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1447: Tirgoviste, Valaquia

Radu, menudo aún para sus once años, dio un puntapié en la nieve endurecida. Tenía frío, se aburría y estaba enfadado. Lada y Bogdan dieron gritos de alegría al pasar volando sobre el viejo escudo de metal en el que casi no cabían juntos. Al llegar al pie de la colina, frenaron dando tumbos en la orilla del río. La excursión hasta ahí, llevando a cuestas el escudo robado, se había hecho interminable; y aunque Radu hubiera colaborado en traerlo, no le dejaban participar.

Lada y Bogdan subieron otra vez con el escudo para la siguiente ronda, parloteando en su idioma secreto, que aún creían que Radu no entendía.

—Míralo —dijo Bodgan, riéndose, con sus grandes orejas muy rojas por el frío—. Me parece que va a llorar.

—Siempre llora —contestó Lada, sin molestarse ni en mirar a su hermano.

Lógicamente, a Radu se le empañaron los ojos. Odiaba a Bogdan. Sin aquel patán, quien bajara con Lada por la cuesta, quien compartiera sus secretos, habría sido él.

Se alejó por la nieve, blanca y deslumbrante bajo el sol. Si lo pillaban con los ojos llorosos, le echaría la culpa a la luz. Aunque claro, Lada y Bogdan no se dejarían engañar. Desde la orilla se veía toda el agua helada. Cerca jugaban varios niños, algunos de su edad. Se acercó, intentando que pareciese que iba a alguna parte.

Tenía ganas de que lo invitasen a jugar. Tantas, que le dolían más que el frío que le entumecía los dedos.

—Tengo un pastel de miel para el que se atreva a ir hasta el medio del río —anunció el mayor del grupo, que iba descalzo, con los pies envueltos en dos trapos, aunque su porte erguido no tenía nada que envidiar a ningún hijo de boyardo.

—Mentiroso —contestó una niña pequeña con trenzas largas que sobresalían de un chal atado a la cabeza—. Tú nunca llevas nada de comer, Costin.

El niño irguió la cabeza, apretando los labios de orgullo y de rabia.

—Puedo llegar más lejos que vosotros. Os desafío. ¿Quién es lo bastante valiente?

—Yo —dijo Radu.

Se arrepintió enseguida. Cauto por naturaleza, siempre con miedo a que le hicieran daño, evitaba todo riesgo posible. Por eso, entre otras cosas, se burlaban tanto de él Bogdan y Lada. Nunca se habría internado voluntariamente por un río helado.

Justo cuando iba a echarse atrás, oyó a sus espaldas el grito de alegría de Bogdan, y lo que hizo, finalmente, fue avanzar.

El grupo, que hasta entonces no se había fijado en él, lo miró. Viéndolo tan bien vestido, la mirada de Costin, especialmente atenta a sus botas de cuero, se volvió suspicaz. Radu tuvo ganas de ser amigo suyo. En cierto modo, aunque ni él mismo lo entendiese, deseó ser Costin. Quiso poder mirar a la gente a la cara, sin miedo ni vergüenza, aunque no tuviera ninguna posesión.

Costin contrajo el labio superior, provocando en Radu un temor repentino peor que el de hacer frente al río congelado. Tuvo miedo de que Costin lo ignorase, o le dijese que se fuera; miedo de que los niños, al mirarlo, se dieran cuenta de que no valía la pena perder el tiempo con él.

—Si llegas más lejos que yo, te quedas con mis botas —dijo sin poderse contenerse, de pura desesperación.

—¿Lo juras? —Costin arqueó las cejas, y se le matizó de astucia la mirada.

—Por todos los santos.

Su declaración, tan atrevida como indecorosa, produjo una mezcla de escándalo y de impresión entre los niños. Era mucho jurar, porque existían tantos santos que a Radu le habría sido imposible aprendérselos de memoria. Por otra parte, ya sabía que no estaba bien invocarlos para algo así. Se irguió, imitando la postura agresiva de Costin.

—¿Y si llegas tú más lejos que yo? —Se notaba por el tono de Costin que le parecía imposible.

—El pastel de miel. —Radu sonrió y le siguió la corriente, aunque fuera tan obvia la mentira

Costin asintió con la cabeza. Bajaron al río. Tan cerca de la orilla, el hielo era de un blanco opaco, y estaba sembrado de pequeños guijarros. Radu titubeó al mover el pie, intentando hacerse una idea de cuánto resbalarían sus botas.

Costin se rio y empezó a deslizar los pies envueltos en tela como si lo hubiera hecho cien veces. Probablemente fuera así.

