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La habitación estaba tan a oscuras que no podía distinguir nada aparte del tenue resplandor plateado de la luna que se filtraba por entre las gruesas cortinas. El aire viciado no circulaba.

Pero yo sabía que no estaba sola.

Nunca estaba sola aquí.

Me estiré hacia delante, escudriñando la oscuridad. El frío metal del collar se me clavó en el cuello mientras me esforzaba por calmar los latidos de mi corazón, pero siguió martilleándome contra las costillas cada vez con más fuerza hasta que la presión me comprimió el pecho.

No puedo respirar.

No puedo respirar en esta…

Algo se acercó a la cama.

No podía ver nada, pero noté que el aire se desplazaba ligeramente. Sentí el corazón en la garganta a la vez que todos los músculos de mi cuerpo se tensaban. Allí. Una sombra bloqueó el minúsculo rayo de luz de luna.

Él estaba aquí.

Oh, Dios. Estaba aquí y no había escapatoria. No había nada que yo pudiera hacer. Este era mi futuro, mi destino.

Sentí una punzada de dolor en el vientre hinchado cuando me moví, apretando la espalda contra el cabecero de la cama. La cadena se tensó de pronto, lanzándome a un lado. Estiré las manos, agarrándome a la cama, pero fue inútil. Se me escapó un grito, que se desvaneció enseguida entre las sombras de la habitación. Sentí que tiraban de mí hacia delante, arrastrándome por la cama, hacia él. Hacia el…

Abrí los ojos de pronto y me incorporé tan bruscamente que casi me caigo de la cama. Me dominé en el último momento mientras inhalaba profundas bocanadas de aire…, aire fresco con un ligero perfume que me recordó a los otoños del norte.

Me aparté el pelo de la cara de inmediato y recorrí la habitación con la mirada, deteniéndome en la ventana. Las cortinas estaban abiertas, como las había dejado antes de irme a dormir. La luz de la luna entraba a raudales, extendiéndose alrededor del pequeño sofá. Reconocí el entorno y el olor. Una dulce sensación de alivio me corrió por las venas al contemplarlo.

Pero debía asegurarme de que lo que acababa de experimentar había sido una pesadilla y no la realidad. Que no seguía cautiva del príncipe, que estaba empeñado en dejarme embarazada para cumplir una inconcebible profecía que abriría todas las puertas del Otro Mundo.

Me llevé una mano despacio al vientre.

No estaba hinchado.

No estaba embarazada.

Así que eso quería decir que no estaba en aquella casa con el príncipe.

Alcé una mano temblorosa y me la pasé por el pelo. Solo había sido una pesadilla…, una estúpida pesadilla. Iba a tener que acostumbrarme a ellas. Con el tiempo, dejaría de despertarme presa del pánico.

Debía lograrlo.

Noté una punzada en el estómago mientras realizaba una larga y lenta inspiración. Hambre. Tenía hambre, pero podía ignorar esa sensación, porque ignorar el ardiente vacío que notaba en las tripas me había funcionado hasta ahora.

Exhalé bruscamente mientras dejaba caer las manos sobre la cama y tragué saliva con fuerza. Estaba completamente despierta. Igual que la noche anterior… y la anterior a esa.

La cama se movió a mi espalda y, a continuación, una voz profunda y adormilada dijo:

—¿Ivy?

Se me tensaron los músculos de la espalda. No volví la mirada mientras liberaba las piernas de la manta. Me ruboricé.

—Lo siento. No pretendía despertarte.

—No te disculpes. —Su voz perdió el tono somnoliento. La cama se movió una vez más y supe, sin comprobarlo, que Ren se estaba sentando—. ¿Va todo bien?

—Sí.

Carraspeé. Me había preguntado lo mismo un millón de veces. «¿Va todo bien?». Y la segunda pregunta más popular era «¿Estás bien?».

—Sí. Simplemente…, me desperté.

Transcurrió un momento.

—Me pareció oírte gritar.

Mierda.

El sonrojo de mis mejillas se intensificó.

—No…, no creo que fuera yo.

Ren no contestó de inmediato.

—¿Tuviste una pesadilla?

