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ADIÓS A LA INOCENCIA

Tres soldados franceses, ya con el nuevo modelo de uniforme que se les entregó durante la guerra, posan en 1917 junto a un camión en el pueblo destruido de Soissons, en Aisne, Francia.
Cualquier guerra entre europeos es una guerra civil.
Eugenio D’Ors
DOMINGO 28 DE JUNIO DE 1914. Los primeros rayos del que se prometía un brillante sol que luciría con fuerza toda la jornada, rompían los últimos hilos de neblina mientras la ciudad se desperezaba. París, la capital del mundo, bullía como nunca, y sus habitantes, ante el café del desayuno, comenzaban a pensar cómo disfrutar de ese hermoso día festivo. No eran los únicos, lo mismo hacía toda la clase política europea desde Londres a Moscú. Con las cancillerías y los parlamentos adormecidos y sin actividad, la mayor preocupación de esa mañana para presidentes y ministros parecía estar en encontrar sitio para tomar las aguas en los balnearios de moda.
Quizá el único lugar que ese día parecía agitarse con una intensa actividad fuera Sarajevo, mil trescientos cincuenta kilómetros al este de la fascinante Ciudad de la Luz, donde los oficiales gritaban enérgicas órdenes para que las tropas a su cargo lucieran como nunca. El tren procedente de Ilidza Spa, en el que viajaban Francisco Fernando —heredero al trono imperial—, y su esposa, acababa de entrar en la estación de la principal ciudad de la Bosnia musulmana.
El archiduque, un hombre terco, como demostró al elegir a la mujer que lo acompañaba, había rechazado sin dudar todas las advertencias tanto del gobierno como de su tío, el anciano emperador Francisco José I, que le sugerían posponer el viaje ante la tensa situación que vivía la región tras las reivindicaciones planteadas por los nacionalistas serbios.
La verdad es que eso le daba igual. Se iban a realizar unas maniobras militares y era una ocasión magnífica para dejarse ver en público con su cónyuge, la condesa Sofía Chotek, perteneciente a una noble y antigua familia de origen checo, pero con la que había tenido que contraer matrimonio morganático1 al no ser considerada por los orgullosos Habsburgo con suficiente posición para sentarse junto a él en el trono.
Eran las nueve de la mañana en el enorme reloj del acceso principal a los andenes, cuando el gobernador militar, Oscar Potiorek, saludó a los ilustres visitantes. Los esperaba con seis automóviles. Uno de ellos, un Graf & Stiff Doble Phaeton descapotable, era el que había destinado para él, el archiduque, la condesa y el teniente coronel Franz von Harrach, el ayudante de ambos. La primera parada estaba prevista en un cuartel para realizar una breve inspección y, desde allí, a las diez, irían al ayuntamiento.
Apenas once minutos después de que la comitiva se pusiera en marcha explotaba una bomba a su paso. Rebotó en el techo plegado del vehículo en el que viajaba Francisco Fernando y fue a parar bajo el siguiente2. Se habían cumplido los peores presagios de Jovan Jovanovic, embajador de Serbia en Viena, que días antes avisaba en la Corte de un posible atentado.
Pese a todo, con gran aplomo, el archiduque continuó con los actos previstos. Visitó el ayuntamiento y, a la salida, decidió acercarse al hospital para ver a los heridos —veinte, según la agencia Reuters de noticias—. Entre la multitud que lo aclamaba se encontraba Princip, que se acercó entre el gentío, dispuesto a verlos él también más de cerca. Cuando llegó junto al vehículo, sacó una pistola semiautomática belga de calibre 9 milímetros y descerrajó dos disparos sobre ambos. El primero, atravesó la puerta e hirió a Sofía en el abdomen, el segundo, alcanzó a Francisco Fernando en el cuello. Los dos fallecerían veinte minutos más tarde.

Una postal austriaca coloreada, publicada en 1913, en la que se ve Sarajevo desde el norte. La denominada Jerusalén de Europa o Jerusalén de los Balcanes, en la que llevaban siglos coexistiendo católicos, judíos, islamistas y ortodoxos, era famosa por su tradicional diversidad cultural y religiosa.
Hacía calor, y Guillermo II dirigía desde el yate real, el Hohenzollern, las tradicionales regatas que se celebraban en Kiel desde 1882 durante la última semana de junio3. Se había aficionado a los deportes náuticos durante su estancia en Gran Bretaña junto a su tío, el rey Eduardo VII. Sobre las tres de la tarde, el telégrafo situado junto al puente de mando repiqueteó la noticia. A Guillermo solo se le oyó un comentario:
—¡Cerdos serbios!

El archiduque Francisco Fernando y su esposa, la condesa Sofía en el momento en que dispara contra ellos el bosnio Gavrilo Princip, de diecinueve años, miembro del grupo nacionalista Joven Serbia —supuestamente subordinado a la Mano Negra4—, que apoyaba la unificación entre Serbia y Bosnia-Herzegobina. Grabado del italiano Achille Beltrame para La Domenica del Corriere.
A la misma hora, un asistente le entregó un lacónico despacho que contaba lo acontecido al presidente de la república francesa. Raymond Poincaré. Se encontraba con su esposa en el hipódromo de Longchamp esperando la salida del Gran Premio, el apogeo de la temporada hípica.
Francisco José fue el único que se enteró en su despacho. Tenía ochenta y cuatro años, su sobrino no le caía bien, estaba cansado de desgracias nacionales y dramas familiares, pero no estaba dispuesto a consentirlo5. Decidió que había que hacer algo y llamó a su ayudante, el capitán de navío Miklós Horthy.

Una controvertida fotografía tomada el 28 de junio en la que se supone que la policía retiene a Gavrilo Princip. No se le ve la cara con la suficiente nitidez como para reconocer sus rasgos, por lo que, últimamente, ha comenzado a dudarse de la verdadera identidad del detenido.
Solo en Belgrado se alegraron al conocer la eliminación del hombre que, si hubiera otorgado un estatuto liberal a los eslavos y formado una federación de estados, tal y como pensaba hacer, habría arruinado los objetivos expansionistas del reino serbio. En el resto de Europa la reprobación fue unánime y Austria se ganó una simpatía de la que decidió sacar ventaja de inmediato.
Su reacción tardó en producirse tres semanas, un tiempo mínimo para esos años. Con el argumento de que el gobierno serbio estaba implicado en las maquinaciones de la Mano Negra —nunca quedó claro, pero parece poco probable que lo estuviera de forma oficial6—, Viena decidió que era el momento de imponer su autoridad, aplastar a los nacionalistas y cimentar la influencia del imperio en los Balcanes.
La primera decisión fue optar por un ultimátum imposible de cumplir. Cuando los serbios lo rechazaran les daría un pretexto para declararles la guerra. Pero eso sí, una guerra reducida, algo muy limitado. Una idea que no tardaría en írseles de las manos.

El emperador Guillermo II, nieto mayor de la reina Victoria de Gran Bretaña, llegó al trono del imperio alemán en 1888. Era primo del rey Jorge V y del zar Nicolás II. El káiser estaba obsesionado con mantener su popularidad, por lo que en los consejos de ministros que presidía era algo errático en su toma de decisiones para no parecer débil. «Solo yo decido», se jactó una vez a la manera de un autócrata, al tiempo que era susceptible a la manipulación por parte de sus asesores.
El káiser recibió la noticia de lo que pensaban hacer sus aliados con interés. Se encontraba combativo esos días, a diferencia de la posición pacifista que había mantenido dos años antes y, el 5 de julio, mientras embarcaba para salir de vacaciones en su crucero anual por el mar del Norte, decidió ofrecerles un «cheque en blanco»: aseguró a Austria que si la guerra estallaba entre ella y Serbia, Viena podía tener la certeza de que Alemania cumpliría sus promesas y se mantendría de su lado.
Era la continuación lógica de la conversación mantenida en octubre del año anterior entre Guillermo II y Conrad von Hötzendorft, jefe del estado mayor austriaco, cuando se habían visto con motivo del monumento erigido en Leipzig para conmemorar el centenario de la batalla ocurrida del 16 al 19 de octubre de 1813. El káiser se lo había llevado aparte y le había comentado: «si estáis en Belgrado en un par de días, los otros no harán nada. Soy partidario de la paz, pero también tiene sus límites y, aunque he leído mucho sobre la guerra y sé lo que significa, llega el momento en que una gran potencia no puede seguir a la expectativa y ha de echar mano de la espada». Ambos dignatarios parecían olvidar que Serbia llevaba mucho tiempo estrechando sus lazos eslavos con Rusia.

El regimiento austriaco de infantería de línea n.º 4 desfila ante el archiduque Eugen von Österreich-Teschen en el Prater de Viena en 1896. Creado en 1696 con tropas de origen prusiano había pertenecido desde entonces a los Habsburgo. En 1914 representaba como nadie el sutil vínculo de unión entre ambos imperios: con un 95 % de alemanes entre sus filas, continuaba siendo el segundo cuerpo del ejército, solo por detrás de la guardia. Obra de Alexander Pock. Museo del Ejército, Viena.
1.1 EL AVISPERO DE LOS BALCANES
DESDE FINALES DEL SIGLO XIX, la inhóspita y agreste región europea donde se mezclaban los intereses de Rusia, Gran Bretaña, Austrohungría y el imperio otomano, hervía. Serbios, griegos, búlgaros y montenegrinos, después de combatir con éxito por sacudirse el dominio que ejercían sobre ellos los turcos desde tiempo inmemorial, se habían encontrado con el problema de cómo repartirse lo obtenido.
Optaron por la guerra. La primera que se dio en la zona, acabó con el Tratado de Londres, firmado en mayo de 1913. Por él, Bulgaria conseguía anexionarse una buena parte de Macedonia, la región que reclamaban tanto Serbia como Grecia.

