Mis zapatillas aporreaban la cinta de correr, sacudiéndola como si un rebaño de vacas estuviera pisoteando la máquina, pero ignoré aquel sonido. Los puños, que apretaba con fuerza, subían y bajaban a mis costados. Los rizos que se habían escapado del moño se me pegaban al cuello y las sienes. El sudor me corría por el cuello y se acumulaba en zonas en las que ni siquiera quería pensar.
Correr.
Qué fastidio.
Odiaba correr…, joder, por lo general aborrecía toda actividad física; pero, al formar parte de la Orden, estaba destinada desde que nací a dar caza a los faes que se alimentaban de humanos, debía mantenerme en forma.
No obstante, en este preciso momento no me encontraba en esta cinta porque fuera una especie de protectora predestinada de la humanidad. Simplemente, estaba corriendo porque no tenía nada más que hacer. Estaba atrapada aquí, prácticamente bajo arresto domiciliario en el Hotel Faes Buenos. Dado que el príncipe del maldito Otro Mundo podía olfatearme como si fuera un sabueso, era demasiado arriesgado que anduviera deambulando por las estrechas calles de Nueva Orleans.
Me clavé las uñas en las palmas de las manos.
Faye, que se había infiltrado en la mansión del príncipe, me había explicado que el hechizo protector que rodeaba el Hotel Faes Buenos impedía que el príncipe detectara mi presencia. Los faes que descendían de la corte de verano contaban con esa clase de poder.
Una corte que la Orden nos había dicho que ya no existía.
Apreté los labios mientras aceleraba el paso, sin dirigirme literalmente a ninguna parte. La Orden nos había contado muchas mentiras. Ellos sabían que había faes buenos ahí fuera..., faes que habían elegido no alimentarse de humanos, que vivían vidas normales y envejecían y morían como los humanos. La Orden solía trabajar con ellos en otro tiempo.
¿David lo sabía?
Al ser el jefe de la secta de Nueva Orleans, David Cuvillier debía estar al tanto de la verdadera historia de la Orden y los faes. Así que eso quería decir que él también me había mentido, y por algún motivo eso me dolía una barbaridad. Desde que me trasladaron a Nueva Orleans, David había sido lo más parecido que tenía a un padre. Era un imbécil malhumorado y se pasaba más tiempo criticándome que alabándome, pero era…, era David, y yo confiaba en él.
Todos los miembros de la Orden confiábamos en David…, confiábamos en la propia Orden.
Ni siquiera sabía por qué me estaba agobiando por esto; a fin de cuentas, ¿acaso importaba? Dudaba que la Orden me siguiera contando entre sus miembros.
Después de haber estado desaparecida del mapa durante el último mes aproximadamente, y con la Elite —un grupo superespecial y secreto dentro de la Orden— tras la pista de la semihumana, estaba convencida de que debían pensar que estaba muerta o que era la semihumana que andaban buscando.
Que Ren había venido a buscar.
Tragué saliva, intentando contener las náuseas repentinas mientras sacudía ligeramente la cabeza. Unas gotas de sudor salieron despedidas y salpicaron el panel de control. El problema era que necesitábamos a la Orden para abrir los portales y así poder enviar al príncipe de vuelta al Otro Mundo. No tenía ni idea de cómo íbamos a conseguirlo, de cómo íbamos a llevar a cabo el supuesto ritual de la sangre y la piedra. Que, por cierto, debía realizarse en el Otro Mundo. ¿Cómo diablos se suponía que íbamos a llevar el cristal —que actualmente estaba desaparecido— al Otro Mundo, con la sangre del príncipe y la mía en él? Me dolía la cabeza de solo pensarlo, y ahora mismo no estaba de ánimos para eso. Mi cerebro no podía asimilarlo en este momento.
