Introducción

«Hay deleite en el bosque sin senderos, éxtasis en la costa solitaria, compañía allí donde nadie se inmiscuye, junto al mar profundo, y hay música en su rugido: no amo menos al hombre, sino más a la naturaleza.»

Lord Byron

¿Quién no se ha sentido más feliz después de un paseo por el bosque, un pícnic en el parque o un baño en el mar? Nadie. Estar en la naturaleza es un bálsamo para el alma, hay algo revitalizante en ella, en hacer un buen uso del exterior, en ser consciente de los regalos de la Madre Naturaleza y en coger con las manos bien abiertas la primavera y el verano, y esos días frescos de cielos claros que ofrecen el otoño y el invierno. Sin embargo, y por desgracia, estamos perdiendo estas cualidades. Nos estamos convirtiendo en criaturas atrapadas entre cuatro paredes y enterradas bajo listas de cosas por hacer; hibernamos mientras el mundo crece, florece, cambia. ¡Piensa en cuántas cosas nos estamos perdiendo! Nos estamos perdiendo el refrescante olor del pino y el césped recién cortado. Nos perdemos el placer de la lluvia de florecillas en primavera y no nos dejamos deslumbrar por la belleza de las rosas del final de verano. Estar en la naturaleza nos da esa diversión que sentíamos de niños al chapotear por los charcos de barro en otoño o deslizarnos por la nieve fulgurante una mañana de invierno. Estar en la naturaleza es estar en armonía con el cambio de las estaciones y disfrutar del mundo natural que nos rodea. Es tocar un pétalo de tacto aterciopelado, oír el leve chirrido al tocar una brizna de hierba, ver bailar las semillas del diente de león. Es estar vivo y presente, y no perdernos nada.

Pero en este momento, nos lo estamos perdiendo. Nos quedamos en casa y nos perdemos lo de fuera y eso nos entristece, nos pone nerviosos y peores cosas aún. Lo sé porque me pasó.

De pequeña, disfrutar del exterior era el pan de cada día. Nací en Waltham Forest, un distrito de Londres protegido y famoso también por los bosques en los que Enrique VIII e Isabel I solían escapar de los dramas y las vicisitudes de la corte real. Pasaba gran parte del día en el barro, pisando los pétalos caídos para sacarles todo el perfume o fingiendo que me casaba con el hijo del vecino bajo el cerezo que teníamos en el jardín. Los niños son conscientes de la naturaleza de un modo instintivo y natural, y mientras vivía el turbulento divorcio de mis padres, recuerdo encontrar alivio en el mundo que me había creado en los estanques y los matorrales que rodeaban mi casa. Veía cómo les salían patas a los renacuajos y los pollitos recibían la comida del pico de sus madres y, a pesar del ruido de los adultos, era feliz.

Cuando tenía once años, mi hermano pequeño y yo nos mudamos con mi madre y su nuevo marido a Essex, a una casita que daba al bosque de Epping y a una carretera que, de una forma mágica y profética, se llamaba Sylvan Way. Por aquel entonces la belleza de los árboles cobró una importancia distinta. De adolescente, pasé muchas horas entre ellos; entonces el bosque era un sitio en el que cobijarme de las reglas y la interferencia de los adultos: mis amigas y yo nos reuníamos allí y experimentábamos con tableros de ouija, besábamos a chicos monos y fumábamos o, mejor, dicho nos ahogábamos, a hurtadillas. Ahora, ya adulta, soy consciente de que esas tardes en la naturaleza deambulando con mis amigas del alma me hicieron quien soy. En los bosques encontré el equilibrio y experimenté la libertad por primera vez.

Pero cuando cumplí los veinte años regresé al colérico laberinto de hormigón de Londres y empecé a pasar mis días yendo a trabajar a cubículos grises por pasillos de metro sucios y mal ventilados. Cuando me sentía más intoxicada y adormecida, en un matrimonio infeliz y bajo las órdenes de un jefe intimidante, visité a una lectora de aura para un artículo que tenía que escribir para una revista. Me dijo: «Tu aura es verde, pero se ahoga con la energía que la rodea. Tienes que salir al campo, descalzarte y sentir las briznas de hierba entre los dedos de los pies. Te salvará el alma». No le hice ni caso, claro. Estaba demasiado ocupada para dejarme llevar por los placeres pastorales.

En 2005, con veintinueve años, me mudé a un animal todavía más colérico y de hormigón, la ciudad de Nueva York, para dirigir una revista semanal. Hacía las tres comidas del día en el despacho y sobrevivía a base de falsos estimulantes como café y pizza. Yo era gris y mi vida también. Contraté a una profesora de yoga (y tomaba clases en mi apartamento gris), pero no gozaba de una buena salud. El verde no se veía por ningún lado, excepto en la cerveza durante el desfile del día de San Patricio que sacudía Manhattan cada primavera. Mi matrimonio se vino abajo, me divorcié y me hundí emocionalmente. Una amiga me recogió y me envió a un retiro en México, donde nuestros días se regían por la salida y la puesta del sol, por caminatas en la playa y paseos en bicicleta por bosques exuberantes hasta unas pozas profundas llamadas cenotes. Mientras recogíamos fruta de los árboles y nos prendíamos flores del pelo, volvía a levantarme. La naturaleza había llenado mi corazón roto con conchas, agua de coco y el aroma del frangipani.