El último esfuerzo turco para salvar Constantinopla durante la Guerra de los Balcanes. Tropas y suministros se dirigen hacia la línea Ciafalda el 1 de diciembre de 1912. Grabado de Achille Beltrame aparecido en la portada de La Domenica del Corriere.
Los serbios no quedaron conformes y, en el verano, nada más reorganizarse, se aliaron con Grecia, Rumania y el Imperio Otomano para enfrentarse a Bulgaria. Era imposible que pudiera aguantar la fuerza de la coalición organizada en su contra. Se rindió el 30 de julio.
Esta vez el tratado se firmó en Bucarest. Bulgaria perdió todo lo que había obtenido y se lo cedió a la coalición aliada, sobre todo a Serbia, que se encontró con la posibilidad de ampliar sus proyectos expansionistas. Ahora argumentó tener derechos históricos sobre Bosnia, que les cerraba la salida al Mar Adriático, imprescindible para conseguir la idea de estado que tenían en mente.
Bosnia, que había pertenecido a los otomanos hasta el siglo XIX y cuya gran parte de la población había adquirido la cultura y la religión del Islam, dependía desde el Congreso de Berlín de 1878 del imperio austrohúngaro en calidad de protectorado y, en 1908, Francisco José había elevado su categoría a zona autónoma del Imperio, el mismo estatus del que gozaba su vecina Croacia, con la que nunca se habían tenido incidentes.

Soldados búlgaros posan en marzo de 1913 junto a turcos muertos a la entrada del fuerte Ayvaz Baba, en Adrianópolis —hoy Edirne, en Turquía, en la frontera con Grecia y Bulgaria—. La primera guerra de los Balcanes se prolongó desde mediados de noviembre de 1912 hasta el 26 de marzo de 1913.
Eso no fue obstáculo para Serbia y su gobierno, embriagado por los éxitos obtenidos, que confiaba en su fuerza y soñaba con hacer vacilar a Austria para que cediera la apetitosa costa bosnia. El único problema era que Austria y Alemania no eran como los búlgaros.
El gobierno austriaco, tras las negociaciones diplomáticas, pareció seguir al pie de la letra el consejo alemán: culpó al serbio del atentado a pesar de la nacionalidad bosnia de su autor y de que los hechos habían ocurrido dentro del territorio que formaba parte del imperio, con la única finalidad de aprovechar la ocasión para ocupar el país vecino y acabar con su amenaza constante para los intereses imperiales. El ultimátum lo envió el 23 de julio. Exigía la eliminación de la Mano Negra, la interrupción de cualquier campaña de desprestigio contra el imperio, la participación de policías austrohúngaros en Serbia para investigar el magnicidio y la entrega de los culpables a la justicia imperial para ser juzgados y castigados. Era eso o la guerra y, como comentó Francisco José cuando se enteró de su contenido, al final sería una «guerra grande», porque Rusia no iba a permitirlo.
Lo mismo opinaba el resto de Europa7, sobre todo Francia, que mantenía buenas relaciones con Rusia, pero a la que le preocupaban mucho los lazos de amistad y cooperación que el zar a su vez había establecido con Serbia. De hecho no parecía que fuera la actitud de Austria la que debía causar desasosiego. Como le avisó por carta Paul Cambon, embajador en Berlín, a Poincaré:
Austria se ha convertido en un elemento de confusión para la política alemana debido a que ella misma se halla confusa e intranquila. El gobierno de aquí considera que le interesa sobremanera mantener la paz dentro de lo posible, pero la sensibilidad patriótica del pueblo alemán es muy fácil de excitar. Los pangermanistas8 continúan siendo una minoría, pero una minoría muy peligrosa.
No puso sorprender a nadie que Belgrado rechazara el ultimátum el día 25. Alegó que violaba su soberanía pero, pese a ello, propuso el arbitraje del Tribunal de la Haya y se sometió a todas las exigencias, excepto a la participación de los funcionarios austriacos en la encuesta. Una gran victoria moral para Viena —escribió el káiser—, pero con ella desaparecen los motivos para la guerra. Se equivocó. Junto con los documentos referentes al ultimátum, el gobierno serbio firmó la orden de movilización y evacuó de la capital las municiones, el oro, los archivos y a la casa real. Se trasladaron a Kragujevac, más al sur, donde se había proclamado la constitución de los Balcanes cuando era la primera ciudad del país.
Ambos países rompieron relaciones diplomáticas sin hacer caso a los demás ni esperar otras soluciones y, el 28, Austria-Hungría, impaciente, declaró la guerra a Serbia mientras cuatro monitores9 de la armada descendían ya por el Danubio y el Sowa para bombardear Belgrado. Ni Francisco José ni su gobierno eran plenamente conscientes de que acababan de desencadenar un cataclismo que terminaría con el imperio.

La crisis de Bosnia según Le Petit Journal de 18 de octubre de 1908. El príncipe Ferdinand de Bulgaria une la independencia de su país con su proclamación como zar; Francisco José de Austria se anexiona Bosnia y el sultán turco Abdul Hamid II, se mantiene a la expectativa. Por entonces, para el semanario francés, Serbia ni siquiera era algo para tener en cuenta.
Hasta entonces, Theobald von Bethmann-Hollweg, el canciller alemán, no había hecho ningún intento serio para frenar a Austria, pero ya era demasiado tarde. El canciller, que contaba con lograr la neutralidad británica, reconoció en su círculo más íntimo que una guerra austriaca con Serbia significaría la guerra de Alemania contra Francia y Rusia, pero tenía confianza en la victoria.
Durante la primera semana fue solo eso: una guerra entre Austria y Serbia10. Una más de las que, de tiempo en tiempo, ocurrían en Europa Central. Solo que en esta ocasión, la agresividad de todos los jefes de estado vecinos, deseosos de mostrar al mundo su importancia, jugó en contra de sus propios intereses.
De la forma prevista, Rusia decidió acudir en ayuda de Serbia, para defender su posición en los Balcanes. Decretó la movilización de sus ejércitos y, el día 29, comenzó un intercambio de correspondencia que se prolongaría durante varios días. La primera carta se la dirigió el zar al káiser: «Me satisface que hayas regresado —le decía—. En este momento extremadamente grave me dirijo a ti en demanda de ayuda. Ha sido declarada una guerra indigna a un país débil y en Rusia la indignación, de la que participo, es enorme. Para evitar una guerra europea te ruego, en nombre de nuestra vieja amistad, que hagas todo lo que está en tu mano para impedir que tu aliado vaya demasiado lejos».
El 30 de julio, tal y como pensaba Bethmann-Hollweg, el zar decretó la movilización general. Rusia era consciente de que sería mucho más lenta y menos eficaz que la alemana y no podía correr el riesgo de que sus oponentes estuvieran preparados primero. Al día siguiente, Guillermo II, que en su contestación al zar había estado casi amenazador diciéndole «todo el peso de la decisión descansa ahora exclusivamente sobre tus hombros; tuya es la responsabilidad de la paz o de la guerra» telegrafió a Jorge V: «Acabo de enterarme por el canciller de que en este momento le ha llegado la noticia oficial de la movilización general del ejército y la armada que ha ordenado Nicky. No ha esperado siquiera a conocer los resultados de la mediación en que trabajo y me ha dejado sin noticias. Me dirijo a Berlín con objeto de tomar medidas para la seguridad de mis fronteras orientales, donde han tomado posiciones fuertes contingentes de tropas rusas».

El monitor cañonero Körös11, que junto al Temes, Szamos y Bodrog, pertenecientes a la flotilla del Danubio, se dirigieron por el río a bombardear la capital de Serbia y establecer una cabeza de puente que facilitase el desembarco de tropas. El Körös se había construido junto al Szamo en los astilleros Stabilimento Tecnico Triestino de Linz entre 1891 y 1892. Desplazaba 448 toneladas, tenía 54 metros de eslora, iba armado con 2 cañones howitzer Skoda de 100 mm, 2 de 77 mm y 3 ametralladoras y embarcaba entre 77 y 84 tripulantes. Obra de Harry Heusser realizada en 1914.

La infantería rusa desfila en honor del presidente francés Poincaré el 25 de julio de 1914, durante su visita de Estado a Rusia.
Esa misma noche, puesto que parecía que Guillermo tenía dudas, Francisco José, que veía que su ejército continuaba luchando solo, lo presionó aún más. Conocía bien al káiser, y tenía le completa seguridad de que si ponía en duda sus aptitudes, se vería obligado a actuar en consecuencia: «Tengo plena conciencia —le dijo—, del alcance de mis decisiones, que he adoptado confiando en la justicia divina y en la seguridad de que la Wehrmacht12, demostrando una inquebrantable lealtad, servirá a mi imperio y a la Triple Alianza».
Guillermo II, que esa tarde había recibido también un telegrama del zar dándole su palabra de honor de que no realizaría ninguna acción mientras se mantuviesen las negociaciones con Austria sobre Serbia, le contestó al emperador que esperaba a su vez que cuando Alemania interviniera, dejase a Serbia a un lado y emplease contra Rusia el grueso de sus fuerzas. «De hecho —decía su comunicado—, en esta lucha gigantesca que emprendemos hombro con hombro, Serbia va tener una importancia secundaria». El káiser, al que Francisco José parecía haber subestimado políticamente, sabía bien lo que decía.
Como lo sabía su jefe de estado mayor, Helmuth Johannes von Moltke13, el mayor quebradero de cabeza del canciller por su influencia sobre el káiser. Mientras Bethmann-Hollweg aconsejaba moderación, Moltke telegrafiaba directamente a Conrad: «Movilícese contra Rusia. Alemania hará lo mismo14».
1.2 UN BROTE DE LOCURA
RUSIA DECLARÓ LA GUERRA A AUSTRIA, lo mismo que Austria a Serbia, porque creyó que su condición de gran potencia no le dejaba otra alternativa. De igual forma que Austria estaba convencida de que no podía seguir siendo una potencia sin vencer a Serbia, Rusia creyó que dejaría de serlo si abandonaba a su aliado a sus suerte.
No es cierto, como han dicho hasta ahora muchos historiadores, que una movilización rápida fuese un factor esencial para la victoria, menos aún cuando la estrategia de la época se basaba cada vez más en la potencia de fuego y se empezaban a dejar a un lado los brillantes movimientos tácticos del siglo anterior, pero sí lo es que por entonces nadie ponía en duda que la movilización de una gran potencia iba inmediatamente seguida del inicio de hostilidades.
Una vez que Rusia decidió movilizarse, el control de la política alemana quedó oficialmente en manos de los militares. El sábado, 1 de agosto, después de haber entregado un ultimátum a Rusia de doce horas, otro a Francia de dieciocho, exigiéndole que diese garantías de neutralidad, y un tercero a Bélgica pidiendo el libre paso por el país desde el momento que comenzasen las operaciones contra Francia, Alemania denunció unos oscuros incidentes en los lagos y bosques de Masuria, en Prusia Oriental. Primero dijo que los rusos habían cruzado la frontera en Echwidlen, al sur de Biala y luego envió a Gran Bretaña un escueto telegrama en el que informaba que en Gross Prostken, una estación fronteriza, una patrulla rusa había disparado sobre otra alemana que llegaba en el ferrocarril para reforzar el puesto.

