Al caer la noche, dejé la lectura y salí de la biblioteca. No tenía planeado adónde ir. Simplemente, me dediqué a deambular por los pasillos, inquieta, intentando evitar a todo el mundo.
Sabía que, por mucho que aplazara regresar al cuarto, Ren estaría despierto. Estaría allí tumbado, con la mirada pegada a la tele, ya fueran las nueve de la noche o las dos de la madrugada. Todas las noches me esperaba mientras yo me cambiaba en el baño como si tuviera dieciséis años otra vez. Cuando salía, las mantas de mi lado de la cama estaban apartadas. Me acostaba y, unos segundos después, él se acurrucaba a mi lado, apretándome fuerte contra su pecho.
Ese contacto, su pecho contra mi espalda, su brazo alrededor de mi cintura, siempre me trastornaba. Era demasiado y, al mismo tiempo, no lo suficiente; pero era lo único que me ayudaba a quedarme dormida.
Ren era la única razón por la que me dormía.
Lograba dormir esas escasas horas cada noche gracias a él, porque me esperaba. Porque había sido increíblemente paciente y… Dios, era tan buen chico. Perfecto. Auténtico. Incluso sabía doblar sábanas ajustables, ¿quién sabía hacer eso? Y yo me estaba comportando como…, como una puta imbécil.
Me detuve justo al borde del patio y contemplé los cientos de guirnaldas de luces parpadeantes.
La primera vez que vi la antigua central eléctrica situada en Peters Street, parecía otro de los muchos edificios abandonados y en ruinas de la zona; pero únicamente se debía a un potente hechizo. Ahora lo veía como era en realidad: un magnífico edificio renovado que no tenía nada que envidiarle a cualquier hotel caro de Nueva Orleans. Faye nos había dicho que podían alojar a cientos de faes que buscaban un lugar seguro en el que ocultarse. El patio era precioso…, transmitía serenidad. Por eso solía venir a menudo. Aquí podía sentarme y estar a solas.
Podía pensar…, pensar en todas las cosas en las que no quería pensar delante de otras personas.
Mientras paseaba bajo los farolillos de papel y las guirnaldas de luces, me pregunté si partes del Otro Mundo se parecerían a esto.
Nunca antes me lo había planteado.
Seguí el sendero hacia lo que ahora consideraba mi balancín. Corría un aire más fresco de lo habitual en esta época del año, y a los lugareños probablemente les pareciera que hacía frío. A mí me habría encantado, de no ser porque sabía que se debía a que la corte de invierno se estaba congregando en Nueva Orleans.
Eso le quitaba la gracia a la ola de frío.
Me detuve en medio del sendero, con los brazos en jarras, y escuché. Qué raro. Me llegaba el sonido lejano de risas y conversaciones procedentes del interior del Hotel Faes Buenos. Pero no oía sirenas. Ni estruendosos cláxones. Nueva Orleans nunca dormía ni estaba en silencio. No de este modo. Debía de ser cosa de los faes. Tenían magia insonorizadora o algo por el estilo.
Joder, si la vendieran, se forrarían.
Llegué al balancín y me senté, usando las puntas de los pies para impulsarme. Descrucé los brazos, apoyé las manos en los muslos y cerré los ojos. Inhalé bruscamente al notar que se me agitaba el estómago.
Tenían tantísima ham…
Ni hablar.
Abrí los ojos y realicé una exhalación larga y lenta. Miré a mi alrededor, contemplando los lirios en flor, mientras ignoraba el temblor que me subía y bajaba por los brazos. A continuación, repetí lo que hacía cada noche.
Drake.
Todos los músculos de mi cuerpo se tensaron, presionándome el pecho y la garganta hasta que pensé que iba a vomitar.
Drake. Drake. Drake.
Repetí el nombre del príncipe una y otra vez en mi mente. Continué diciéndolo hasta que parte de la tensión se aflojó y se me alivió la opresión del pecho. Dije su nombre hasta que se me pasaron las náuseas.
Estos ejercicios mentales eran más duros que correr en la cinta. Intentaba insensibilizarme. Después de todo, ¿cómo me iba a enfrentar a Drake si con solo pensar en su nombre me daban ganas de vomitar?
Me estremecí cuando el viento arreció y recorrí el patio con la mirada. Las flores se agitaban y las luces se balanceaban. El lugar estaba tan vacío como yo me sentía por dentro y, maldita sea, lo odiaba…, odiaba esta situación.
Porque yo no era así.
Esta no era yo.
