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Deambulé con los brazos cruzados por el largo y estrecho pasillo de la biblioteca del Hotel Faes Buenos. Se encontraba en la misma planta que el vestíbulo y el gimnasio, aunque en un ala completamente diferente. La había encontrado por casualidad unos días antes mientras todos los demás estaban cenando.

Por cierto, ¿por qué todo el mundo cenaba a la misma hora? ¿Era una especie de extraña tradición de los faes de la corte de verano? Era como estar en el instituto, salvo que con personas atractivas y de piel plateada… que ni siquiera eran personas.

Descrucé los brazos y los estiré, deslizando los dedos por los gruesos libros. Algunos de estos ejemplares debían tener décadas de antigüedad, como mínimo. Había un montón escritos en idiomas que yo desconocía. Más al fondo se encontraban los libros más nuevos y gran cantidad de narrativa de diversos géneros, como romance o suspense. Incluso tenían una sección decente y actualizada de literatura juvenil.

Me dirigí hacia allí mientras los demás residentes de aquel inmenso edificio se sentaban a cenar. A juzgar por el aroma que emanaba de la cafetería, me pareció que esa noche había estofado. Normalmente se me habría hecho la boca agua, pero esta noche se me revolvió el estómago.

Todos los días me encontraba famélica o a punto de vomitar, y no parecía haber punto intermedio. ¿Cuándo pararía esto? Había transcurrido una semana desde la última vez que me había… alimentado. El hambre debía disiparse.

Probablemente debería pedirle consejo a alguien. Faye sabía lo que me habían obligado a hacer, pero eso implicaría tener que hablar con ella…, con alguien, y no me apetecía pasar así el tiempo.

Al llegar al final del pasillo, giré a la derecha y me adentré más en la biblioteca. Me gustaba estar aquí. Reinaba el silencio y a nadie, ni siquiera a Tink, se le había ocurrido buscarme aquí. Podía elegir un libro, buscarme un rincón y sentarme a leer.

Y eso hice.

Escogí una vieja novela romántica histórica, de esas que tenían en la portada a un tipo de pecho fornido y a una chica a la que parecía estar a punto de caérsele el vestido. Encontré un pequeño cubículo al fondo y me acurruqué en una enorme y cómoda silla.

Tardé un par de capítulos en sumergirme en la historia de una joven atrapada en una contienda entre guerreros escoceses. Me encantaba leer, pero me costaba concentrarme cuando sentía que debía estar ahí fuera, haciendo más…, haciendo algo.

¿Quizá fuera eso lo que me pasaba? Tal vez, simplemente, no estaba acostumbrada a quedarme de brazos cruzados sin hacer nada durante días, sin saber cuándo cambiarían las cosas. Porque ¿quién sabía? Podría tener que pasar semanas aquí. Puede que incluso meses.

No lo soportaría.

Exasperada con mis propios pensamientos, volví a concentrarme en lo que estaba leyendo. En cuanto desconecté el cerebro, me enfrasqué en la historia. Estaba tan absorta imaginándome las onduladas colinas verdes y las brumas de las tierras altas escocesas, que no oí los pasos que se aproximaban.

—Ivy.

Aquella voz profunda y pecaminosamente aterciopelada me sobresaltó de tal modo que casi dejo caer el libro. Alcé la barbilla. El aire se me escapó de los pulmones en cuanto mi mirada se encontró con unos ojos del color de las hojas en primavera.

Ren.

No había esperado que me encontrara.

—Hola —dije, hallando al fin la voz, mientras cerraba la vieja novela de tapa blanda. Mi escondite ya no era secreto—. ¿Qué haces aquí?

Ren enarcó las cejas al oír esa pregunta y deseé de inmediato no haberlo dicho. Sonó como si no quisiera que me encontrara; aunque, bueno, así era, pero no quería que él lo supiera.

—Es hora de cenar, ¿no? —añadí rápidamente, notando que me ponía colorada. Fue otra pregunta estúpida de la que me arrepentí enseguida.

—Sí, es hora de cenar. —Se acercó y se sentó a mi lado en la silla, estirando sus largas piernas—. Por eso te estaba buscando.

Las dos primeras noches que habíamos pasado aquí, había acudido a cenar a la cafetería y me había obligado a mí misma a comer a pesar de las miradas de curiosidad y recelo. No estaba segura de cómo lo lograba Ren, pero esta era la primera noche que venía a buscarme. Bueno, que yo supiera. Si lo había hecho y no había logrado encontrarme, nunca lo había mencionado.

—Perdí la noción del tiempo leyendo este libro —mentí—. Espero que no hayas interrumpido tu cena para venir a buscarme.

En su rostro se dibujó una expresión extraña que no pude descifrar del todo, pero se esfumó antes de poder encontrarle sentido. Ren le echó un vistazo al libro.

—¿Llevas aquí todo el día?

—Llevo… un rato.