Nicolas II, monarca absoluto porque no sabía hacer otra cosa, soñaba solo con una existencia burguesa, rodeado por los suyos, vivida entre partidos de tenis y baños en el Báltico. Admirador de la seguridad de su primo Guillermo, pacifista y honesto, pero débil, la hemofilia de su único hijo varón lo llevaron a él y a la zarina, la alemana Alix de Hesse, al misticismo, la quiromancia, y a proteger a un extraño personaje, Rasputín, cuyos escándalos terminaron envolviendo a la familia imperial. En la imagen, realizada y coloreada en 1913, aparece con el uniforme del regimiento de cosacos de la guardia imperial.
Verdad o no, a las cinco de la tarde el Reich ordenó también la movilización general y, a las siete y diez, el conde Friedrich Pourtalès, embajador alemán en San Petersburgo, le entregó a Sergei Sazonov, ministro de exteriores ruso, la declaración de guerra.
La pura realidad era que ninguno de los dos países entraban en conflicto por mero altruismo o siguiendo los dictados de una política de alianzas. Rusia buscaba el curso inferior del Niemen, parte de Galitzia, Polonia, Posen y Silesia. Alemania —apoyada en el tan aireado pangermanismo—, el hierro de la fronteriza cuenca minera del Briey para hacer que Francia dependiera económicamente de su producción industrial. Además, pretendía la unidad económica de Europa central bajo su liderazgo, la ampliación de sus posesiones coloniales, el control político y económico de Bélgica, incorporar Luxemburgo como un estado federal más y estrechar su relación con Holanda. Exactamente lo mismo que ambos países intentaban desde el siglo XVIII15.

Oficiales franceses observan los resultados de las prácticas realizadas por una sección de ametralladoras durante unas maniobras realizadas los meses previos a la guerra.
Desde el primer momento los generales alemanes eran conscientes de que tendrían que emplearse con fuerza en dos frentes muy distintos, el occidental y el oriental, dándole prioridad al del oeste, pero no les importaba. Tenían preparada una buena estrategia. El problema era que solo tenían esa.
1.2.1 El plan Schlieffen
El plan de guerra alemán para el caso de un conflicto serio se basaba en el que había diseñado cuidadosamente a principios de siglo el ex jefe del estado mayor, el mariscal miembro desde 1903 del Consejo Superior de Guerra, Alfred Graf von Schlieffen, y que llevaba su nombre. Lo había variado un poco Moltke por cuestiones políticas durante los años siguientes, pero sin alterar sus principios. A grandes rasgos, para poder encarar un escenario de guerra en dos frentes, Schlieffen decía que si se ponía fuera de combate a Francia en el «frente occidental» en un máximo de cinco semanas16, con una ataque rápido y decisivo a través de la neutral Bélgica que luego girara hacia el sur, rodeara el ejército francés en la frontera alemana y lo destruyera, el ejército al completo podría moverse después contra el «frente oriental», donde el ejército ruso, el más potente de la época, tras su modernización como consecuencia de la derrota ante Japón en 1908, necesitaba de al menos seis semanas para poder movilizarse al completo y actuar de manera efectiva17.
El problema técnico más importante era lograr desplegar de una manera eficaz un millón de hombres. Luego se dejaría el centro y el ala izquierda deliberadamente vulnerables, para forzar a los franceses a atacar en esas direcciones y hacerlos caer en la red. Mientras, en la frontera oriental, no se dejaría más que un pequeño contingente para ayudar a los austriacos a contener a los rusos en espera de que Francia cayera, lo que no tardaría en llevar a las finanzas rusas al colapso.

Soldados de Baviera se despiden antes de su partida. En el vagón se lee «de Munich a París cruzando Metz». El uso del ferrocarril, como en la Guerra Francoprusiana, volvió a resultar indispensable para la movilización alemana. La fotografía está tomada en los primeros días de agosto.
No cabe duda de que, en la práctica, el plan dejaba muchas cosas en el aire, necesitaba una buena dosis de suerte y dependía en gran medida de las reacciones del enemigo, pero así era la guerra todavía en 1914: un arriesgadísimo juego.
Lo cierto es que el factor suerte le sonrió a Moltke desde el primer momento. Tres años antes de que comenzara la guerra, el 28 de julio de 1911, el general Victor Constant Michel, jefe del estado mayor y presidente del Consejo Supremo de guerra francés, fue destituido por «incapaz» por el Consejo de Ministros cuando previó con exactitud como discurriría el plan alemán y pretendió desplegar a los reservistas en la frontera belga. Su puesto lo ocupó el general Joseph Joffre, que junto a su homólogo, Ferdinand Foch, basaban toda su estrategia en la fuerza bruta, a la que acompañaba la creencia mística del «espíritu de lucha» del ejército francés que, por sí solo, sería capaz de repeler a cualquier enemigo.
Fruto de sus ideas, Francia desarrolló un plan netamente ofensivo, el XVII. Cuatro ejércitos franceses se desplegarían en la frontera norte de Suiza a Bélgica, y lanzarían un ataque rápido y devastador en la línea formada por Alsacia y el Mosela, a cada lado de las fortalezas de Metz y Thionville, ocupadas por los alemanes desde 1871. El ala sur francesa capturaría toda esa región mientras el ala norte, en función de los movimientos enemigos, avanzaría por Alemania a través del bosque de las Ardenas o cruzando Luxemburgo y Bélgica, donde quedaría un solo ejército estacionado para defender el posible paso por allí de los alemanes18.
Una posibilidad que los estrategas franceses consideraban prácticamente imposible, pues implicaría la entrada en la guerra del Reino Unido, de acuerdo con los términos del Tratado de Londres firmado en 1839 y refrendado en 1867, que garantizaba en caso de conflicto la neutralidad de Bélgica y de otro país del que nadie se acordaba, el Gran Ducado de Luxemburgo.
El domingo día 2, como se repetiría veintiséis años después, los primeros vehículos de los oficiales del IV ejército alemán, bajo las órdenes de Alberto de Würtemberg, cruzaron la frontera de Luxemburgo por los puentes de Remich y Wasserbillig, sobre el Mosela. Poco después, los trenes repletos de tropas utilizaban la estación de Troisvierges, en el extremo norte del país, por donde pasaba una de las líneas de ferrocarril que unían Renania con Francia.
Esa tarde, sobre las cinco y media, se produjeron los primeros incidentes en la frontera francesa a pesar de que el general Joffre había situado sus tropas a unos diez kilómetros de la línea de demarcación para dejar que los alemanes fuesen los responsables del inicio de las hostilidades. Patrullas de caballería entraron en varias aldeas cerca de Luneville y en otras situadas al norte y sur de Longwy.

Moltke, en el centro de la imagen, acompaña al káiser durante la parada militar celebrada en Postdam en 1913. El plan de guerra inicial requería también la invasión de Holanda, Moltke lo cambió para evitar violar su neutralidad, cosa que a Von Schlieffen, un militar profesional ajeno a la política, no le importaba lo más mínimo.
Era importante, pero sería el intercambio de disparos a través de la frontera en Petit-Croix el episodio más destacado del día. Tres miembros de las aduanas armadas francesas estaban de servicio en el ferrocarril, a unos cien metros dentro de sus límites. Vieron en el territorio alemán una patrulla de unos veinticinco soldados que se encontraban entre doscientos cincuenta y cuatrocientos metros de distancia y —según ellos—, les empezaron a disparar. Los franceses se retiraron sin hacer uso de sus armas y regresaron poco después con otros siete compañeros que, al abrir fuego, hicieron retroceder a los alemanes.
Una hora más tarde se producirían las primeras víctimas cerca de Jonchcrey, a más de diez kilómetros de la frontera alemana. Un puesto francés en el que se encontraban el cabo Peugeot y cuatro soldados, vieron con sorpresa como se acercaba una patrulla de caballería alemana, compuesta por un mayor y seis hombres19. Peugeot los desafió, y el mayor respondió disparándole tres tiros con su revólver que lo hirieron mortalmente. Los franceses a su vez realizaron una descarga que derribó al mayor.

El ambicioso Ferdinand Foch, sexto de los siete hijos de una familia de clase media de Tarbes, en el sur de Francia, se alistó en 1870 en el 4.º regimiento de infantería, pero no llegó a combatir en la Guerra Francoprusiana. Decidido a permanecer en el ejército, ingresó en 1879 en la Escuela Superior Militar, donde inició una meteórica carrera que le llevaría a ser nombrado comandante en jefe de todas las fuerzas aliadas durante la Primera Guerra Mundial.
A las 7 de la mañana del día 3 expiró el plazo de doce horas del ultimátum que Alemania había enviado a Bélgica. Dos horas después, en Gemmenich, a seis kilómetros de la ciudad alemana de Aix-la-Chapelle —pese a la petición expresa de Alberto I, que insistió al káiser en vano en la neutralidad de su país—, una patrulla de veinticinco húsares al trote se dirigieron hasta la frontera. Tres gendarmes belgas —Bechet, Thill y Henrion—, fueron los únicos testigos. Bechet, cogió su bicicleta y se dirigió pedaleando a toda velocidad para avisar desde un poste de teléfono, tan pronto como vio acercarse a la caballería. Thill y Henrion, con gran aplomo, se quedaron cerrando el camino.

La frontera entre Francia y Alemania en la zona de Petit-Croix, Belfort. Durante los primeros días de agosto la gente se acercaba a la línea de demarcación para intentar ver a las tropas alemanas. Fotografía publicada en el periódico Le Miroir.

