a cada palabra del rector. Sin embargo, el comentario que les quedaría grabado de por vida llegó casi al terminar sus palabras: «Vosotros
—dijo el sacerdote—, en la condición de sefarditas expulsados de sus hogares por la Inquisición, más que nadie estaréis de acuerdo en lo que les acabo de decir. La pretensión de los nazis de eliminar de la faz de la Tierra a todos los judíos, solo se entiende conociendo previamente lo efectuado por la Inquisición. La conversión forzosa era la forma de eliminar a los judíos de la sociedad cristiana. A los que acusaban de judaizantes se les podía quemar en la hoguera».

Para finalizar, les señaló que esperaba, en un futuro no muy lejano, un mea culpa de la Iglesia, ya que toda falta cometida contra la verdad y la justicia debía ser reparada. A continuación, el rector ubicó otra escuela religiosa con pensionado donde lo matricularon en sobrecupo explicándole a su colega de qué se trataba. El director los recibió con la misma amabilidad y le pidió a Elie que lo acompañara hasta el lugar donde tendría su dormitorio. Le dijo que no compartiría el recinto común de los estudiantes, sino que alojaría junto a algunos profesores abates, en la mansarda del edificio, donde había espacios individuales. Esto le permitiría dedicarle más horas al estudio, ya que las luces permanecían encendidas pasadas las 20 horas, a diferencia del dormitorio común de los alumnos. Además, tendría al alcance a los maestros —la mayoría de gran disposición— para hacerles consultas y pedirles ayuda en cualquier caso.

Elie permaneció en la escuela durante un año completo, hasta poder rendir el examen de bachillerato. Todos los alumnos pasaban los fines de semana en sus respectivas casas, pero él se quedaba profundizando los conocimientos y dedicando más tiempo a la lectura de los textos de historia, filosofía, geografía y, en especial, a las temáticas exigidas para el examen mismo. A su vez, perfeccionaba el conocimiento y posterior dominio del francés. Siempre llevaba un diccionario francés-griego en la mano. Recibió ayuda de los profesores y observó que los exámenes eran menos exigentes para estudiantes como él, sobrevivientes de la guerra. Una forma que también encontraron para ayudarlo a tener más contacto con el idioma fue dejarlo asistir a las clases de catecismo y a las misas. Sin embargo, a estas últimas nunca fue; y en el caso de las primeras, solo un par de veces, pues el rector le sugirió no hacerlo más: debido a su traumática experiencia, las dudas y preguntas que se formulaba no serían abordadas en esas clases y se sentiría más perjudicado que beneficiado.

En una ocasión, Elie observó durante el recreo a un niño pequeño molestando a los mayores que se encontraban jugando básquetbol. Uno de ellos agarró al chico y lo golpeó. Elie quiso intervenir en defensa del agredido, pero el agresor le reclamó por meterse y le gritó: «Y tú, ¡¿por qué te metes?! ¡Sale juif!».

Ante la ofensa, Elie reaccionó en forma inmediata y golpeó la nariz de su enemigo con un cabezazo, para en forma simultánea darle un rodillazo en los testículos. Con ese ataque consiguió romperle un diente y hacerlo llorar de dolor en el suelo. El director citó a Elie a su oficina para saber el porqué de aquella violenta reacción considerándolo un alumno tan tranquilo. Al enterarse del insulto, optó por expulsar del colegio al estudiante por la actitud racista y antisemita.

Sin embargo, no todos eran enemigos. Elie tuvo dos buenos compañeros en la escuela: Jean Bournier y George Bachy. El primero vivía en una casa de gran lujo, a pocos metros de la Torre Eiffel, solo junto a su madre; el padre, dueño de una de las acerías más antiguas e importantes del país, había fallecido. A su casa concurría gente de la alta burguesía y de las finanzas. Y Bachy, por su parte, residía en la misma calle Bourdonnais, a 200 metros de Elie, en un departamento frecuentado por oficiales de las Fuerzas Armadas de Francia, pues su padre era ex almirante.

Cada vez que Elie era invitado por sus amigos para compartir juntos en sus respectivas casas, se sentía incómodo, como en corral ajeno, sin entender mucho lo que hablaban. Entonces, se quedaba callado. Por eso, y pese al cariño, siempre prefirió verlos en otros lugares.


XVII

El ambiente en el que se movían Isaac y Suzanne estaba vinculado a las telas y a la industria textil, y el centro de la producción de aquella actividad se encontraba en Lyon. Aconsejado por Isaac, Elie tomó la decisión de postular a L'École Supérieure des Industries Textiles de Lyon para obtener el título como ingeniero textil. Postuló y fue aceptado. Apenas llegó a esa hermosa ciudad levantada entre dos ríos, el Ródano y el Saona, averiguó de posibles alojamientos para estudiantes no residentes. Contaba mensualmente con veinte mil francos de la época, otorgados por Isaac. Con ellos debía pagar el arriendo de una pieza, una alimentación frugal y los cigarros Gitannes que fumaba regularmente.

Mientras Elie se encontraba en la escuela consultando acerca de los horarios de las clases, se le acercó una persona de más edad, hablando francés, pero con un marcado acento yiddish. Dijo llamarse Pincus Shimmel, padre de León Shimmel, quien sería su compañero de estudios. Enseguida le propuso compartir una pieza con su hijo y además le preguntó si estaría interesado en que la comida fuera kosher. Elie consideró que no era mala idea ahorrar todo lo que se pudiera en alojamiento y le dio una respuesta positiva.

Después de la guerra, y durante dos años, se mantuvo en Francia racionamiento de alimentos. Cada ciudadano recibía una tarjeta para la distribución de comida, pero los estudiantes universitarios obtenían la «J3», cuyo puntaje era mayor y además tenía mejor valor nutritivo, comparada con la que recibía el resto de la población. León y Elie iban al único restaurante kosher que había en la ciudad y allí presentaban sus tarjetas. Después de cuatro meses concurriendo a dicho restaurante, ambos amigos habían terminado bajando de peso y eso preocupó a sus respectivos apoderados. Buscaron un nuevo alojamiento que incluyera un espacio para poder cocinar sus propios alimentos. Esta experiencia solo duró el primer año de estudios.

Mientras León lograba buenas notas estudiando muy poco, Elie tenía más dificultades. En un viaje a París para las fiestas del primer fin de año, Regine vio que su hermano se encontraba muy angustiado por las bajas calificaciones, pese al tremendo esfuerzo que realizaba por salir adelante, y le sugirió que se dedicara a otra cosa más simple dejando los estudios de ingeniería textil. Suzanne e Isaac, sin embargo —y en una actitud pragmática—, le insistieron en continuar hasta finalizar el primer año que ya estaba totalmente pagado. Esa última propuesta terminó siendo una acertada decisión. Los talleres, cerrados por mantención durante el primer trimestre, se abrieron al siguiente y le permitieron a Elie entender mejor y asimilar las clases teóricas. Por fin podía tocar la maquinaria textil y encontrarle sentido a la teoría y al diseño de las piezas que la componían.


XVIII

A la amistad que Elie mantenía con León Shimmel se sumó la de Robert Pradat, hijo de un industrial textil de la región de Lyon. Los tres conformaron un equipo excepcional, reforzando el cariño por la profesión a la que aspiraban. El estímulo de los amigos le permitió a Elie adquirir mayor confianza y lo motivó a doblar las horas dedicadas al estudio, convirtiéndolo en uno de los primeros del curso. No se cansaba de consultar las dudas a profesores y compañeros destacados. Por otro lado, entre los espacios de recreación que la universidad le brindaba a sus estudiantes, Elie se reencontró con el deporte que le gustaba practicar en Salónica: tenis de mesa. Jugaba tan bien con la mano izquierda que ganó un campeonato universitario durante el segundo año de estudios.

El director de L'École Supérieure des Industries Textiles de Lyon era un estricto coronel en retiro del ejército francés, quien lució durante mucho tiempo, y con orgullo, el galvano obtenido por Elie gracias al pimpón en un estante detrás del escritorio. Ese premio le permitió a Elie subir varios peldaños en la estima recibida. El director se reservaba la facultad de calificar a los alumnos en disciplina, responsabilidad, puntualidad y perseverancia. La nota era de coeficiente tres, influyendo de manera importante en la puntuación para finalizar el año.

En una ocasión, León Shimmel invitó a Elie a pasar parte de las vacaciones a su casa en París. Allí conoció a los otros dos hermanos: David era dos años mayor y estudiante de ingeniería civil en la Universidad de La Soborne, y Freddy, el menor de todos, novato en la misma universidad, en la carrera de medicina. Gracias a la madre, una típica
yiddishe mame, en aquel hogar se respiraba un ambiente de gran cariño familiar. A su vez, el padre observaba con rigor y afecto la correcta realización de los deberes que debía cumplir cada integrante de la familia; siempre atento en marcar las pautas necesarias de conducta. Este modelo de hogar dejó un recuerdo indeleble e inspirador en la memoria de Elie, y se lo propuso como meta de vida cuando fuera capaz de formar su propia familia.

Una vez reiniciadas las clases en Lyon, los cursos adquirieron características más prácticas en algunas de las numerosas fábricas textiles que existían en la ciudad. Elie obtuvo la primera de ellas en una de las industrias más antiguas de la región, catalogada dentro de las tres mejores de Francia. Su experiencia en esta le permitió adquirir un gusto aún mayor por la profesión, y llegó a dedicarle hasta diez horas diarias de trabajo sin sentirse agobiado. Dicha fábrica se encontraba en la colina de Fourvière, llamada también «la colina que trabaja».

En paralelo al período de prácticas, Elie se propuso obtener una beca municipal que le permitiera financiar los estudios y no depender totalmente de la ayuda de sus padres adoptivos, Isaac y Suzanne. Logró que monsieur Herriot, alcalde de Lyon, lo entrevistara. Había sido un prisionero político, conociendo en carne propia la crueldad de los nazis, y posteriormente desde su cargo de autoridad tuvo una gran disposición para entregar apoyo a los alumnos esforzados y que además habían padecido los sufrimientos durante la guerra. La exigencia para mantener la beca era obtener como mínimo notas sobre 13, siendo 20 la calificación máxima.

Con la beca obtenida, Elie estuvo en condiciones de poder arrendar una pieza en un antiguo departamento, con un baño colectivo que tenía taza turca y servía para las necesidades de los inquilinos de los otros cuatro departamentos. A partir de las siete de la mañana se comenzaba a armar la fila para ocuparlo. En cuanto a su aseo personal, Elie ocupaba las duchas que había en la escuela textil.

Una nueva e importante amistad se desarrolló en la vida de Elie. Se trataba de Janik Petrachek, un compañero de clases de veinticuatro años, muy inteligente, que venía de Checoslovaquia y era hijo de un pequeño fabricante textil en su país. Padre e hijo habían trabajado en la industria familiar, en Praga, durante los cuatro años que duró la ocupación nazi. Con su carácter maduro, serio y responsable, se convirtió en el mejor alumno egresado de la promoción. Elie lo admiraba y recibía su ayuda en muchas de las materias requeridas.

De entre los maestros, Elie mencionaba con mucho cariño a monsieur Thomas, encargado de impartir un ramo introductorio acerca de materias primas textiles, contexturas y maquinarias. Todos los alumnos lo querían por su especial dedicación y amabilidad al enseñar. Tenía su casa en el barrio residencial de Brotteaux, donde se encontraba el Parque de la Tête d’Or, considerado uno de los más grandes de Europa. El profesor invitaba a los estudiantes a su casa los días sábado, y mientras les servía café con galletas reforzaba los conocimientos impartidos en el aula.

En una ocasión, los compañeros de curso se pusieron de acuerdo e invitaron a monsieur Thomas a almorzar; pensaron que era la mejor manera de retribuir la gran generosidad del maestro. La misión de buscar el restaurante estuvo en manos de Pradat, Shimmel y Alevy. No fue una tarea fácil, pues debían considerar un precio razonable para estudiantes modestos, con escasos recursos, en una ciudad famosa por su exquisita gastronomía y sus altas tarifas. Finalmente, se decidieron por La Mère Dutal, cerca de la Plaza de Bellecour, que ofrecía cibe de conejo con puré de zapallo y patatas. Llegaron todos los compañeros, brindaron, el profesor estaba feliz, se divirtieron y disfrutaron la comida. Finalizado el almuerzo, y de regreso a las respectivas residencias, Pradat se acercó a Elie y le susurró al oído que lo comido no era realmente cibe de conejo, sino cibe de gato. Habían transcurrido apenas dos años desde el término de la Segunda Guerra Mundial y los alimentos animales aún eran escasos en Francia. Lo mismo ocurría en la vecina Italia, donde era imposible encontrar perros o gatos en las calles de las ciudades.

La ciudad de Lyon llegó a convertirse en un verdadero bálsamo para un sobreviviente del Holocausto como Elie. De alguna manera volvió a vivir sus experiencias como estudiante en Salónica, con buenos amigos, compañeros y agradables maestros. Incorporó en su rutina diaria el tomar café y volvió a la afición por jugar ajedrez y a los naipes. Los amigos tenían como punto de encuentro una cafetería en la Plaza des Terreaux, habitualmente durante los recreos del almuerzo. En ese lugar trabaron amistad con Pierre Jolie, hijo de un fabricante de sombreros tipo Borsalino, en Dijon, de moda en aquella época, que trabajaba como jefe de un local de venta de radios transistores marca Philips. Era un tipo muy simpático y generoso que residía en un estudio que su familia poseía en Lyon y que, cuando viajaba los fines de semana a visitar a sus padres en Dijon, se los prestaba a los amigos. Allí era la oportunidad para organizar fiestas bailables, procurando dejar el lugar tal como se los pasaban, aunque rara vez lo conseguían: era la juventud de la posguerra, muy deseosa de pasarlo bien después de tantos años de sufrimientos.

Fue durante esos días cuando Elie se enamoró de una dulce muchacha de ojos celestes y pelo rubio. Se pusieron a pololear, salían a bailar los sábados por la noche y en algunas ocasiones se reunían los domingos, si es que los estudios lo permitían. Sus amigos le decían que cuidara la relación, ya que había varios con la intención de levantársela. La respuesta de Elie era siempre la misma: la meta es obtener el título de ingeniero textil sobre cualquier otra consideración. Sentía que aquella muchacha apreciaba en él su espíritu de responsabilidad y seriedad con la relación, así como él valoraba de ella todo el amor que le daba y que creía tan difícil de volver a sentir.


XIX

Durante las vacaciones de verano, Elie consiguió prácticas pagadas en las fábricas textiles. La primera de ellas la hizo en una de sedas naturales, artificiales y sintéticas. Al año siguiente trabajó en una empresa especializada en la construcción de todo tipo de maquinaria textil. La tercera práctica la efectuó en una tintorería especialista en teñidos, aprestos y estampados sobre diferentes tipos de telas lisas. Sin embargo, de todas estas experiencias, recordaría con especial interés una práctica en la que tuvo que ser parte en la construcción de un telar circular con ocho lanzaderas y cuatrocientas pasadas por minuto. Un concepto nuevo y revolucionario para la época, pero que, de todos modos, tuvo un éxito relativo, ya que no servía para fabricar telas de vestir, sino tocuyos y sacos de algodón o yute.

Al finalizar sus estudios, Elie participó en un intercambio de estudiantes con la Escuela Superior de Industrias Textiles de Como, Italia. Fue una experiencia inolvidable donde aprendió de las fábricas italianas y también disfrutó de lugares turísticos como Padua y Venecia.

El 5 de julio de 1950 fue la graduación de los ingenieros textiles y correspondiente entrega de diplomas. Los que se graduaban recibían un certificado en papel, pero el diploma definitivo era tejido en telares jacard manuales, con seda natural beige de fondo y letras en terciopelo bucle color café. Eran confeccionados por los alumnos del primer año para los egresados, pero Elie solo alcanzó a recibir el certificado en papel: el otro, muy lento de elaborar, nunca llegó a sus manos.

Pocos días después de la titulación, la fábrica Voiron Chartreuse, una de las más grandes de Lyon, envió a Elie una oferta de empleo. Esta tenía varias plantas de producción repartidas en la región de l’Isère. Elie aceptó trabajar en una de ellas, a 60 kilómetros de Lyon, en un pueblo de pocas casas, una cooperativa lechera y un restaurante muy rudimentario para atender a los camioneros que transitaban por esa ruta. Para asumir la dirección técnica de la fábrica, Elie solicitó alojamiento en el pueblo y así no tener que estar viajando todos los días desde Lyon. Le ofrecieron una habitación en un desván, bajo las tejas del techo, de escuálido mobiliario consistente en cama, silla, velador y una solitaria ampolleta colgando. El baño se encontraba en el patio trasero, en una cabina instalada sobre la fosa séptica, mientras que para lavarse debía bombear agua de un pozo.

Un día el inspector de todas las fábricas de Voiron apareció en el lugar donde se encontraba Elie, acompañado del hijo de un cliente venido de París. Se trataba de Raymond Nissim Passy, quien aprovechando de visitar los centros de esquí entre Chamonix y Val d’Isère, quiso conocer cómo se fabricaban las telas adquiridas por su padre y que luego vendía al por mayor en la capital francesa. Desde aquel fortuito encuentro, Elie y Raymond establecieron una buena y profunda amistad. El tiempo y el futuro se encargarían de unirlos aún más.

Al comienzo el sueldo de Elie era bajo, pero con esfuerzo logró mejorar la calidad y la producción, y en poco más de dos meses quintuplicó su salario pues se calculaba en base a resultados. Su fama trascendió y en una ocasión lo fue a visitar el dueño de Les Muguets de París, poseedor de dos fábricas de confección de vestuario fino, para hombres y mujeres, con cuarenta y ocho locales de venta en Francia y las colonias de Argel y Túnez. Le ofreció a Elie el doble de lo que ganaba para que se hiciera cargo de dos fábricas textiles recientemente adquiridas en Saint Nazaire y Charnècles. Elie le solicitó tres días de plazo para consultar en la empresa donde trabajaba si estarían de acuerdo con doblarle el sueldo, pero como la respuesta fue negativa, aceptó el nuevo desafío.

Tuvo la buena disposición para empezar de cero y asumir el doble de responsabilidades. Creó una nueva oficina en Lyon, compró muebles, contrató a una secretaria, tomó contacto con los directores de las dos fábricas adquiridas y convino fechas de visitas semanales. En un mes ya tenía en funcionamiento la oficina y descubrió anomalías que subsanó en las dos fábricas. Todo iba fantástico, pero en la cabeza de Elie rondaban nuevas inquietudes. Recibía cartas de su brillante compañero checo Janik Petrachek, quien, al día siguiente de la graduación, fue contratado por una empresa extranjera que lo trasladó de Francia a Ciudad de México. En la capital mexicana poseían una sucursal que fabricaba telas jacard para corbatas y brocatos. Petrachek le escribía a Elie estimulándolo para que viajara a probar suerte en Latinoamérica.

A mediados de diciembre de 1950, Elie tomó la decisión de seguir el consejo de Petracheck, aunque sin tirar todo por la borda. De modo que solicitó un permiso de seis meses sin sueldo para viajar y conocer la experiencia textil en otros lugares del mundo. Se lo concedieron, y buscó un reemplazante por el período en que estaría ausente. Su amigo y ex compañero de estudios Robert Pradat aceptó feliz el puesto, ya que la remuneración era bastante atractiva. El dueño de la empresa le encargó que no perdieran contacto durante el viaje y que si aparecían oportunidades de negocios, se las comunicara. «Y no olvides —agregó mientras se despedían— que aquí siempre tendrás tu puesto de trabajo».