Anoche, tras dejar a Ren en la habitación, vine aquí. Y aquí seguía, un puñado de horas después, porque correr solía acallar mis pensamientos. Cuando corría así, forzando mi cuerpo hasta que me ardían las pantorrillas, me dolían los muslos y el corazón me latía a toda velocidad, no había cabida para repasar y darles vueltas a las semanas de mi vida que había perdido…, a las semanas que había pasado con el príncipe.
No solía pensar en el horrible vestido que me hizo ponerme, ni en que me había encadenado a una cama. Cuando corría hasta que mis músculos parecían caucho a punto de partirse, podía ignorar el insidioso hambre que me atenazaba las tripas…, la clase de hambre que no se calmaba con buñuelos ni langostas.
Cuando corría hasta que mis muslos parecían bloques de cemento, no pensaba en cómo el príncipe me había obligado a alimentarme de personas inocentes. No oía los quejidos que dejaban escapar cuando mis zapatillas aporreaban la cinta de correr. No sentía la euforia que me invadía tras alimentarme.
Y, cuando corría hasta que sentía que el pecho me iba a estallar, no me quedaba espacio para pensar en lo que la zorra de Breena le había hecho a Ren. O en lo que el príncipe me había hecho a mí…, en lo que había intentado hacerme.
En este momento, contener mis pensamientos era mi principal prioridad; pero correr no me estaba funcionando hoy.
Necesitaba concentrarme en algo…, lo que fuera.
Mi mirada se desvió hacia la pared. Había varios televisores colgados, pero todos estaba apagados. Nunca había visto a ningún fae aquí. Sinceramente, ni siquiera sabía si necesitaban hacer ejercicio.
¿Eso quería decir que no sufrían enfermedades cardíacas ni cosas por el estilo?
¿Por qué diantres me había puesto a pensar en…?
La cinta de correr se detuvo de pronto bajo mis pies, lanzándome hacia delante. Me agarré de las barras laterales, salvándome unos segundos antes de darme un cabezazo contra el panel de control.
—Por Dios —gruñí, alzando la mirada.
Tink se encontraba a mi lado, sosteniendo la cuerda de emergencia.
—Buenas tardes, Ivy Divy. Me alegra comprobar que sigues teniendo buenos reflejos.
Me incorporé, soltando las barras laterales, y me volví hacia él mientras realizaba inspiraciones profundas.
—Pero tus dotes de observación son una mierda —añadió, acunando con una mano la bandolera gris que llevaba sobre el hombro—. Te pasé la mano por delante de las narices y apagué este trasto.
—Eres un cretino. —Mi pecho subía y bajaba trabajosamente.
Tink sonrió, muy ufano.
—Soy muchas cosas. Entre ellas, un cretino.
Un día de estos me iba a cargar a Tink. Y tenía motivos de sobra para hacer con él como en The Purge. Empezando por el hecho de que, hasta hacía bien poco, pensaba que Tink medía más o menos lo mismo que un muñeco Ken. Así había encontrado al maldito duende en el cementerio número 1 de San Luis, con una pierna rota y una de sus frágiles y vaporosas alas desgarrada. Entonces medía treinta centímetros, como mucho.
Le entablillé la pierna con palitos de polo y cuidé de aquel pequeño imbécil a pesar de que podrían haberme matado por dar refugio a una criatura del Otro Mundo. Seguía sin explicarme por qué lo había salvado. Simplemente, me dio pena, aunque tal vez mi parte fae había actuado, protegiendo a otra criatura del Otro Mundo. ¿Quién sabe? ¿Y él cómo me lo había agradecido? Gastándose mi dinero en toda clase de mierdas raras que pedía en Amazon Prime, ocultándome que yo era una semihumana y olvidando mencionar que solo medía treinta centímetros por decisión propia. Que, de hecho, era muy muy alto.
Y toda su anatomía estaba perfectamente formada.
Ver a Tink del tamaño de un hombre normal seguía sorprendiéndome, porque yo nunca había pensado en él de ese modo. No solo me había visto en ropa interior cientos de veces cuando era de tamaño bolsillo, sino que ahora su presencia era imponente y…
Y el Tink de tamaño adulto estaba… como un tren.