La caballería rusa cruza sobre una pasarela improvisada uno de los muchos ríos de Masuria. El 3 de agosto, a las seis de la tarde, los rusos atacaron Johannisburg, en Prusia Oriental, a pocos kilómetros de la frontera. Horas después los alemanes cruzarían desde Silesia y Posen y marcharían sobre Tschenstochow, Berdzin y Kalisch. Fotografía publicada por la revista francesa Panorama en agosto de 1914.
El oficial de húsares los miró, desmontó y leyó un anuncio en voz alta dirigido al pueblo belga. Los gendarmes se hicieron a un lado y la patrulla continuó carretera adelante dando inició a la invasión, para impedir que los franceses pudieran cruzar Bélgica y atacar Alemania por su flanco, en el bajo Rin20.

Joseph Joffre, a la izquierda, junto al nefasto jefe del IV.º ejército, el general Fernand de Langle de Cary, en el centro, y el general Adolphe Guillaumat, que sería enviado a los Balcanes para organizar el frente de Salónica. Joffre, de aspecto bonachón, republicano intachable, buen vividor, bien situado económicamente, que había realizado toda su carrera militar en las colonias, se equivocó en su adhesión a la ofensiva incondicional del plan XVII y en su optimista apreciación del desgaste alemán durante el invierno de 1914 a 1915.
A falta de un cuarto de hora para las siete de la tarde, Alemania le declaraba la guerra a Francia para —según ellos—, evitar seguir sufriendo violaciones fronterizas del país vecino, en el que bajo la consigna ¡venganza por Sedán!, las cicatrices que aún quedaban de la guerra de 1871 habían desatado una fuerte ola nacionalista. Como bravucones de patio de colegio, franceses y alemanes se empujaron, enseñaron sus músculos y se enzarzaron a puñetazos y patadas. Solo que en este caso la pelea supondría miles de muertos.
La población alemana respondió al estallido de la guerra con una compleja mezcla de emociones, pero principalmente, como en el resto de los países de Europa, con entusiasmo. El gobierno, dominado por los Junkers21, la veía como la mejor forma de acabar de una vez por todas con las disputas que el país mantenía con sus rivales, Francia, Rusia y, en menor medida, Gran Bretaña. Además era la oportunidad para asegurar «el lugar bajo el sol» que exigía el káiser, al que tampoco la venía mal que la guerra uniera a sus súbditos bajo la idea del nacionalismo y se olvidaran un poco del republicanismo del Partido Socialdemócrata. Su crecimiento comenzaba a amenazar seriamente a la monarquía.
En eso sí que estuvo acertado Guillermo II, el partido, pese a haber sido su mayor crítico en el Reichstag y pertenecer a la Segunda Internacional22, puso fin a sus diferencias con el gobierno imperial y abandonó sus principios de internacionalismo socialista para apoyar el esfuerzo de guerra.
Durante dos semanas las escaramuzas se multiplicaron en el frente occidental, en una especie de compás de espera estratégico. Mientras, en los extremos del frente —Bélgica y Alsacia—, se desarrollarían dos episodios que demostraban que las cosas ya iban en serio.

Tropas coloniales alemanas en un dibujo de Richard Knötel. A principios del siglo XX, Alemania superaba militar y económicamente al resto de estados del continente europeo. No estaba dispuesta a ocupar un papel secundario en la política imperialista que desarrollaban el resto de los países de su entorno.
En Bélgica se produjo el ataque por sorpresa a Lieja, cuya posesión condicionaba que pudiera ejecutarse según lo previsto la maniobra alemana. La noche del 5, precedido por el vuelo de varios Taubes de reconocimiento y protegido por el 2.º cuerpo de caballería de Georg von der Marwitz, un grupo de choque formado por seis brigadas de infantería23 a las órdenes del eficiente Otto von Emmich se introdujo en la ciudad. Los defensores, sobrepasados en número —en Rabosée, por ejemplo, el mayor Clerdent, del 14.º de línea, con unos 450 hombres agrupados en tres compañías, tuvo que enfrentarse a los 5 000 de la 27.ª brigada del coronel Von Massow, con los regimientos de infantería 25.º y 53.º—, ofrecieron una feroz resistencia, pero no pudieron detener el ataque.
El mayor problema para los alemanes eran las defensas de la ciudad. La tendencia a finales del siglo XIX había sido trasladarlas hacia las afueras de los núcleos urbanos, debido al uso de la nueva artillería de largo alcance, y Lieja no era una excepción. Las murallas que antaño la rodeaban habían desaparecido hacía ya mucho tiempo y sus dos fuertes construidos en la década de 1800 —La Ciudadela, y La Cartuja—, estaban obsoletos. Por eso se habían construido a su alrededor, en ambas riberas del río Mosa, 12 fortalezas de cuatro tipos distintos —triangular grande, triangular pequeña, cuadrada grande y cuadrada pequeña—, a una distancia media entre ellas de 1900 metros, aunque había alguna que se encontraba separada de las demás cerca de siete kilómetros. En la orilla derecha, situadas de norte a sur, estaban Barchon, Evegnée, Fléron, Chaudfontaine, Embourg y Boncelles. En la izquierda, también de norte a sur, Pontisse, Liers, Lantin, Loncin, Hollogne y Flemalle. En total, el anillo defensivo ocupaba 52 kilómetros, a una distancia aproximada del centro de la ciudad de 6,5 kilómetros.
Era un nuevo tipo de fuertes en los que los principales ingenieros militares de la época habían comenzado a experimentar para realizarlos con hormigón y acero. Consistían, sobre todo, en casamatas de hormigón y torretas blindadas rematada por cúpulas de acero en forma de tortuga, en buena parte enterradas y construidas en armonía con el terreno, que presentaban un perfil muy bajo para intentar pasar desapercibidas. Desde cierta distancia se veía muy poco de ellas. Desde arriba, a vista de pájaro, el panorama era muy diferente. Su coste era tan elevado que no es de extrañar que las principales empresas de armamento, como la alemana Krupp o la francesa Saint Chamond, compitieran duramente para obtener las contratas de construcción de las fortificaciones de moda que se extendían por Europa.

A la izquierda, una columna del 27.º regimiento de infantería alemán entra en Soumage el domingo 9 de agosto por la calle Pierre Curie para atacar los fuertes Fléron, Chaudfontaine y Embourg. A la derecha, civiles belgas retiran los muertos de la columna, alcanzada por un obús de Fort Fléron, cuya artillería guiaba un observador civil situado en el campanario de la iglesia. La compañía, al mando del oberleutnat Von Lessel tuvo 18 muertos y 12 heridos. En venganza de sucesos como este, los alemanes evacuarían muchos de los pueblos de la pedanía de Fecher y los destruirían. Ambas imágenes, marcadas en su esquina con la palabra interdit, fueron prohibidas en su día por el gobierno belga.
Todas las de Lieja estaban diseñados por uno de los más conocidos ingenieros militares de la época, Henri Alexis Brialmont —fallecido en 1903 a los 82 años de edad—, hijo del general Laurent Brialmont, que había servido con Napoleón y más tarde se convertiría en ayudante de campo del rey Leopoldo I, y del ministro de la Guerra de Bélgica. Militar como su padre, los lazos familiares le habían permitido entrar en la École de Guerre, donde se graduó en 1843. A partir de entonces se labró una fuerte reputación en el diseño de fortalezas que plasmó en 35 volúmenes y 74 folletos donde trató desde el sitio de Ostende de 1601 a 1604, hasta el exitoso ataque de Wellington en la línea de Torres Vedras, en 1810, o el asedio de Sebastopol durante la Guerra de Crimea. Para él, pruebas más que suficientes de la potencia de las líneas fortificadas.
Después de trabajar en los fuertes de Amberes, Brialmont fue contratado por el gobierno rumano para construir un anillo de fortificaciones alrededor de Bucarest. El proyecto le llevó 12 años, pero le dio muchas ideas para utilizar en lo que sería su mayor y última obra: las fortificaciones alrededor de Lieja y Namur.
Los «fuertes Brialmont» se componían de módulos básicos que podían intercambiarse o repetirse durante el diseño: la entrada o desfiladero, el macizo central o reducto, las galerías de conexión del reducto central y la contraescarpa o cofre. Cada componente se designaba de forma alfabética y numérica para poder combinarlos.

La entrada del fuerte subterráneo de Fléron, fotografiada en 1914. Construido en el Macizo Central en 1890 y respaldado por las fortificaciones de Évegnée, al norte, y Chaudfontaine, al sur, era esencial para cortar la ruta de invasión alemana. Aislado del estado mayor belga desde el 6 de agosto, se rindió el día 14, cuando ya había agotado todas sus posibilidades de defensa.
Rodeados por un gran foso seco, tenían un reducto central con muros de hormigón de 2,5 metros en los que, embebidas, se situaban las torretas para los grandes cañones de 120, 150 y 210 mm. Además, los acompañaban cañones pequeños, de 5,7 mm, que proporcionaban defensa a los ataques más próximos y podían barrer la explanada exterior de la fortaleza a una altura de 1 metro con un ángulo de -6 grados. Era el corazón de la fortaleza y, además de las baterías principales, contenía las cisternas de agua, la sala de mando y las calderas para la calefacción y el generador de energía eléctrica.
Es evidente que los fuertes triangulares tenían tres vértices —I, II y III—, y los cuadrados cuatro —I, II, III y IV—. Cada uno se conectaba por el pasillo de su número con el módulo central. En la parte trasera de la fortaleza, la base del triángulo o el cuadrado, estaba la entrada, que se abría al foso seco flanqueada por dos estancias para los guardias que la defendían. Junto a ellas se encontraban los almacenes, cocinas, panadería, lavandería, sala de comunicaciones y letrinas. Una segunda entrada más pequeña, guardada por dos casamatas y protegida por una tercera, todas con cañones de tiro rápido de 5,7 mm, conducía directamente hacia el interior de la fortaleza a través de un pasillo en el que se alineaban los dormitorios para la tropa y los almacenes de municiones. Todas, con muros de hormigón de 1,5 metros de ancho —el menor espesor que podía verse en la fortaleza—, tenían una ventana que daba a la zanja que se cubría con barras de acero como protección adicional contra los bombardeos.