XX

Aunque todo indicaba que Elie partiría a Ciudad de México, donde se encontraba su amigo Janik Petrachek, finalmente cambió el destino y adquirió un boleto hacia Santos, Brasil, a bordo del «Julio César». Su propósito era continuar por tierra hasta Río de Janeiro y finalmente llegar a una industria textil que se encontraba en la localidad de Campinhas. También consideró la posibilidad de seguir hasta Buenos Aires, punto final de recalada del barco. En una tarjeta anotó el contacto de un joyero de Salónica llamado Jacques Mossé, muy amigo de su familia, quien, con motivo de la Gran Depresión de 1929, emigró a la capital argentina. Mossé tenía instalada una joyería en pleno centro de la ciudad, en la galería Pacífico de calle Florida, y había adquirido fama entre sus clientes por los excelentes trabajos que hacía en oro.

Asimismo, en el reverso de la tarjeta donde anotó los datos del joyero, Elie agregó un número telefónico de Santiago de Chile, en la eventualidad de que su viaje por Sudamérica incluyera la capital chilena. El número pertenecía a un amigo de infancia de su padre llamado José Covo, quien viajaría desde París a Santiago para visitar a su hermana a quien no veía hacía cuarenta años y que alojaba en casa de su hijo Elías Pérez. Sin embargo, eso no fue todo lo que Elie apuntó sobre Chile; también escribió en la tarjeta la dirección de Enrique Assael, otro sefardita con muy buena situación económica que vivía en Santiago. Él había sido compañero de Isaac, el padre adoptivo de Elie, cuando estudiaban en el colegio Alliance Israélite Universelle de Monastir. Tuvo la oportunidad de conocerlo personalmente en París y recibió una promesa de ayuda si llegaba a desembarcar en tierras chilenas.

Mientras se encontraba preparando la maleta para el largo viaje en barco, introdujo en ella un fino y elegante esmoquin que le había regalado el dueño de la segunda fábrica donde había trabajado en Lyon después de titularse. Este hombre era un prestigioso intelectual que presidía L’Institut de la Pensée Française, con sede en París. Con motivo de la cena anual de dicha institución, le solicitó a Elie ser el acompañante de su hija. Cuando ya tenía el esmoquin, le sugirió usar dinero de la empresa para comprar una camisa adecuada, humita, calcetines y zapatos de charol. Además, por si llovía, le permitió adquirir un impermeable, y Elie eligió uno de la famosa marca Burberry. También lo incluyó en su equipaje, luego de averiguar el clima de Sudamérica.

El 27 de diciembre de 1950, Isaac, Suzanne, Regine y Yajiel llegaron al puerto de Marsella para despedir a Elie. Estos últimos, sin embargo, no descendieron del «Julio César» al momento de sentir las campanadas que ordenaban a los acompañantes bajar del navío, pues le tenían una sorpresa: viajarían con él hasta Barcelona.

Durante el trayecto del barco entre Marsella y Barcelona, Yajiel le habló casi siempre en ladino, para que Elie acostumbrara el oído al castellano muy parecido que se hablaba en Latinoamérica. Un pasajero identificó el idioma y se presentó como Jacobo Pardo, sefardita también, avecindado en la ciudad de Temuco, Chile. Les contó que en ese lugar se había congregado una importante comunidad judía de inmigrantes, provenientes de lugares que habían estado bajo el dominio del Imperio Otomano. La mayoría llegó antes de la Primera Guerra Mundial, evitando hacer el servicio militar. El gobierno chileno los acogió con el propósito de colonizar parte de un territorio difícil de incorporar al Estado por la resistencia de los indios aborígenes, los araucanos. La fabulosa memoria de Elie registró por segunda vez el nombre de Chile, pronunciado por otro judío quien, además, estaba muy contento de residir en aquel lejano país, de hermosos paisajes y gente especialmente amable.

Cuando Elie le preguntó por las razones de su viaje a Europa, Jacobo Pardo le explicó que regresaba luego de buscar infructuosamente por Europa a algún familiar sobreviviente del Holocausto. Allá se enteró que todos habían fallecido en los campos de la muerte cuando fueron arrestados por los búlgaros nazis en la ciudad de Monastir.

En el puerto de Barcelona, ambos hombres perdieron el contacto, pues Elie abandonó el camarote de tercera clase y consiguió uno en segunda. Le costó menos de 100 dólares, los cuales, considerando el capital de 1.200 con el que salió de Francia, eran prácticamente un gasto marginal. Además, su hermana y cuñado bajaron del «Julio César» en el puerto catalán.

El viaje continuó, y al traspasar la línea del Ecuador, se efectuó la cena de gala con el capitán. Algunos pasajeros, habituados a viajar en barco, se extrañaron que esta se llevara a cabo en los salones de la segunda clase y no en los de primera, como era lo acostumbrado. Elie, en su camarote, se puso el elegante esmoquin que traía y luego se miró al espejo: casi no se reconoció a sí mismo. La imagen lo trasladó inevitablemente a aquellos días en los que vestía andrajos cuando estaba preso en el campo de exterminio… Entonces, sus ojos se llenaron de lágrimas y tuvo que hacer un gran esfuerzo para salir con la cabeza erguida.

Una vez en el salón contiguo al comedor donde se efectuaría la cena de gala, y mientras se perdía en sus propios pensamientos, se le acercó un distinguido señor al que los mozos llamaban comendatore. Venía de la primera clase y también esperaba el llamado a pasar a la mesa. Le habló a Elie en italiano, y a continuación lo hizo en francés para preguntarle si sabía jugar póker. Al recibir una respuesta afirmativa, el comendatore lo invitó a compartir una partida con cuatro jugadores. Elie, además de agradecerle la invitación, se disculpó por no tener los medios para jugar a la altura de las personalidades de su categoría. El italiano lo tranquilizó al indicarle que sería un juego de bajas apuestas y solo para llenar el tiempo hasta que sirvieran la cena.

De modo que Elie aceptó y fue hasta el camarote para sacar 300 dólares, parte del dinero que traía escondido entre su ropa interior. Fueron presentados los jugadores, la mayoría italianos, y tomaron asiento para dar inicio a la timba. Las apuestas bajas de un comienzo fueron aumentando a medida que los jugadores mejoraban sus manos. Elie entraba en las apuestas solo si tenía una buena combinación; no se atrevía a blufear. En un determinado momento, se acumuló un gran pozo de 1.400 dólares, porque dos jugadores tenían full servido de mano y un tercero obtuvo la cuarta carta necesaria del póker en el recambio de naipes. La situación estaba tensa, y el cuarto integrante de la mesa, sin nada que proponer, tuvo que retirarse. Entonces, cuando el contrincante que tenía el póker iba a celebrar la victoria, Elie intervino con una escala real que, contra todo pronóstico, le permitió llevarse la enorme suma de dinero.

Pocos minutos después vino el anuncio de concurrir al comedor para la cena de gala.

Elie no tuvo tiempo de reflexionar sobre aquel golpe de suerte; había logrado duplicar el capital con el que salió de Europa para enfrentarse de mejor manera ante aquella Latinoamérica desconocida.

Durante la cena, compartió la mesa principal del comedor con un oficial de la Marina de Italia que entendía griego. Había formado parte de los numerosos italianos que se casaron con griegas durante la ocupación del país heleno en la Segunda Guerra Mundial. También conversó animadamente con una dama en francés. Al finalizar la comida, el capitán obsequió a los comensales varones cigarros habanos de la famosa marca Montecristo. Elie se dirigió a cubierta para fumarlo; el viento no dejaba que se formaran las volutas de humo. En esos instantes, los recuerdos volvieron y lo condujeron al momento cuando se encontraba en el hospital, después de ser rescatado del infierno, y un soldado estadounidense le regaló una cajetilla de cigarros, enseñándole además a fumarlos y a apreciar el placer que aquello producía.


XXI

El puerto de Santos recibió a los pasajeros del «Julio César» con una bocanada de calor húmedo que hizo que las ropas se les pegaran al cuerpo. Elie había salido de Lyon con abundante nevazón y se encontró con un violento contraste de clima para el cual no estaba preparado. En Río de Janeiro el calor era aún más insoportable, pero decidió continuar de todos modos hasta la fábrica textil situada en la localidad de Campinhas. Allí se presentó con una carta de recomendación escrita por Isaac y dirigida al hermano de un compañero de colegio que tuvo en Monastir, emigrado a Brasil en 1919, y que llegó a ser el propietario de aquella fábrica. Le dieron trabajo y permaneció una semana: no aguantó más el clima del lugar.

Con el dinero ganado en el póker compró un pasaje en avión a México para ir a la fábrica de propiedad francesa donde trabajaba Janik Petrachek. Fue un viaje huyendo del calor, y el compañero de curso y amigo de Elie se alegró mucho con el reencuentro. De inmediato hizo las diligencias para que el ingeniero textil se integrara a la empresa. Pero la alegría no duro mucho tiempo, pues la altura de la capital mexicana también se convirtió en algo insoportable para Elie; el trabajo lo agotaba y en las noches se sentía apunado. La estadía apenas alcanzó a durar un par de semanas. Estaba a punto de darle la razón a su patrón de Lyon con su regreso, pero decidió no darse por vencido sin antes probar suerte en Argentina. De modo que allá partió.

Apenas puso un pie en Buenos Aires se dirigió al negocio de Jacques Mossé, el joyero griego, quien lo recibió afectuosamente y lo invitó a quedarse de alojado en su hogar. Al enterarse de que quería trabajar como ingeniero textil, le presentó a un amigo de apellido Pichón, vendedor en la industria textil La Bernalesa, situada en el pueblo de Bernal, una de las fábricas más importantes del rubro, con alrededor de seis mil operarios. Contaba con hilandería, tejeduría, tintorería, estampados y confección de ropa de trabajo. Pichón llevó a Elie a la oficina del dueño, Gabriel Salomón, y luego de dialogar durante una hora en francés, lo contrató con un muy buen sueldo y con grandes promesas de alcanzar, en corto tiempo, cargos de importante responsabilidad. Solo debía conocer mejor las principales secciones de La Bernalesa.

Al mediodía del 18 de febrero de 1951, la temperatura en la ciudad de Buenos Aires alcanzó los 40 grados y la humedad el noventa y dos por ciento. Ese mes en particular fue más caluroso de lo habitual en la capital argentina. Elie salía de casa a las seis y media de la mañana con destino al trabajo y no regresaba nunca antes de las once de la noche. Además, la plaga de mosquitos provenientes del río de La Plata le impedía entregarse al reparador sueño y apenas pegaba un ojo durante las pocas horas que le quedaban para dormir. Como tenía escasas oportunidades de conversar con el señor Mossé, ya que por la mañana el dueño de casa aún estaba en cama, y por la noche, al regresar, también, Elie tuvo que ir a hablar con él a la joyería. En el interior del local había un enorme ventilador instalado en el techo cuyas aspas solo desplazaban el calor de un lado al otro sin producir ningún alivio. Jacques Mossé escuchó lo que Elie quería decirle mientras ambos sacaban pañuelos de sus respectivos bolsillos para limpiarse a cada instante las gruesas gotas de sudor que corrían por sus rostros. Los lentes de Elie se empañaban debido a la humedad reinante.

En ese momento, entró un cliente que al ver conversar al dueño de la joyería con otra persona decidió no interrumpir y esperar sentado en un sillón de felpa ubicado al lado de un reloj de pedestal que le daba un sello característico al local. Sin proponérselo, el cliente escuchó el diálogo en el que el señor Mossés le pedía a Elie permanecer más tiempo en Buenos Aires alojado en su casa, explicándole que su mujer e hijos estaban de vacaciones en Mar del Plata y no regresarían hasta por lo menos un mes más. Le recomendaba paciencia con el clima y agregaba que la llegada del otoño haría bajar la temperatura considerablemente. Sin embargo, Elie ya tenía suficiente de Sudamérica. Si bien las posibilidades laborales eran excelentes en aquel lado del mundo, había sufrido demasiado con el calor de Brasil, la altura de Ciudad de México y los mosquitos y el calor húmedo de Buenos Aires. Tenía ganas de regresar a Europa y quedarse en Lyon donde un trabajo seguro lo esperaba.

Jacques Mossé comprendió que sería imposible retener a Elie en la capital argentina, de modo que le sugirió que, antes de abandonar definitivamente Sudamérica, probara una última opción: «Anda a trabajar a Chile», dijo.

Entonces, al oír aquella palabra, el cliente que esperaba sentado en el sillón de felpa se levantó como impulsado por un resorte y se acercó al mostrador donde conversaban los amigos. Se presentó como Puelma, de nacionalidad chilena. Entendía y hablaba francés, lo que le permitió captar, sin intención, el diálogo referido a la posibilidad de un viaje a su país. Mirando a los ojos de Elie, le señaló que Santiago tenía una temperatura ideal, ya que el calor en verano era seco y disminuía por las noches, pudiendo dormir sin problemas, a diferencia de lo que ocurría en Buenos Aires. También le dijo que había escuchado acerca de su profesión de ingeniero textil y que, por esa razón, en Chile le sobraría trabajo, ya que la industria de géneros estaba empezando y faltaba personal técnico calificado para manejar ese tipo de empresas.

Las palabras de Puelma resultaron muy convincentes para Elie. Además, era la tercera vez que su memoria registraba comentarios elogiosos acerca de Chile. Sin más, se dirigió al otro lado de la calle Florida, y en una agencia de viajes compró un pasaje en avión para Santiago. Escogió uno que coincidía con el boleto que tenía Puelma para regresar a su país.

Dos días después, en un auto Studebaker del 47 conducido por su dueño, Jacques Mossé, los dos pasajeros, Elie y Puelma, fueron llevados al aeropuerto de Ezeiza. El vuelo correspondía a la compañía de aviación Flota Aérea Mercante Argentina (FAMA), inaugurada por el Presidente Juan Domingo Perón cuatro años antes y que se caracterizaba por la inexactitud de sus itinerarios. De hecho, en esa ocasión el vuelo fue aplazado para el día siguiente, y aunque afortunadamente existía un hotel al lado del aeropuerto, solo tenía una habitación disponible para pasar esa noche. Elie no tuvo ningún inconveniente en dormir en el mismo cuarto con Puelma, quien resultó ser una agradable persona. Tenía un buen pasar económico, producto de explotaciones mineras en la zona de Antofagasta, y eso le permitía viajar seguido a París. Las numerosas horas que permanecieron juntos le sirvieron a Elie para conocer más detalles de la ciudad de Santiago. Lo tenía muy intrigado, sobre todo, la existencia de dos cerros con nombres santificados —Santa Lucía y San Cristóbal—, ubicados en medio de calles, casas y edificios, y un río llamado Mapocho corriendo entre ambos montes.


XXII

El cruce de la Cordillera de los Andes fue una travesía insufrible: el avión se movió como coctelera batiendo pisco sour. Aterrizaron en el aeropuerto de Los Cerrillos, y desde allí se trasladaron al centro de la ciudad en un pequeño ómnibus. Al descender, Elie caminó rápidamente a una farmacia a comprar un remedio para la acidez estomacal que sufría regularmente. En la Botica Petrizzio la dependiente le recomendó tomar «Pepsamar», y ahí mismo ingirió la primera dosis. Preguntó por el precio de algunos productos y Elie se dio cuenta de lo barato que eran las cosas en Chile, considerando que Puelma ya le había entregado información relevante acerca del transporte, alojamiento y valores de los alimentos básicos. Junto con el remedio adquirió jabón «Flores de Pravia», una colonia llamada «Flor de Espino», crema para afeitar «Junol», con su respectiva brocha, y «Mentalol 18» para cerrar los poros. Hizo caso a la recomendación de la amable vendedora y compró un frasco de leche de magnesia «Phillips», para complementar el tratamiento contra la acidez.

Puelma le recomendó un lugar para que Elie se alojara y tuvo la gentileza de acompañarlo hasta la residencial Sutcord, en la calle Namur número 51, a pocos metros de la Plaza Italia. Las propietarias eran dos amigas cincuentonas y aún solteras que en la tarjeta de visita, junto al nombre de la residencial, habían colocado la frase: «Atendido mejor que en su propia casa». Elie se registró en el libro de recepción y le entregaron la habitación número cinco. Inquilino y acompañante llegaron con mucho apetito, pero la cocina ya había cerrado. Cruzaron la Alameda de las Delicias y en una fuente de soda se comieron suculentos completos. Elie llevaba pocas horas en el país y ya había probado la palta, que se convirtió en uno de sus alimentos favoritos. Los amigos se despidieron y Puelma no se resistió a preguntarle por qué había confiado en él de forma tan inmediata.

«Al ser la vida tan corta —respondió Elie—, la confianza no puede esperar, pero así como lo hago de manera veloz, de la misma forma se la quito a la persona que falla».

Al instalarse en su dormitorio, Elie jamás imaginó que aquel lugar llegaría a convertirse en su morada durante los siguientes tres años.

Junto con ratificar lo que le habían dicho sobre las bondades del clima de Santiago y apreciar las escasas dificultades para dormir, comenzó a ubicar a las personas que aparecían en las tarjetas de visita que trajo desde Francia. Con Enrique Assael le fue mal, porque se encontraba fuera de Chile en un viaje de negocios. Pero en el caso del contacto que le había dado José Covo tuvo más suerte; hizo una llamada y le respondió de manera muy amistosa el sobrino, Elías Pérez, quien lo invitó para que lo visitara en la casa en que residía con su familia, en Los Leones 1326.

Al día siguiente, Alberto, el hijo de Elías Pérez, llegó a la residencial en un Chevrolet del 49 para llevar a Elie hasta su casa. Apenas se conocieron entablaron una amistad de por vida. Le decían Tito y había nacido en Puerto Montt en 1925, un año antes que Elie. En la ciudad sureña, don Elías Pérez, inmigrante sefardita proveniente de Monastir, tenía un floreciente negocio de exportación de frutos secos, especialmente de huesillos, ciruelas y pasas. Cuando trasladó a toda su familia a Santiago, en 1935, amplió el rubro enviando a Brasil y Cuba porotos negros, que en Chile no se consumían. Eran muy sabrosos, pero por el color los chilenos preferían evitarlos. Cuando la familia se mudó de Puerto Montt a Santiago, Tito dio un brillante examen de admisión en el Instituto Nacional e ingresó a la sexta preparatoria, poco antes de cumplir los once años. Egresó con excelentes calificaciones y, con un buen bachillerato, obtuvo un cupo para estudiar ingeniería civil en la Universidad de Chile. Al momento de conocer a Elie se encontraba trabajando en el Ministerio de Obras Públicas en la Dirección de Vialidad.

