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Vlad no se tomó la molestia de asistir al nacimiento de su segundo hijo con Vasilissa: varón, un año menor que su hermana, como si llegara al mundo en su persecución.

Tras limpiar al recién nacido, la niñera se lo mostró a su madre. Era menudo y perfecto, con labios como de capullo de rosa, y abundante pelo negro. Tendida en la cama, con los ojos vidriosos, Vasilissa miraba la pared sin decir nada. En ningún momento posó la vista en su hijo. Sintiendo un tirón en la falda, la niñera se fijó en que la pequeña Lada la miraba muy seria, y orientó al bebé hacia ella.

—Un hermano —dijo con dulzura.

El bebé rompió a llorar, un débil gorgoteo que inquietó a la niñera. Lada frunció aún más el ceño y le tapó la boca con una de sus manos regordetas. La niñera apartó rápidamente al niño. Lada levantó la vista con una mueca de rabia.

—¡Mío! —exclamó.

Era la primera palabra que decía.

Sobresaltada, la niñera se rio y bajó otra vez al bebé. Lada lo miró con mala cara, hasta que cesó el llanto. Solo entonces, como dándose por satisfecha, salió con pasos vacilantes de la habitación.