El general Von Emmich toma Lieja el 6 de agosto de 1914. Postal de propaganda alemana publicada ese mismo año.
A los pies del módulo central dos tramos de escaleras servían para que la infantería saliera a la superficie en el terraplén. Allí, parapetos y emplazamientos para cañones móviles de 5,7 mm y ametralladoras, que se almacenaban en refugios cubiertos de la superficie, rodeaban el perímetro del reducto central. Una explanada que, desde la cima, descendía a la zanja limitada por los vértices I – II, II – III y III – IV, si los fuertes eran cuadrados. En el vértice que se suponía estaría de frente al enemigo, o en dos de las esquinas del cuadrado, disponían de casamatas 5 metros más altas que el muro para situar cañones que pudieran proporcionar fuego de flanco sobre los lados de la fortaleza que se conectaban con la zona principal por n túnel. Todo para que pudieran detener cualquier invasión.
Los alemanes sufrieron mayor número de bajas de lo esperado, tuvieron que utilizar su artillería pesada, reforzada por dos baterías de obuses de 210 mm y algunos morteros de 420 mm, y necesitaron ocho días para someterlos, pero demostraron que no eran inexpugnables.

El 6 de agosto a las 03.00, el zeppelín Z VI, de la clase K, construido en 1913 con número de fabricación LZ21, realizó sobre Lieja el primer bombardeo aéreo de la historia sobre una población civil. Dejó nueve muertos. Fue un hecho irrelevante para el curso de la lucha, pero marcó el comienzo de un tipo de guerra hasta entonces desconocido. El Z VI, que voló demasiado bajo y fue alcanzado en su casco por las balas y la metralla, tuvo que realizar camino de Colonia un aterrizaje forzoso en un bosque próximo a Bonn, donde quedó totalmente destruido.
En realidad, más o menos, era la resistencia que había previsto el alto mando alemán, por lo que el día 13, el mismo en que se rendía la fortaleza de Pantisse —24 horas antes de lo que Moltke esperaba—, el 11.º ejército de Von Bülow comenzaba su movimiento en la orilla derecha del Mosa. Lo cruzó con facilidad entre Lieja y Huy24.
A partir de ese día los combates se sucedieron sin interrupción camino de Bruselas y Amberes, donde se había refugiado el gobierno. Los belgas, para sorpresa de los alemanes, se defendieron. Además, sabotearon el sistema ferroviario que permitía los grandes movimientos de tropas tal y como se había hecho durante la Guerra Francoprusiana, por lo que los ejércitos del káiser comenzaron a retrasarse.

La retaguardia de una unidad de infantería belga apunta con sus rifles a las tropas alemanas que avanzan para tomar el puente de Dendermonde el 18 de septiembre de 1914. La resistencia belga estuvo a punto de frenar la ofensiva alemana.
En la otra ala de la línea del frente, en Alsacia, los franceses tomaron la iniciativa e invadieron el 6 de agosto su deseado territorio. «Hace cuarenta años que os aguardábamos y ya desesperábamos de ver este día» —les decían los civiles al pasar—. Hasta el día 9, el general Bonneau ocupó Altkirch y luego arrolló las débiles defensas que los alemanes habían establecido ante Mulhouse el día anterior, pero su alegría duró poco. En cuanto se encontró con las vanguardias del general Heeringen que llegaban de Estrasburgo, se olvidó por completo de la ofensiva y se replegó apresuradamente a Belfort, preocupado por su propia seguridad.
Tuvo que apoyarlo el veterano general Pau, que no pudo reforzar al general Dubail cuando el día 14 iniciaba la ofensiva francesa también en Lorena. Pau, de 66 años, uno de los escasos jefes franceses que conocía el gran público por sus hazañas militares en 1870, entró en Than el 14; de nuevo en Mulhouse el 19 y alcanzó los suburbios de Colmar el 21. Avanzó tan deprisa que los franceses, sorprendidos, tuvieron que dejar en sus puestos a los funcionarios alemanes para evitar el colapso de las ciudades y las líneas de comunicación. Pese a los primeros momentos de alarma las cosas parecían desarrollarse mejor de lo esperado.
Quizá eso ayudó a que se mostraran demasiado optimistas. Máxime cuando el avance sobre Lorena, que parecía una buena solución estratégica y podía amenazar todo el flanco izquierdo enemigo, parecía detenido aunque se pelease con intensidad. Todo se derrumbó a partir del día 20, cuando los alemanes lanzaron un furioso contraataque, muy superior a la ligera resistencia que se esperaba.
Esa mismo mañana, a primera hora, cuando todavía nadie sabía con exactitud lo que pasaba en Lorena, llegaron informes al alto mando francés afirmando que se había visto grandes concentraciones de tropas alemanas avanzando hacia el río Mosa, más al norte y en dirección a Bélgica. Para Joffre era una buena oportunidad de aplicar las directrices del plan XVII y al mismo tiempo reforzar a Dubail, por lo que ordenó un ataque por sorpresa en los bosques de Las Ardenas para el día siguiente. Además, a fin de mantener ocultas sus intenciones, prohibió los reconocimientos previos de patrullas de infantería o caballería que pudieran ser detectadas por el enemigo.
Se equivocó. Ignorantes por completo del alcance del Plan Schlieffen, las fuerzas francesas, los ejércitos III.º, del general Pierre Ruffey, y IV.º, de Fernand de Langle de Cary, pensaron que el movimiento alemán sobre Bélgica era el eje principal de una maniobra clásica para envolver su objetivo principal, con lo que el centro de la línea alemana contaría con tan pocos efectivos que podrían atravesarlo y dividir al enemigo en dos grupos separados. Fue su segundo error. Cuando empezaron a maniobrar encontraron de frente, no a un puñado de tropas de guarnición, sino a todo el núcleo sobre el que pivotaba el flanco derecho germano: los ejércitos IV.º y V.º. La resistencia no iba a ser tan ligera como esperaban.
Los ejércitos alemanes, liderados respectivamente por el duque Alberto de Württemberg y el Príncipe Guillermo de Prusia, habían iniciado su avance a través de los bosques el día 19 y construido defensas para aprovechar el tiempo que el Plan Schlieffen les forzaba a estar parados, ya que al recorrer menos distancia que su ala derecha debían avanzar más lentamente. Desgraciadamente para los franceses, eran muchos y estaban perfectamente atrincherados en sus posiciones.
El día 21 amaneció con una densa niebla, por lo que las vanguardias de ambas fuerzas se dieron de bruces casi literalmente. Los franceses, seguros de que se habían encontrado con una pequeña fuerza alemana que cubría a sus compañeros, dedicaron la jornada a pequeñas escaramuzas mientras, a causa de la escasa visibilidad, se preparaban para arrollar al día siguiente a los grupos dispersos de enemigos que pudieran encontrar.

El Plan Schlieffen alemán y el plan francés XVII. Desde la publicación en 1999 de su libro El plan real de guerra alemán, destinado al gran público estadounidense, el mayor del US Army, Terence Zuber, insiste en que el Plan Schlieffen se inventó en la década de 1930 y nunca se llevó a cabo. Aunque algunos historiadores anglosajones se han unido a su tesis, nosotros nos alineamos con Terence Holmes, Annika Mombauer o Mark Stoneman. El Plan Schlieffen existió. Sus enormes errores y lagunas se debían a que estaba organizado con la mentalidad de 1905, como un juego de guerra.
El único que sospechó que las cosas no iban bien fue Ruffey. Había enviado patrullas para que observaran el campo enemigo y escuchado a algunos refugiados que se marchaban de sus hogares, por lo que reunió todos los datos en un informe y lo envió al cuartel general de Joffre. No obtuvo ninguna respuesta.
El 22 amaneció despejado. A primera hora, los franceses se lanzaron al asalto a través del bosque con sus coloridos uniformes azul y rojo. Fueron destrozados por las ametralladoras alemanas y el fuego de fusilería. Lo mismo que el primer contraataque alemán, que se encontró con la artillería ligera francesa de 75 mm, y le causó también un gran número de bajas. Al acabar el día, de los despliegues franceses —en Virton, Tintigny, Rossignaland y Nefchateau—, tan solo en el de Virton parecía haberse logrado algún éxito. En el resto, todas las unidades se habían visto obligadas regresar a sus posiciones de partida. Muchas, como la 6.ª división colonial argelina, aplastadas por completo —había perdido incluso a sus generales, Raffenel y Rondoney, jefes de división y de brigada respectivamente—. Los muertos franceses pasaron de los diez mil. Heridos, más del doble.

Prisioneros franceses en Alsacia o Lorena, camino de su confinamiento en Alemania. Durante los primeros meses de la guerra el ejército francés mantuvo sus antiguos uniformes de capote azul y pantalón rojo, lo que los convertía en un blanco perfecto en el campo de batalla.
Ruffey estalló en un torrente de improperios contra la ceguera e incompetencia de su propio cuartel general y su costumbre de ignorar los informes, lo que creó una animadversión entre él y Joffre que tendría consecuencias posteriores. En cualquier caso, las unidades francesas estaban totalmente destrozadas y muchas habían dejado de existir. Mientras, exceptuando en la zona de Virton, que la habían perdido, los alemanes apenas se habían movido de sus posiciones a pesar de la gran cantidad de bajas. Mantenían a todas sus unidades en la línea.
Los sucesos del día 23 ya no sorprendieron a nadie. De madrugada, plenamente consciente del estado de las fuerzas enemigas, el ejército alemán lanzó su asalto a través del bosque. Las tropas francesas restantes no solo no fueron capaces de repelerlo, sino que ni siquiera pudieron mantener un atisbo de organización. Lanzados en una huida totalmente desorganizada, solo los hombres del V.º ejército, enviado de vuelta apresuradamente, intentaron retrasar el avance alemán. No lo consiguieron. La retirada francesa no se detendría hasta alcanzar la línea establecida en el río Mosela.