En el trayecto entre Namur y Los Leones, el institutano le fue contando a su nuevo amigo sobre los trabajos que estaba realizando en la pavimentación de la carretera hacia el norte del país. El Presidente Gabriel González Videla se encontraba en su penúltimo año de gobierno y quería dar cumplimiento al «Plan Serena», que contemplaba, entre otras cosas, asfaltar el camino que unía Santiago con La Serena. En esa ciudad, a 450 kilómetros de la capital, había nacido el gobernante, militante del Partido Radical. Como Elie no comprendía muy bien el español moderno, Tito le repetía con paciencia lo que había quedado sin entender. Además, le contó que el principal campamento de la Dirección de Vialidad se encontraba en un lugar llamado Longotoma y que había descubierto una preciosa caleta de pescadores llamada Pichicuy. Le prometió llevarlo de paseo para que la conociera.

Don Elías Pérez acogió a Elie como un hijo más. Con su primera esposa, Esther Casorla, había tenido dos mujeres y un hombre: Tita, Tito y Kelly. Enviudó y contrajo matrimonio con Esther Benquis, con quien repitió la misma experiencia en el número de hijos y el sexo: Jaime, Becky y Nora. A Elie lo invitaban muy seguido a comer su guiso favorito, los porotos que en ladino llamaban fidjones.


XXIII

En la residencial, Elie compartió con gente interesante, simpática y amistosa. Luego de pocas semanas de permanecer en Santiago, llegó a la conclusión de que los chilenos eran afectuosos y solidarios, una segunda cualidad del país en la evaluación efectuada por Elie, luego del clima, por cierto. La tercera ventaja la conocería muy pronto: las excelentes oportunidades laborales que ofrecía la industria textil.

Los huéspedes de la residencial rotaban con bastante frecuencia. Dentro de los que permanecieron mayor tiempo alojados estaba la secretaria del embajador de Estados Unidos, cuyas oficinas se encontraban a pocos pasos. Ella era pareja del doctor Horacio Falguerete, proveniente de Concepción, y tenía la habitación más grande de la residencial. Cuando Elie se enteró de la profesión de Falguerete, le solicitó ayuda para sus problemas estomacales. El médico le aconsejó hacerse unos exámenes y para ello tuvo que concurrir a un centro hospitalario. Por la Alameda, frente a la calle de la residencial, se encontraba el Hospital San Borja, de muy antigua construcción. Allí lo atendieron bien aunque toda su vida recordaría un ratón que circulaba por los pasillos. Luego de esa desagradable experiencia, se alegró al descubrir un puesto de flores en la esquina de la calle Namur. Se hizo tan amigo de la mujer encargada del puesto de venta, que le entregó copia de la llave de su habitación y dos veces a la semana ella iba a adornarla con las flores más hermosas.

Otra gran amistad que estableció Elie se originó en la residencial. Se trataba de Pedro, un joven casi de su misma edad, pero cuya prominente barriga lo hacía ver mayor. Aquella característica física se debía a la ingesta de numerosas cervezas diarias. Era un tipo bueno para las fiestas, buscando siempre el lado divertido de la vida. Tenía una personalidad completamente distinta a la de Elie, tan marcada por los padecimientos sufridos, siempre serio, responsable y trabajador. Fue un amigo al que llegó a considerar como típicamente chileno, con el chiste siempre a flor de labios y disfrutando del presente. Elie le decía que el dinero le picaba en el bolsillo, pues se lo gastaba sin importar el mañana. Fue su mejor profesor de modismos chilenos y lo ayudó, sobre todo, a entender la forma de ser de la gente del país.
La generosidad de Pedro con Elie fue tal que le presentó a dos amigas suyas, vecinas del barrio en la calle Bueras. Los sábados por la tarde se aprovisionaban de cervezas junto a la comida que compraba Elie en los Establecimientos Oriente, y se dirigían a la casa de las amigas para quedarse toda la noche e incluso, a veces, el domingo completo. El consumo de cervezas era de proporción uno a diez, entre la que se tomaba Elie y las ingeridas por el amigo.

En la residencial, las dueñas atendían a Elie como a un príncipe, preparándole la comida a su gusto, donde la carne para él siempre era filete. La especialidad de la casa eran los tallarines Bontoux, cocinados al horno con pechuga de ave, crema y servido en pocillos de greda. En verano nunca faltaron las humitas o el pastel de choclo. Pero la comida no era tema para Elie; se servía todo feliz, recordando las hambrunas del pasado.


XXIV

La razón por la cual don Elías Pérez dejó Puerto Montt para radicarse en Santiago, en 1935, no fue solo para ampliar su negocio de exportación de frutos secos. Había un motivo mucho más poderoso. Otro inmigrante sefardita, llamado David Jacard, comerciante en la capital, visualizó la importancia de fabricar telas en Chile y no depender tanto de la importación. Había que aprender de la Gran Depresión de 1929 y de las desastrosas consecuencias que generó en el país. Como no tenía el capital suficiente, convenció a don Elías de formar una sociedad y traer telares Cromton de Estados Unidos e hilandería de Francia. Construyeron la fábrica en Vicuña Mackenna 3361 y las primeras telas que fabricaron fueron las dubetinas y sargas. Consiguieron un contrato con la Armada de Chile para fabricar los capotes que usaban los marinos. Posteriormente, hicieron convenios con otras instituciones, lo que impulsó a los socios a efectuar una ampliación de la planta, con la asesoría de su hijo Tito, ya recibido como ingeniero civil.

Cuando llevaba un par de semanas instalado en Santiago, Elie conoció la Manufactura de Telas Jacard y Pérez Ltda. Allí se encontraba trabajando un técnico textil que había llegado de Rumania y hablaba bastante bien el francés. Aunque la especialidad de Elie no era la fabricación de lana, notó los pocos conocimientos del técnico y le explicó, en una breve conversación, cómo se podían tejer telas escocesas. Don Elías Pérez advirtió de inmediato las enormes capacidades que poseía Elie en el rubro textil, pero al técnico rumano lo habían contratado hacía poco tiempo, pagándole el pasaje en avión desde Bucarest.

Lo que hizo don Elías Pérez fue llamar a su amigo Manuel Comandari, presidente de la Asociación Textil de Chile, para que entrevistara a Elie. El encuentro se produjo en un momento en que los trabajadores textiles, agrupados en un solo sindicato a nivel nacional, habían iniciado una huelga. La demanda era porque las fábricas de textiles pagaban a los operarios por metro de tela fabricada, sin tomar en cuenta las características técnicas de cada tipo de producto. Además faltaba especificar el grosor del hilado, el número de lisos que definían el diseño, las condiciones del telar —antiguo y lento o moderno y rápido—, entre otros. Elie ayudó a resolver técnicamente el problema, cambiando las condiciones salariales y logrando suspender la huelga. Comandari le solicitó a Elie que asesorara de manera permanente e independiente a los integrantes de la Asociación.

La enorme capacidad y conocimientos del ingeniero textil llegado de Francia fueron difundidos ampliamente entre los empresarios del gremio. Elie asesoró a Telasa, que agrupaba a unas setenta fábricas, dirigida por Armando Garib y Ricardo Caram; también a Textiles Garib Hermanos, Textiles Caram Hermanos, la firma Ready, Textiles La Viñita, Luxotex, Mario y Jorge Weinstein, Textiles Fisher, Manzur y Nazal, entre otras. En una oportunidad, el dueño de una de estas empresas llamó con gran desesperación a Elie para que lo ayudara a salir de un problema. Le contó que el técnico brasileño se había ido de juerga con una operaria y que llevaba más de una semana sin saber de él; era la única fábrica en Chile de terciopelo y estaba totalmente paralizada. Ante la negativa de Elie por el exceso de trabajo que ya tenía
—apenas dormía cinco horas diarias—, el empresario le ofreció una suma extraordinaria de dinero para que trabajara en su fábrica de diez a doce de la noche, cuatro días a la semana.

Estas asesorías con diferentes fábricas le permitieron a Elie ganar mensualmente un promedio de 2.000 dólares de 1951. Los gastos que tenía no pasaban de los 100 o 200 dólares al mes. Entonces, le pidió consejo a don Elías Pérez para que lo orientara en la inversión del dinero ahorrado. En aquella época, lo recomendable era comprar monedas de oro emitidas por el Banco Central, que permanentemente subían de precio y protegían los ahorros de la inflación. En Santiago existían casas de cambio autorizadas para comercializar las monedas de oro, y la más solicitada era la que tenía un valor nominal de 100 pesos. Los propietarios de una de esas casas eran los socios Benado y
Avdaloff, ubicados en la calle Agustinas. Allí, Elie efectuaba las compras con sus ahorros y le pedía a don Elías Pérez que se las guardara en la caja de fondos que tenía en la oficina.

Sin embargo, eso no duró demasiado. Un día, Elie se encontraba transitando por la Alameda y al llegar a la esquina con la calle Tenderini vio que se estaba comenzando a construir un edificio de oficinas. Había un letrero que decía Carvallo Stagg, correspondiente a la firma de corredores encargados de la venta. Los visitó, se entusiasmó con el proyecto y terminó comprando dos oficinas aún en verde. Las fue pagando en cómodas cuotas mensuales, ya que sus ingresos se lo permitían sin mayor sacrificio. De este modo, dejó de comprar las monedas de oro y destinó los ahorros a la inversión inmobiliaria.

En los pocos momentos que le quedaban libres, Elie mantenía correspondencia con su familia en Francia. En una de esas cartas le escribió a su hermana Regine: «Sigo acostumbrado a este país donde no puedo quejarme de la abundancia de trabajo. El clima de Santiago es muy agradable, ni comparación con Buenos Aires y Río de Janeiro. Estoy ahorrando para poder pagar el pasaje en avión para los dos, además de vuestra estadía hasta que sea necesario. Les va a gustar vivir aquí. Tal vez al principio les vendrá un poco difícil el idioma, pero a mi cuñado Yajiel le será más fácil ya que sabe muy bien hablar en ladino. Tengo amistades chilenas y sefarditas muy cariñosas conmigo…».

También Elie tuvo la posibilidad de hacer algunos paseos fuera de Santiago. Tito Pérez cumplió la promesa y llevó a Elie a conocer la caleta de pescadores en Pichicuy, junto a un par de amigas, disfrutando de la playa y los erizos que nunca había probado. Fue una especie de despedida, ya que Tito se iba becado a Estados Unidos para hacer un máster en maquinaria de construcción de caminos.


XXV

Un domingo de febrero de 1954, le avisaron a Elie que un señor llamado Jacobo Schatan lo esperaba en la planta baja de la residencial. Era yerno de don Elías Pérez y portaba con él una trágica noticia comunicada telefónicamente desde París a la sede de la comunidad sefardita de Santiago, de la cual don Elías Pérez había sido presidente. Regine, la hermana de Elie, se encontraba muy grave en el hospital como consecuencia de haber sido embestida por un auto que perdió el control durante las grandes nevazones que cayeron en la capital francesa. Yajiel, el marido, había fallecido al instante como consecuencia del mismo accidente. Mientras Elie escuchaba la noticia, quedó sumido en un paroxismo de dolor, impotencia y frustración: estaba a punto de cumplir la meta de traer a Chile a su hermana y cuñado. Por otro lado, se reprochaba haberse alejado de ellos durante tres años, sin disfrutar de su compañía.

Superadas las primeras horas del shock, comenzó una frenética carrera para obtener los papeles que le permitieran viajar y posteriormente poder regresar a Chile, como el de impuestos internos, que acreditaba que no tenía deuda alguna con el fisco, más los de residencia y trabajo en el país.

Cuando aterrizó en el aeropuerto de Le Bourget en París, la hermana ya había fallecido, sin siquiera alcanzar a llegar al sepelio. Isaac y Suzanne lo condujeron al cementerio de Pantin, para visitar las tumbas. Al regresar al departamento de sus padres adoptivos, no quiso salir en varios días, sumergiéndose en una profunda depresión. Se formulaba preguntas y no encontraba respuestas: eran demasiadas las desgracias que le había tocado enfrentar. Cuando al fin
logró levantarse, deambuló por las calles de París buscándole un nuevo sentido a su vida.

Elie llegó a la calle d’Abouir luego de errar varias cuadras por la capital francesa. Allí se encontraban las tiendas mayoristas de telas, casi todas pertenecientes a judíos sefarditas provenientes de Izmir, Estambul, Monastir, Salónica, entre otras ciudades del antiguo Imperio Otomano. Ingresó a una de ellas y se encontró con su propietario, Robert Nissim, y su hijo único, Raymond, a quien Elie había conocido en Lyon cuando visitó la fábrica en la que Elie se desempeñaba como gerente técnico. Padre e hijo habían logrado salvarse del Holocausto refugiándose en Ginebra, Suiza, y allí habían comenzado a trabajar con telas bordadas y caladas de origen suizo. Elie compartió con ellos un café turco en el local, justo cuando llegó un camión de transporte y comenzó a descargar ese tipo de telas. Fue un hecho fortuito, pero inspiró a Elie para fabricar ese mismo producto en Chile, donde aún no existía. Consideró que sería un verdadero aporte fabricarlo allá. Era 15 de marzo de 1954, y justo ese día se cumplían once años desde que Elie y toda su familia fueron transportados desde Salónica hasta Auschwitz-Birkenau. No ignoró aquella fatídica efeméride, pero la transformó en un nuevo proyecto y sentido de vida: fabricar telas bordadas y caladas en Chile. Compartió su idea con Isaac y Suzanne, y ellos, al verlo nuevamente con entusiasmo, decidieron apoyarlo con capital propio para que desarrollara su idea.

Sin embargo, la inversión requería además de un socio y había que buscarlo. Entonces, Elie recordó que durante su conversación con los Nissim, Raymond mencionó ser un fanático del esquí y que no perdía oportunidad de ir a los Alpes franceses o suizos para practicar su deporte favorito. De modo que regresó al negocio y le habló a Raymond sobre las canchas de esquí que había en Chile, en especial las de Farellones, a tan solo 45 minutos de la capital. Luego tuvo que convencer al padre, insistiéndole acerca del buen negocio que podría efectuarse si se asociaban y montaban una fábrica en Santiago: «Allá —concluyó Elie—, esas telas no existen… aún. Pero a cualquiera podría ocurrírsele la idea».

Los Nissim terminaron por entusiasmarse —cada uno por razones diferentes— y estuvieron dispuestos a liquidar su negocio en París para instalarse en Chile con una fábrica textil.

A la semana siguiente, Elie viajó con Raymond a Oulin, en el noroeste de Francia, para tomar contacto con el fabricante de estas telas bordadas, llamado monsieur Humain. Él les explicó que tenía una sola máquina de diez yardas y tres metros y medio de alto, que trabajaba con su señora en dos turnos. Los diseños eran hermosos y con escasa renovación; les facilitó el nombre y dirección del fabricante de las máquinas. Afortunadamente, este se encontraba en un pueblo cercano y no perdieron mayor tiempo en contactarlo. Una vez allí, Elie observó que las máquinas de bordar estaban constituidas por cuatro, cinco o seis pedestales de fierro estructural, que no eran obra del fabricante, pero con todo un armatoste interior que sí lo era: barras de agujas, barras de punzones, tableros de madera de circulación, bastidores para colgar las telas y los llamados cerebros automáticos. Estos últimos movían los bastidores y las barras, según el diseño dibujado en cartones perforados.

Esta maquinaria tan especial era fabricada por solo tres empresas en el mundo: Saurer en Suiza, Zangs de Alemania y Comerio Ercole de Italia. El problema era que tenían tal nivel de demanda que tardaban entre dos y tres años en responder a los pedidos.

Elie y Raymond, urgidos por el tiempo y los elevados precios que superaban la inversión de capital presupuestado, le hicieron una oferta al dueño: que les fabricara cuatro máquinas en un plazo no mayor a setenta y cinco días. El tipo aceptó, se le pagó el cincuenta por ciento en forma anticipada y el cincuenta por ciento restante a su llegada al puerto de Valparaíso.

Cuando Elie regresó a Chile, en 1954, se contactó con Jacobo Schatan, que trabajaba como ingeniero en la Corporación de Fomento a la Producción (Corfo), creada en 1939 durante el gobierno de Pedro Aguirre Cerda y del Frente Popular. Schatan, a su vez, le presentó al director del Comité de Inversiones Extranjeras de la Corfo, José Piñera Carvallo. Elie tuvo la ventaja de comunicarse en francés con él, quien lo hablaba de manera muy fluida. Este le facilitó los trámites para los permisos de ingreso de capital extranjero que requería la instalación de una fábrica en Chile y además las inscripciones de la inversión en el Banco Central.

El paso siguiente fue buscar un lugar adecuado para instalar la fábrica de telas bordadas y caladas. La suerte estaba del lado de Elie: leyó en el diario que la fábrica de toallas Lourdes dejaba el galpón de la calle Yungay y se trasladaba al local de la fábrica Chiteco, recientemente adquirida. Con el contrato de arriendo del galpón en su mano, Elie se dio a la tarea de ubicar un ingeniero calculista para determinar la estructura de las fundaciones requeridas para las maquinarias, considerando que Chile era un país sísmico. En paralelo, asistió a diferentes remates para adquirir todo el mobiliario necesario y estableció los primeros contactos con los proveedores de las materias
primas necesarias para iniciar la producción, una vez instalada la maquinaria. La asesoría legal la obtuvo del abogado Juan Feliú Segovia, y a fines de 1954, ya se encontraba constituida la sociedad Industrias Textiles Franco-Chilena, Ronis S.A., con el correspondiente registro de marca en el Ministerio de Economía.


XXVI

Mientras Elie llevaba a cabo su proceso de reinstalación en Chile, también retomó las idas a almorzar fidjones a casa de don Elías Pérez, los sábados o domingos. En una de esas ocasiones le ofrecieron a Elie entradas al cine Las Lilas para que fuera con Rebeca, una de las hijas del matrimonio, y a la que llamaban cariñosamente Becky. Originalmente, los boletos habían sido adquiridos por el dueño de casa para asistir con su mujer, pero este no se sentía bien luego de ser operado de la vesícula. De modo que Elie y Rebeca fueron juntos. Una vez finalizada la función de la selecta, que empezaba a las cuatro de la tarde, caminaron hasta los Establecimientos Oriente, que se encontraban en la Plaza Italia. Ese largo trayecto les sirvió para conversar de lo humano y lo divino, y culminó, mientras cenaban en ese famoso restaurante, en una petición de matrimonio. Becky le dio el sí, y al regresar a casa, don Elías Pérez los bendijo por la gran noticia. En ese mismo momento fijaron una fiesta de compromiso para fines de septiembre, y la boda para noviembre de 1954.
Al desafío de instalar la fábrica se sumó entonces el de formar su propia familia. Para eso, Elie vendió las dos oficinas que había adquirido en el centro de Santiago —las cuales aún estaban siendo construidas— y entre la compra y venta cuadruplicó su capital original. A continuación, se embarcó en la tarea de adquirir una vivienda para residir con la que sería su esposa. Encontró una casa pareada de 112 metros cuadrados en un condominio de la calle Suárez Mujica, cerca del Estadio Nacional y acogida a la famosa «Ley Pereira»
3. La pagó al contado gracias a sus propios ahorros, siguiendo el sabio consejo de su padre adoptivo Isaac: «Cuando puedas subir tres peldaños, sube uno solo; no tener deudas permite vivir sin angustia o ansiedad». Aquello lo convirtió en una conducta permanente, afrontando sin temor todas las emergencias que se le pudieran presentar en el futuro.

