1446: Tirgoviste, Valaquia
Radu tenía en la boca gusto a sangre, mezclado con la sal del llanto que corría por su cara.
Andrei y Aron Danesti le dieron otra patada, un fuerte golpe en la barriga con sus botas. Radu se encogió sobre un costado, tratando de hacerse lo más pequeño posible. Las hojas secas y las piedras del suelo le arañaban las mejillas. Allá en el bosque no podía oírlo nadie.
Ya estaba acostumbrado a no ser oído. Tampoco lo oía nadie en el castillo, donde después de seis años solo se sentía en casa cuando estaba en su cuarto, junto a su niñera. En el pulso interminable que libraban con Lada los preceptores de ambos niños, el intachable rendimiento de Radu pasaba a menudo desapercibido. Lada siempre estaba estudiando, o con Bogdan, y nunca le dedicaba ni un solo minuto. El hermanastro menor de ambos, Mircea, lo obligaba a buscarse escondites para evitar sus bruscos comentarios, y sus puños, aún más bruscos. En cuanto a su padre, el príncipe, se pasaba semanas enteras olvidando que él existía.
La presión era tan fuerte que al final Radu no sabía si le daba más miedo que su padre se fijara en él o que lo ignorase.
Era menos peligroso pasar desapercibido. Hoy, por desgracia, no lo había conseguido. La risa de Aron Danesti era más afilada que la punta de sus botas.
—Chillas como un gorrino. Hazlo otra vez.
—Por favor. —Radu se protegió la cabeza, mientras Aron lo abofeteaba—. Parad. Parad.
—Aquí venimos a hacernos más fuertes —dijo Andrei—. Y más débil que tú no hay nadie.
A todos los hijos de familias boyardas de entre siete y once años —boyardo era sinónimo de noble, y en boca de Lada la palabra siempre iba acompañada de una mueca de desprecio— los dejaban como mínimo una vez al mes en medio del bosque. Era una tradición, de la que la mayoría de los adultos se reían con indulgencia; decían que era un juego, aunque todos aguzaban la vista, pendientes de quién salía primero con aspecto de volver de un simple paseo, no cansado y asustado, como un niño común y corriente.
A los Danesti, que durante los últimos quinientos años se habían intercambiado el trono con la familia Basarab, les interesaba especialmente el desempeño de Aron y Andrei, ambos un año mayores que Radu. No les tenían excesivo cariño a los usurpadores Draculesti.
Radu era el hijo del príncipe, un Draculesti, el más pequeño de los niños, y la víctima principal. Nunca salía vencedor. Por primera vez se preguntó si volvería sano y salvo. Sentía las garras del miedo en la garganta. Su respiración era superficial, entrecortada.
Andrei lo levantó a la fuerza, clavándole los dedos en los brazos, y le tocó la oreja con los labios. Su aliento estaba muy caliente.
—Mi madre dice que a tu padre le gustaría que no hubieras nacido. ¿A ti también?
Aron le pegó en la barriga. Radu tuvo una arcada.
—Dilo —le ordenó Andrei alegremente—. Di que te gustaría no haber nacido.
Radu cerró los ojos con fuerza.
—Me gustaría no haber nacido.
Aron volvió a pegarle.
—¡Lo he dicho! —gritó Radu, tosiendo y respirando con dificultad.
—Ya lo sé —contestó Andrei—. Dale otro puñetazo.
—Mi padre os…
—¿Tu padre? ¿Qué hará, escribir al sultán pidiéndole permiso para regañarnos? ¿Solicitarle a mi familia un donativo al trono, para que pueda permitirse una vara con la que azotarnos? Tu padre no es nadie. Como tú.
Justo cuando Radu se preparaba para un nuevo golpe, abrió los ojos al oír gritar a Aron, y vio que estaba dando vueltas para quitarse a Lada de encima. No debía estar allí, sin embargo la presencia de la niña tampoco era del todo sorprendente. Se había subido a la espalda del muchacho, inmovilizándole los brazos. Su pelo, una cortina enmarañada, le tapaba la cara, hasta que Aron se giró y Radu pudo ver ella había clavado los dientes en el hombro de su atacante.
