1435: Sighisoara, Transilvania
Las pobladas cejas de Vlad Dracul descendieron como se abaten las tormentas cuando el médico le dio la noticia de que su mujer había dado a luz a una niña. Sus otros hijos —uno, ya mayor, de su primera esposa, y hasta un bastardo nacido de su amante un año atrás— eran varones. Nunca había considerado tan débil su simiente como para engendrar a una hembra.
Cruzó la puerta, penetrando en el ambiente cerrado e irrespirable del pequeño dormitorio, cuyo olor a sangre y miedo le infundió repugnancia.
Su casa, en las montañas de Sighisoara, dentro del recinto amurallado de la ciudad, distaba mucho de ser la que merecía. Estaba al lado de la puerta principal, junto al sofocante bullicio de la plaza, pegada a un callejón que apestaba a deshechos humanos. Su séquito de diez hombres, meramente ceremonial, hacía de Vlad un simple funcionario, aunque con cierto lustre. Era el gobernador militar de Transilvania, cuando su autoridad, en principio, habría debido extenderse a toda Valaquia.
De ahí, quizá, la maldición de una hija, otro insulto a su honor. Vlad era miembro de la Orden del Dragón, personalmente sancionada por el Papa. Debería haber sido el voivoda, el príncipe guerrero, pero el trono lo ocupaba su hermano, mientras él ejercía de gobernador de los sajones que usurpaban sus tierras.
Pronto haría gala con ellos de su honor, a punta de espada.
Vasilissa, empapada en sudor, gemía en la cama. Seguro que era de ella la debilidad que había echado raíces en su vientre. Viéndola tan poco principesca, en actitud y aspecto, Vlad tuvo náuseas.
La nodriza levantó un pequeño monstruo de cara roja, que no paraba de chillar. Para una niña, Vlad no tenía nombres. Seguro que Vasilissa querría bautizarla en homenaje a su familia, pero Vlad odiaba a la realeza moldava de la que descendía su mujer, por no haberlo hecho medrar políticamente. Su propio nombre, Vlad, ya se lo había puesto a su bastardo. Llamaría igual a su hija.
«Ladislava», declaró. Era una forma femenina de Vlad. Un diminutivo. Un disminuido. Si Vasilissa quería un nombre fuerte, que le diera un varón. «Recemos por que sea hermosa y nos sirva de algo», dijo.
La bebé berreó con más fuerza.
Los reales pechos de Vasilissa eran demasiado importantes para dar de mamar. La nodriza esperó a que Vlad se marchase para acercar a la bebé a sus tetas de plebeya. Madre reciente de un varón, aún le quedaba mucha leche. Sorprendida por la ferocidad con la que succionaba la pequeña, ella también rezó: Que sea fuerte. Que sea astuta. Miró a la princesa de quince años, bella y delicada como las primeras flores de la primavera, ahora, marchita y rota en la cama.
Y que sea fea.