A la fiesta de compromiso llegaron alrededor de trescientos invitados, especialmente amistades de don Elías y gente vinculada a la comunidad sefardita. Sin embargo, la boda no se pudo efectuar como lo habían planificado: en noviembre, don Elías Pérez falleció producto de un cáncer al páncreas de rápido desenlace. Su muerte provocó mucho dolor a la familia y a las numerosas amistades que había logrado cultivar. Había sido un hombre caracterizado por entregar lo mejor de sí a los demás, sin escatimar nunca el dinero ni los sabios consejos. Nadie estaba de ánimo como para fijar una nueva fecha para la boda.

De momento, Elie decidió instalarse en su nueva casa e invitó a Isaac y Suzanne a vivir con él. Ellos continuaban en París, donde tenían ingresos provenientes de sus rentas,

y aceptaron viajar a Chile. Así podrían conocer la fábrica textil convertida en realidad gracias a la inversión que ellos efectuaron. El aporte había sido del cien por ciento del capital, mientras los Nissim pudieran liquidar sus negocios en Francia y entregarles la mitad a la que se habían comprometido.

El gran problema de la fábrica surgió con la contratación del personal no capacitado. La mano de obra que se podía conseguir en Santiago estaba compuesta en su mayoría por campesinos que emigraban del campo a la ciudad en busca de mejores condiciones de vida. En la capital no tenían viviendas dignas, se encontraban mal alimentados y proliferaban el alcohol y los problemas de salud. Tampoco tenían disciplina laboral ni las aptitudes manuales requeridas por las fábricas. Elie hizo la mejor selección que pudo, pero careció de tiempo para capacitarlos mejor. El resultado fue desastroso: durante los cinco primeros meses de confección, las telas salieron tan falladas que no servían ni para hacer vestidos de muñecas.

Isaac Alevi se desesperó con aquellos resultados tan negativos. Elie hacía todos los esfuerzos posibles por calmarlo, temeroso de que pudiera darle un infarto a este hombre que tanto quería. Además, el aporte de capital de los Nissim aún no llegaba, lo cual obligó a Elie a buscar alguna solución que los sacara de aquel grave problema.

Después de varios días de incertidumbre, Elie encontró la forma de resolver la tragedia. Le propuso al técnico que montó las maquinarias textiles de la fábrica, el señor Paul Pluss, incorporarse al negocio como socio. Este aceptó y aportó el 33,33 por ciento del capital requerido, para quedar como tercer integrante de la sociedad. Isaac, en tanto, tendría el 36,67 por ciento y Raymond Nissim, el 30 por ciento restante. Esta incorporación permitió que todos quedaran un poco más tranquilos. Al sexto mes de producción las telas bordadas y caladas entraron al mercado con gran éxito de venta. Llegado un momento, de hecho, no daban abasto con los pedidos, y aun con tres turnos de trabajo, los plazos de entrega de las telas no bajaban de los cuatro meses. Los principales clientes eran las tiendas de Santiago y del sur de Chile, quienes, a su vez, vendían al detalle y a fábricas de confección que elaboraban prendas de vestir. Las modistas hacían furor con las aplicaciones de dichas telas en vestidos, blusas y faldas. Lo mismo ocurría con los que las usaban para adornar sábanas, manteles o cortinas.

Tiempo después llegarían a Chile Robert y Raymond Nissim, luego de vender sus propiedades en Francia. Cancelarían el préstamo por el aporte de capital y harían respirar aliviado a Isaac Alevi. Raymond asumiría la responsabilidad de manejar las bodegas de las materias primas y tomaría bajo su control la reparación de los bordados y los envíos a la tintorería. Paul Pluss, por su parte, quedaría a cargo de la mantención técnica de la maquinaria, mientras que Elie sería designado gerente general, con todos los poderes del cargo. Tendría bajo su responsabilidad las ventas, administración, finanzas, además de preparar las colecciones para cada temporada; asumiría el liderazgo.


XXVII

La boda de Elie con Becky se efectuó casi un año después de lo presupuestado: el 11 de septiembre de 1955. Tanto el matrimonio civil como el religioso fueron ceremonias
estrictamente familiares, en casa de la novia y con no más de treinta invitados.

Tito Pérez había regresado de estudiar su posgrado en Estados Unidos y, tras la muerte del padre, dejó de trabajar como ingeniero de obras públicas para hacerse cargo de la gerencia general de la fábrica Jacard y Pérez Ltda. En la boda le correspondió asumir el rol de padrino de la hermanastra y fue quien despidió a los novios cuando partieron a la hermosa ciudad de Viña del Mar, donde pasarían la luna de miel durante dos semanas.

Al regreso, Becky se instaló en la casa de Suárez Mujica, habitada por Elie y sus padres adoptivos. Debido a que Suzanne solo hablaba francés y tenía costumbres diferentes a las de Becky, la convivencia comenzó a dificultarse, de modo que Suzanne e Isaac decidieron mudarse a un departamento amoblado que arrendaron.

El 22 de junio de 1956 nació el primogénito de Becky y Elie, en la Clínica Santa María. Durante la ceremonia del Brit Milá, lo nombraron Rafael, en homenaje al padre de Elie, asesinado en las cámaras de gas de Auschwitz-Birkenau. Marido y mujer acordaron en ese mismo instante que si posteriormente nacía otro hombre, lo llamarían Elías, como el padre de Becky, siguiendo la tradición sefardita de poner el nombre de los abuelos a los nietos.

Mientras tanto, la enorme demanda por los productos Ronis generó un nuevo desafío: agrandar la fábrica, considerando los requerimientos presentes y futuros. Para dar este paso ya no servía el galpón arrendado y Elie salió en búsqueda de un terreno nuevo. Lo encontró en la calle Lourdes esquina Carrascal, donde funcionaba un depósito de combustible de la empresa Shell que debía desplazarse por requerimiento del Ministerio de Salud. La empresa
acató la medida y puso en licitación-remate la propiedad, dividida en tres lotes. Uno de ellos, de 6.000 metros cuadrados y con salida a tres calles, fue adquirido por Industrias Textiles Franco-Chilena, Ronis S.A.

Elie contrató al famoso arquitecto Gonzalo Mardones Restat para diseñar el proyecto de construcción de la fábrica. El programa de necesidades contemplaba amplios galpones bien iluminados con cerchas en el techo y oficinas de dos pisos, algunas con vista hacia el interior, donde quedarían instaladas las máquinas. Se diseñó una gran sala para ubicar la mercadería lista para su despacho a los clientes. En una especie de medio zócalo, fue proyectado un enorme comedor para el personal, cocina completamente equipada, casilleros, baños y duchas para los trabajadores. Aprobado el proyecto, se inició de manera inmediata la construcción.

Por esos días, Isaac y Suzanne, al ver que la fábrica textil iba viento en popa, decidieron regresar a París. La situación económica en Francia había mejorado sustancialmente gracias al Plan Marshall, y a partir de 1959 verían a Charles De Gaulle —a quien admiraban profundamente— como Presidente de la V República Francesa.

En plena obra gruesa de la fábrica, Elie viajó a Suiza, a la zona de Saint Gall, donde contrató a un técnico con importantes conocimientos en la fabricación de artículos de la especialidad. En vista de que las telas de fondo para bordar que se compraban en el mercado no eran de la calidad requerida, Elie aprovechó la venta de una fábrica que asesoraba cuando llegó al país y compró las maquinarias. Contrató al mejor personal calificado e hizo trabajar las máquinas a tres turnos. Elie ideó una tela tipo velo de nylon fino que se calaba y bordaba, causando furor entre novias y madrinas. También le añadieron hilados metálicos, tipo lurex, plateados, dorados o en colores que se volvieron una verdadera revolución en el mercado local.

La fábrica no solo destacó por la originalidad y calidad de los productos que vendía, sino también por el gran interés que despertaba entre los mismos operarios que deseaban trabajar ahí. El ambiente era agradable, el trato cordial y las jefaturas siempre tenían puertas abiertas para relacionarse con los trabajadores. El lema de la organización era: «Preguntar no es vergüenza, conservar la ignorancia sí lo es». Junto al equipamiento de óptimas condiciones para el personal, en el casino se preparaban todos los días almuerzos con 2.000 calorías, a cargo de una nutricionista. Los gerentes comían exactamente lo mismo que los operarios.


XXVIII

La familia de Elie y Becky siguió creciendo. El 22 de noviembre de 1957 nació Emily, llamada así en homenaje a Ameli, la querida hermana de Elie que muriera en los hornos crematorios de Auschwitz-Birkenau. Fue un nacimiento prematuro y la diagnosticaron con parálisis cerebral, del tipo parapléjico, afectando las extremidades inferiores. Tuvieron que operarle sus piernas de tipo equino en tres oportunidades para alargar los tendones y permitir que la planta de los pies pudiera apoyarse en toda la superficie. A continuación, vinieron intensos tratamientos fisiátricos y kinesiológicos para poder mantenerla erguida y caminar. La fisiatra especialista que la trataba, con posgrados en Francia e Inglaterra, recomendaba llevarla a Europa para una mejor evaluación y tratamiento.

La fábrica se encontraba en progreso continuo. A las primeras cuatro máquinas de bordar de diez yardas se sumaron seis más, pero de quince yardas y de última generación. En la parte de tejeduría se incorporaron treinta telares adquiridos en Bélgica, que se agregaron a los catorce iniciales comprados en Chile. Elie comenzó a viajar dos veces al año a Saint Gall para preparar las colecciones de otoño-invierno y primavera-verano. Los clientes esperaban con gran interés las colecciones de Ronis. Por su parte, los confeccionistas de ropa interior femenina eran los más felices al vender las prendas con aplicaciones de bordados en todos los colores. Lo mismo ocurría con aquellos que elaboraban blusas y vestidos. Lo que producía la empresa fue de enorme estímulo para el surgimiento de pequeños y medianos talleres, e incluso de modistas en las principales ciudades de Chile.

Los acontecimientos políticos del país no le eran ajenos a Elie. Siguió con gran interés los resultados de la elección presidencial del 4 de septiembre de 1958. Como ninguno de los cinco candidatos que se presentó obtuvo la mayoría absoluta, el Congreso Nacional en pleno —senadores y diputados—, debió elegir, de acuerdo a la Constitución de 1925, entre los dos que obtuvieron la mayor votación: Jorge
Alessandri y Salvador Allende. En esa época no se contemplaba el balotaje o segunda vuelta electoral. Los parlamentarios se inclinaron por Alessandri, y el 4 de noviembre, «El Paleta», como lo llamaba la prensa, asumió como Presidente de la República por un período de seis años, hasta 1964.

A poco andar, el gobierno de Alessandri presentó un proyecto de ley de reforma tributaria que fue aprobada en el Parlamento. Durante la tramitación se produjo una omisión que perjudicaba a Industrias Textiles Franco-Chilena al no quedar excluidas del impuesto al lujo las telas bordadas
fabricadas en el país. Elie y el abogado Juan Feliú Segovia prepararon un informe explicativo del descuido cometido por el gobierno y, a continuación, se dirigieron donde cada uno para entregarles copia del documento. Hicieron intensa gestión de
lobby con senadores y diputados. Algunos respondieron solicitando mayores aclaraciones, otros ignoraron el asunto. El senador radical Ángel Faivovich le dijo a Elie que no se inmiscuía en casos particulares y que atendía solo demandas solicitadas por sindicatos y agrupaciones sociales. Otro senador radical, Julio Durán, fue el único que acogió lo solicitado y presentó una indicación sustitutiva en el proyecto de ley durante su discusión en el Congreso Nacional.

La ley fue finalmente aprobada como la quería Elie, pero la alegría fue efímera. El presidente Jorge Alessandri ejerció el derecho a veto, argumentando que al proyecto original se le habían efectuado tal cúmulo de enmiendas que desvirtuaban su contenido original. La situación regresó a su punto de partida.

El senador Julio Durán le aconsejó a Elie que recurriera a la vía administrativa para que alguna autoridad del gobierno entendiera bien el problema que los afectaba y lo resolviera. De este modo, consiguieron audiencia con el director de Impuestos Internos, quien escuchó con atención a Elie y se sensibilizó con el problema. Preguntó lo que fabricaban y, ante la respuesta —telas caladas y bordadas—, la autoridad les dijo que facturaran con esa misma denominación, ya que el elevado impuesto se aplicaba a telas bordadas solamente. Agregar la palabra «caladas» hizo el milagro de resolver el problema de manera definitiva y contribuyó al gran despegue que tuvo la fábrica posteriormente.

Con el inicio de la década de los sesenta, Elie contrató los servicios de dos de los más reputados vendedores viajeros comisionistas con el objetivo de atender mejor a sus clientes del sur de Chile. Para las principales ciudades entre Rancagua y Concepción la responsabilidad recayó en Jacques Rodríguez. Desde Los Ángeles hasta Puerto Montt los clientes serían atendidos por su hermano, David Rodríguez, ambos inmigrantes sefarditas. Este último traía una excelente recomendación de Tito Pérez, ya que era vendedor en el sur de Manufactura de Telas Jacard y Pérez Ltda. El porcentaje de comisión por las ventas era de un cinco por ciento, y aunque aparentemente no era muy elevado, gracias a los grandes volúmenes que adquirían los clientes los vendedores conseguían significativos ingresos después de cada gira de ventas por el sur del país.

Mientras todo esto acontecía, el 6 de mayo de 1959 nació otra niña, a la que llamaron Susana en homenaje a la madre adoptiva de Elie. En París, al enterarse, Suzanne Daunois lloró de alegría.


XXIX

Con la experiencia obtenida en la edificación de la nueva fábrica, Elie advirtió que el rubro de la construcción le atraía de manera especial. En agosto de 1960 vendió la casa de Suárez Mujica y compró el terreno de un loteo efectuado en la calle Nueva Costanera, esquina con Espoz, pertenecientes a lo que fuera la Viña Rabat. Compartió las ventajas de una adquisición como esa con Paul Pluss, su socio, y entre ambos compraron dos sitios consiguiendo con ello una especial rebaja con la inmobiliaria vendedora. Uno de los sitios era mejor porque se encontraba justo en la esquina. Decidieron sortearlo con una moneda y el ganador fue Elie. Para diseñar ambas casas contrataron al arquitecto Salomón Camhi, recién egresado de la Universidad de Chile. Mientras se efectuaba la construcción, en la cual participó activamente, Elie arrendó junto a su familia un departamento en la calle San Pío X esquina Holanda, en el que vivieron durante tres años hasta la recepción definitiva de la casa.

Para la elección presidencial de 1964, Elie ya había obtenido la nacionalidad chilena y estaba en condiciones de sufragar. El presidente Alessandri tuvo como aliados a los Partidos Liberal y Conservador y, poco antes que concluyera su mandato, también el Partido Radical fue invitado a formar parte del Gobierno. El senador Julio Durán fue el elegido para suceder a Alessandri como candidato a la Presidencia, de modo que los tres partidos mencionados le brindaron su apoyo. Los otros dos candidatos eran Eduardo Frei Montalva, por la Democracia Cristiana, y Salvador Allende, liderando una coalición de partidos y movimientos de izquierda, entre ellos el Socialista y el Comunista. Sin embargo, en marzo de ese mismo año, el «Naranjazo» modificó completamente el escenario. Durante una elección complementaria de senador en Curicó, el candidato socialista Óscar Naranjo aplastó inapelablemente al candidato de centroderecha. Esta inesperada arremetida socialista asustó a los partidos de derecha, que le quitaron el apoyo a Julio Durán, pocos meses antes de las elecciones presidenciales, para dárselo a Eduardo Frei Montalva: era mejor un mal menor antes que Salvador Allende. Elie no solo votó por Durán como muestra de lealtad al apoyo que este le había dado con anterioridad, sino que convencía a quien podía para que votara por él, aun sabiendo que no tenía ninguna posibilidad de ganar. Logró el apoyo de varios trabajadores de la fábrica, entre ellos de los vendedores en el sur del país, los hermanos Rodríguez.

En tanto, Elie seguía bloqueando los recuerdos de los padecimientos sufridos durante el Holocausto. No hablaba con ninguna persona del horror que le tocó vivir. Había veces en que Becky despertaba alarmada en medio de la noche por culpa de los gritos que profería su marido, con la mandíbula desencajada por el terror y el dolor. Respetaba su silencio, hasta que un día, Elie sintió la necesidad de explayarse sobre el asunto, a raíz de una información que salió publicada en la prensa el 28 de octubre de 1965.

El Vaticano había dado a conocer una declaración llamada Nostra Aetate (Nuestro Tiempo) sobre religiones no cristianas y difundida durante el período del Papa Pablo VI. Este documento fue uno de los últimos redactados por la Iglesia Católica como parte del Concilio Vaticano II convocado por Juan XXIII años antes, y cuya muerte en 1963 le impidió concluirlo. Consistía en una revisión del tratamiento teológico que la Iglesia daba al judaísmo. Al conocerse los horrores del Holocausto, algunos sacerdotes, teólogos y laicos católicos denunciaron que el origen del antisemitismo se encontraba en el antijudaísmo cristiano y su enseñanza del desprecio hacia los judíos. Los consideraban el pueblo deicida por lo que el antisemitismo nazi no hizo sino llevar a su punto de perfección una tradición de odio y desprecio. Una de las primeras medidas adoptadas por Juan XXIII, en 1959, fue eliminar la referencia a los «pérfidos judíos» de la liturgia del Viernes Santo.

La Nostra Aetate puso fin al antijudaísmo cristiano al afirmar que la elección de Israel por Dios no ha caducado: «Los judíos son amados por Dios a causa de sus padres, porque Dios no se arrepiente de sus dones y de su vocación, por lo que rechaza que los judíos sean señalados como réprobos y malditos». Asimismo, refutaba la acusación de deicidio contra ellos, base fundamental del antijudaísmo cristiano, afirmando que la muerte de Jesús «no puede ser imputada a los judíos que entonces vivían ni a los judíos de hoy».

Lo que Elie leyó en esa oportunidad le hizo recordar al rector del colegio jesuita de París, cuando este le señaló en la entrevista que esperaba algún día un mea culpa de la Iglesia por la actitud histórica asumida en contra del pueblo judío. Elie compartió con Becky la noticia y reflexionó sobre la esperanza y la reconciliación que se podrían respirar entre católicos y judíos en el futuro.

No volvería a tocar el tema del Holocausto hasta muchos años después.


XXX

Elie matriculó a sus hijos en uno de los mejores colegios fiscales del país. Quería continuar la tradición familiar, como cuando en Salónica su propio padre lo había matriculado en una escuela pública griega y no en un colegio particular vinculado a países extranjeros. Entendía que la mejor manera de insertar a los hijos en la realidad del país que habitaban era inscribiéndolos en una institución perteneciente al Estado.

La institución elegida por Elie fue el Liceo Experimental Manuel de Salas. Le habían advertido lo difícil que era el ingreso, considerando la excelente calidad y, en consecuencia, la alta demanda. Elie se puso como objetivo que su hijo Rafael y las dos hijas, Emily y Susana, estudiaran en aquel colegio. De modo que se contactó con la secretaria de la directora y así logró matricular a los tres. Posteriormente, al enterarse de que tenían un proyecto de construcción de biblioteca y aula magna, se ofreció como voluntario y colaborador para alcanzar dicho propósito. De este modo, llegó a una organización llamada Fundación Manuel de Salas, encargada de reunir los fondos para efectuar las obras. Esta agrupación la presidía el abogado Enrique Testa, ampliamente conocido en la comunidad sefardita. Entablaron una gran amistad y Testa le pidió a Elie que se hiciera cargo de la recolección de mercaderías donadas por los apoderados y las fábricas del barrio Ñuñoa, que luego eran vendidas antes de Navidad, para juntar fondos destinados a la construcción.