Admitirlo me produjo una arcada, pero era cierto. Cuando era pequeño, tenía una carita muy mona y era, simplemente, Tink; ahora que era grande, esa carita mona tenía pómulos amplios y su cuerpo estaba cubierto de músculos marcados y…
Madre mía.
Hice una mueca. Todavía me costaba asimilar ver a Tink así; pero suponía que, a fin de cuentas, seguía siendo el mismo, y aunque a menudo me entraban ganas de mandarlo de vuelta al Otro Mundo de un sopapo, digamos que…, no sé…, lo quería.
Pero no pensaba confesárselo nunca.
Tink tenía el pelo tan rubio que era casi blanco, y hoy lo llevaba de punta. Llevaba puestos unos vaqueros y una camiseta de manga larga. Debía haber tomado una toalla por el camino, porque sostenía una en la mano libre. Le eché un vistazo a la parte inferior de la bandolera, donde se acurrucaba una bolita. A Tink le había dado por pasear a Dixon —un gatito, su nueva mascota— en una bandolera que yo estaba segura de que había sido diseñada para bebés humanos…
Un momento.
Observé la camiseta gris con los ojos entrecerrados.
—¿Te has puesto una camiseta de Ren?
—Sí. Creo que así me ganaré su afecto. Nos ayudará a estrechar lazos y acabaremos siendo como hermanos de distinta madre.
—Eh… Lo dudo. —Ren se iba a cabrear—. Y también es un poco raro.
—¿Por qué? Las chicas siempre se están prestando la ropa.
—Ya, la palabra clave es «prestar», Tink. Tú simplemente le agarraste la camiseta. —No podía creer que tuviera que explicarlo—. ¿Esa toalla es para mí?
—Sí. Parece que hubieras estado nadando en un pantano. —Me lanzó la toalla—. Pero, por lo menos, ya no parece que se te hubiera salido un ojo.
—Gracias —mascullé, pasándome la toalla por la cara.
Cuando escapé de la mansión, uno de los secuaces del príncipe había intentado estrangularme. Durante el forcejeo, se me había reventado un vaso sanguíneo en el ojo. Tenía un aspecto tan asqueroso como sonaba.
No obstante, Valor, el secuaz del príncipe, estaba muerto. Ren se había encargado de él. Un antiguo menos del que preocuparnos.
—No me puedo creer que estés otra vez en el gimnasio —prosiguió Tink, apartándose—. ¿Por qué corres tanto? ¿Te estás preparando para un inminente apocalipsis zombi del que yo no sé nada? Porque, si es así, tenemos que buscarnos ya mismo a un patán sureño del que hacernos amigos. Uno con un aire sucio y tosco que le quede muy sexy. Ya sabes, un tipo que probablemente huela a sudor y a hombre; con un pasado complejo que te haga odiarlo al principio, pero al que poco a poco, con el tiempo, acabes tomándole cariño.
Me lo quedé mirando.
—Lo tienes bien pensado.
—Pues sí. Me gusta estar preparado. Puesto que estamos en el sur, no debería costarnos encontrarlo. Bueno, ¿por qué pasas tanto tiempo en el gimnasio? —me preguntó, sin perder comba.
—¿Qué más puedo hacer? —Me colgué la toalla alrededor del cuello mientras observaba cómo la bolita en la parte inferior de la bandolera empezaba a moverse de acá para allá.
—Qué sé yo. —Tink le dio una palmadita a la parte exterior de la bandolera y obtuvo un mullido apagado por respuesta—. Podrías pasar el rato con la gente de aquí. Son bastante cool.
—Te parecen «cool» porque te idolatran.
Se le dibujó una sonrisa tan amplia que casi no le cabía en la cara.
—Sí, es verdad. Son listos.