Se mordió el labio inferior. Se hizo un silencio tenso y… bueno, la situación entre nosotros era rara. Y todo por mi culpa. Era consciente de que yo hacía que la situación fuera rara. Aquel día en el balancín, el día en que pensé que podía con esto, que con Ren y Tink a mi lado todo iría bien… Ahora parecía tratarse de otra vida.

Ren soltó un largo y lento suspiro y se inclinó hacia delante, apoyando los codos en las rodillas.

—Regresé hace un par de horas y fui a buscarte. En realidad, fue lo primero que hice.

Sentí una opresión en el pecho mientras me invadía una oleada de culpa. La pregunta tácita quedó flotando en el aire entre ambos. «¿Dónde estabas?». Buena pregunta. Debería haber estado localizable, esperándolo. Podría haber ocurrido cualquier cosa mientras él estaba ahí fuera. El príncipe, la Orden…, de todo. Estaba preocupada por él, claro, pero no me quedé esperándolo.

Busqué un lugar en el que esconderme y eso hice.

Ren apartó la mirada y se concentró en los estantes.

—Te busqué en el gimnasio, las salas comunes y el patio. Debería haber sabido que estarías aquí, ratoncito de biblioteca. —Esbozó una breve sonrisa. Los hoyuelos seguían sin hacer acto de presencia—. Creí…, creí que estarías en nuestro cuarto o en algún lugar… ya sabes, fácil de encontrar.

La culpa me inundó y me corrió por las venas como si fuera ácido de batería.

—Lo siento. Se me fue el santo al cielo. —Rodeé el libro con los dedos—. Bueno, ¿y qué pasó en el Flux?

—Logramos colarnos dentro. —La línea de su mandíbula se suavizó un poco—. Faye empleó un hechizo de seducción con los humanos. No me cabe en la cabeza que ese maldito sitio esté abierto. Había empleados y unos cuantos faes de nivel bajo de los que nos encargamos.

Me sorprendía bastante que el Flux estuviera abierto al público. La última vez que yo había estado allí, era el escenario de una masacre. Con cuerpos colgando del techo. Me costaría olvidar esa imagen.

—No encontramos nada —continuó Ren. Faye nunca había visto el cristal en la casa en la que se refugiaba el príncipe, así que debía estar oculto en otra parte—. Ya que estábamos ahí fuera, decidimos comprobar algunos cementerios. No había nada sospechoso por allí.

—¿Habéis hablado con Tanner? —Bajé la mirada cuando Ren se volvió hacia mí.

—Sí. —Se quedó callado un momento—. Nos dijo que alguien o algo venía de camino para ayudarnos a localizar el cristal, pero lo creeré cuando lo vea, ¿sabes? Si ese cristal no estaba en la mansión, entonces tiene que estar por aquí.

Asentí.

—¿Qué tal es trabajar con Faye?

—Raro —contestó, y por suerte no sentí una punzada de celos—. ¿Quién iba a pensar que acabaríamos trabajando con los faes?

—Nunca se me hubiera pasado por la cabeza. —No señalé que, técnicamente, él salía con alguien a quien se podía considerar una fae, ya que era semihumana—. ¿Crees que la Elite lo sabía?

Ren se había criado en aquella secta secreta dentro de la propia Orden, destinado a convertirse en uno de sus miembros.

—Nunca oí nada al respecto, pero la Elite tenía que saberlo.

Alcé la vista al notar que se le endurecía la voz. Había posado la mirada de nuevo en un estante. Añadió, con una mueca de asco:

—Kyle tenía que saberlo.

Yo me sentía igual de asqueada. Kyle Clare dirigía el grupo de la Elite al que había pertenecido Ren, y era un idiota. Un imbécil integral que había matado a Noah, el mejor amigo de Ren.

Noah había resultado ser un semihumano, por lo que Ren tuvo que debatirse entre su deber y alguien que le importaba. Exactamente la misma situación en la que se encontraba conmigo.

—Eso es lo que me genera desconfianza. —Echó la cabeza hacia atrás, moviendo el cuello de un lado a otro—. ¿Por qué mantendrían en secreto el hecho de que había faes buenos? ¿De que solían trabajar codo con codo con ellos?

—No lo sé —musité. Al parecer, esa era la pregunta del año.

Nuestras miradas se encontraron.

—Todas las semanas mueren miembros de la Orden en las putas calles luchando contra los faes. ¿Cuántos murieron la noche que se abrió el portal?

—Dieciséis —contesté. Nunca olvidaría esa cifra.

—Y este sitio ha estado aquí todo este tiempo, lleno de faes que podrían haber luchado a nuestro lado, que quieren lo mismo que nosotros. Todo esto es una mierda.

La situación era muchas cosas. Entre ellas, una mierda.

—He estado pensando en ello. Me niego a aceptar que no exista ningún motivo. No digo que lo justifique, pero ¿por qué le arrebató la Orden el cristal a los faes, y por qué nos ocultó a todos que habían sido aliados? Tiene que ser algo gordo. —Recorrí los silenciosos pasillos con la mirada—. Y no me creo que fuera cosa solo de la Orden. Sobre todo teniendo en cuenta que Tanner no ha estado demasiado comunicativo acerca de cómo y por qué ocurrió.