Las donaciones eran clasificadas por rubro y luego exhibidas antes de Navidad en el gimnasio del liceo como si fuera un supermercado. Para esta actividad, Elie se reunía con las voluntarias y la apoderada e ingeniera comercial Sonia Landoff Caffarena todos los lunes por la tarde. Lo recaudado se lo entregaban a la Sociedad Constructora de Establecimientos Educacionales. Cada suma aportada se convertía en metros cuadrados por construir.

La educación en Chile durante el gobierno de Eduardo Frei Montalva (1964-1970) tuvo cambios sustanciales al prolongar a ocho años la enseñanza básica obligatoria para todos los niños. La reforma educacional formaba parte de un conjunto de cambios propuestos en el programa de gobierno del partido Demócrata Cristiano, bajo el eslogan: «Revolución en Libertad». La fuente de inspiración de este partido, que llegaba al poder por primera vez en Chile y en América Latina, estaba en las doctrinas progresistas de la Iglesia Católica, en especial la encíclica Rerum Novarum (1891) del Papa León XIII. Su objetivo era propender hacia una sociedad comunitaria como alternativa al socialismo marxista. Se podía observar un fuerte sentimiento anticapitalista, con recelo al lucro y distanciado de la empresa privada. El rol conductor de la economía debía estar en manos del Estado, en su calidad de encarnación del bien común.

Eduardo Frei Montalva decía en algunos de sus discursos: «Estoy aquí para quebrar las rigideces de un orden social que no responde a las exigencias del tiempo y abrirle un progresivo acceso al pueblo a la cultura, a la responsabilidad en la dirección y a una verdadera participación en la riqueza que caracterizan a las sociedades modernas más desarrolladas (…) Quiero dar educación a todos los niños de Chile y abrirles las oportunidades, sin otro límite que su propia capacidad, en la certeza que el pueblo al derrotar la ignorancia, inevitablemente derrota la miseria y la servidumbre (…) Deseo que todas las familias vivan en una casa modesta, pero propia, en un barrio decente, donde sus hijos puedan crecer con dignidad y alegría (…) Los campesinos, de manera creciente, deben ser dueños de la tierra y que la propiedad no se concentre en pocas manos; los trabajadores del campo tengan un ingreso justo y las leyes sean cumplidas con rigor (…) El pueblo con organización y capacitación se convierta en el dueño de su propio destino…».

Al finalizar el gobierno de Eduardo Frei Montalva, Chile vivía un clima de alta polarización política nunca antes visto. Era 1970 y medidas como la reforma agraria, la sindicalización campesina, la promoción popular a través de juntas de vecinos y centros de madres, la construcción de viviendas sociales, entre otras, fueron generando mayores expectativas en la gente, y la economía no fue capaz de responder a las crecientes demandas. Así fue como en dicho clima de tensión y conflicto los chilenos enfrentaron las elecciones presidenciales de ese año. Los sectores de derecha buscaron en el ex presidente Jorge Alessandri la defensa de sus intereses. La izquierda, por otra parte, ratificó el liderazgo de Salvador Allende. Finalmente, la Democracia Cristiana depositó la esperanza de su continuidad al mando del país en Radomiro Tomic.

Para esta decisiva elección, Elie votó por Jorge Alessandri. Sin embargo, su candidato fue derrotado por Salvador Allende con una estrecha diferencia: 36,2 por ciento versus 34,9 por ciento. Tomic fue tercero con un 27,2 por ciento. Esto provocó que se repitiera lo ocurrido con la elección de 1958: el Congreso Nacional debía decidir entre las dos primeras mayorías relativas. El partido Demócrata Cristiano apoyó a Salvador Allende, luego de que este firmara un estatuto de garantías de preservación de la democracia. Los puntos principales de dicho acuerdo eran: 1. Mantención de la libertad de prensa, de asociación y de opinión. 2. Conservación de los tres poderes del Estado y la división de atribuciones entre ellos. 3. Preservación de la neutralidad política de las Fuerzas Armadas. 4. Libertad de educación. 5. Libertad sindical y mantención de los derechos de petición y huelga.

La votación del Parlamento debía efectuarse el 24 de octubre de 1970. Sin embargo, dos días antes de la fecha, un grupo de ultraderecha intentó secuestrar al comandante en jefe del Ejército, René Schneider, con el propósito de obligar a las Fuerzas Armadas a una intervención militar. En el intento, y ante la resistencia del oficial que sacó su arma de servicio, fue baleado en el automóvil que lo transportaba en la calle Martín de Zamora. Herido de gravedad, falleció pocas horas después de que el Parlamento ratificara a Salvador Allende como Presidente de Chile.

Aquellos días fueron de enorme conmoción en todo el país. Existía gente muy temerosa de la llegada de un gobernante socialista a La Moneda. Algunos vendieron sus propiedades o pusieron a personas de confianza a cargo de sus fábricas y se fueron de Chile. Corrían muchos rumores sobre las medidas que tomaría el nuevo gobierno. Los que habían leído el programa de la Unidad Popular vislumbraban que la nacionalización del cobre podría generar serios conflictos con las empresas estadounidenses propietarias de grandes yacimientos como Chuquicamata y El Teniente. Algunos decían que si se restablecían los intercambios comerciales y diplomáticos con Cuba, en plena Guerra Fría, se tensionarían las relaciones entre Chile y Estados Unidos.

Elie y Becky veían con inquietud lo que ocurría en el país, pues querían darle a Emily, de casi trece años, el tratamiento más adecuado a la enfermedad que la aquejaba. Para ello, tenían que llevarla a Europa como habían aconsejado los especialistas en Chile. De modo que, luego de reflexionarlo, decidieron que ese era el momento adecuado para partir, y en tan solo quince días prepararon el viaje con toda la familia. La fábrica quedaría funcionando a cargo de los otros dos socios, en quienes Elie confiaba plenamente.


XXXI

A fines de octubre de 1970, la familia Alevy Pérez llegó a París y fue recibida en el departamento de Isaac y Suzanne situado en las afueras de la ciudad, frente a la estación Celle Saint Cloud. El hospital multidisciplinario especializado en poliomielitis y paraplejia espástica se encontraba a poca distancia de la estación de Chartres, y cada mañana salían todos juntos en su dirección.

En una de las visitas al hospital, el doctor y profesor Mathieu inyectó a Emily tres dosis en distintas sesiones y luego les advirtió a Elie y Becky que el tratamiento sería largo. Como la familia buscaba permanecer en Francia y Elie era el único que hablaba francés, el médico les aconsejó partir a Barcelona. Allí, en el cerro Montjuic, uno de sus mejores discípulos, el doctor Ponce, había instalado un moderno centro multidisciplinario. Sin más demora, siguieron el consejo del facultativo.

El primero en partir fue Elie y luego lo hizo el resto de la familia. Durante un mes, alquilaron dos habitaciones del hotel Balmoral, en la vía Augusta. Recorrieron la ciudad, identificando sus medios de transporte público, y a continuación concertaron una reunión en la sede de la comunidad sefardita de la calle Porvenir. Con gran amabilidad les aconsejaron en qué colegio matricular a los hijos, dónde conseguir un departamento amoblado y varios datos prácticos: era la primera vez que estaban en Barcelona. Además, todos obtuvieron cédulas de identidad y Elie consiguió un permiso de trabajo.

Aprovechando la exención de impuestos para los turistas que quisieran comprar vehículos, adquirieron un Fiat 600. Durante las primeras semanas lo aprovecharon al máximo, recorriendo la ciudad de punta a cabo y pueblos cercanos como Girona, Figueras, Cadaqués, Playa de Aro, Sitges y otros más. A Elie, sin embargo, no le dejaba de preocupar la necesidad de conseguir un trabajo.

Dadas las circunstancias, nuevamente afloró el espíritu emprendedor y creativo de Elie. Aprovechó de viajar a Saint Gall, Suiza, donde se encontraba una de las fábricas de
bordados más importantes del mundo, Textiles Bischoff. Allí le propuso al dueño, Otto Bischoff, contratar sus servicios para instalar una fábrica en Barcelona, similar a la que Elie había construido en Santiago. Otto había visitado la capital de Chile en 1961, donde pudo conocer la fábrica, de modo que la idea lo sedujo rápidamente, pues tenía una sucursal en Johannesburgo, Sudáfrica, y todo el asunto del
apartheid y los problemas que este generaba lo tentaban a cerrarla. Esta podría ser la oportunidad de trasladarla a Barcelona, siempre y cuando Elie se hiciera cargo de la instalación de la maquinaria y, a continuación, de la gerencia general.

Llegaron a un acuerdo y Bischoff contrató a Elie por un sueldo mensual adecuado, el cual duraría todo el período de la puesta en marcha de las nuevas instalaciones. Luego, cuando Elie asumiera la responsabilidad gerencial, el sueldo aumentaría y obtendría, además, un diez por ciento en las utilidades de la empresa.

Lo primero que hizo Elie fue conseguir los permisos para instalar una fábrica textil en Barcelona. Tenía que presentar el estudio del proyecto completo para obtener la autorización correspondiente. El trámite era difícil, engorroso y debía efectuarse en Madrid, ya que era el Ministerio de Economía e Industria el encargado de dar el pase. Elie observó como los funcionarios madrileños trataban por todos los medios que las fábricas se instalaran en la capital de España y no en Barcelona. Pero tras reiteradas visitas semanales, los burócratas se dieron por vencidos ante aquel hombre que no cejaba en esfuerzos cuando quería lograr algo. De modo que le otorgaron los permisos.

A continuación, vino la búsqueda de un terreno con las dimensiones adecuadas para construir la fábrica, incluso considerando ampliaciones futuras como había ocurrido en Chile. Luego de recorrer diferentes sitios y evaluar varias alternativas, Elie encontró el espacio apropiado en la localidad de Rubí, a pocos kilómetros de Barcelona. Negoció plazos y obtuvo una promesa de compra con vigencia de seis meses. El paso siguiente fue contratar un arquitecto para efectuar el anteproyecto con el programa de necesidades proporcionado por la casa matriz de Saint Gall.

En paralelo al diseño del anteproyecto, Elie solicitó un estudio de mercado al gerente comercial de Textiles Bischoff,
cuyo informe final indicó que la región de Cataluña estaba ávida de los productos que pretendían fabricar. En ese mismo documento quedaba revelada la existencia de solamente cincuenta máquinas de bordar de entre cinco y diez yardas en toda la región. Aquella información era un potente estímulo para continuar adelante con el proyecto, pero Elie no se dio por satisfecho, y aprovechando el tiempo disponible que tenía indagó aún más acerca de las potencialidades del mercado.

Visitó a cada uno de los representantes de las industrias que fabricaban las maquinarias que Elie utilizaba para saber si tenían otras solicitudes de pedidos. Primero fue a Comerio Ercole de Italia, luego a Zangs de Alemania y finalmente a Sauer de Suiza; eran las tres únicas fábricas en el mundo que producían ese tipo de maquinarias. Se llevó una gran sorpresa al descubrir que, entre las tres, ya habían instalado doscientas máquinas en los últimos años y que tenían pedidos para cien más. Consideró un deber ético poner su reciente indagación en conocimiento del señor Otto Bischoff, quien, al enterarse, se enfureció con el gerente comercial, por haber hecho un estudio de mercado que no tenía información real y dio la orden de paralizar de manera definitiva el proyecto. Las máquinas ya habían sido desarmadas en Sudáfrica y fueron vendidas al gobierno del mariscal Tito, en Yugoslavia. Pagó a Elie los honorarios del mes, más otro de preaviso, y lamentó que la relación concluyera de ese modo.


XXXII

Mientras la familia Alevy Pérez intentaba acomodarse a su nueva rutina, uno de los hermanos de Becky la contactó desde Santiago para decirle que en Barcelona residía, desde 1969, un buen amigo suyo, el arquitecto chileno Benjamín Paz. Le sugirió que lo llamaran, y así lo hicieron.

Al poco tiempo, Benjamín Paz y su esposa convidaron a los Alevy Pérez a pasar un domingo en su casa. Habían invitado también a otros chilenos residentes en Barcelona, entre ellos José Daniels y su mujer, la familia de Boris Zeldis, y Pedro Pupkin junto a su esposa. En este encuentro social Benjamín Paz le contó a Elie que formaba parte de una empresa inmobiliaria llamada Vipsa junto a otros empresarios procedentes de Chile, y lo invitó a conocer las oficinas que tenían en Muntaner 270. Elie aún se encontraba embarcado en el proyecto de la fábrica de bordados, pero, de todas formas, visitó en varias ocasiones dichas oficinas. Allí conoció a los socios de la inmobiliaria, los mismos que en Santiago eran dueños de la fábrica de confites LQL, famosa por su chicle «Dos en Uno».

Posteriormente, y cuando aquellos encuentros comenzaron a hacerse frecuentes, le presentaron al arquitecto chileno Arturo Waisbein, quien también participaba en Vipsa como representante de un inversionista chileno que residía en Suiza. Este último decidió ser parte de un proyecto habitacional de envergadura, aunque desistió luego de la demora de los permisos municipales. Esto provocó que Arturo Waisbein quedara cesante.

Coincidentemente, por esos días ocurrió el fracaso del proyecto textil de Otto Bischoff. De modo que Elie también quedó cesante, y animado por su gran amigo chileno Fred Wechler, experto en marketing, consideró la posibilidad de crear junto a Arturo Wasbein una empresa inmobiliaria y conseguir la participación de socios inversionistas, fueran chilenos, españoles o franceses. Era un enorme desafío el que tenían en mente, considerando, sobre todo, que los terrenos en Barcelona eran escasos y de alto costo. Para llevar adelante el ambicioso proyecto, Elie y Arturo decidieron instalarse en una oficina del mismo edificio de Vipsa, en la calle Muntaner.

Para obtener los inversionistas necesarios, Elie nuevamente recurrió a Isaac, su padre adoptivo, quien no solo se interesó en ser parte del negocio, sino que participó activamente consiguiendo a varios amigos franceses dispuestos a ingresar como inversionistas. Obtenido aquel fundamental apoyo económico, Elie y Arturo Waisbein constituyeron la sociedad constructora e inmobiliaria Sigma S.A., en la notaría de Enrique Gabarro y Samsó. El mismo notario colaboró en la búsqueda del primer terreno para la empresa inmobiliaria, que estaba recién iniciando las actividades. A 200 metros del Nou Camp —estadio del Barcelona FC—, en la calle Cardenal Reig, compraron un sitio de alto costo. Originalmente, había sido un criadero de flores que fue loteado en varios sitios.

Arturo Waisbein ideó el anteproyecto para un edificio residencial que provocó el agrado de muchos, y en especial del arquitecto catalán Claudio Carmona, quien puso su firma al plano definitivo. A continuación, se efectuaron los planos de cálculo, de especialidades, detalles y los trámites para la obtención de los permisos de edificación, lo que se prolongó por casi un año.


XXXIII

Junto a la puesta en marcha de Sigma, Elie, con cuarenta y cinco años ya cumplidos, decidió ingresar a la universidad para estudiar construcción. Definitivamente, las grandes metas eran el estímulo de su vida. Además, tenía claro que los conocimientos del rubro textil no le iban a servir de mucho para su nuevo emprendimiento.

Se matriculó en la jornada vespertina de la Universidad Autónoma, en un programa de capacitación de 140 horas. Ser el más viejo del curso no lo inhibió para nada y estaba muy estimulado con la excelente pedagogía del profesor Adrian Ferrer, del que llegó a ser un gran amigo. Él fue fundamental transmitiéndole más seguridad, pues sabía que embarcarse en una actividad altamente riesgosa como la construcción y en un país que recién estaba conociendo podía ser muy difícil. Una vez concluidos los cursos, Elie consideró necesario actualizar otros conocimientos.

Por consejo de Fred Wechler, contratado como profesor por la Escuela Superior de Dirección y Administración de Empresas (Esade), Elie se matriculó en dicha institución en un curso vespertino de dos años durante 1972 y 1973. Las clases eran todos los días después de las seis de la tarde, salvo los miércoles, en que asistía a jornada completa, de las nueve de la mañana a las nueve de la noche. La enseñanza teórica debía ser complementada con el estudio de casos en grupos de trabajo, fuera del horario de clases. Para reunirse, Elie ofrecía su oficina y allí resolvían los casos todos los días: casi nunca terminaban antes de medianoche. El grupo de Elie lo integraban José Fargas, presidente del Colegio de Arquitectos de Barcelona; Vicente Capdevila, diputado de la Generalitat, y Ángel Jesús Fernández, empresario inmobiliario en la ciudad de Zaragoza.

Los estudios en la Esade contemplaban incipientes conocimientos de computación. Los alumnos fueron llevados a conocer la primera instalación computacional de Cataluña, localizada en las afueras de Barcelona y propiedad del Banco de Sabadell. Se trataba de un edificio redondo de tres pisos, sin ventanas, y con un estricto control de la temperatura e hidrometría del ambiente. En el primer piso trabajaban más de cien hombres y mujeres que debían registrar la información mediante la perforación de tarjetas. En el segundo piso había enormes máquinas que grababan la información contenida en las tarjetas; ahí mismo podían observarse estanterías móviles donde se almacenaban las cintas ordenadas según cuentas y empresas. Las máquinas impresoras estaban ubicadas en el tercer piso, y entre los empleados encargados de la grabación e impresión sumaban otras cien personas.

En esta visita al Centro Computacional del Banco de Sabadell, el gerente de finanzas les ofreció a las empresas de los alumnos la posibilidad de ocupar la capacidad ociosa de las máquinas mediante un pago mensual. Elie quedó con el ofrecimiento rondándole la cabeza por un par de días y decidió aprovechar aquella oportunidad, visualizando un futuro informático de trascendental importancia para el mundo. El funcionamiento no era complejo: había que tener todas las cuentas registradas por ítem, en un cuaderno con folio. La primera columna era para el ítem de la cuenta, la siguiente para el concepto y en las tercera y cuarta para deber o haber; cuando se cometían errores en el registro de los ítems, las operaciones quedaban anotadas en una cuenta que Elie y su colaborador, Ricardo Ballester, debían detectar y rectificar.

Todos los viernes el centro computacional recogía la información operacional de la empresa. De este modo, Elie pudo ser testigo directo de los inicios del hardware y
software y los enormes avances posteriores. Este medio hizo de la tarea contable un trabajo fácil y preciso, contribuyendo, oportunamente, en la toma de decisiones.

En un período de dos años y medio, Elie fue gerente general de la empresa inmobiliaria Sigma durante el día y estudiante universitario por las noches, lo cual lo obligaba a dormir escasas horas, siendo la familia una de las más afectadas. Becky y los hijos sufrieron con la ausencia del esposo y padre, enfrentando los problemas domésticos diarios sin su ayuda. Algunas de las dificultades para la rápida adaptación de los hijos en el nuevo país fueron las diferencias culturales y una cierta hostilidad hacia los inmigrantes sudamericanos.

