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Si Vasilissa hubiera visto a su hija revolcándose en el suelo y jugando a la lucha con los perros y con Bogdan, el hijo de la niñera, esta habría perdido su trabajo de inmediato, pero llevaba cuatro años sin salir de su habitación, desde el nacimiento de Radu.

Toda la belleza deseada para la niña por su padre se la había llevado Radu, que tenía las pestañas largas, los labios carnosos y unos rizos sedosos con toques de oro sajón.

Bogdan gritó al recibir en el muslo un mordisco de Lada —Ladislava, que ya tenía cinco años, se negaba a responder a su nombre completo—, y le dio un puñetazo. Ella mordió con más fuerza. Bogdan pidió ayuda a gritos.

—Si te quiere comer la pierna, tiene derecho —dijo la niñera—. O paras de gritar, o dejo que también te coma la cena.

Lada tenía los ojos grandes, como su hermano, pero juntos, y unas cejas arqueadas que le daban un aspecto de perpetuo enfado. Su pelo era una masa impenetrable y tan oscura que, en contraste, su tez clara parecía enfermiza. Su nariz era larga y aguileña, sus labios finos, y sus dientes pequeños, además de afilados, a juzgar por los gritos de rabia de Bogdan.

Era terca y agresiva, más despiadada que ninguna otra niña que hubiera tenido la niñera a su cargo. Pero, también era su preferida. Debería haber sido una criatura silenciosa, formal, medrosa y apocada. Su padre era un tirano sin poder, a quien la impotencia hacía cruel, y cuyas ausencias podían durar meses. Y su madre era más ausente aún aunque no se movía de casa: introvertida, inútil, incapaz de salir de su propio marasmo. Perfecta representación, el uno y la otra, de toda la región, y en especial de Valaquia, la tierra natal de la niñera.

En Lada, en cambio, veía una chispa, una luz apasionada y fiera que no se dejaba esconder ni mitigar; y en vez de tratar de sofocarla, por el bien futuro de la niña, la alimentaba. Le hacía sentir una extraña esperanza.

Si Lada era el hierbajo verde y espinoso que brotaba entre las grietas de un cauce reseco, Radu era la rosa dulce y delicada que solo en condiciones perfectas no se marchitaba. En ese mismo instante, sin ir más lejos, estaba berreando porque la niñera había dejado de acercarle la cuchara con gachas endulzada con miel.

—¡Haz que se calle! —dijo Lada, subiéndose al mayor de los sabuesos de su padre, canoso y paciente por la edad.

—¿Cómo quieres que lo haga?

—¡Asfixiándolo!

—¡Lada! Muérdete la lengua, que es tu hermano.

—Un gusano, eso es lo que es. Mi hermano es Bogdan.

La niñera frunció el ceño, mientras le limpiaba la cara a Radu con su delantal.

—Bogdan no es tu hermano. —Antes me acuesto con los perros que con tu padre, pensó.

—¡Sí que lo es! Lo eres. Di que lo eres.

Lada saltó sobre la espalda de Bogdan, y a pesar de que él era dos años mayor y más corpulento, le hincó un codo en la espalda, inmovilizándolo.

—¡Lo soy! ¡Lo soy! —dijo él, entre la risa y el llanto.

—¡Tira a Radu con los orinales!

Radu gritó tanto que tuvo una rabieta. Chasqueando la lengua, la niñera lo aupó, a pesar de que era demasiado grande para llevarlo en brazos. Él le metió una mano por la blusa y le pellizcó la piel, suelta y arrugada como la de una manzana vieja. A veces la niñera también tenía ganas de que se callara, pero cuando Radu hablaba, lo hacía siempre con tanta dulzura que compensaba las rabietas. Hasta olía bien, como si se le quedara miel en la boca entre las comidas.

—Más tarde, si te portas bien —le dijo—, podrás ir en trineo con Lada y Bogdan. ¿Te apetece?

Radu sacudió la cabeza, mientras su labio tembloroso anunciaba más lágrimas.

—También podemos ir a ver los caballos.

Asintió despacio. La niñera suspiró de alivio, y al levantar la vista vio que Lada ya no estaba.

—¿A dónde se ha ido?

Bogdan abrió mucho los ojos de miedo e indecisión. Ya no sabía qué enfado temer más, el de su madre o el de la pequeña Lada.