Baccarat, Lorena, a unos veinte kilómetros de la antigua frontera. Entre el 5 y el 15 de agosto. Gendarmes franceses escoltan a tres prisioneros alemanes del 13.º o del 21.º de infantería, el de la izquierda, un sargento. El grupo se dirige a la fortaleza medieval en la que se los recluía.
En cuanto se enteró del descalabro sufrido, Joffre ordenó también a Paul, al que finalmente le había sido imposible controlar los puentes del Rin y el bosque de Hardt, que se replegara hacia la cordillera de los Vosgos. Había sido un enorme fracaso militar y psicológico que se añadía a los sucesos que continuaban desarrollándose en Bélgica, donde la situación seguía sin estar nada clara. En esas condiciones tan poco favorables para los franceses iba a producirse la primera de las grandes batallas.
1.2.2 Llegan los británicos
En 1914, el Reino Unido se había acostumbrado ya a mirar lo que pasaba en Europa desde la lejanía. Conocía una prosperidad sin sombra alguna, con exportaciones que habían aumentado un 55% en los últimos años, y mantenía una balanza de pagos con un excedente anual de 208 000 000 de libras, por entonces la moneda de referencia en el mundo entero, lo que le permitía considerarse el centro de un universo particular que se extendía hasta Melbourne.
Perdido por completo el miedo a una posible invasión, permanecía indiferente a todo lo que no fuera él mismo, pero con unas claras simpatías germánicas que Alemania siempre había sabido explotar gracias a la mayor habilidad de sus diplomáticos. A pesar de ello, el 4 de agosto, el gobierno liberal del Primer Ministro Herbert Henry Asquith, se vio obligado a declarar la guerra al imperio alemán. Era la respuesta a las demandas de paso militar que Alemania exigía a Bélgica y la consecuencia del ultimátum enviado a Berlín, que expiraba a las 23.00 del día anterior.

La infantería francesa carga en Alsacia durante la que se denominaría Batalla de las fronteras. Tras su derrota, Joffre daba por terminada esta primera fase de las operaciones e informaba al gobierno: «Es necesario subsistir. Cedemos terreno para organizar una maniobra de retaguardia».
Las razones por las que Gran Bretaña, cuya realeza mantenía estrechos lazos familiares con el káiser25, entraba en la guerra, eran bastante más complejas de lo que se ha pensado hasta ahora26. De hecho, fueron la falta de espíritu político y las torpezas constantes de Guillermo II —algo que ya había previsto su tío Eduardo VII—, lo que más decepcionó durante años a Londres, empujado finalmente después de muchos reparos, a caer en los brazos menos deseables de franceses y rusos.

Las mentiras de la guerra. Grabado de propaganda realizado en 1915 por los franceses Tolmer y Cie que muestra el ataque en agosto de 1914, en Charleroi, de los tiradores senegaleses y argelinos que acabó con la muerte del príncipe Adalbert, hijo de Guillermo II. El mayor problema —con independencia de que en la acción no participaran los senegaleses sino los zuavos—, es que Adalbert servía en la marina, no en el ejército27, y falleció en Suiza en 1948.
Es cierto que el Tratado de Londres comprometía a Gran Bretaña en la salvaguarda de la neutralidad de Bélgica si se producía una invasión, pero también lo es, que el Ministerio de Asuntos Exteriores británico ya había llegado unos años antes a la conclusión de que llegado el momento podría no aplicarse. No ocurría lo mismo con el compromiso moral que se tenía con Francia, menos aun cuando se descubrió que tenía mucho más de «compromiso» de lo que se esperaba. Desde 1905, ambos países habían mantenido extensas conversaciones secretas para unir su destino en caso de guerra —siempre con miras al reparto final de los territorios de los imperios alemán, austrohúngaro y turco—, pero la mayoría de los miembros del gabinete de Asquith no se habían enterado de ellas hasta 1911. Llegado el momento, a pesar del fuerte desacuerdo existente entre los miembros del gobierno que pensaban que lo mejor era dejar que los europeos continentales se mataran entre ellos y los que creían que se debía de intervenir, se optó la tarde del 31 de julio por cumplir lo acordado con Francia. No fuera a ser que las cosas se complicaran en el futuro.

Cazador de caballería belga en uniforme de campaña. El gobierno belga solicitó que una parte de la caballería francesa actuara junto a la suya al norte del río Mosa. Como el general André Sordet se encargaba ya de cubrir el frente del V.º ejército, Joffre se opuso. Su negativa terminó aislando al ejército belga, que se vio obligado a retirarse hacia Amberes.
No hacía falta ser un experto en política internacional para darse cuenta de que, en esas condiciones, el gabinete no aguantaría mucho. De hecho, comenzaron las dimisiones en cuanto se aprobó el 8 de agosto la Primera ley de la Defensa y la guerra golpeó en el corazón de todo en lo que los liberales británicos creían28.

Los soberanos reinantes de Europa en el funeral del rey Eduardo VII de Gran Bretaña el 20 de mayo de 1910, una de sus últimas grandes reuniones antes de la Gran Guerra. De pie: Haakon VII de Noruega, Fernando de Bulgaria, Manuel II de Portugal, Guillermo II de Alemania, Jorge I de Grecia y Alberto I de Bélgica. Sentados: Alfonso XIII de España, Jorge V de Gran Bretaña, y Federico VII de Dinamarca.
En comparación con las otras grandes potencias europeas, el ejército de que disponía Gran Bretaña era pequeño, una fuerza profesional29 de unos 400 000 soldados, casi la mitad de las cuales se encontraban de guarnición en el extranjero, dedicados a vigilar las fronteras del imperio —en agosto, 74 de los 157 batallones de infantería y 12 de los 31 regimientos de caballería—. Mientras se comenzaba a reclutar nuevos efectivos voluntarios que estuviesen deseosos de combatir, con ellos y con los reservistas de la Fuerza Territorial, se creó el primer cuerpo que se envió al continente: la Fuerza Expedicionaria Británica —British Expeditionary Force, BEF—, seis divisiones de infantería y cinco brigadas de caballería agrupadas en dos Cuerpos30, que desembarcaron en los puertos franceses de Le Havre, Rouen y Boulogne, Francia, entre el 12 y el 17 de agosto, a la órdenes del mariscal de campo sir John French. El BEF no estaba subordinado al mando francés, pero se esperaba que cooperara con él. Una relación bastante indefinida que no tardó en producir roces entre French y Joffre.

Una compañía desmontada del 1.º regimiento de la guardia —Life Guards—, se prepara para salir de Wellington Barracks, Westminster, Londres, el 6 de agosto. Sería uno de los primeros en llegar a Francia como parte del cuerpo expedicionario el día 13.

El 16.º de lanceros británico se retira de Mons. Ni siquiera hoy se saben con exactitud las bajas británicas durante la batalla, cubiertas por un halo de misterio, como ocurre con todas las derrotas británicas. Aunque en un principio se habló de muchas más, la censura las redujo a unas 1 500, entre muertos, heridos y desaparecidos. Puesto que según sus datos —tampoco son conocidas de forma oficial las cifras alemanas—, infligieron a sus enemigo cerca de 5 000, consideraron su retirada una victoria.
La expedición británica, a la que la armada alemana pensó en un principio destruir mientras cruzaba el canal, tuvo su primer compromiso importante en Mons, Bélgica, el 22 y el 23 de agosto. Los hombres del I.º ejército de Von Kluck, que les superaban en número, les produjeron fuertes bajas y les obligaron a que se reretiraran rápidamente. Solo la magnífica cadencia de tiro de que hicieron gala los soldados profesionales, que llenaron de huecos las continuas oleadas enemigas, que cargaban por terreno descubierto, los libraron de un desastre aún mayor.
A pesar de que la noticia se censuró en Gran Bretaña, a la opinión pública le llegaron suficientes referencias de lo ocurrido como para darse cuenta de que derrotar a Alemania no iba a ser tan fácil como algunos habían pensado31.

Granjeros de Irlanda, uniros y defended vuestras posesiones. Uno de los múltiples carteles de reclutamiento utilizados en Gran Bretaña en 1914, este, publicado en Irlanda. Un total de 206 000 irlandeses, incluidos los nacionalistas, sirvieron en las fuerzas británicas durante la guerra, muchos como voluntarios desde su inicio. La tasa de reclutamiento en el Ulster fue tan alta como en la propia Gran Bretaña y, en Leinster y Munster, se mantuvo aproximadamente en los dos tercios de la británica. Solo fue inferior a esas cifras en Connacht, la provincia irlandesa más occidental.
1.3 CRÍMENES DE GUERRA
A PARTIR DE 1914 LA MAYORÍA DE LOS PAÍSES se hicieron eco de historias de soldados enemigos que cometían todo tipo de barbaridades. Se creía que ayudarían a persuadir a los jóvenes para que se unieran al ejército. Como un general británico señaló después de la guerra: «para que los ejércitos se maten unos a otros es necesario inventar mentiras sobre el enemigo». Estas historias de atrocidades alimentaron a los periódicos que estaban dispuestos a publicarlos. La prensa británica acusó sin ningún pudor a los soldados alemanes de cometer auténticas salvajadas: sacarles los ojos a los civiles, cortar las manos de los adolescentes, violar y mutilar a las mujeres, dar a los niños granadas de mano para jugar, clavar bebés en sus bayonetas o crucificar a soldados capturados, fueron solo algunos de los actos imaginados por una alguna perversa y retorcida mente que buscaba inculcar el terror en la fácilmente impresionable retaguardia.