Radu lo observó y siguió avanzando. Empezaba a ir más deprisa, aunque seguía bastante rezagado, cosa que le daba igual, porque en el fondo no quería ganar. Estaba seguro de que no había ningún pastel de miel. La experiencia le había enseñado que cuando la gente no cumplía las expectativas que se había marcado, reaccionaba con vergüenza o con rabia. Sospechó que Costin era de los que se ponían rabiosos, y él lo que quería era ser amigo suyo, no enemigo.

Además, tenía otro par de botas en casa. La niñera lo regañaría, pero no le diría nada a su padre. Y después de una buena reprimenda siempre lo trataba con especial dulzura.

A varios cuerpos de la orilla, resonó a su alrededor un gran chasquido, que lo dejó petrificado. Costin miró hacia atrás con los ojos oscuros y brillantes, y la barbilla levantada.

—Al medio se va por aquí, cobarde. —Dio unos cuantos pasos más, hasta que atravesó el hielo con un ruido ensordecedor.

—¡Costin! —exclamó Radu, acercándose despacio al agujero.

El muchacho salió a la superficie, tratando de aferrarse al hielo. Radu se echó boca abajo y se deslizó hacia él. Casi podía tocar sus manos. Sin embargo, oyó que el hielo empezaba a ceder debajo de su cuerpo.

Alguien lo estiró hacia atrás por el tobillo.

—¡Espera! —gritó, tendiendo las manos hacia Costin, que pese a tener ya fuera todo el tronco, no conseguía sacar el resto del cuerpo del agua.

Costin intentó aferrarse a Radu, pero era demasiado tarde. Abrió mucho los ojos, aterrorizado, con la cara tan blanca como el hielo, mientras se llevaban a Radu.

—¡Esperad, esperad, que tenemos que ayudarlo!

Radu trató de levantarse, pero alguien lo tomó por el otro tobillo y lo hizo caer de bruces. Al chocar con la barbilla contra el hielo, se mordió la lengua y se hizo sangre. Luego lo subieron a la orilla del río, y Lada le dio una bofetada.

—¿Pero a quién se le ocurre? —gritó.

—¡Tenemos que ayudarlo!

—¡No!

—¡Se va a ahogar! ¡Suéltame!

Lada lo levantó por el cuello y lo zarandeó.

—¡Te podrías haber muerto!

—¡Pues él se va a morir!

—¡Él no es nada! ¿No te das cuenta de que tu vida vale cien veces más que la suya? No te la juegues nunca más por nadie, nunca.

Seguía sacudiéndolo, imprimiendo un vaivén a su cabeza que a Radu le impedía ver el río, y si Costin había logrado salir. Oyó gritar al resto de los niños, pero le latía tan fuerte el corazón que era un sonido lejano e indistinto. Al final miró a Lada, pensando que estaría furiosa, pero la vio… desconocida. Tenía los ojos anegados en lágrimas, de las que en él se habría burlado.

—No lo hagas nunca más.

Lada se puso en pie y lo levantó. Bogdan tomó a Radu por el otro brazo. Se lo llevaron a rastras. Él intentó mirar hacia atrás, pero Lada lo agarró por el cuello y lo obligó a mirar al frente. Radu esperaba que su hermana caminase por delante durante todo el largo y frío trayecto de regreso, o le gritase, pero no, se quedó a su lado sin hablar.

—No le ha pasado nada —dijo finalmente, después de escuchar varios minutos cómo Radu se sorbía la nariz—. Ha conseguido salir.

—¿En serio? Radu se estremeció de esperanza, tiritando de los pies a la cabeza.

—Siéntate. —Lada señaló el escudo.

Hizo que Bogdan lo pusiera encima del escudo, espetándole tal cantidad de sinónimos de burro que Radu se olvidó de la cara de Costin y acabó tronchándose de risa. Por la noche, durante la cena, delante de la chimenea, Lada estuvo sentada a su lado, fastidiándolo, y a su manera, preocupándose de él.

Cuando le pareció que Radu dormía, entró en su cuarto con sigilo. Él apenas dormía. Estaba casi siempre despierto, preocupado por algo. Aun así, se quedó lo más quieto que pudo, respirando acompasadamente, curioso por saber qué haría Lada.

Ella estuvo un buen rato sentada al lado de la cama. Finalmente le puso una mano en el hombro.

—Eres mío —susurró.

Radu había estado pensando en el tono de su hermana al decirle que Costin había logrado salir del río: un tono plano, sin su mordacidad habitual. Estaba casi seguro de que mentía. Se quedó dormido, envuelto por la protectora calidez de la presencia de su hermana, entre punzadas de arrepentimiento por lo feliz que le había hecho el día.

Y que seguía haciéndole.