La mayoría de estos faes no había visto nunca un duende. El príncipe y la corte de invierno prácticamente habían acabado con los congéneres de Tink.
—También podrías pasar tiempo con Merle o Brighton. Mamá Merle casi siempre está en el patio, arrancando o plantando algo. Es una persona interesante. Rara. Pero lo raro puede resultar divertido, y Merle es divertida. Y Brighton me cae bien. —Hizo una pausa—. Pero creo que yo a ella no. En realidad, estoy seguro de que me tiene miedo.
Enarqué una ceja. A Tink le encantaba divagar.
—Se va en la dirección opuesta cada vez que me ve. —Apretó los labios—. Esta misma mañana, cuando estaba en la sala común… Ya sabes, esa sala a la que tú nunca vas; pero, en fin, que me desvío del tema. En la sala hay un montón de juegos y sofás y todas esas mierdas. Yo estaba allí, ganando una estupenda partida de hockey de mesa, y Brighton entra, me mira y vuelve a largarse por donde vino. No entiendo por qué. Soy supersimpático y superaccesible. Y, además, también sé que estoy buenísimo según los estándares humanos.
Decidí no señalarle todos los motivos por los que seguramente conseguía ponerle los pelos de punta a Brighton, pues no me apetecía adentrarme en esa madriguera. Además, necesitaba una ducha, porque sí que me sentía como si hubiera estado nadando en un pantano. Me bajé de la cinta y, en cuanto mis pies tocaron el suelo, todo me empezó a dar vueltas.
—Uy…
Tink me agarró del brazo, ayudándome a recuperar el equilibrio. El mareo se me pasó enseguida.
—¿Estás borracha?
Resoplé, liberándome el brazo.
—Ojalá. No he desayunado ni almorzado. Ha sido una estupidez.
Tink me observó en silencio.
—¿No crees que tal vez estés haciendo demasiado?
—¿Demasiado qué? ¿Descansar demasiado en estas largas vacaciones obligatorias?
—No estás descansando. Estás haciendo ejercicio. Sin parar.
—No estoy haciendo demasiado de nada.
Me alejé, rodeando las bicicletas fijas y dejando atrás las cintas de correr para vagos: las elípticas.
Tink me pisaba los talones.
—No es que haga falta recordártelo, pero estuviste semanas cautiva y…
—Tienes razón. —Me volví bruscamente hacia él mientras aquella rabia constante estallaba en mi interior—. No necesito que me lo recuerdes. Ya sé dónde estuve.
—Pero ¿sabes adónde vas? —me preguntó con suavidad.
Abrí la boca, pero no tenía ni idea de cómo responder a eso. ¿Adónde iba? La rabia se esfumó, devorada por la confusión y una sensación casi insoportable de indefensión.
Dios, odiaba esa sensación, porque la última vez que me había sentido así fue cuando los faes mataron a mi novio, Shaun, hacía varios años. Entonces había estado indefensa. Había estado indefensa cuando el príncipe me había puesto un collar alrededor del cuello y me había llevado atada a una cadena.
Seguía sintiéndome indefensa, atrapada en el Hotel Faes Buenos.
El pequeño Dixon asomó la cabeza gris por la bandolera y echó un vistazo a su alrededor con ojitos somnolientos. Tink bajó la mano y le rascó la oreja.
—Ren volverá pronto.
Se me encogió el estómago como si me encontrara en una montaña rusa a punto de descender en picado por una empinada pendiente. No había vuelto a ver a Ren desde que me marché en medio de la noche.
—Lo vi irse con Faye.
Una sensación ardiente y asfixiante me invadió y anidó en mi estómago, sumándose a toda la mierda a la que debía hacerle frente. Noté un sabor amargo en la boca, como si sufriera una indigestión.