Hierro sangriento, de Charles Ernest Butler, realizada en 1916, dos años después de los acontecimientos que representa. El káiser a caballo, con el Ángel de la Muerte en el hombro, se prepara para conducir a sus tropas. Mientras Jesucristo ofrece socorro a las víctimas de sus acciones. Al fondo Lovaina en llamas, quemada el 25 de agosto de 1914 como castigo a la resistencia belga. La obra de Butler describe los horrores de la guerra, no como una declaración pacifista sino para aumentar el reclutamiento destinado a luchar contra el mal de la barbarie alemana, personificada en el Kaiser.
El Times británico publicaba el 27 de agosto de 1914: «Casi todas las personas que encontramos tenían historias que contar sobre las atrocidades alemanas. Pueblos enteros, dijeron, habían sido tomados a sangre y fuego. Un hombre le dijo a un funcionario de la Sociedad Católica que nos acompañaba que había visto con sus propios ojos cómo los alemanes cortaron los brazos de un bebé que se aferró a las faldas de su madre».
Phyllis Campbell, que estaba en París como enfermera durante los primeros meses de la guerra, fue una de las que se hicieron eco de estos sucesos sin haberlos confirmado. En 1915, escribía acerca de la llegada de refugiados belgas a Francia en su libro Volver al Frente:

La infantería alemana arrasa pueblos y arranca a los bebés de los brazos de las madres, para clavarlos en sus bayonetas. Dibujo del artista australiano Norman Lindsay publicado en El Boletín en 1916. Lindasy, que vivía por entonces en Londres, produjo una serie de carteles de propaganda y reclutamiento encargados por el gobierno de Australia.
En un vagón, sentado en el suelo, había una chica desnuda de unos 23 años. Una de sus hermanas, que tenía más suerte porque le quedaba algo de ropa, la había roto por la mitad para poder cubrir el frente de su pobre cuerpo. Estaba lleno de la sangre de sus pechos cortados. En sus rodillas yacía un bebé muerto. Había mujeres cubiertas de cortes de sable, otras azotadas y algunas quemadas, que habían podido escapar de sus casas ardiendo. A los niños pequeños les habían mutilado las manos y los pies y llevaban sus heridas cubiertas por trapos viejos. A un lado de la puerta estaba sentado un soldado que había perdido las dos piernas, y sobre él estaba apoyado un niño cuyos brazos habían desaparecido. Un soldado escocés que me vio me imploró que huyera.
—¡Aléjate, muchacha, —me dijo—. No son hombres, son demonios! Sus ojos moribundos parecían mirar algo terrible, que se acercaba desde el infinito.
Es difícil saber qué buscaba Campbell con esas afirmaciones, pero el prestigioso escritor y periodista estadounidense Wythe Williams32, que trabajaba por entonces para el New York Times, investigó la mayoría de esas historias e informó a sus lectores «que ninguno de los rumores de torturas o matanzas sin sentido podían verificarse».
En diciembre de 1914, Herbert Asquith nombró una comisión de juristas e historiadores, bajo la presidencia de lord James Bryce, para investigar las supuestas atrocidades alemanas en Bélgica. El informe, publicado en mayo de 1915 en 30 idiomas diferentes, afirmó que había habido numerosos ejemplos de brutalidad hacia los civiles, especialmente contra ancianos, mujeres y niños, pero no especificó exactamente a qué se refería. Decía, por ejemplo: «Un testigo vio a un soldado alemán cortar los pechos de una mujer después de que la hubiese matado, y vio a muchos otros cuerpos de mujeres en las calles de Bélgica. Otro testigo declaró que vio a un soldado alemán ebrio matar a un niño de dos años de edad. Cogió su bayoneta con las dos manos y la metió en el estómago del niño, luego lo levantó por el aire mientras él y sus compañeros cantaban. Otros testigos vieron a un soldado alemán amputar las manos y los pies de un niño».
Cinco días después de presentarse el Informe Bryce, las autoridades alemanas publicaron su Libro Blanco, en el que se relataban las supuestas atrocidades cometidas por los belgas contra las tropas alemanas: «Se ha establecido fuera de toda duda que los civiles belgas saquearon, mataron e incluso sorprendentemente mutilaron a soldados alemanes heridos, atrocidades en las que incluso participaron mujeres y niños. Les sacaron los ojos, les cortaron las orejas, la nariz y los dedos o los castraron y los destriparon. En otros casos, soldados alemanes fueron envenenados, colgados en los árboles, se vertió sobre ellos aceite o agua hirviendo o fueron quemados para que murieran bajo terribles torturas».
Aunque era evidente que los soldados de todos los países eran culpables de dejarse llevar por la violencia de forma individual, la investigación más racional realizada después de la guerra sugirió que los casos probados de malos tratos se trataban de incidentes aislados, más que de medidas sistemáticas para aterrorizar y castigar al enemigo. El más común, sin ninguna duda, fue el asesinato de prisioneros de guerra en el intervalo que se producía entre su rendición y el traslado al cuartel general de la unidad. Los motivos más frecuentes demostraron hasta qué punto puede llegar a ser ruin un ser humano. Desde la venganza por la muerte de amigos o familiares o el miedo a ser dominado por los prisioneros —casos que podrían llegar a ser comprensibles—, hasta los celos porque el prisionero iba a pasar el resto de la guerra en un cómodo campo en Gran Bretaña, el entusiasmo militar, o la razón más simple y habitual: escoltarlos daba trabajo.

La hidra de ocho cabezas. Alemania y Austria luchan contra sus enemigos, que representan el mal mediante la hidra, el monstruo acuático mitológico, despiadado y con aliento venenoso.
El general de brigada Frank Percy Crozier, que estuvo en el frente de El Somme en 1916, al mando de los Reales fusileros irlandeses, diría: «El soldado británico es un compañero amable. A pesar de la adrenalina rara vez cometió barbaridades o se pasó de la raya en Francia. Solo en ocasiones mató a prisioneros, pero porque le molestaba tener que escoltarlos hasta sus líneas».
Despues de la guerra Robert Graves, que sirvió en el frente occidental, se lo dejó bien claro al gran público:
Los informes que hizo la propaganda sobre las atrocidades alemanas en Bélgica eran ridículos, si entendemos por atrocidades la violación, la mutilación y la tortura, no los fusilamientos sin juicio de presuntos espías, o de funcionarios locales que no colaboraban. Si en la lista hay que incluir el bombardeo accidental o a propósito y el ametrallamiento de civiles desde el aire, los aliados cometían los mismos crímenes que los alemanes.
Los civiles franceses y belgas trataban a menudo de ganar nuestra simpatía exhibiendo por ejemplo los muñones de las manos y los pies de niños. Nos los presentaban como deliberadas atrocidades diabólicas cuando lo más probable es que fueran el resultado de los bombardeos. Nunca creíamos que las violaciones fuesen más común en el bando alemán que en el aliado. Además, habría sido un poco difícil en el frente, no había mujeres y el miedo a la muerte nos atenazaba. En cualquier caso, tanto las autoridades alemanas como las francesas habían hecho buen acopio de prostitutas en las zonas ocupadas y en los burdeles de retaguardia. Eso era un negocio seguro.
Las verdaderas atrocidades se cometían contra los prisioneros, que pocas veces llegaban a los puestos donde estaban los mandos. Decíamos que los había matado una bomba y nadie pedía más explicaciones. Estábamos seguros que los alemanes hacían lo mismo, porque además eran más bocas que alimentar, y les faltaba la comida.
Ninguno de nosotros había oído hablar de prisioneros alemanes o aliados torturados para obtener información. De hecho, los prisioneros de ambos bandos, si los tratabas con amabilidad, estaban tan agradecidos que contaban todo lo que sabían.
Lo mismo que confirmó Irving Cobb, otro de los periodistas estadounidenses que estaban en Bélgica cuando el país fue ocupado por el ejército alemán en 1914: «Todos los refugiado belgas tenían una historia que contar sobre las atrocidades alemanas contra los civiles, pero cada vez que nos encontrábamos con un testigo, confesaba que había oído hablar de las torturas, mutilaciones y asesinatos, pero nunca las había visto personalmente. Siempre habían sucedido en otra ciudad, nunca en la suya».
Quizá la historia más asombrosa fue una que nació en algún despacho de los ministerios británicos y recorrió el mundo. Con ligeras variaciones que el pueblo iba exagerando, contaba las dificultades por las que pasaba la industria de guerra alemana, escasa de grasas para la fabricación de glicerina. Para conseguir más, se decía, los alemanes habían construido una gran fábrica secreta en la Selva Negra a la que enviaban los cadáveres de los soldados británicos muertos. Los cuerpos, se unían en haces con cables y se introducían en la fábrica mediante cintas transportadoras para su conversión en aceites. Los artistas se pusieron a trabajar en seguida sobre el tema, y representaron terribles escenas que se publicaron en Gran Bretaña. Parecía que la terrible carnicería que se producía en los campos de Europa no era suficientemente terrorífica.
1.4 EN TAXI HASTA EL MARNE

Caballería argelina —spahis—, con su oficial europeo, en Oise, Francia, al norte del frente occidental. En total, las colonias francesas aportaron 587 000 soldados a la guerra. Al menos 520 000 combatieron en Europa.
A FINALES DE AGOSTO, tras los combates de Mons y con el ejército belga totalmente superado, el I.º ejército de Von Kluck, posicionado ya como parte de la robusta ala derecha del ataque alemán, persiguió al V.º ejército francés de Lanzerac en paralelo con el II.º de Von Bulow. Parecía una magnífica maniobra del alto mando alemán para acabar de un solo golpe con gran parte del ejército enemigo pero, de forma sorprendente, cuando se dirigían en una veloz carrera hacia París comenzaron a desviarse hacia el sureste de la capital —uno para amenazarla desde el este y otro desde el oeste—, en un claro intento de envolver de una vez por todas a los ejércitos franceses en retirada. Cundió el pánico. El gobierno abandonó a toda prisa su sede y se trasladó a Burdeos.
Sin embargo, a 45 kilómetros de París y puesto que se preveía un encuentro inminente con las unidades de Lanrezac, el cauteloso von Bülow detuvo su avance junto al río Marne y pidió el apoyo directo de Von Kluck. Para entonces, el agresivo general alemán había desplazado su I.º ejército bastante al sur de la posición de su compañero y estaba a menos de 25 kilómetros del norte de la capital. Lo cierto es que la velocidad con la que realizaba la ofensiva también producía muchas dificultades. A menudo a los comandantes de las unidades les resultaba imposible comunicarse con el cuartel general o entre sí y Moltke había momentos en que ni siquiera sabía con seguridad dónde se encontraban sus divisiones.
A pesar del enfado que le produjo la cautela de Von Bülow, Von Kluck decidió apoyarlo y, el 31 de agosto, dirigió su ejército hacia el sureste. El movimiento dejó al descubierto todo su flanco derecho a los aliados y además creó una brecha de 50 kilómetros en la línea alemana que se extendía hacia el inmóvil II.º ejército de Von Bülow.
El 3 de septiembre, gracias a uno de los reconocimientos aéreos del recién creado Royal Flying Corps33, que observó cómo los alemanes cambiaban de dirección, Joffre se percató del descomunal error estratégico. Esa misma tarde organizó una reunión para que al día siguiente franceses y británicos pusieran fin a la retirada y atacaran a los alemanes de frente, por el lado expuesto, con todo el peso de los 150 000 hombres del VI.º ejército francés de Michel Maunoury y el apoyo de los 70 000 de la Fuerza Expedicionaria Británica, que ocupaba el ala derecha del otro ejército desplegado, el V.º, después de que lord Horatio Kitchener, como ministro de la guerra, tuviera un brusco intercambio de notas con sir John French para que se dejara de tonterías y combatiera de una vez por todas junto a los franceses.