El tratamiento médico de Emily frenaba, en cierta forma, el inicial deseo familiar de regresar a Chile. Al poco tiempo de llegar a Barcelona, Rafael, Emily y Susana integraron el grupo Maccabi de la comunidad sefardita de Barcelona. Ahí encontraron nuevas amistades, lo que contribuyó a facilitar su adaptación al nuevo país.

Tanto Becky como Elie extrañaban a familiares y amigos en Chile, pero habían logrado superar los difíciles primeros años propios de la adaptación a otro país. El profundo amor entre ambos fue fundamental para sortear los obstáculos y salir adelante.

En 1972 dejaron de arrendar la pequeña vivienda que habitaban. Elie compró un departamento de 170 metros cuadrados muy bien equipado, en un edificio situado en la calle Reina Victoria, cerca de la estación de metro Ganduxer. Lo consiguió a un precio razonable y lo pudo pagar en cómodas cuotas mensuales, gracias a sus propios ingresos y algunos ahorros.

El colegio al que asistían sus hijos estaba situado a cuatro cuadras del nuevo departamento, permitiéndoles ir y volver caminando. En las calles aledañas a la vivienda había comercio, supermercado y la plaza Calvo Sotelo que cruzaba la Diagonal, la vía más importante de Barcelona. En materia de seguridad, la ciudad no representaba mayor peligro. Se podía circular sin riesgo.

Con la adquisición de este nuevo domicilio, los Alevy Pérez estuvieron en condiciones de invitar a amistades locales y chilenas. Casi siempre ofrecían unas exquisitas empanadas de pino preparadas por Becky con la ayuda de sus hijos, acompañadas de cervezas. El postre era, la mayoría de las veces, torta de merengue con lúcumas o frutillas, hecho por la pareja chilena del cantante y compositor Willy Bascuñán, quienes residían en el mismo vecindario.

A veces, los fines de semana la familia aprovechaba de visitar diferentes sitios turísticos con el nuevo Citröen, o bien tomar tours con destino a otras regiones de España, alojándose en los famosos paradores y disfrutando de la gastronomía típica del lugar. Les encantaba viajar por la moderna autopista que los llevaba a la ciudad francesa de Perpiñán, a 200 kilómetros de Barcelona, donde almorzaban y compraban el mejor surtido de alimentos en los famosos hipermercados Mamut.

Las vacaciones de verano las pasaban en la Costa Brava, de preferencia en la Playa de Aro, a 120 kilómetros de Barcelona. En una ocasión, antes de llegar a destino, observaron un campo sembrado de choclos; se detuvieron con el auto y le ofrecieron al dueño comprarle algunos, pero este no aceptó pago y se los obsequió argumentando que eran alimento para gallinas y cerdos. Elie le entregó aquel regalo a la esposa de su socio, quien cocinaba un exquisito pastel de choclo. En una segunda ocasión, el dueño de los sembrados les cobró un poco, pero a la tercera, el precio fue diez veces superior al anterior.

A ratos, Elie tenía la sensación de estar viviendo en un paraíso y lo atribuía a su origen sefardita. Se encontraba en la tierra que habitaron sus antepasados hasta que fueron expulsados por la Inquisición en 1492, por no querer renunciar a su fe judía y convertirse al catolicismo. Estaba rodeado de gente honesta, cumplidora y con disciplina de trabajo; esto lo elevaba a un nivel espiritual que nunca pensó alcanzar.


XXXIV

El segundo semestre de 1973 fue un período álgido en acontecimientos políticos. Por un lado, en septiembre Chile sufrió un golpe de estado que derribó al gobierno de Salvador Allende. Y en diciembre, una noticia impactó a los españoles: la ETA (grupo separatista vasco) se atribuyó el asesinato del almirante Carrero Blanco, Presidente del Gobierno, principal figura política del régimen después de Franco y su más probable sucesor cuando este muriera. El crimen se había efectuado mediante la colocación de una bomba en el vehículo que trasladaba al militar. Ambos acontecimientos tuvieron amplia cobertura en la prensa y Elie no dejaba de informarse, especialmente de lo que estaba ocurriendo en Chile. También compraba diarios franceses, que cubrían las noticias con un grado de objetividad mayor que los medios de comunicación españoles.

Al año siguiente los Alevy Pérez viajaron a Santiago por tres semanas. Comparando ambas ciudades, las diferencias socioeconómicas eran muy grandes. Además, la capital de Chile, con toque de queda, era una ciudad muerta, donde, por ejemplo, las celebraciones matrimoniales debían comenzar a las seis de la tarde. Lo más estimulante durante ese breve regreso fue el reencuentro familiar, ya que los recibieron con grandes muestras de cariño e incluso les faltaron días para responder a un sinnúmero de invitaciones.

Durante esas jornadas, los socios de la industria textil Ronis, Raymond Nissim y Paul Pluss, pusieron al tanto a Elie de la desastrosa situación en la que había quedado la fábrica después de la toma e intervención sufrida en 1972. Desaparecieron materias primas, hilados, telas y gran parte de los repuestos, como agujas y punzones. Las máquinas estuvieron sin mantención durante un largo período. Cuando la empresa fue devuelta a sus legítimos dueños, tuvieron que hacer una revisión completa de toda la maquinaria y de este modo reincorporarla, precariamente, a la producción.

Si bien Elie estaba al tanto de lo ocurrido, gracias a las cartas y llamadas telefónicas que ellos mismos le enviaban y hacían, no fue lo mismo ver con sus propios ojos en lo que habían quedado convertidos todos los esfuerzos para hacer de Ronis una empresa modelo de la industria textil chilena. Entre los tres socios llegaron a una conclusión: aun inyectándole mayor capital, sería muy difícil revertir la situación en que se encontraba la empresa. Optaron por continuar como estaban y hacer una nueva evaluación tiempo después. La mayoría de las industrias textiles grandes y medianas que habían sufrido de intervención estaban pasando por las mismas dificultades.

Sin embargo, no todas eran malas noticias. Al regresar a Barcelona, Elie fue informado por su socio y amigo, Arturo Waisbein, de la decisión del Banco Industrial de Bilbao de convertirse en inversionista permanente de las sociedades inmobiliarias. Elie había participado en varias reuniones con el directorio del banco exhibiendo los dos edificios que la inmobiliaria había construido: «Campo de Polo», en el primer terreno comprado cerca del estadio del Barcelona F.C, y el «Rapa Nui», que abarcaba la tercera parte de una manzana completa entre las calles Mariano Cubi, Campo Vidal y la Forja. Los nuevos inversionistas pasarían a integrarse como socios a partir de la adquisición de un terreno para la construcción de un tercer edificio, también destinado a viviendas.

Las sociedades fueron establecidas con acciones tipo A para los inversionistas que aportaban el setenta y cinco por ciento del capital. Los administradores, Elie, Arturo y dos profesionales locales colocaban el restante veinticinco por ciento en acciones tipo B, y Elie tenía plenos poderes para dirigir y agilizar todas las operaciones de la empresa. Los dueños de las acciones B garantizaban a los accionistas A una rentabilidad fija del siete u ocho por ciento a todo evento. En el fondo, el negocio daba a los inversionistas una ganancia de un tres a un cuatro por ciento por encima de la que ofrecían los bancos para los depósitos a plazo. Para la construcción de cada edificio se constituía una nueva sociedad. En todos los negocios, los accionistas tipo A superaban la rentabilidad anual fija asegurada.

En mayo de 1975, Elie y Arturo Waisbein viajaron a Grecia junto a toda su familia. Habían transcurrido treinta años desde la liberación de Elie del campo de concentración y su posterior regreso a Salónica, y encontró una ciudad completamente cambiada y con una mínima población judía. Tenía grandes deseos de mostrar a su esposa e hijos, y a la familia de su socio, el lugar en el que había nacido.

Elie quedó impresionado con el cambio de la ciudad y no la reconoció: la población había aumentado de ciento veinte mil a más de un millón de habitantes. Estaba casi irreconocible. En la zona de la bahía habían quitado 60 hectáreas al mar, prolongando el paseo marítimo y construyendo hoteles de cinco estrellas con amplios jardines. Un destino turístico al mejor nivel internacional. El barrio donde habían residido los Alevy Matsas estaba totalmente reconstruido con edificios de seis pisos. Sin embargo, aún se encontraba intacto el edificio de dos pisos en el que la familia había residido antes del gueto. En los terrenos pertenecientes al cementerio judío destruido por los nazis se había edificado la Universidad de Salónica. Solo en un pequeñísimo barrio del centro Elie encontró alguna reminiscencia del pasado. La sede de la comunidad sefardita, que antes de la invasión alemana ocupaba un gran edificio, estaba reducida a minúsculas oficinas. Al conversar con el presidente de la institución Elie quedó deprimido, pues comprobó que nada quedaba de aquella comunidad, solo un pequeño museo del Holocausto para recordar y nunca olvidar lo que allí había ocurrido.


XXXV

El 15 de julio de 1975, dos meses después de aquel nostálgico viaje, falleció Emily como consecuencia de una leucemia linfática aguda, a los diecisiete años. La familia quedó sumida en un profundo dolor. Ya que poseía un carácter bondadoso, generoso, afectivo y muy voluntarioso, Emily se había ganado el cariño de todos quienes la rodeaban. Una de sus grandes aficiones era el cine. Conocía vida y milagros de casi todos los directores, actores y actrices. Acumuló una gran cantidad de material cinematográfico que fue guardado por la familia para siempre. Buena parte de profesores y compañeros del colegio donde estudiaba asistió al cementerio judío de Barcelona, donde fue enterrada. Años después, los restos fueron trasladados al cementerio sefardita de Santiago.

Durante el duelo que mantuvo la familia, Elie no dejaba de recordar a su hermana Ameli fallecida a los treinta años en el campo de concentración de Auschwitz-Birkenau, con una personalidad tan parecida a la que había desarrollado su hija del mismo nombre.

De Chile, en tanto, no llegaban buenas noticias. La prensa francesa informaba de las permanentes y sistemáticas violaciones a los Derechos Humanos y de las condenas que se efectuaban desde las Naciones Unidas. Dentro de las muchas llamadas telefónicas que Elie efectuaba a Santiago a socios, amigos y parientes, se enteró del inicio de importantes cambios en la economía nacional. Un grupo de economistas titulados en la Universidad Católica de Chile y con estudios de posgrado en la Universidad de Chicago elaboraron un documento conocido como El Ladrillo, donde, en síntesis, proponían terminar con el rol activo del Estado chileno en el sistema económico, reemplazándolo por la empresa privada y dejando que el mercado fuera determinante en la asignación de los recursos. La propuesta fue acogida por el Régimen Militar y algunos de los firmantes del documento señalado fueron incorporados al gabinete ministerial; esas nuevas autoridades comenzaron a ser llamadas los «Chicago Boys».
Los socios de la industria textil Ronis pusieron al tanto a Elie de una de las primeras medidas tomadas con el cambio a una economía neoliberal: la rebaja de los aranceles a los productos que Chile importaba. Esto sería ventajoso para una serie de artículos que llegaban al país, pero no para la industria textil, que peligraría al ver entrar telas más baratas en comparación a las que estas producían. Elie se comprometió a pensar en el asunto y les recomendó, en lo inmediato, aguantar lo mejor posible.

El general Francisco Franco falleció el 20 de noviembre de 1975 y, dos días después, Juan Carlos de Borbón fue proclamado rey de España, regresando el país a un régimen monárquico. La muerte del «Caudillo», como llamaban a Franco, significó para los catalanes el término de una oprobiosa dictadura, que no les permitía siquiera hablar su propia lengua. Los empresarios a su vez, se vieron beneficiados con la apertura de España al mundo, ya que posibilitó la llegada de inversión extranjera. El negocio de la construcción de viviendas se convirtió en un verdadero boom, lo que fue muy bien aprovechado por Elie y Arturo Wasbein. Además de la constructora Sigma, crearon cuatro sociedades más: Arcoven, Proton, Incoplan y Skyro. En 1976 iniciaron la construcción de otros dos edificios en la calle Pintor Ribalta, a pasos de la Avenida Chile, un elegante y tranquilo barrio de clase media acomodada, con gran éxito de venta, aun estando en verde.

Rafael, el hijo mayor de Elie, finalizó sus estudios secundarios expresando el deseo de seguir la carrera de arquitectura. Desde pequeño había demostrado habilidades para el diseño y el dibujo. Cuando tenía catorce años asistió a la Escuela Massana, formadora de grandes pintores, entre ellos Pablo Picasso. Esta preferencia de Rafael iba acompañada de otra opción: regresar a Chile para ingresar a la Pontificia Universidad Católica.

Elie y Becky le dieron todas las facilidades para cumplir su deseo y lo ayudaron para que retornara a Chile. Una vez logrado el ingreso en la universidad, Rafael se instaló en el departamento de su abuela Ester, en la comuna de Providencia. Durante las vacaciones viajaba a Barcelona.

Arturo Wasbein se vio obligado a regresar a Chile en agosto de 1977 por razones familiares y de forma definitiva. Ello ocurrió al mismo tiempo de iniciadas las obras del quinto edificio en Barcelona, llamado Ángel Guimerá, a pocos metros de la estación de metro Tres Torres. El socio de Elie alcanzó a elaborar el proyecto con todos los planos de detalle y especificaciones técnicas. En ese mismo edificio, Elie se hizo construir un pequeño departamento para él y su señora. En aquella época el precio de venta del metro cuadrado de los departamentos fluctuaba entre los 250 y 500 dólares, dependiendo de la ubicación y terminaciones.

Susana, la hija menor, completó sus estudios secundarios en 1978 y, al igual que su hermano Rafael, se trasladó a Chile ingresando a la carrera de psicología.

De a poco, la familia iría regresando a Chile, el país que había acogido a Elie durante tantos años y le había entregado enormes satisfacciones.


XXXVI

Entre los amigos chilenos que regularmente visitaban a Elie y Becky en Barcelona se encontraban Jaime Reizin y familia. Él era gerente general de Tejidos Caffarena, prestigiosa fábrica de medias, calcetines y ropa interior, que se mantuvo en el mercado a pesar de la llegada masiva de los productos importados. Fue de las pocas empresas textiles que no quebraron o dejaron de funcionar en Chile, vendiendo las maquinarias a muy bajo precio o entregándolas por fierro viejo. En paralelo, Jaime Reizin tenía un socio con el que se dedicaba al corretaje de propiedades. En una ocasión, al observar el enorme éxito que estaba alcanzando Elie en el negocio de la construcción en Barcelona, le propuso hacer juntos una sociedad inmobiliaria, pero en Santiago de Chile.
Luego de madurar la idea, Elie aceptó el ofrecimiento de su amigo y le pidió incluir también en este nuevo emprendimiento a los socios que tenía en Ronis. Cuando Elie se los ofreció, Raymond Nissim y Paul Pluss aceptaron encantados considerando el negro panorama de la industria textil chilena. Así surgió legalmente la sociedad llamada Vip’s S.A.
Otro amigo chileno de Elie, el constructor civil José Villanueva, viajaba todos los años a España y, por su origen gallego, visitaba La Coruña. Sin embargo, siempre permanecía un par de días en Barcelona compartiendo con sus amistades. Era dueño de la empresa Constructora Villanueva, y Elie conocía su excelente trabajo en Chile. En virtud de eso, Elie pidió a sus socios de la nueva empresa Vip’s que Villanueva fuera el constructor de las obras que se ejecutarían en Chile.

A comienzos de 1978, desde Chile le informaron a Elie de la decisión del colegio Craighouse de vender el terreno donde se encontraba emplazado, a un costado del Faro de Apoquindo por el lado de avenida Manquehue. El costo de la propiedad era muy alto, pero se podía pagar en cuotas trimestrales fijadas en dólares y el terreno sería entregado en dos fechas: a mediados de 1979 y 1980. La propuesta de Jaime Reizin era construir allí un gran centro comercial. La idea surgió con motivo de la búsqueda de un local en el sector para vender los productos Caffarena; eran pocos locales, y los que se conseguían obligaban a pagar elevados precios por el derecho de llaves.

En Chile estaban de moda los «caracoles», pero aún no se había construido ningún mall. En Barcelona existían solo las grandes tiendas por departamentos, como el Corte Inglés, Sears o Galerías Preciado. Elie pudo conocer un gran centro comercial en las afueras de París —los franceses tampoco lo llamaban mall— y había quedado motivado con esta forma de concentrar tiendas. Jaime Reizin viajó a Estados Unidos junto al arquitecto Ricardo Alegría con el propósito de recoger ideas de los centros comerciales construidos en diferentes ciudades.

A partir de mayo de 1979, Elie comenzó a recibir en Barcelona una avalancha de planos del anteproyecto para construir un centro comercial en Apoquindo con Manquehue, colgándolos en las paredes de su departamento. Junto a los planos le llegaban cartas de sus socios en Santiago solicitándole el regreso a Chile, ya que Elie era el único con conocimientos y verdadera experiencia en inmobiliarias y construcción. Les respondía que tuvieran paciencia, no le sería fácil liquidar de manera muy inmediata lo logrado en nueve años de trabajo en Barcelona.

Junto a Becky, Elie se preocupó de ir resolviendo cada uno de los asuntos en forma prioritaria. Lo primero que hizo fue vender el departamento en el que vivía junto a su familia en la calle Reina Victoria. El paso siguiente fue solicitar a los parientes en Chile que les arrendaran un departamento amoblado.

Se otorgaron los poderes al socio y amigo Gregorio Carmona, quien quedaría a cargo de las empresas en Barcelona durante su ausencia. El principal inversionista en el negocio inmobiliario, el Banco Industrial de Bilbao, no le puso ninguna objeción a Elie, ya que las cuentas estaban completamente al día y con un balance trimestral que reflejaba fielmente la situación financiera de las empresas.

Finalmente, el matrimonio dejó amoblado su pequeño departamento del edificio Ángel Guimerá para tener un hogar cómodo al cual llegar durante las visitas que harían a Barcelona para controlar y finiquitar las sociedades.

El último mes de su permanencia en la ciudad —septiembre de 1979— estuvo lleno de invitaciones de parte de las numerosas amistades que Elie y Becky fraguaron en Barcelona.

Cuando por fin pudieron iniciar el viaje, mirando desde la ventana del avión la costa del Mediterráneo, Elie sintió que los ojos se le humedecían, tal como le había ocurrido treinta y cuatro años atrás en el trayecto en tren Marsella-París, después de haber sobrevivido al Holocausto. Pensaba en lo que había vivido durante ese pasado no tan lejano y cómo había logrado darle un sentido a su vida. Emerger desde el interior de una fosa de excrementos y llegar a formar una familia extraordinaria, tener grandes amigos, crear y gestionar empresas que les daban trabajo a miles de personas y contar con ahorros que le permitieran visualizar una vejez tranquila. En esos momentos apretó la mano de Becky para convencerse de que estaba vivo.