No sabía que Ren iría con Faye. ¿Me había comentado algo al respecto? No me acordaba. Aunque daba igual. A ver, no es que sospechara que hubiera algo entre ellos ni nada por el estilo. Ren me había dicho que me quería, que estaba enamorado de mí, y le creía. En serio. Pero es que…
Yo no estaba ahí fuera con él. Él estaba con otra persona. Y mi mente…, mi mente no funcionaba como es debido.
—Salieron a ver si podían localizar el cristal. —Tink seguía rascándole la oreja al gatito, que ronroneaba como un motor—. Tener que quedarte aquí mientras tu hombre está ahí fuera intentando solucionar esto debe ser una putada para ti.
Le clavé la mirada.
—¿En serio? ¿Así intentas animarme? —Di media vuelta y me dirigí a la puerta—. Para que lo sepas, no funciona y se te da de pena.
—No intento animarte —contestó, siguiéndome—. Solo comento algo obvio.
—Si algo es obvio no hace falta comentarlo, Tink.
Transcurrió apenas medio segundo de silencio.
—No bajaste a cenar con nosotros anoche.
Apreté el paso. Esta debía ser la sala de ejercicio más larga del mundo.
—Tampoco cenaste con nosotros la noche anterior ni la anterior a esa —prosiguió Tink—. Y eso significa que he tenido que comer con Ren. Yo solo. Podríamos acabar matándonos.
—Os irá bien.
Llegué a la puerta, gracias a Dios.
—¿Dónde te metes? Estás aquí, pero es como si no lo estuvieras.
—Estoy aquí, Tink. Es solo que…
No supe cómo responder porque no encontré las palabras adecuadas. ¿Cómo podía explicarle que, cada vez que me encontraba con algún fae, este me miraba con recelo, casi con temor? Sabían que era una semihumana. Sabían por qué me había mantenido cautiva el príncipe. Sabían lo que yo simbolizaba.
—Ya sabes que no soy muy sociable. Vosotros coméis en la cafetería y a mí no me van las actividades en grupo…
Tink me agarró del brazo, impidiéndome abrir la puerta. Me hizo volverme y, por una vez, su expresión era complemente seria.
—Comer en una cafetería no es una actividad en grupo. —Me escrutó con la mirada—. Y tampoco parece que hayas estado comiendo sola.
Solté una carcajada.
—Claro que he estado comiendo. Un montón. Constantemente, a decir verdad. —Y era cierto. Debía hacerlo porque, de lo contrario, el hambre se apoderaba de mí—. Pero es que…
—¿Corres quince kilómetros al día, bebes toneladas de café y apenas duermes?
Me quedé estupefacta.
—Oye, ¿me estás vigilando o qué?
—Solo presto atención. Y Ren también—. Su mirada no se despegó de la mía—. Tu cara está diferente.
—¿Qué?
—Tienes ojeras y las mejillas hundidas. Antes no tenías este aspecto.
—Vaya. Estás empezando a acomplejarme.
—Parece que ya lo estuvieras.
Liberé el brazo, incómoda. Me quité la toalla del cuello y la lancé al cesto para la colada que había allí cerca.
—No hay motivo para que me prestéis tanta atención. ¿Vale?
—Ivy…
Abrí la puerta antes de que pudiera detenerme y me adentré en el pasillo. No estaba de humor para mantener aquella conversación. Al igual que tampoco estaba de humor cuando Ren sacaba el tema, algo que parecía hacer cada cinco segundos.
Ren quería hablar de ciertas cosas…, cosas en las que yo no quería pensar delante de nadie, y menos de él.
Recorrí el pasillo deprisa, pues sabía que tenía a Tink justo detrás. Aceleré el paso, giré al llegar al final y me paré en seco de inmediato.
Tenía frente a mí a Tanner.
Se trataba del líder de este sitio. Yo lo consideraba una especie de rey de los faes buenos, pero no era rey. Por lo menos, eso creía yo.
La primera vez que lo vi, casi me caigo de culo de la impresión. Era el fae con el aspecto más envejecido que había visto hasta entonces. Leves arrugas le surcaban la piel plateada alrededor de los ojos y tenía el pelo entrecano.