Estaba convencida de que él ya conocía la respuesta, por lo que debería haber sido fácil admitirlo. Además, tener una pesadilla no era para tanto. Caray, Ren entendería mejor que nadie que experimentara cierto estrés postraumático debido a toda esta maldita situación. Sobre todo teniendo en cuenta que él también había pasado un tiempo con el príncipe y su grupo de faes psicópatas.

Sin embargo, por algún motivo, no pude confesarle que estaba sufriendo pesadillas, que a veces al despertar creía que seguía en aquella casa, encadenada a una cama.

Ren creía que yo era valiente, y lo era, pero en momentos como este… no me sentía nada valiente.

—Solo estaba durmiendo —murmuré, dejando escapar un leve suspiro—. Deberías volver a dormirte. Mañana tienes cosas que hacer.

Ren iba a salir del que yo ahora denominaba «Hotel Faes Buenos» para ver si podía ayudar a localizar el cristal superespecial. Originariamente, el cristal les pertenecía a los faes buenos…, los faes de la corte de verano. La Orden se lo había arrebatado y luego Val se lo había robado a la Orden, y ahora lo tenía el príncipe. Sin el cristal, no podríamos volver a encerrar al príncipe en el Otro Mundo.

—Ivy, cariño. —La voz de Ren se dulcificó mientras me colocaba una mano en el brazo. El contacto me sobresaltó—. Habla conmigo.

—Ya estamos hablando. —Me aparté, bajándome de la cama.

En cuanto mis pies tocaron el suelo, empecé a moverme. El acuciante vacío que notaba en el estómago aumentó.

—Creo que voy a ir a hacer ejercicio.

—¿A las tres de la madrugada? —preguntó él con incredulidad, y no pude culparlo. Hacer ejercicio en plena noche no es que fuera precisamente algo normal.

—Sí. Necesito moverme.

Volver a acostarme al lado de Ren ahora mismo, con esta sensación en el estómago y la mente tan confusa, no era una opción.

Las palabras que me había dicho Faye la noche que me ayudó a huir del príncipe aprovecharon aquel oportuno momento para invadir mis pensamientos. «Y si sigues alimentándote, te vas a convertir en una adicta. Seguramente ya lo eres».

Ren sabía que me había alimentado de humanos, que podría haber matado a alguien, pero no me culpaba. Incluso estaba convencido de que no le haría daño a él. Que no cedería ante la parte de mi ser que había despertado mientras estaba cautiva…, la parte de mi ser que era fae y ahora sabía cómo alimentarse y lo que eso podía hacerme sentir.

Y lo fácil que era.

Ren confiaba en mí, pero yo no.

No podía permitírmelo ahora mismo, porque nunca jamás me perdonaría si le hacía daño a él como sabía que se lo había hecho a aquellas otras personas. Se me secó la boca mientras abría y cerraba los puños.

—¿Ivy?

Parpadeé con rapidez, comprendiendo que me había quedado ensimismada en mis propios pensamientos, y volví a concentrarme en la conversación.

—¿Has visto el gimnasio que tienen en el sótano? Me motiva hasta a mí a subirme a una cinta de correr.

Por supuesto que Ren había visto el gimnasio.

Uno no conseguía un cuerpo como el suyo sin estar perfectamente familiarizado con el interior de un gimnasio.

—En lugar de ir al gimnasio a las tres de la madrugada, ¿por qué no vuelves a la cama? —me sugirió—. Podemos ver la tele. Estoy seguro de que te has perdido algunos episodios de The Walking Dead.

Me había perdido un montón de episodios de mi serie de zombis favorita, lo cual era una putada, porque, cada vez que veía a Tink, el duende estaba a punto de destriparme el argumento. Y me pasaba lo mismo con Supernatural.

Me invadió una agridulce oleada de anhelo que se antepuso momentáneamente a las sombras que merodeaban en el fondo de mi mente. Deseé lanzarme de nuevo sobre la cama, acurrucarme con Ren y quedarme dormida en sus brazos escuchando cómo Rick Grimes se convertía de nuevo en el «Rick-tador» que todos adoramos. Eso haría una persona normal, y bien sabía Dios que yo había deseado ser normal durante mucho tiempo.