XXXVII

Sus hijos, algunos familiares, socios y varias amistades esperaban a Elie y Becky en el terminal aéreo internacional de Santiago. En esos instantes, Elie recordó su primera llegada a Chile en 1951 sin conocer a nadie y con tan solo mil dólares en el bolsillo. Las cosas habían cambiado y ahora regresaba con una situación económica consolidada y varias personas recibiéndolo con mucho cariño. Los viajeros fueron conducidos al departamento que les habían arrendado y, con un malón preparado entre todos, celebraron el regreso. En ese lugar vivieron dos meses, hasta que llegaron sus muebles desde Barcelona. Posteriormente, se mudaron a otro departamento en arriendo en un edificio recién construido en la calle Málaga esquina con Apoquindo.

Rafael, el hijo mayor, que se encontraba estudiando la carrera de arquitectura en Santiago, comunicó a los padres la intención de casarse al año siguiente. Elie y Becky se alegraron con la noticia. La polola que tenía en Barcelona se encontraba residiendo en Santiago hacía un año, en una habitación arrendada en la comuna de Providencia. Habían mantenido un pololeo por cartas, llamadas telefónicas y visitas durante las vacaciones en que Rafael viajaba a la ciudad catalana. Pero ella quiso permanecer junto a él y viajó a Chile. Elie y Becky habían compartido en varias oportunidades con ella y le tenían un gran cariño, incluso tuvieron la oportunidad de conocer al padre y a la madre en Barcelona.

En tanto, la fábrica textil Ronis no logró repuntar. Elie encontró Chile invadido de productos de procedencia asiática a precios muy bajos y, aunque para el consumidor promedio esto podía ser bueno al tener acceso a más bienes, para la industria nacional fue nefasto: el cierre de numerosas empresas hizo aumentar la cesantía a más de un treinta por ciento lo que a su vez restaba poder adquisitivo en todo tipo de productos, nacionales o importados. Muchos de los cesantes (obreros especializados y profesionales en diferentes rubros) emigraron a países como Australia y Canadá, donde se había desarrollado una política de recepción de inmigrantes para suplir la carencia de mano de obra propia debida a la baja población y enorme extensión territorial.

La realidad con la que se encontró Elie en Chile lo llevó a concluir que los cambios económicos eran de una gran profundidad y probablemente irreversibles. Luego de varias reuniones con sus socios, Raymond Nissim y Paul Pluss, les planteó vender la fábrica textil. Además del argumento sobre la transformación que estaba experimentando la economía chilena, Elie hizo ver que ninguno de los tres tenía hijos o hijas interesados en la continuidad de la empresa. Raymond aceptó la idea de la venta, en cambio Paul no estuvo de acuerdo y manifestó el deseo de comprar los telares y el edificio para continuar por su cuenta. Aunque los otros socios le insistieron que no tendría la capacidad ni experiencia para enfrentar la situación por la que estaba pasando la industria textil, Paul se mantuvo en la misma posición. Para que no saliera tan perjudicado, Elie le propuso a Raymond vender los telares y el bien raíz a la mitad de su precio comercial. Aun así, transcurrido algún tiempo, Paul no pudo continuar y terminó por liquidar el edificio de la fábrica y todas las máquinas. Las de bordar fueron vendidas por Elie a su amigo y ex competidor Munir Khamis, dueño de textiles Bromac, quien se alegró con la eliminación de Ronis, su competidor del mercado nacional.

La fábrica textil Ronis se extinguió de un día para otro. Había sido creada y dirigida con gran dedicación,
esfuerzo y sacrificio por Elie. Le permitió entregar y aplicar todos los conocimientos textiles aprendidos en Europa. En ella reinvertía más del ochenta por ciento de las utilidades, alcanzando una
óptima reputación en el mercado por su seriedad, integridad y creatividad.

Mientras tanto, el proyecto de construcción de un gran centro comercial en la avenida Apoquindo con Manquehue ya había sido ingresado a la Dirección de Obras Municipales de Las Condes. Se trataba de una obra de gran envergadura para la época, con una superficie edificada que contemplaba 42.000 metros cuadrados.

Una vez obtenidos los permisos correspondientes, Elie y su socio Jaime Reizin le pidieron a Delta, una de las pocas empresas constructoras del país con gran renombre en la edificación de obras civiles y habitacionales, un informe técnico y un presupuesto del proyecto. Delta solicitó los planos de cálculo para estudiar el tipo de losa reticulada requerida —muy poco común en Chile— y probar cómo confeccionarla y su costo. Cuando entregaron los resultados del estudio, Elie quedó preocupado al observar la rigidez que tendría la losa, la duración de ejecución de la obra y el elevado costo de la misma. Además, observó que la baja actividad de la construcción en el país durante los últimos ocho años (1970-1978) había provocado que las empresas del rubro carecieran del equipamiento necesario y actualizado para obras de esa magnitud.

Luego de ese análisis, Elie decidió viajar inmediatamente a Barcelona para tomar contacto con los representantes de una fábrica de moldajes adecuados. Quería una alternativa que le asegurara una mayor productividad a menor costo en comparación al presupuesto de Delta. Elie consiguió lo que se había propuesto, y a través de una empresa importadora de maquinarias y equipos para la construcción llamada
Assist —de propiedad de un amigo chileno de Elie— trajeron a Chile 500 metros cuadrados de moldajes y también una buena parte del equipamiento. De este modo, ya estaban en condiciones de construir el primer centro comercial del país.

Para dar inicio a la obra, y asesorado por su amigo Roberto Soto, ingeniero civil y constructor, contrataron una empresa constructora de nivel mediano. Esta, sin embargo, al poco tiempo de iniciar la obra abandonó los trabajos. Elie, desesperado al ver que las faenas quedarían paralizadas, decidió asumir por su cuenta la dirección de la obra. Consideró necesario contratar a varios profesionales capacitados en sus respectivas especialidades. El arquitecto encargado del proyecto fue Ricardo Alegría, quien, para agilizar los trabajos, instaló su taller de arquitectura en las oficinas de la inmobiliaria Vip´s, dueña del proyecto y contigua a la obra donde funcionaba Hormar Construcciones (empresa creada para la edificación del proyecto). Al finalizar la segunda etapa se creó la empresa Ran, la cual se hizo cargo de administrar los estacionamientos. El centro comercial fue llamado Apumanque, idea del mismo Ricardo Alegría, aficionado a dar nombres autóctonos a sus obras.

Al iniciar el estudio de la fachada principal —cuya cara daba hacia Manquehue—, Ricardo Alegría le recomendó a Elie visitar el taller de la pintora cinética Matilde Pérez. Una de sus obras les gustó tanto que decidieron comprársela, y con ella repetida muchas veces adornar el frontis del centro comercial. La fachada no sería alterada hasta la modernización del Apumanque, en 2007.

Los primeros gastos anexos de la obra fueron asumidos por los socios con capital propio; el resto, con un crédito del Banco Hipotecario y, a continuación, del Banco de Chile. Con el cambio total de la política económica, el país había sido invadido por créditos extranjeros en dólares o marcos alemanes. Entre 1980 y 1982, el dólar tuvo un precio fijo de 39 pesos y era muy tentador —y a la vez peligroso— endeudarse en dicha moneda, ya que la tasa de interés era entre un quince y un dieciocho por ciento anual. En cambio, la moneda europea, muy escasa y solicitada, tenía un interés entre el siete y el ocho por ciento dentro del mismo período. Elie percibió de manera muy acertada que el dólar a precio fijo no podría durar mucho tiempo más y decidió endeudarse en marcos alemanes. Al hacer la operación con el Banco de Chile, tuvo dificultades porque el presidente de dicha institución, Javier Vial, acaparaba la divisa para sus propias inversiones.

Aunque los locales del Apumanque fueron entregados a sus propietarios con anticipación, para decorarlos y surtirlos de mercaderías, la primera etapa de construcción del centro comercial quedó finalizada y recibida por la municipalidad en septiembre de 1981. A fines de noviembre fue la inauguración, adelantándose en dos meses a la fecha original presupuestada y, de este modo, salir al mercado cinco meses antes que el Parque Arauco, otro mall que estaba en construcción. Fue una gran inauguración y a ella asistieron autoridades y mucho público. La totalidad de los locales fueron vendidos en tiempo récord. Cada uno contaba con aire acondicionado y baños propios, en cambio los espacios comunes tenían separadamente su propio equipamiento. Se instalaron puertas automáticas contra pánico y escaleras mecánicas, una novedad para el país de esos años. Un diario de Nueva York informó que la empresa Carrier, fabricante de equipos de aire acondicionado, había instalado, por primera vez, trecientos cuarenta de sus productos en una sola obra, destacando que esto ocurría en Chile.

La etapa siguiente de edificación del Apumanque fue terminada en noviembre de 1982, en plena crisis económica mundial. Las ventas se paralizaron de manera casi completa obligando a modificar la estrategia de comercialización y entregar los locales en arriendo. Los socios Jaime Reizin y Raymond Nissim se preocuparon especialmente de elegir arrendatarios que ofrecieran un mix de productos variados. El precio del dólar fue liberado y el valor en pesos rápidamente llegó a doblarse primero y luego a triplicarse; la mayoría de los endeudados en moneda extranjera se fueron a la quiebra, incluidos los bancos. Para rescatar a estos últimos, el Banco Central tomó a su cargo las deudas que habían contraído.


XXXVIII

La boda de Rafael y Raquel se efectuó en Barcelona el 27 de julio de 1980, en la sinagoga de la comunidad sefardita. A continuación, todos los invitados concurrieron a un gran salón de eventos. Posteriormente, los novios viajaron para disfrutar de una merecida luna de miel y, a su regreso, establecieron su residencia en Santiago.

Al finalizar sus estudios, Rafael se integró a las empresas de su padre y socios. Más tarde, sucedió lo mismo con Jorge Reizin, hijo de Jaime, al completar sus estudios de ingeniería comercial. Entraba una segunda generación a los negocios familiares.

En tanto, la hija de Elie, Susana, también había iniciado un pololeo en Barcelona. En las actividades juveniles de la comunidad sefardita de esa ciudad conoció a Fortunato Edery, sefardita nacido en Marruecos, ingeniero en alimentos de la Universidad de Barcelona. En agosto de 1982 contrajeron matrimonio en la sinagoga de la comunidad sefardita de Santiago, ubicada en la calle Santa Isabel. La fiesta se celebró en los salones del hotel Crowne Plaza pocas semanas después de haber sido inaugurado. Además de los invitados de Chile, llegaron familiares y amigos de España, Francia, Venezuela e Israel. Suzanne, la madre adoptiva de Elie, viajó sola desde París pues Isaac, su marido, había fallecido repentinamente unos meses antes. Esta muerte dejó profunda huella en Elie, ya que su primo y padre adoptivo le dio una familia y un sentido a su vida después del Holocausto.

Al tercer año de casados, Fortunato decidió realizar estudios de posgrado en la Escuela de Restaurantes y Hotelería de Ginebra. A su regreso a Chile, dirigió el restaurante Mamaleone y, en 1992, como gerente del área de cócteles y banquetes de Central de Restaurantes, viajó a Barcelona para ayudar a la alimentación en los eventos de las delegaciones y atletas en las Olimpíadas. Posteriormente, creó la empresa Steward, dedicada al arriendo de equipamiento para la realización de medianos y grandes eventos. Para desarrollar este último proyecto, Fortunato contó con la confianza total de Elie y de su socio Jaime, quien le ofreció su ayuda.

Los dos matrimonios residieron en departamentos contiguos de un edificio recién construido en la comuna de Vitacura. Allí nacieron Daniel y Alex, los primeros nietos de Elie, hijos de Raquel y Rafael.

En plena construcción del Apumanque, Arturo Waisbein, socio de Elie en Barcelona, le propuso construir en sociedad un edificio con amplios departamentos en un terreno de la calle Vitacura, que se encontraba a la venta. Elie aceptó la idea, compraron el terreno y construyeron un edificio de siete pisos y catorce departamentos de 300 metros cuadrados cada uno, los cuales además contaban con amplias terrazas, barbecue individual y terminaciones de lujo. Estos se vendieron en verde.

La obra terminó y fue recibida por la municipalidad en noviembre de 1981. La experiencia adquirida en Barcelona permitió a los socios ser pioneros en proyectar y construir un edificio de esas características. Cada uno de ellos residió en este por muchos años.

En 1983 el Banco Central inició la renegociación de las deudas en dólares y marcos alemanes. Los socios del Apumanque transformaron las suyas (mayoritariamente en moneda europea) a unidades de fomento. Con la venta de la primera parte del centro comercial lograron reducir el monto de la deuda y quedar en buenas condiciones financieras para seguir adelante.

Ese mismo año, Elie adquirió una parcela de 5.200 metros cuadrados en la calle Simón Bolívar, a poca distancia de la avenida Vicente Pérez Rosales, comuna de La Reina. Una vez acondicionado, el lugar se convirtió en un punto de encuentro familiar y de amistades casi todos los fines de semana. Los que más disfrutaron fueron los nietos.

Por aquella misma época, Elie comenzó a participar de manera muy activa en la comunidad sefardita de Santiago. Con toda seguridad, en su mente estaba el recuerdo de su padre, quien fue un destacado dirigente de la misma institución en Salónica antes de la Segunda Guerra Mundial. Además, su querido suegro, Elías Pérez, había llegado a ser presidente de esa comunidad, en Santiago. El directorio de la institución había resuelto la construcción de un nuevo centro comunitario en la calle Ricardo Lyon, comuna de Providencia. Este centro contendría dos sinagogas —una pequeña y otra grande—, salas de clases, oficinas para la administración y un salón de eventos.

Para proyectar y construir dicho centro se formó una comisión que presidió Elie, debido a su vasta experiencia en el rubro. Cinco arquitectos presentaron sus anteproyectos ad honorem, y fue elegido el de Abraham Senerman. Elie asumió este nuevo e importante desafío con todas sus energías, logrando incorporar dos profesionales de la colectividad judía: el arquitecto de obra Salomón Camhi y el constructor civil Maurice Nahmias, ambos con vasta experiencia en edificaciones de todo tipo.

Una vez finalizado el proyecto y aprobado por la municipalidad, la comisión se dio a la tarea de lograr los financiamientos respectivos a través de donaciones y la venta de la antigua sinagoga situada en la calle Santa Isabel a un grupo de evangélicos sabatistas que mantuvieron intacto el edificio.

Elie entabló una gran amistad con Abraham Senerman y su esposa, Frida, a tal punto que desearon asociarse y compartir conocimientos. Elie pidió incorporar a su socio Jaime Reizin, y entre los tres crearon la sociedad Cien S.A. construyendo varios edificios.

El primero fue en los faldeos del cerro San Cristóbal con 299 departamentos de entre 45 y 70 metros cuadrados, lindos jardines y una amplia piscina. Incluyó también en su centro el traslado de una araucaria de un sitio a otro, por ser un árbol protegido. Fue un condominio bastante elogiado en su momento porque le dio una característica original al entorno de la calle Monte Carmelo. Lo siguieron otro edificio en la calle Luz, comuna de Las Condes, y un tercero de oficinas en Barros Errázuriz esquina Marchant Pereira, comuna de Providencia.


XXXIX

Un hecho muy triste para Elie fue la muerte de Raymond Nissim, gran amigo, socio en la fábrica Ronis y en la inmobiliaria Vip’s. Dejó de existir en 1986, a los cincuenta y nueve años, debido a una leucemia. Elie le tenía un gran aprecio y mucho cariño por sus cualidades humanas. Entre ambos, habían desarrollado un profundo nexo.

Ese mismo año, Suzanne enfermó gravemente y Elie decidió viajar con Becky a París para traerla a vivir con ellos a Santiago. Debido a una avanzada diabetes debieron amputarle una pierna, y cuando fue necesario hacer lo mismo con la segunda falleció durante la operación. Elie quedó sumido nuevamente en un profundo dolor; permaneció varios días en la capital francesa antes de animarse y regresar a Chile.

Con el tiempo, la sociedad Cien con Abraham Senerman se disolvió, aunque conservando una buena amistad.

En una ocasión, cuando el ex socio lo invitó a cenar a su casa, se encontró con una numerosa concurrencia que escuchaba con mucha atención el relato de un sobreviviente del Holocausto con marcado acento polaco. Se trataba de David Feuerstein —ampliamente conocido en el medio chileno como presidente para Sudamérica del Museo del Holocausto de Jerusalén—, quien se refería a los horrores sufridos durante su permanencia en el campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau. A continuación, explicaba su traslado al campo de trabajo del gueto de Varsovia para remover los escombros que produjeron las heroicas luchas de los jóvenes que se resistieron a la deportación. Él, por ser tan joven y raquítico, fue destinado a las cocinas de los guardias para pelar papas, lavar ollas y descargar víveres de los camiones. Igual que Elie.

Cuando Feuerstein terminó de hablar, Elie se le acercó para confirmar aquella tremenda coincidencia con su propia experiencia. Sin embargo, ante la consulta de este desconocido —nunca se habían visto en Chile—, Feuerstein respondió algo sorprendido pensando que dudaba de su relato: «¿Acaso usted no me creyó lo que estuve contando?».

Elie le aclaró que no se trataba de eso, sino que él también era un sobreviviente del campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau y había estado en la cocina del gueto de Varsovia lavando ollas para los guardias alemanes. Era imposible que se identificaran después de tantos años, pero al ser solo diez personas en esa cocina todos se conocían. De hecho, Elie tenía claro que Feuerstein era el único no sefardita del grupo, pues el resto de los prisioneros había sido deportado de la isla griega de Rodas, ocupada por los nazis.

Al oír eso, David Feuerstein quedó impresionado, abrazó fuertemente a Elie y agregó: «Me parece un verdadero milagro que hayamos coincidido en las cocinas del gueto, que ambos hayamos sobrevivido y que hoy nos encontremos en la misma ciudad. ¡Han pasado sesenta y cuatro años!».

A continuación, se compararon los números tatuados en el brazo notando que existía una pequeña diferencia y que eran de edades muy cercanas. Los que presenciaron la escena quedaron mudos e impresionados por este encuentro.

Desde ese momento establecieron una profunda amistad y compartieron diferentes eventos de recordación del Holocausto en Chile. Elie había encontrado, más de medio siglo después de su liberación de los campos de la muerte, a un verdadero y cercano hermano de martirio.


XXXX

Los acontecimientos políticos de Chile durante 1988 concitaron el interés de Elie. Estuvo entre los primeros en inscribirse en los registros electorales y poder sufragar en el plebiscito del 5 de octubre. Gran parte de su entorno, amistades antiguas y nuevas le decían que debía votar . Aquello significaba la continuación del régimen instaurado en el país después del golpe militar de 1973. Elie, habiendo conocido la apertura de España tras la muerte del dictador Franco, compartía gran parte de las ideas neoliberales del sistema económico impuestas al país y ya había hecho el duelo por la desaparición de la industria textil Ronis. Sin embargo, era partidario de vivir en una sociedad democrática con plena libertad de pensamiento, expresión, asociación y absoluto respeto a los derechos humanos. En consecuencia, decidió votar No. En las elecciones presidenciales del año siguiente estuvo entre la mayoría que le dio el apoyo electoral al candidato de la Concertación, Patricio Aylwin.

Con el retorno a la democracia, se cumplieron los vaticinios de Elie: Chile se reinsertó al mundo que lo había objetado durante el período de la dictadura militar. Se restablecieron las relaciones diplomáticas con una serie de países e importantes capitales extranjeros comenzaron a invertir en territorio nacional.