Su aspecto era la prueba de que no se había estado alimentando de humanos, al menos con la suficiente regularidad como para demorar el proceso de envejecimiento.
—Aquí estás. —Tanner sonrió, uniendo las manos delante de él. Siempre iba vestido como si fuera a acudir a un almuerzo de trabajo: pantalones oscuros y una camisa blanca de botones—. Te estaba buscando.
—Genial —contesté con tono alegre, agradecida por la distracción—. ¿Qué pasa?
Tanner le echó un vistazo a Tink y bajó la mirada hasta donde yo sabía que debía hallarse Dixon.
—Acabo de recibir una noticia maravillosa.
—¿Amazon Prime va a hacer repartos aquí? —preguntó Tink.
Puse los ojos en blanco.
Tanner continuó sonriendo; al parecer, aquel duende grandote lo tenía embelesado.
—Todavía no, pero estamos trabajando en ello.
¿De verdad estaban trabajando en ello? Madre mía.
—Te estaba buscando porque sé que Ren ha salido con Faye —prosiguió Tanner, y yo intenté ignorar la estúpida y mezquina punzada que noté en el pecho—. Hemos contactado con otro grupo que creemos que podría ayudarnos a localizar el cristal. Es una gran noticia porque, cuando hablé hace un rato con Faye, Ren y ella no habían tenido suerte en el Flux.
El Flux era un club que sabíamos que controlaban los antiguos, concretamente Marlon St. Cryers, un importante constructor de la ciudad. Ese era uno de los lugares en los que podrían haber escondido aquel cristal superespecial.
—¿En serio? —Me invadió el entusiasmo y por mis venas se propagó una emoción que hacía siglos que no sentía—. ¿Cómo?
—Llegarán en unos días. Y disponen de… un talento excepcional para localizar cosas perdidas.
—¿Un talento excepcional? —caviló Tink. Cuando le eché un vistazo, vi que Dixon se había retirado de nuevo al interior de la bandolera—. Yo tengo talentos excepcionales.
—¿Y de verdad crees que pueden ayudarnos? —pregunté, interrumpiendo a Tink antes de que entrara en detalles que a ninguno nos interesaban.
Bueno, puede que a Tanner sí. ¿Quién sabía?
Tanner asintió con la cabeza.
—Sí, así es. —Su pálida mirada se posó en mí—. Tengo que ocuparme de algunos asuntos. Espero verte esta noche en la cena.
—Claro —murmuré.
Y entonces puso pies en polvorosa, dejándome a solas con Tink. Me volví hacia él, preguntándome por qué seguían Ren y Faye en el Flux si Tanner tenía ayuda en camino. ¿Por qué seguían ahí fuera, en general? No obstante, en cuanto vi la expresión de Tink, dejé de pensar en ello.
Se había puesto serio de nuevo.
—¿Adónde vas?
—A darme una ducha.
—¿Y después?
Me encogí de hombros.
—No sé. Probablemente vaya a buscar algo de comer.
—Vale. —Extendió una mano hacia el vestíbulo del Hotel Faes Buenos—. Te acompaño.
—Simplemente, voy a tomar un tentempié y a pasar el rato en mi cuarto. Estoy segura de que tienes mejores cosas que hacer —repuse, retrocediendo un paso—. Después de todo, cuentas con toda una audiencia de faes encantados de subirte el ego y permitirte que los cautives con tus historias.
Su expresión no cambió ni un ápice. No sonrió ni apareció un brillo petulante en sus ojos.
—¿Va todo bien, Ivy?
—Por supuesto —respondí con una carcajada—. Ya os lo he dicho.
Era cierto. Aquel día en el balancín, les había dicho a Tink y a Ren que todo iba a ir bien. Parecía que aquello había ocurrido hacía un siglo, pero las cosas no iban bien.
Ni de lejos.