Por eso me había matriculado en la universidad a pesar de que ya tenía trabajo. Bueno, solía trabajar para la Orden. Ahora, ¿quién sabía? Pero anhelaba descubrir cómo sería despertarme e ir a la universidad o al trabajo sin tener que preocuparme de si iba a morir durante mi jornada laboral o a descubrir que habían asesinado a mis compañeros. Ser normal significaría ir a un restaurante o al cine. Quedarme en casa a ver un maratón de series sin preocuparme del posible e inminente fin del mundo. Ser normal significaría que mi mejor amiga no habría resultado ser una zorra traidora y no habría muerto por culpa de sus actos y decisiones.

Ser normal estaba muy infravalorado.

La lámpara de la mesita de noche se encendió sin previo aviso. La luz inundó la habitación, llegando hasta donde me encontraba. Un desconcertante instinto entró en acción de pronto. No sabía por qué, pero no quería que Ren me viera en ese momento. Me aparté de la luz pero, en cuanto mi mirada se cruzó con aquellos ojos de color verde bosque, me quedé inmóvil.

Ren Owens era… Madre mía, era guapísimo, con un toque salvaje. Me recordaba a los otoños en el norte de Virginia, donde reinaban los tonos dorados y cobrizos. Tenía el pelo rojizo alborotado y le caía sobre la frente, rogando que se lo apartara. Unas espesas y largas pestañas, que debía reconocer que me daban bastante envidia, perfilaban sus asombrosos ojos. Sus pómulos anchos hacían juego con una mandíbula dura y labrada a cincel. Tenía la nariz ligeramente torcida, lo cual, de algún modo, aumentaba la belleza de su rostro. Sus labios carnosos solían curvarse formando una mueca risueña y, cuando sonreía, se le dibujaban unos profundos hoyuelos a cada lado.

No obstante, ahora las comisuras de su boca permanecían rectas, formando una línea sombría, y no había ni rastro de hoyuelos.

Antes de lo que había ocurrido con el príncipe, Ren dormía sin camiseta o desnudo, y no podíamos quitarnos las manos de encima mutuamente. En serio. Incluso cuando estábamos heridos y nos dolía todo el cuerpo, no lográbamos ignorar la atracción que se desataba entre nosotros. Sin embargo, desde que regresé —desde que nos reencontramos— se ponía una camiseta para dormir, junto con calzoncillos o pantalones de pijama.

Lo único que habíamos hecho era besarnos.

Tres veces para ser precisos, y fueron besos dulces y castos que insinuaban una necesidad más profunda y contenida.

Creo que las pesadillas eran el motivo por el que Ren dormía con ropa, porque habían comenzado la primera noche y habían seguido produciéndose todas las noches siguientes.

Aquellas pesadillas parecían premoniciones. Una advertencia de lo que se avecinaba, y no podía librarme de esa sensación, ni siquiera cuando salía el sol y estaba rodeada de gente que no me había fallado…, que se preocupaba tanto por mí que había ido a sacarme del infierno.

Contuve un estremecimiento.

—Por favor. —Ren extendió una mano hacia mí. Mis ojos ascendieron por la brillante enredadera que llevaba tatuada en el brazo y que desaparecía bajo la manga blanca—. Vuelve y quédate conmigo.

Se me hizo un nudo en la garganta que me impedía respirar. Deseaba quedarme allí con él. Desesperadamente. Pero necesitaba espacio y necesitaba… no sé bien qué. Pero no podía quedarme allí.

—Puede que luego —contesté, moviéndome al fin.

Me dirigí a la pequeña cómoda en la que había guardado parte de mi ropa. Noté que la culpa me subía por la garganta como si fuera bilis.

—Si todavía estás despierto cuando vuelva, podemos ver algo en la tele.

—Anoche no volviste.

Saqué unas mallas del cajón.

—No me entró sueño de nuevo, así que no quise molestarte.

—Ya sabes que nunca me molestas. Jamás. —Hizo una pausa—. Y no me volví a dormir. Te estuve esperando.

No alteró la voz, haciendo gala de la clase de paciencia de la que yo carecía.