Andrei apartó a Radu de un empujón y corrió en ayuda de su primo. Lada soltó a Aron, bajando de su espalda, y se quedó de cuclillas en el suelo, con una mirada penetrante. Andrei tenía once años, como ella, pero la superaba en estatura. Aron dio tumbos hasta que se apoyó en un árbol, donde se quedó llorando, con la mano en el hombro.
Lada sonrió a Andrei con los dientes ensangrentados.
—Demonio de niña… Te…
Lada se puso de pie de un salto y le dio un puñetazo en la nariz. Andrei chilló y se cayó de rodillas en el suelo, sollozando. Lada se acercó y le dio una patada en las costillas, tumbándolo de espaldas. Él se la quedó mirando, atragantado por la sangre que le chorreaba por la nariz. Ella le puso un pie en la garganta y presionó lo justo para hacerle abrir los ojos de pánico.
—Vete de mi bosque —le gruñó.
Después de levantar el pie, observó con los ojos entornados cómo Andrei y Aron corrían, cogidos de los hombros. Ya no estaban para bravuconerías.
Radu se limpió la cara con la manga, dejando un rastro de sangre y polvo. Luego miró a Lada, sobre la que caía un rayo que se filtraba por un hueco en el denso ramaje. Por una vez se alegró de la ferocidad de su hermana, y de la peculiar intuición que le permitía saber siempre la mejor manera de hacerle daño a alguien con el menor esfuerzo. Él estaba extenuado y asustado pero Lada lo había salvado.
—Gracias. —Se tambaleó hacia ella con los brazos extendidos. Su niñera, siempre que le dolía algo, lo tomaba en sus brazos, aislándolo del mundo. Ahora quería lo mismo. Lo necesitaba.
Lada le dio un puñetazo en la barriga, que lo hizo doblarse de dolor y quedarse de rodillas en el suelo. Arrodillándose a su lado, lo agarró por las orejas.
—No me des las gracias. Lo único que he hecho es enseñarles a tenerme miedo. ¿En qué te ayuda a ti eso? La próxima vez, pega primero y más fuerte. Asegúrate de que tu nombre sea sinónimo de miedo y de dolor. La próxima vez no estaré yo para salvarte.
Radu temblaba, intentando no llorar. Sabía que a su hermana le daba mucha rabia que llorase, pero le había hecho daño. Encima le pedía un imposible. Los otros chicos eran más corpulentos, crueles y rápidos. Lo que hacía mejor a Lada que ellos… eso… él no lo había heredado.
La siguió apesadumbrado durante todo el camino de regreso, preguntándose cómo podía ser como ella. Los boyardos esperaban debajo de sus pabellones, intercambiando chismorreos mientras los abanicaban los criados. Entre los presentes se encontraba Mircea, conversando con Vlad Danesti. A juzgar por su expresión al ver la cara de Radu, parecía que disfrutaba que se la hubieran magullado e, incluso, quizá hubiera tenido ganas de participar.
Radu trató de ocultarse detrás de Lada, que de todos modos era el centro de todas las miradas. La imagen de la hija del príncipe saliendo del bosque con la cabeza erguida había sorprendido a los boyardos. Lo que no sorprendió a nadie fue ver a su hermano sucio y lleno de sangre, aunque más lo estaban Aron y Andrei: en sus prisas por huir de Lada, los primos Danesti se habían perdido, y había sido necesario rescatarlos.
A partir de ese día quedó cancelado el aprendizaje en el bosque. Las familias boyardas hablaban en voz baja sobre la hija del príncipe. Siempre había montado mejor que los chicos de su edad, y había exigido recibir las mismas lecciones que su hermano, pero su última hazaña era mucho más pública. En vez de regañarla, su padre se reía, jactándose de tener una hija fiera e indómita como un jabalí. ¿Se habría fijado alguien en Radu de haber sido él quien emergiera victorioso del bosque?