Taxis parisinos camino del frente. La primera batalla del Marne se recuerda sobre todo por los cerca de 600 taxis, en su mayoría modelo Renault AGs, requisados por las autoridades para trasladar a primera línea a los 6 000 hombres de la reserva que se encontraban en la capital. Su llegada se describe tradicionalmente como imprescindible para detener el contraataque del VI.º ejército alemán, pero no es del todo cierto. Sin duda sí es innegable su impacto en la moral: los taxis del Marne recuperaban la sagrada unión de la población francesa con sus soldados. El mismo lazo intangible que había salvado a la República Francesa en 1794.
Los movimientos aliados los detectó Von Kluck la tarde del día 4, pero ya apenas había tiempo de hacer girar al I.º ejército para situarlo hacia el oeste y hacer que su flanco no quedara en una posición tan comprometida. A la mañana siguiente, un día antes de lo previsto y obligadas por las circunstancias, las tropas avanzadas del VI.º ejército francés contactaron cerca del río Ourcq con las patrullas de caballería que había enviado desde el IV.º Cuerpo de Reserva el general Hans von Gronau, para vigilar cualquier actividad que se produjera.

Húsares alemanes en las calles de Bruselas. La caballería ligera desempeñó un papel principal en los primeros meses de la guerra en labores de reconocimiento. Poco a poco, las condiciones del frente occidental hicieron que sus misiones las realizara la aviación y ellos abandonaran sus lanzas y combatieran pie a tierra, como la infantería.
Con la iniciativa que le caracterizaba —Von Gronau tenía ya sesenta y cuatro años y había sido jefe del estado mayor—, decidió aprovechar la oportunidad. A primera hora de la tarde, dos de sus divisiones con artillera ligera atacaron el punto de reunión del VI.º ejército y lo empujaron hasta que logró ocupar posiciones defensivas. Para entonces ya se ocultaba el sol y se pensó dejar el asalto para el próximo amanecer.
Por la mañana continuó la presión contra las líneas francesas del VI.º ejército. Ese día lo pasaron mal, pero se vieron reforzados al siguiente por las reservas de la guarnición de París, enviadas por su gobernador militar, el experto general Joseph Galliéni. Juntos resistieron otra jornada el ataque alemán.
La noche siguiente, la del 8 de septiembre, el agresivo Franchet d’Esperey’s comandante del V.º ejército en lugar del general Lanrezac, destituido por «faltarle espíritu ofensivo» decidió intentar romper el frente y lanzó un ataque sorpresa contra el II.º ejército alemán. No fue decisivo, pero sirvió para ampliar aún más la brecha entre las unidades de Von Kluck y Von Bülow, que comenzaban a temerse lo peor.

Dibujo aparecido en 1914 en la revista berlinesa Lustige Blätter, que muestra un posible ataque a Gran Bretaña por tierra, mar y aire desde los puertos belgas del Canal de la Mancha. No es más que una idea de su autor. A diferencia de los que ocurriría durante la Segunda Guerra Mundial, nunca estuvo entre los planes del káiser ni de su estado mayor.
Von Moltke, presa de una crisis nerviosa cuando recibió el informe de lo ocurrido, y apenas sin comunicaciones con el Marne, no aguantó más. El 9 de septiembre ordenó que sus dos ejércitos comenzaran a retirarse de forma ordenada para reagruparse junto al río Aisne y evitar que fueran totalmente rodeados y destruidos34.
Franceses y británicos los persiguieron, pero tan lentos —apenas 19 kilómetros diarios—, que los alemanes pararon al norte del río cuando solo habían recorrido 64 kilómetros. Cavaron una línea de trincheras y esperaron la llegada de los aliados. Lo que no podían suponer era que, unos y otros, iban a tener que vivir así durante los siguientes cuatro años.
Ni eso, ni que durante las primeras acciones contra las trincheras y sus fortificaciones, los generales de ambos bandos pretendieran que las posiciones se tomaran a la antigua usanza, al asalto, a pecho descubierto contra las líneas de las ametralladoras. Como decía el propagandístico parte oficial alemán del 11 de noviembre de 1914: «Cantando Deustchland, Deutschland, regimientos enteros de jóvenes soldados se lanzaron al oeste de Langemarck35 sobre las primeras líneas de las posiciones enemigas. Capturaron a 2 000 soldados franceses de infantería y 6 ametralladoras». Omitía, eso sí, que ese día, tanto los alemanes como los aliados atacaron sin preparación artillera y los periódicos comenzaron a llenarse de las esquelas mortuorias de los soldados caídos.

Las primeras trincheras. Un oficial alemán se asoma desde su puesto de observación en una trinchera de la línea del frente en 1914. La posición está seca y bien reforzada, compárese con alguna de las fotografías que aparecerán más adelante.
La primera batalla importante había enfrentado a más de 2 000 000 de hombres, pero aún no dejaba vislumbrar la tragedia a la que se encaminaba la guerra. A la larga, las cerca de 500 000 bajas entre muertos y heridos de la primera batalla del Marne —aproximadamente unas 260 000 francesas, 225 000 alemanas y 15 000 británicas—, parecerían pocas.
La retirada alemana marcó el final del Plan de Schlieffen y acabó con su esperanza de una rápida victoria en el oeste, lo que la obligaba a afrontar una larga y costosa guerra en dos frentes. Se dice que cuando el apesadumbrado Von Moltke informó al káiser lo hizo con un lacónico: «Su Majestad, hemos perdido».
1.5 CARRERA HACIA EL MAR
DESPUÉS DE EL MARNE, ambos bandos decidieron dirigirse a toda prisa hacia el Canal de la Mancha, flanqueándose por el norte y el oeste, para ocupar sus puertos y controlar todas las salidas al mar del Norte, mientras construían rápidamente fortificaciones por todos los puntos que dejaban atrás. A primeros de octubre, cuando las tropas del nuevo jefe del estado mayor alemán, el general Erich von Falkenhayn36, capturaron Amberes, los restos del ejército belga y las fuerzas británicas se retiraron hacia Nieuport, cerca de Ypres, ocupado por los aliados a primeros de mes, para reforzar sus defensas. Llegaron entre los días 8 y 19, justo cuando los alemanes se preparaban para lanzar la primera fase de una ofensiva en Flandes dirigida a romper las líneas aliadas y capturar los puertos de Dunkerque, Calais y Boulogne.
Tanto los británicos, que ocupaban una larga línea de 50 kilómetros que se internaba en las Ardenas37, como los franceses de Foch, situados en las laderas al sur de la ciudad, resistieron con firmeza durante los fieros combates y los intensos bombardeos de la muy superior artillería alemana. Su idea era realizar una ofensiva que los permitiera recuperar la ciudad industrial de Lille y desde allí lanzarse sobre Bruselas, pero Von Falkenhayn se encargó rápidamente de corregir sus optimistas intenciones.

La infantería de marina alemana entra en Bruselas en septiembre de 1914. Una de las pocas imágenes que se tomaron del Cuerpo al principio de la guerra.
El ataque obligó al ya debilitado ejército belga, dirigido por el rey Alberto en persona, a abrir el día 27 las esclusas y dejar que el mar anegara una franja de más de 30 kilómetros desde sus posiciones a las alemanas. Creó una barrera de agua de 3 kilómetros de ancho entre Dixmude y Nieuport que obligó a Von Falkenhayn a detenerse y reconsiderar sus planes.
A partir de ese momento, la segunda fase de la ofensiva alemana en Flandes se centró en Ypres, donde Von Falkenhayn lanzó al IV.º ejército, dirigido por el duque de Wurttemberg —estaba recién reformado con las unidades de asedio que habían llegado desde Amberes y ocho nuevas divisiones del cuerpo de reserva—, un cuerpo de caballería, y el VI.º ejército de Baviera del príncipe Rupprecht.
El 31 de octubre, cuando la caballería alemana ocupó Messines y expulsó a la británica, el frente se estrechó considerablemente, pero la lucha continuó con grandes pérdidas por las dos partes sin que ninguna lograra sus objetivos. Solo se detuvieron los combates a partir del 22 de noviembre, desde el momento que las inclemencias del tiempo, que anunciaban la llegada de un crudo invierno, impidieron continuar con las operaciones. A partir de entonces, toda la zona comprendida entre las posiciones establecidas junto a la ciudad por los británicos, y los pueblos de Menin y Roulers, en el lado alemán, se conocería como el saliente de Ypres, una región que en los años siguientes vería algunas de las luchas más amargas y más brutales de la guerra.
Enseguida se hizo evidente que Alemania no estaba preparada para un conflicto que durara mucho más que algunos meses. Ni tenía reservas de alimentos y suministros esenciales, ni hizo nada desde el primer momento para regular una economía de guerra. Peor aún, así continuó durante los cuatro años siguientes. Al movilizar a los agricultores y a sus caballos, se redujeron progresivamente los abastecimientos básicos, que ya tampoco podían traerse de Rusia o Austria. El país quedó por completo a expensas de las importaciones de alimentos y materias primas, que dejaron de llegar en cuanto Gran Bretaña llevó a cabo el bloqueo naval de los puertos alemanes. Primero hubo que limitar el precio de los comestibles y, enseguida, comenzar el racionamiento. El invierno de 1916 a 1917, por ejemplo, se conocería como «el del nabo», pues la población tuvo que comer solo esa hortaliza —algo que hasta entonces nada más hacían los animales—, al obtenerse una cosecha de patata especialmente escasa.
Las consecuencias militares de esa falta de previsión fueron catastróficas: las tropas se quedaron empantanadas, sin posibilidad de realizar grandes ofensivas y obligadas a vivir del terreno ocupado en cuanto dejaron de llegar los suministros desde retaguardia. Pero mientras, ¿qué había pasado durante esos cuatro meses con los austriacos, los grandes incitadores de la guerra?