Elie estaba contento con este proceso de apertura, pero un triste acontecimiento empañaría esos buenos años. Un día se encontraba revisando el periódico en el balcón de su departamento, como todas las mañanas, cuando vio una densa columna de humo negro proveniente de Manquehue con Apoquindo. A los pocos segundos recibió una llamada del administrador del Apumanque comunicándole que el ala central del centro comercial se estaba incendiando. Nunca olvidaría la fecha de aquel fatal acontecimiento: 12 de diciembre de 1992.

Cuando Elie fue al lugar se encontró con el perímetro cerrado y numerosos bomberos tratando de apagar el siniestro. Afortunadamente, no hubo víctimas fatales ni heridos, pese a que el fuego comenzó cuando los locales se encontraban abiertos al público y con sus dependientes en el interior. En cambio, los daños materiales fueron cuantiosos; por ser una fecha cercana a la Navidad, la cantidad de mercadería era abundante.

Al día siguiente, el ala central fue aislada con paneles y el Apumanque abrió sus puertas. Los locales periféricos no habían sufrido con el incendio y, a pesar del olor a humo que permanecía en el ambiente lograron vender sus mercaderías a mitad de precio. En tanto, la compañía de seguros asignó un eficiente y responsable liquidador in situ permitiendo el financiamiento de la reparación en tiempo récord.

Elie y Jaime consideraron ese desgraciado incidente como una oportunidad para remodelar totalmente el interior del Apumanque. Había escuchado numerosas críticas en cuanto a la iluminación y a su aspecto pasado de moda en los más de diez años que habían transcurrido desde su inauguración. Con el apoyo del arquitecto Alberto Sartori y la dirección del propio Elie, se iniciaron varios cambios sin permitir que el centro comercial paralizara su actividad. El pavimento cerámico oscuro, de 20.000 metros cuadrados, fue reemplazado con porcelanato de colores claros, de reciente creación e importado desde Italia. Fueron retirados los cielos falsos, dejando los reticulados blancos a la vista. Además, se mejoró el sistema de aire acondicionado y la iluminación fue cambiada totalmente, lo cual se tradujo en una nueva sensación de amplitud y luminosidad en todos los recorridos interiores. En 1995 se incorporó un food court con trece restaurantes de comida rápida al que se le dio el nombre de «La Terraza del Apumanque».


XXXXI

En noviembre de 1996 llegó desde Buenos Aires un equipo de filmación perteneciente a la Shoah Foundation, creada por el director de cine Steven Spielberg y destinada a preservar la historia visual de los sobrevivientes del Holocausto. La idea del cineasta surgió mientras rodaba La lista de Schindler y conversaba con algunas personas que habían sufrido los horrores de los campos de concentración. Hasta su llegada a Chile, había recogido 23.215 testimonios, principalmente en Estados Unidos, Israel, Canadá, Australia, Francia, Holanda y Argentina4. El archivo audiovisual de estos testimoniostenía fines educacionales y de fomento a la tolerancia.

Elie Alevy fue uno de los sobrevivientes del Holocausto entrevistados durante la visita a Chile. Previamente, recibió un cuestionario con varias preguntas y en el cual, además, le explicaban acerca de la calidad profesional de las personas que lo entrevistarían. En dicho documento, Elie pudo leer que los profesionales estaban muy bien entrenados y preparados para escuchar los testimonios de los sobrevivientes del Holocausto, por terribles que aquellos fueran. Finalmente, señalaban que el tiempo requerido para la filmación podría tener una duración de una a cinco horas.

Le entrevista que le harían a Elie estaría dividida en tres partes. La primera sería destinada a las experiencias previas a la Segunda Guerra Mundial, como vivencias escolares, amistades, vida familiar y comunitaria y actividades laborales. La parte central de la entrevista estaría referida a los acontecimientos durante el nazismo, ya fuera en campos de concentración, ocultamiento personal, separación o asesinato de familiares y formas de sobrevivencia. El tercio final del tiempo abordaría la forma de retomar la vida, secuelas, experiencias de posguerra, países de acogida, actividades desempeñadas, formación de familia y descendientes.

Con la metodología señalada, el equipo argentino de Spielberg entrevistó por más de cinco horas a Elie en su domicilio. Esa entrevista se convirtió en la primera vez que narraba in extenso sus vivencias, a medio siglo de la liberación del martirio de los campos de concentración. Tenía setenta años de edad cumplidos.

La narración de la experiencia en el Holocausto a profesionales preparados para escucharlo, y su personalidad curiosa y deseosa de averiguar lo acontecido con otros sobrevivientes de la Shoah, motivaron a Elie a entrevistar a sus entrevistadores. Cuando les preguntó si ellos estaban en condiciones de obtener algunas conclusiones de los testimonios grabados hasta ese momento, le respondieron: «Varias de las personas que narraron sus vivencias durante el Holocausto han expresado estar en condiciones de morir tranquilos luego de relatar y liberar lo que tenían guardado durante tanto tiempo; los padecimientos sufridos los llevaban en su interior como una pesada carga. También hemos podido observar un común denominador en las víctimas: la soledad experimentada una vez finalizada la tragedia».


XXXXII

Cuando al año siguiente comenzaron las clases en los colegios de Santiago, Elie fue contactado por el Instituto Hebreo para dar su testimonio de sobreviviente a los alumnos. Fue así como en noviembre de 1997 los estudiantes de tercero medio tuvieron la oportunidad de escuchar el relato de Elie. En su exposición aplicó la misma metodología aprendida del equipo de Spielberg: primero contó cómo se desarrolló su vida en Salónica, la invasión de los nazis, el traslado a los guetos y la deportación al campo de concentración de Auschwitz-Birkenau, para finalmente terminar con la sobrevivencia y su forma de darle un nuevo sentido a la vida.

Los alumnos, inquietos por naturaleza, escucharon a Elie en profundo silencio. Solo al final, uno de ellos levantó la mano para preguntarle por qué había guardado silencio durante tanto tiempo. Elie respondió: «No podía hablar porque la intensidad de las emociones no me permitía poner en palabras el sufrimiento y los horrores vividos».

En una segunda charla en el colegio Nido de Águilas (y también durante una tercera en el Instituto Hebreo), les dijo a los estudiantes, entre otras cosas, que le resultaba muy difícil explicar por qué una nación tan culta y sensible a las artes, como lo era la Alemania de aquella época, permitió que los nazis idearan y ejecutaran el genocidio del pueblo judío. Además, Elie trataba de incentivar a los alumnos para que buscaran respuestas a una serie de preguntas que les planteaba.

Este contacto con jóvenes de edad similar a la de Elie cuando llegó al campo de concentración lo motivó a hablarles de su experiencia de vida y las enseñanzas que podía comunicarles. En especial, transmitirles que nunca dejaran de recordar lo que había ocurrido con el pueblo judío. Elie se los expresó en los siguientes términos: «El Holocausto es una mancha indeleble de la humanidad que no debe nunca olvidarse. Debe divulgarse a perpetuidad, para evitar que se repita. Mientras sigamos con vida y en buenas condiciones, los sobrevivientes debemos dar testimonio del infierno por el cual pasamos. Siempre recordar a los millones de seres humanos que fueron gaseados y quemados por los nazis».

Si bien Elie pasó del silencio total a contar sus vivencias cada vez que la ocasión se lo permitiera, no descuidó los emprendimientos en el rubro de la construcción. La apertura de Chile al exterior con la firma de numerosos tratados de libre comercio, la disminución significativa de los niveles de pobreza y el acceso de sectores de clase media a viviendas de mejor calidad, hizo posible que más inversionistas se incorporaran al rubro inmobiliario.

Así fue como Elie trabajó con el departamento de arquitectura en varios proyectos a fines de los 90. En la calle Fernández Concha, comuna de Las Condes, construyeron un condominio de veintidós departamentos de lujo, con una superficie de 270 metros cuadrados cada uno, incluyendo terrazas con barbecue individuales. Además, amplios jardines, piscina, club house, cancha de tenis y un camino perimetral de 400 metros lineales iluminado, para trotar o andar en bicicleta. A continuación, edificaron un conjunto de casas en la calle Las Hualtatas y un condominio de casas en la calle Simón Bolívar. Este último correspondía al terreno donde se encontraba la parcela de los Alevy Pérez que alcanzaron a disfrutar durante trece años con los hijos, nietos y amigos, antes de ser vendida.

La mano constructora de Elie se trasladó también hasta el balneario costero de Papudo. El arquitecto Juan Echeñique, amigo de su socio Jaime, les ofreció un proyecto realizado por él sobre un terreno que allí vendían. Se trataba del segundo edificio de departamentos en altura del balneario. Estaría ubicado en la ladera detrás del campanario de la iglesia y desde ese lugar dominaría toda la bahía. Les gustó, lo adquirieron, construyeron y vendieron como segunda vivienda para veraneantes provenientes principalmente de Santiago. Fue un éxito total y casi todos los departamentos se vendieron en verde.


XXXXIII

Las elecciones presidenciales de 1999 estaban anunciadas para el 12 de diciembre. Los candidatos con mayores posibilidades de ganar o pasar al balotaje al mes siguiente eran Ricardo Lagos Escobar por la Concertación y Joaquín Lavín liderando a los partidos de centroderecha.

Algunos meses antes de la fecha de la contienda electoral, un grupo de intelectuales, profesionales de diferentes ámbitos, jóvenes y gente de la tercera edad creó el «Comité de Judíos por Lagos». Era la primera vez que en Chile se formaba una organización compuesta de judíos expresando públicamente una opción política a favor de un determinado candidato. El lugar de reunión para esta agrupación fue el comando electoral del candidato en la calle Constitución. Hasta ahí llegó Elie en dos oportunidades. La primera, para conocer el programa de Lagos en lo referente a edificación pública, y la segunda, para escuchar sobre los Tratados de Libre Comercio que esperaban firmar con Estados Unidos y la Unión Europea.

Cuando en octubre se efectuó una cena para reunir fondos para la campaña electoral, Elie estuvo entre los numerosos asistentes que colaboraron con dicho propósito.

El día de las elecciones, Elie marcó la preferencia por Ricardo Lagos, y al mes siguiente, en la segunda vuelta, hizo lo mismo. Cuando los amigos de centroderecha le preguntaron por qué había votado por un candidato de centroizquierda, la respuesta de Elie fue: «Como profesor de la universidad, Lagos sabe mucho de economía. Además tiene la inteligencia y capacidad de liderazgo para conducir a nuestro país».

Finalmente, el ganador de esas elecciones fue Ricardo Lagos. Era principios del 2000 y Elie estaba por cumplir los setenta y cuatro años. Por esos días, había decidido dedicarle un poco más de tiempo a la familia y a las actividades de ocio o recreación personal que le gustaban. Para lo primero, se
propuso tomar, en lo posible, vacaciones fuera de Chile junto a toda su familia; el lugar favorito era Miami o Barcelona, y desde allí, a veces abordaban cruceros que hacían rutas por las islas del Caribe o el Mediterráneo y el Egeo.

Dos años después de su llegada a Chile, Elie se hizo socio del club de bridge de Providencia y del Club de Golf de la Dehesa, aficiones que traía de Barcelona. En este último lugar tuvo la oportunidad de conocer al arquitecto y constructor Pedro Donoso, con quien simpatizó rápidamente al compartir la pasión por la construcción. Mientras jugaban, Elie admiraba sus largos y derechos drivers; y en los descansos, al finalizar los primeros nueve hoyos, conversaban de todo un poco, pero, principalmente, de sus mutuas experiencias en la construcción.

En 2002 decidieron asociarse, incluyendo en la sociedad a Jaime Reizin, socio permanente que Elie tenía desde la construcción del Apumanque. Fue así que, entre los tres, formaron la empresa constructora Darcoplan y una segunda sociedad para la actividad inmobiliaria que llamaron Inmobisa. Con esta última llegaron a erigir seis edificios: tres en la comuna de Las Condes y tres en el centro de Santiago. Hubo un séptimo, pero este fue por encargo de terceros, en la comuna de Pudahuel.

Elie gozaba de muy buena salud, pero a los ochenta y dos años sufrió de una peritonitis que lo tuvo al borde de una septicemia. Durante la operación, los médicos le detectaron, además, una insuficiencia cardíaca. A raíz de eso fue necesario hacerle una nueva operación, pero al corazón. Permaneció nueve horas y media en el quirófano y veinticuatro días en la Unidad de Cuidados Intensivos de Clínica Las Condes. En dicha intervención, le destaparon la arteria carótida derecha, que se encontraba totalmente obstruida, y le colocaron cuatro bypass en las coronarias. Luego de una convalecencia de tres meses pudo retomar el trabajo, solamente a media jornada, pero manteniendo parcialmente la gerencia general de las empresas.
Pasado e
se gran susto, en 2009 Elie volvió a lo suyo participando en una nueva sociedad inmobiliaria que llamaron TLC, aprovechando la sigla que se usaba para los Tratados de Libre Comercio que habían sido firmados por Chile. Con esta empresa construyeron un edificio ubicado entre la calle Las Tranqueras y avenida Las Condes que cuenta con diez pisos, 155 oficinas, locales comerciales y estacionamientos. Aquí fueron instaladas, finalmente, las dependencias de la Sociedad Alpez, pertenecientes a la familia Alevy y dirigida por hijos y nietos.


XXXXIV

Después de la operación al corazón, y con media jornada libre al día, Elie fue invitado por la Universidad de Chile, a través del Centro de Estudios Judaicos de la Facultad de Filosofía y Humanidades, a dar dos charlas acerca de sus vivencias durante el Holocausto. Aceptó, pero antes debió aclararles a los organizadores del evento: «No quiero hablar solamente de lo que a mí me ocurrió. Deseo intentar dar respuesta a una pregunta que rondó en mi cabeza desde que me convertí en un sobreviviente del Holocausto».

Por esto, el día de la charla, y frente a un grupo de estudiantes, comenzó diciendo: «¿Por qué el pueblo alemán, de alto nivel cultural, apoyó en su gran mayoría a Hitler y sus secuaces?».

La pregunta que Elie se hacía desde su liberación la abordaron durante muchos años diferentes intelectuales, investigadores sociales y politólogos, y además continuaba estando presente en seminarios, cursos y talleres dedicados a estudiar el Holocausto. En su propio planteamiento, Elie señaló que era necesario instruirse en la historia de Alemania para intentar dar una respuesta, partiendo desde la capitulación en el Tratado de Versalles de 1918, luego de la derrota prusiana en la Primera Guerra Mundial, pasando por la Gran Depresión de 1929 y la llegada de Hitler al poder en 1933.

De modo que Elie enfatizó en las consecuencias económicas que para Alemania significaron la pérdida de territorios y el pago de cuantiosas indemnizaciones de guerra. Explicó que el marco alemán se derrumbó y que el poder adquisitivo para gran parte de la población cayó a niveles inaguantables. En 1919 se constituyó la República de Weimar, apoyada por Estados Unidos hasta la Gran Depresión. A pesar de esto, en las elecciones de 1924 y luego en las de 1928, la votación de los comunistas llegó a un treinta por ciento, en cambio los nacionalsocialistas solo obtuvieron un cuatro por ciento. Con estos resultados, quienes observaban con temor las consecuencias de la dictadura de Stalin en la Unión Soviética se asustaron aún más. Si a todo esto se sumaba la Gran Depresión de 1929, los problemas económicos de Alemania se agudizaban: la cesantía aumentó debido a que las industrias eran incapaces de exportar a los mercados mundiales que se habían cerrado.

Por todo esto, para las elecciones de 1932 el Partido Nacionalsocialista, liderado por Hitler, sedujo a los alemanes mediante la oferta de beneficios sociales y prebendas que pondrían fin a su angustiante situación. Al triunfar en aquellas elecciones y asumir el poder en enero de 1933, el discurso antisemita del ahora führer fue totalmente funcional para expropiar a los judíos y obtener los recursos que el régimen nazi requería.

El antisemitismo propagado por la intensiva y diabólica propaganda de la ideología nazi penetró en un terreno ya abonado de antemano en el pueblo alemán, lo mismo que en el polaco, austríaco y francés. La igualdad de derechos para los judíos ante las leyes de los estados europeos no evitó su discriminación en la sociedad de dichos estados. El antisemitismo, que venía desde siglos anteriores, fue creando una brecha cada vez mayor entre el estatus legal de los judíos como ciudadanos iguales ante los demás y su estatus verdadero dentro de la sociedad.

La «Solución final», anunciada en la conferencia de Wannsee del 20 de enero de 1942, representó para los nazis una misión y un fin en sí mismo, porque consideraban a los judíos un virus dañino que había que extirpar de la sociedad. De ahí provienen todas las leyes previas a las matanzas destinadas a evitar cualquier contagio. El fundamento virológico alimentó el mito de los nazis para impulsar la segregación de los judíos, como primera etapa, y luego su aniquilación física. La identificación del judío con la contaminación representó el móvil para el exterminio.

Elie concluyó aquella conferencia en la Universidad de Chile con la siguiente reflexión: «Se sabe que las dictaduras, cualquiera sea su signo ideológico, son implacablemente feroces, crueles e inhumanas. Por esta razón, y conociendo las debilidades humanas frente a situaciones dictatoriales de este tipo y peores, perdoné al pueblo alemán y no siento contra ellos ni odio ni rencor. No se puede vivir odiando. Si uno guarda resentimientos, siente mucho disgusto por la humanidad. Hay que creer en los seres humanos, creer en el amor. Si no es así, la vida pierde todo sentido».

En el 2015, a los ochenta y nueve años, Elie dejó de asistir a los directorios y a cualquier otro tipo de actividades. Decidió retirarse de la primera línea en la dirección de las empresas inmobiliarias y constructoras dejando en manos de profesionales las gerencias respectivas. En junio de 2017, a los noventa y un años, se retiró de Alpez. Actualmente, el directorio de la sociedad familiar está compuesto por cinco miembros, presidido por Rafael, el hijo mayor, y en las gerencias, por los nietos Alex y Ariel, ambos ingenieros comerciales. Otro de sus nietos, Daniel, el mayor, también ingeniero comercial, decidió trabajar en forma independiente. Este se casó con Aileen Steiman y con ella tuvo dos varones: Elie, tocayo de su bisabuelo, y Avi, el menor. Los hijos de Fortunato y Susana aún no están casados: Alberto es publicista y trabaja en Steward, empresa que dirige su padre; y Yael, la única nieta mujer, recién se tituló de diseño de vestuario.

Hoy, todavía autovalente física y mentalmente, Elie disfruta rodeado de sus hijos, nietos y bisnietos, siempre en compañía de su querida esposa y compañera de ruta, Becky, tan saludable como él, y con quien lleva sesenta y dos felices años de matrimonio ininterrumpido.

Sus distracciones —particularmente caseras— son almuerzos semanales en familia, películas, lecturas, paseos cortos y computación. Esta última se ha convertido en una de las pasiones de Elie, y por lo mismo nunca ha dejado de estar actualizado.

Así pasa sus días. En tranquilidad. Después de todo, es el resultado de una nueva vida tras su liberación de los campos de exterminio; vida que, según dice, compensó con creces todos los sacrificios y esfuerzos que debió realizar en libertad y gozar de una felicidad compartida.

La sobrevivencia de Elie valió la pena, el apellido Alevy, a punto de extinguirse durante el Holocausto, tiene asegurada las próximas generaciones.