Radu lo oía todo escondiéndose detrás de los tapices, y esperando en la penumbra de un rincón. Se había dado cuenta de que Aron y Andrei lo vigilaban, pero en dos semanas no habían logrado acorralarlo a solas ni una sola vez. En presencia de adultos, Radu podía sonreír, mostrarse encantador y mantenerse fuera de peligro.
Lada tenía razón. No lo había salvado. Se veía claramente en la expresión con que lo miraban sus enemigos.
Así pues, se mantuvo a la espera, observando a escondidas, hasta que una tarde despejada de otoño tomó la iniciativa.
—Hola —dijo con bastante alegría y desenfado como para iluminar el crepúsculo.
—¿Se os ofrece algo? —El criado, un niño, se sobresaltó como si le hubieran pegado. De tan gastada, su camisa casi era transparente. Radu vio las líneas marcadas de su clavícula, y la frágil extensión de sus delgados brazos. Probablemente tuvieran la misma edad, pero la vida había sido mucho más benévola con Radu. Al menos en lo referente a tener el estómago lleno.
Sonrió.
—¿Te apetece algo de comer?
El niño abrió mucho los ojos de sorpresa, y asintió.
Habiendo pasado inadvertido tantas veces, Radu era consciente del valor de no ser visto. Llevó a Emil, un criado de tan bajo rango que para sus señores boyardos era invisible, a la cocina.
El castillo sufría una epidemia de robos. Después de cada fiesta entre familias boyardas, alguien echaba en falta un collar, una joya o algún otro efecto personal de valor. Dada la mala imagen que ofrecía del príncipe, Vlad anunció que ni bien se descubriera al culpable sería azotado en público, y encarcelado por tiempo indefinido. Los boyardos, airados, decían barbaridades en voz baja. Vlad iba por el castillo con mirada suspicaz, encorvado por el peso de la vergüenza de no poder controlar su propia casa.
Varias semanas después, Radu asistió entre las primeras filas al momento en que Aron y Andrei, con la cara llena de lágrimas y mocos, eran atados a un poste en medio de la plaza.
—¿Por qué habrán robado? —dijo Lada con una mueca de curiosidad, mientras observaba la escena.
Radu se encogió de hombros.
—Todo lo robado lo ha encontrado un criado debajo de sus camas.
Un criado que ya no sufría por desnutrición, y que consideraba a Radu su mejor y único amigo en el mundo. Radu sonrió. En el fondo no habría hecho falta esperar tanto, retrasando el castigo de sus enemigos y prolongando el bochorno de su padre, pero la expectación había sido una delicia. Y la recompensa, estupenda.
Lada se giró a mirarlo, juntando las cejas en un gesto de desconfianza.
—¿Has sido tú?
—Hay otras maneras de pegar que con los puños.
Radu le clavó un dedo en las costillas, y quedó sorprendido al oír su risa, que le hizo erguirse más, mientras se propagaba por su rostro una sonrisa de orgullo por haber sorprendido y hecho disfrutar a Lada. Su hermana nunca se reía, salvo que se estuviera burlando de él. ¡Algo bueno había hecho!
En ese momento empezaron los azotes.
La sonrisa de Radu se marchitó hasta desaparecer. Apartó la vista. Ya no estaba en peligro. Y Lada se enorgullecía de él, algo sin precedentes. Se centró en esa idea, ignorando las náuseas que le retorcían el estómago mientras Aron y Andrei chillaban de dolor. Necesitaba estar con su niñera, en sus brazos, recibiendo su consuelo. Y esto también era un motivo de vergüenza.
Lada observó el látigo con una mirada calculadora.
—De todos modos —dijo—, los puños son más rápidos.