—Puedo ir al gimnasio contigo. Dame un…

Me volví bruscamente y comprobé que ya había bajado las piernas de la cama.

—¡No!

Ren se quedó inmóvil, ensanchando ligeramente los ojos.

—¿No?

Apreté las mallas con las manos.

—Quiero decir que no hace falta que te levantes, que sientas que debes hacerme compañía. Encima que te he despertado. Deberías volver a dormirte.

Levantó los hombros dando un profundo suspiro.

—No pasa nada. Puedo acompañarte. —Se puso en pie y levantó los brazos por encima de la cabeza, estirándose—. Podemos hacer una carrera en las cintas. —Bajó los brazos—. El que pierda, tiene que ir a la cocina y robar la caja de buñuelos que les traen cada mañana.

El corazón se me aceleró cuando dio un paso hacia mí y luego otro. La habitación no era muy grande, así que enseguida estuvo delante de mí.

—Solo necesito cambiarme de ropa. O podría ir así. ¿Tú qué opinas? —bromeó con una ligera sonrisa—. Puede que no sea la ropa más cómoda para correr.

La sangre me zumbó en los oídos cuando bajé la mirada hasta su boca. El estómago me dio un vuelco cuando Ren me sujetó un rizo con la mano. Lo estiró y después lo soltó. Le gustaba hacer eso, y luego, como si todo fuera normal, bajaría sus labios hasta los míos. La anticipación bulló en mi interior mientras un estremecimiento me bajaba por la espalda. Una agradable calidez me invadió las venas.

Pero ¿deseaba besarlo? ¿O deseaba…, deseaba alimentarme de él?

El simple hecho de tener que preguntármelo resultaba aterrador.

Retrocedí un paso y choqué con la cómoda, haciéndola traquetear.

Ren se quedó como una estatua. Un abrupto silencio llenó el espacio que nos separaba mientras yo lo observaba atónita.

—No voy a hacerte daño, Ivy. Lo sabes, ¿verdad? Estás a salvo conmigo. Siempre lo estarás.

Ay, Dios. ¿De verdad creía que me preocupaba que me hiciera daño? Claro que sí. ¿Cómo podía culparlo por pensar eso, si me ponía más nerviosa que un adicto a la cafeína cada vez que lo tenía cerca?

Aparté la mirada, con la cara colorada.

—Ya sé que nunca me harías daño. Lo siento…

—Deja de disculparte, Ivy. Joder. Deja de decir que lo sientes.

Iba a decir algo pero me contuve al darme cuenta de que estaba a punto de disculparme otra vez.

Ren se apartó, dándome espacio.

—No tienes que disculparte por nada.

¿En serio? A mí me parecía que la lista era tan larga como mi brazo, empezando por el hecho de que no me había dado cuenta de inmediato de que el príncipe se estaba haciendo pasar por Ren. Y había más cosas… Dios, eran tantísimas que, cuando un millón de ideas me bullían en la mente, me costaba recordar que Ren no me echaba en cara nada de ello.

Pero ¿por qué se portaba así conmigo? ¿Cómo lograba dormir por las noches? Quise preguntarle cómo había logrado superarlo, porque a él también lo habían capturado. Se habían alimentado de él, de la peor forma posible, y también estaba el tema de aquella fae. Breena. Me había dicho que Ren y ella… Me había dicho muchas cosas; pero yo sabía que, si algo de aquello era cierto, Ren no había participado voluntariamente.

La rabia reemplazó a la calidez. Deseaba clavarle de nuevo las uñas en los ojos y sacárselos, y pensaba hacerlo. Justo antes de matarla. Despacio. De forma dolorosa.

Ren me estaba observando de un modo que me hizo sentir que podía leerme la mente, y si era así, seguramente no le gustara lo que encontró allí. Se le tensaron los hombros y luego exhaló bruscamente.

—Vale.

Me invadió el alivio.

Ren me miró y me pareció que se daba cuenta de que mi cuerpo se relajaba ante su respuesta. Apretó la mandíbula.

—Te estaré esperando.

Yo sabía que lo haría.

Y también sabía que, en el fondo, él comprendía que sería en vano.