—Y que lo digas. Cada vez que saco el tema, elude la pregunta. Igual que Faye. —Se inclinó hacia delante, rozándome la pierna doblada con el brazo—. Y ya sabes lo que dicen: toda historia tiene tres versiones.

—La de la Orden, la de la corte de verano y la verdad —contesté—. ¿Te… te fías de ellos? ¿De estos faes?

Cuando la mirada de Ren se encontró de nuevo con la mía, no la desvié.

—Sí. De lo contrario, no les habría entregado mis dagas para que me dejaran quedarme.

Tanner nos había pedido que entregáramos nuestras armas, como medida de precaución. Lo habíamos hecho, pero seguíamos teniendo la estaca de espino en nuestro cuarto, porque se trataba de un objeto poco común y era la única arma capaz de acabar con un antiguo.

—Ahora somos vulnerables, así que han tenido muchas oportunidades de acabar con nosotros. Pero no lo han hecho. Nos han proporcionado alimento y un techo y estamos relativamente a salvo. Además, nos ayudaron a traerte. —Estiró el brazo y me rozó suavemente la mano con la punta de los dedos—. ¿Tú confías en ellos?

Bajé la mirada hacia sus dedos. Sinceramente, ahora mismo solo había dos personas en el mundo en las que confiaba al cien por cien: Ren y, aunque pareciera una locura, Tink. Había aprendido por las malas que, por muy bien que creas conocer a alguien, no significa que sea así. Val era la prueba.

—Confío en ti —contesté.

Ren deslizó su mano bajo la mía y entrelazó nuestros dedos. Me quedé sin aliento mientras se me formaba un nudo de emoción en el pecho. Despacio, cerré los dedos alrededor de los suyos. Él se llevó nuestras manos a la boca y depositó un beso sobre la mía. Un feroz ciclón de anhelo e indecisión se desató en mi interior. Quise subirme a su regazo, y también salir huyendo.

Ren bajó nuestras manos y las apoyó sobre su muslo.

—Vamos a cenar.

Tenía una respuesta afirmativa en la punta de la lengua, pero eso no fue lo que salió de mi boca mientras liberaba la mano.

—Ya he comido, pero ve tú. Yo voy a seguir con los hombres con kilts.

Se le tensó un músculo en la mandíbula y luego su expresión se suavizó.

—¿Qué comiste?

Recordando la conversación con Tink, me embarqué en una exagerada descripción de lo que había ingerido ese día. La mitad era mentira. Después de ducharme, me comí un cuenco gigante de Cheerios y un sándwich de mantequilla de cacahuetes. Me sentaron como una patada en el estómago y hubo un desagradable momento en el que creí que me iba a pasar el resto de la tarde rezándole al dios de porcelana.

Cuando terminé, no estaba muy segura de si Ren se lo había tragado o no.

—Vale —suspiró—. Pues ven a sentarte conmigo mientras yo como.

Se me tensaron los músculos. Saber que la cafetería estaría abarrotada de faes (faes que eran perfectamente conscientes de lo que era yo y qué quería el príncipe de mí) hizo que se me revolviera el estómago.

Me recosté contra el cojín de la silla.

—Creo que me voy a relajar aquí un rato.

Tuve que apartar la mirada cuando la decepción se dibujó en su rostro.

—Ivy. —Hizo una pausa y pude notar su intensa mirada sobre mí—. Te echo de menos.

—Estoy aquí mismo —respondí, intentando reprimir un repentino ramalazo de irritación. No debía sentirme molesta con él. Ren no estaba haciendo nada malo. Inspiré hondo y me obligué a sonreír—. No tengo otro sitio adonde ir.

—Estás aquí, cariño. —Aunque empleó un tono suave, me estremecí al oírle emplear aquel apelativo. Debería haberlo sabido. Cuando el príncipe se hizo pasar por Ren, nunca me llamó así—. Estás aquí físicamente, pero eso es todo.

Abrí la boca, pero no supe cómo contestar porque era cierto. No hacía falta ser muy observador para darse cuenta.

Aguardó mi respuesta y, cuando no llegó, alzó los hombros soltando un profundo suspiro. Se puso en pie y, al hablar, su tono fue como una puñalada en mi pecho. Era como si… un inmenso abismo se hubiera abierto entre nosotros y no dejara de crecer y ensancharse hasta que temí que no hubiera un puente lo bastante largo para que alguno de los dos lo cruzara.

—Voy a buscar algo de comer. Ya sabes dónde encontrarme.

Asentí, apretando los labios.

Se me quedó mirando un momento y creí que iba a añadir algo, pero no lo hizo. Dio media vuelta y se alejó, con la espalda recta y tiesa. Y yo me quedé allí sentada, con la mirada clavada durante largo rato en el lugar en el que Ren había estado.

Quería que se quedara.

Quería que me tomara en brazos y me llevara a rastras a la cafetería.

Pero también quería que hiciera justo lo que había hecho: dejarme a solas con mi vacío.