Así que ¿qué diablos estaba haciendo aquí fuera? Debería estar dentro…, debería estar hablando con Ren. Éramos un equipo. Compañeros. Amantes. Amigos. Necesitaba hablar con él. Contarle cómo me sentía, porque, si lograba pronunciar aquellas palabras, sabía que él me ayudaría a encontrarles sentido. Necesitaba hablarle del hambre incesante.
Podía hablar con él de ello. Podía hablar con alguien, contarle —contarle a Ren— que no me sentía yo misma. Que, de algún modo, ya no sabía quién era Ivy Morgan.
Porque no podía seguir así, vagando sin rumbo y escondiéndome. Eso no era nada valiente; pero, aún más importante, no era inteligente.
Había aprendido lo suficiente en la clase de Introducción a la Psicología a la que había asistido en la Universidad de Loyola como para saber que, a veces, hablar con alguien era el mejor remedio. Puede que eso no resolviera todo el caos que reinaba en mi mente, pero seguro que ayudaba. Era el primer paso del proceso para afrontar y superar el trauma. Expresar con palabras lo que sentía sería como extirpar la oscuridad de mi interior.
Iba a encontrar a Ren y a hablar con él. Iba a ir con la verdad por delante de una maldita vez.
Me levanté del balancín y entré a toda prisa en el edificio. Bajé por el pasillo, pasando por delante de varias puertas cerradas, sin establecer contacto visual con los faes con los que me encontré. Ninguno se me acercó siquiera cuando nos cruzamos. La mayoría ni siquiera me miró. Me pregunté si tratarían a Ren igual…, si se comportaban así porque éramos miembros de la Orden o porque yo era la semihumana.
Seguramente era preferible que esa pregunta quedara sin respuesta.
Mientras me aproximaba a una de las grandes salas comunes, oí algo que me hizo detenerme en seco.
Oí la risa de Ren.
Aquel sonido me atrajo de un modo casi incontrolable y fui avanzando poco a poco pegada a la pared. Me detuve justo antes del amplio arco que conducía a la sala y eché un vistazo dentro.
A quien vi primero fue a Tink, y me asombró que, estando juntos en la misma habitación, Ren se estuviera riendo y no intentando matarlo.
Tink estaba sentado en el brazo del sofá, cerca de Brighton, que parecía muy incómoda. Brighton llevaba el cabello rubio recogido en una coleta, como siempre. Tenía treinta y tantos años, pero parecía diez más joven gracias al mismo aire intemporal del que hacía gala su madre.
Sentado al lado de Brighton había un fae al que conocí la noche en la que escapé del príncipe. Tenía el pelo rubio, así que supe que era Kalen. Tink aseguraba que no podía distinguir a Kalen de Dane, el otro fae que había formado parte de la «Operación Rescatar a Ivy», pero Dane tenía el pelo oscuro, así que no me cabía en la cabeza por qué le costaba tanto.
Ren estaba sentado en una silla, situado de perfil hacia la entrada. Tenía la espalda apoyada contra el respaldo, con un tobillo colocado sobre la rodilla contraria y la mejilla apoyada en el puño. Estaba sonriendo y tenía los hombros libres de tensión. Todo su cuerpo parecía estarlo. Parecía… relajado.
No lo había visto así desde…, desde que le dije que era la semihumana. Naturalmente, la siguiente vez que lo vi no se trataba de él sino del príncipe suplantándolo. A Ren lo habían capturado la misma noche en la que le solté la noticia. No volví a ver al «verdadero» Ren hasta que el príncipe me llevó a la celda en la que lo retenían.
Me mordí el labio mientras mi mirada pasaba de él a Faye. Esta había adoptado su forma humana: cabello oscuro, piel morena, rasgos preciosos. Y estaba sentada en el brazo de la silla de Ren.
Noté el sabor de la sangre en la boca.
Crucé los brazos mientras Faye le sonreía a Ren como si fueran muy amiguitos.
A ver, no es que estuviera celosa, pero supuse que salir juntos a explorar era una buena forma de estrechar lazos. Así fue como Ren y yo intimamos… Vale, vale. Eché el freno a mis pensamientos antes de que acabara entrando de sopetón en la sala común, agarrara a Faye del pelo y la apartara por la fuerza del brazo de aquella silla.
Tink sin duda lo aprobaría, ya que le encantaban los dramas de todo tipo.
Había otros faes en la sala con ellos, a los que no reconocí, pero mi mirada regresó de nuevo a Tink y a Ren.
Parecían tan… bien adaptados, como si fuera una noche normal y corriente. Incluso se los veía felices y, lo que era más importante, a gusto. Estando conmigo no eran así. Ni siquiera Tink. El duende era un caso, claro, pero a veces incluso él parecía andarse con pies de plomo a mi alrededor.