La niñera, resoplando, cargó a Radu contra su cadera y se fue por el pasillo hacia la estrecha escalera de subida a los dormitorios, haciendo rebotar a cada paso los pies del niño contra sus piernas.

—Lada, como despiertes a tu madre se va a…

De repente se quedó muy quieta, y con la misma expresión de miedo que Bogdan. Oía voces en la sala de estar de la parte delantera de la casa. Voces graves. De hombre. Hablando en turco, el idioma de los otomanos, de sus enemigos.

Lo cual significaba que estaba Vlad en casa, y Lada…

Echó a correr por el pasillo, y al irrumpir en la sala de estar vio a la niña en el centro.

—¡Mato infieles! —rugía la pequeña, blandiendo un pequeño cuchillo de cocina.

—¿En serio?

Vlad se lo preguntó en el idioma de los sajones, el más hablado en Sighisoara. La niñera apenas lo entendía. En cuanto a Vasilissa, pese a dominar varios idiomas nunca hablaba con los niños. Lada y Radu solo hablaban valaco.

Lada, que no había entendido la pregunta, contestó moviendo el cuchillo hacia su padre, que arqueó una ceja. Llevaba una muy buena capa, y un ostentoso sombrero. Después de casi un año sin verlo, Lada no lo había reconocido.

—¡Lada! —susurró la niñera—. Ven aquí enseguida.

Lada se irguió hasta donde se lo permitían sus piernas, cortas y robustas.

—¡Es mi casa! ¡Soy la Orden del Dragón! ¡Mato a infieles!

Uno de los tres acompañantes de Vlad murmuró algo en turco. La niñera notó que la cara, el cuello y la espalda se le cubrían de sudor. ¿Serían capaces de matar a una niña por amenazarlos? ¿Lo permitiría el padre? ¿O se limitarían a matarla a ella, por no haber sabido controlar a Lada?

Vlad reaccionó ante la escena de su hija con una sonrisa indulgente. Luego inclinó la cabeza a los tres hombres, que tras corresponder a su saludo se fueron sin el menor gesto para la niñera, ni para su desobediente pupila.

—¿A cuántos infieles has matado?

La voz de Vlad, que esta vez se expresó en los melodiosos tonos romances del valaco, era fría y sosegada.

—A cientos. —Lada apuntó con el cuchillo a Radu, que escondió la cara en el hombro de la niñera—. Esta mañana he matado a uno.

—¿Y ahora me matarás a mí?

Lada vaciló, bajó la mano y se quedó mirando a su padre, mientras se difundía por su rostro, como gotas de leche en agua límpida, una expresión de reconocimiento. Con la rapidez de una serpiente, Vlad le arrebató el cuchillo y levantó a la niña por un tobillo.

—¿Y cómo pensabas matar a alguien más alto, fuerte y listo que tú? —preguntó, poniendo sus rostros a la misma altura, aunque el de Lada estaba al revés.

—¡Has hecho trampa!

La niñera ya había aprendido a temer su fogosa mirada, presagio de lesiones, destrucción o fuego, y a menudo de las tres cosas a la vez.

—He ganado, que es lo único que importa.

Gritando, Lada se dobló hacia arriba y mordió la mano de su padre.

—¡Por los clavos de Cristo!

Vlad la dejó caer al suelo. Hecha un ovillo, la pequeña se alejó rodando, y luego se quedó en cuclillas, enseñándoles los dientes. La niñera esperó con un escalofrío a que Vlad montara en cólera y golpeara a Lada. O bien a ella, por no haber sabido convertirla en una niña mansa y dócil.

Lo que hizo fue reírse.

—Mi hija es una fiera.

—Lo siento mucho, mi señor. —La niñera bajó la cabeza, mientras le hacía gestos frenéticos a Lada—. Es que está muy emocionada por volver a veros después de una ausencia tan larga.

—¿Y la instrucción de los niños? No habla sajón.

—No, mi señor. —No era del todo cierto. Lada había aprendido obscenidades en sajón, con las que acostumbraba a insultar en voz alta a los transeúntes de la plaza, desde la ventana—. Sabe un poco de húngaro, pero de la educación de los niños no se ha encargado nadie.

Vlad hizo chasquear la lengua, con una mirada pensativa en sus ojos astutos.

—¿Y este qué? ¿También es una fiera?

Se inclinó hacia Radu, que por fin enseñaba la cara. El niño arrancó enseguida a llorar, mientras volvía a esconderla en el hombro de la niñera y metía la mano por debajo de su cofia, enroscándola en su pelo.

Vlad hizo una mueca de asco.

—Este ha salido a su madre. ¡Vasilissa! —exclamó con tal fuerza que Radu cayó en un silencio aterrado, que solo interrumpió con un ataque de hipo, o al sorberse la nariz.

La niñera no sabía si quedarse, pero tampoco le habían dicho que se fuera. Lada, mientras tanto, la ignoraba, muy atenta a su padre, con mirada cauta.

—¡Vasilissa! —bramó Vlad por segunda vez. Bajó el brazo para pillar a su hija, que esta vez, al estar sobre aviso, se escapó y se refugió debajo de la mesa. Vlad golpeó con los nudillos la madera bruñida—. Muy bien. ¡Vasilissa!

Entró su mujer, como aturdida, con el pelo suelto y una simple bata. Estaba en los huesos. Se le marcaban mucho los pómulos debajo de los ojos, grisáceos e inexpresivos. Si el nacimiento de Lada había estado a punto de matarla, el de Radu le había quitado cualquier resto de vitalidad. Lo miró todo sin inmutarse: Radu llorando, Lada debajo de la mesa, y su marido finalmente en casa.

—¿Qué? —preguntó.

—¿Así recibes a tu esposo? ¿El voivoda de Valaquia? ¿El príncipe?

La sonrisa triunfal de Vlad levantó su largo bigote, dejando a la vista unos labios finos. Vasilissa se puso tensa.

—¿Te van a nombrar príncipe? ¿Y Alexandru?

—Mi hermano está muerto.

La niñera no tuvo la impresión de estar viendo a un hombre de luto.

Finalmente, Vasilissa se fijó en su hija y la llamó a su lado.

—Sal de ahí debajo, Ladislava, que está tu padre en casa.

—No es mi padre. —Lada no se movió.

—Haz que salga —le espetó Vasilissa a la niñera.

—¿No sabes hacer que te obedezca tu propia hija?

La voz de Vlad tenía la limpidez de un cielo azul en lo más crudo del invierno. El sol con dientes, llamaban a esos días.

La niñera, cada vez más encogida, se movió para que al menos Radu quedara fuera de la vista de su padre. Vasilissa miró agitadamente hacia ambos lados, pero no había escapatoria.

—Quiero irme a casa —susurró—. A Moldavia. Déjame volver, por favor.

—Suplícamelo.

El frágil cuerpo de Vasilissa tembló un poco antes de caer de rodillas en el suelo y tomar con una mano la de Vlad.

—Por favor. Por favor, te lo suplico, déjame volver a casa.

Vlad tendió la otra mano para acariciar el pelo lacio y grasiento de su esposa. Acto seguido lo empuñó con fuerza, y le torció la cabeza hacia un costado. Vasilissa gritó. Vlad siguió tirando, hasta que no le dejó más remedio que levantarse. Luego acercó los labios a su oído.

—Nunca he conocido a un ser más débil. Arrástrate otra vez a tu agujero, y quédate escondida. ¡A rastras, he dicho!

La arrojó al suelo. Ella, sollozando, se arrastró hacia el pasillo.

La niñera no apartaba la vista de la magnífica alfombra que cubría el suelo de piedra. No decía ni hacía nada. Solo rezaba por que Radu no rompiera su silencio.

—Tú. —Vlad señaló a Lada—. Sal. Ahora mismo.

La niña obedeció, sin apartar la vista de la puerta por donde se había marchado Vasilissa.

—Soy tu padre, pero esa mujer no es tu madre. Tu madre es Valaquia. Tu madre es la tierra a la que estamos a punto de ir, y de la que soy yo el príncipe. ¿Me has entendido?

Lada miró a los ojos de su padre, unos ojos hundidos, que llevaban grabados muchos años de astucia y de crueldad. Luego asintió y tendió la mano.

—La hija de Valaquia quiere que le devuelvan su cuchillo.

Vlad sonrió y se lo dio.