Contárselo todo a Ren quedó relegado a un segundo plano. Lo último que necesitaba en este momento era lidiar con mis neuras, porque él también las había pasado muy mal y necesitaba momentos como este. Momentos durante los que poder relajarse y ser normal y no tener que revivir lo que le pasó…, nos pasó.
No quería arrebatarle eso.
Retrocedí, di media vuelta y me dirigí a los ascensores, pero me detuve. ¿Adónde iba? Giré sobre mis talones con un suspiro y me dirigí de nuevo al patio. Tras pasarme semanas metida en aquella maldita habitación en la mansión del príncipe, no quería estar encerrada en otra. Fuera hacía frío, pero prefería tener la carne de gallina a estar rodeada de cuatro paredes y una puerta.
Seguí el sendero una vez más, deslizando los dedos por las frondosas enredaderas que prácticamente cubrían todo el pasadizo abovedado. Fuera de este sitio, las plantas y las flores estaban empezando a marchitarse debido a la ola de frío, pero aquí todo estaba lleno de vida. Era mágico. ¿Tal vez por eso me transmitía tanta serenidad? Me adentré más en el jardín, alejándome del Hotel Faes Buenos.
—Eh, tú.
Aquella voz me sobresaltó y me giré con un leve ceño. A unos metros de mí se encontraba un fae. No lo había visto antes, pero aparentaba aproximadamente mi edad. Eché un vistazo por encima del hombro. No había nadie allí, por supuesto. Me volví hacia el fae, sorprendida, ya que ninguno de ellos me dirigía nunca la palabra.
—¿Quién? ¿Yo?
El fae abría y cerraba las manos a los costados.
—Tú eres la única persona que hay aquí, ¿no?
Caray. ¿A qué venían esas malas pulgas?
—Pues sí, pero tengo nombre y no es «eh, tú».
El fae apretó la mandíbula y prácticamente me fulminó con sus pálidos ojos azules mientras daba un paso al frente.
—Ya sé cómo te llamas, pero eso da igual. Tu nombre es irrelevante.
—Madre mía. —Solté una breve carcajada—. ¡Cuánta amabilidad!
Él ignoró mi comentario.
—¿Qué haces aquí?
Menuda estupidez de pregunta.
—Bueno, es una historia bastante larga, pero puedo ofrecerte la versión para torpes si prefieres.
El fae adoptó un aire despectivo.
—Todos sabemos lo que eres y lo que eso significa. Es lo único que necesitamos saber.
Me estremecí para mis adentros, pero mantuve el rostro inexpresivo mientras avanzaba hacia él. Estaba resuelta a no dejarle ver que me había molestado.
—Sabía que no debería haber actualizado mi página de Facebook anunciando que soy una semihumana.
El fae hizo una mueca con los labios.
—¿Te quedas ahí plantada, en un lugar sagrado para nosotros, y te dedicas a hacer bromas mientras pones nuestras vidas en peligro? Me alegra que le encuentres el lado divertido.
Todas las respuestas cortantes que tenía en la punta de la lengua se esfumaron.
—¿A qué viene eso de que pongo vuestras vidas en peligro? Mira, que perteneciera a la Orden no significa que esté a punto de mataros a todos.
—No se trata de que pertenecieras a la Orden ni de que masacraras a los nuestros de forma indiscriminada.
A mí sí que me sonó a que tenía que ver con la Orden.
El fae entrecerró los ojos.
—Se trata de que eres la semihumana. El príncipe acabará encontrándote aquí. Todos lo sabemos. Solo es cuestión de tiempo, y cuando lo haga no se limitará a atraparte y marcharse. Nos matará a todos —me espetó, helándome la sangre—. ¿Te sigue pareciendo tan gracioso, semihumana?
Me quedé de piedra.
—Me dijeron que este lugar estaba protegido…
—Así es, pero no por mucho tiempo. El hechizo se desvanecerá. —Se le borró la mueca despectiva de la cara—. Y por eso no nos queda otra opción. Mientras estés aquí, todos corremos peligro. Mi familia. Mis amigos. Todos morirán porque Tanner te ofreció asilo.
No tuve oportunidad de pedirle que me explicara a qué opción se refería. Una ramita se partió a mi espalda cuando alguien la pisó. En un recóndito rincón de mi mente, me reproché no haber sido más observadora…, no haber explorado el lugar, por mucha serenidad que transmitiera.
Me habían adiestrado en la Orden desde que nací. Debería haber sido más sensata.
Pero ya era demasiado tarde.
Antes de poder asimilar del todo lo que estaba ocurriendo, noté un dolor abrasador en la espalda, que se originó en el costado y me bajó por las piernas, haciéndome caer de rodillas.