Volví a presenciar el poder de la naturaleza en 2010, a los treinta y cuatro años, cuando pedí una excedencia para viajar por Asia durante tres meses con mi segundo marido, Russell. Llevábamos dieciocho meses intentando quedarnos embarazados y esto era una especia de gira de la fertilidad para desestresarnos y barajar opciones mientras nos dedicábamos a nosotros mismos, juntos. Queríamos reconectar el uno con el otro y con el mundo. En Indonesia, visité a la gurú balinesa de Elizabeth Gilbert que aparece en Come, reza, ama en busca de ayuda. Me dijo que si me relajaba, meditaba, conectaba con la naturaleza y abría un salón de uñas tendría dos hijos. Cuidado con el destripe: ahora tengo dos hijos, pero no hago manicuras.

Sin embargo, mi experiencia más importante, ocurrió en Japón al cabo de unos meses, en los frondosos jardines de un templo de Kioto, donde un guía local me dijo que paseara tranquilamente entre los bambús en silencio, deteniéndome a oler el musgo o comprobar la flexibilidad de las hojas, todas de formas distintas.

Me sentí como un Wordsworth inspirado por Asia, meditando al recorrer un sendero ondulante, con los sentidos embargados por ese confeti especial que son las hojas del cerezo. Sentí cómo la ansiedad de todos esos meses, preocupada por si podría concebir o no, se diluía mientras me sumía en el verdor. Era una sensación muy intensa y decidí llevármela a casa. A los trece meses, di a luz a mi hijo.

Volví a conectar con la naturaleza de una forma significativa que me salvó la vida y Terapia del bosque: felicidad para las cuatro estaciones a través del contacto con la naturaleza también te ayudará a ti. Este libro te ofrece una receta muy sencilla para mejorar tu vida: salir a disfrutar del aire libre. Muchas de las cosas que te contaré son de sentido común; solo necesitas que te lo recuerden. Es un regreso a la manera de vivir que las generaciones pasadas —hasta la de nuestros padres— adoptaban mucho más que nosotros y va de la mano con las investigaciones sobre la salud mental, física y emocional de las que ahora disponemos.

¿Por qué es sabia la naturaleza?

He aquí algunos de los beneficios que investigadores, estudiosos y profesores han descubierto que ocurren cuando una persona sigue una terapia del bosque en su vida. Una vida al aire libre:

Hoy por hoy, no soy una adicta al ejercicio físico; sigo siendo una empollona amante de los libros aficionada a los bocadillos de queso y a los Ferrero Rocher, así que no pienses ni por un instante que este libro te exigirá lo imposible o que será increíblemente encomiable. No obstante, los beneficios para la salud física y mental de estar al aire libre eran demasiado valiosos como para no hacerles caso —incluso para alguien como yo—, así que mi familia y yo nos hemos esforzado para encajar más la naturaleza en nuestras vidas. Doy paseos semanales con amigos en lugar de sentarme en una cafetería. Paso momentos friluftsliv románticos con mi marido (friluftsliv es una palabra encantadora para la filosofía escandinava sobre la vida al aire libre). Por ejemplo, esta semana dimos un paseo al atardecer hasta llegar a la cima de un lugar muy bonito para ver pasar la Estación Espacial Internacional en vez de salir a cenar. ¿Ves? Sigo siendo una empollona. Cuando es seguro, doy paseos sola por el arroyo que está cerca de mi casa para procesar mis pensamientos, dilemas y listas de tareas pendientes. Todos estos cambios en mi estilo de vida han sido buenísimos para mis relaciones y para mí.

El propósito de los siguientes doce capítulos es animarte a ti y a tus seres queridos a salir al aire libre con la intención de conectar con la naturaleza de una forma sanadora, de abrir todos los sentidos e interactuar dinámicamente con la tierra, ya sea en un parque de la ciudad o en un bosque en el campo. Las páginas están llenas de un elixir de sensatez respaldado por la ciencia, anécdotas inspiradoras cargadas de bienestar y fáciles de imitar e ideas divertidas para abordar la larga lista de dilemas de hoy en día, desde luchar contra la crisis de la «infancia de interior» que afecta a nuestros hijos hasta superar el estrés y mejorar tu aspecto físico. Además, lo mejor de todo es que este remedio esencial, es decir, la terapia del bosque y salir al aire libre, no cuesta dinero y es adecuado para todas las edades.

Aprender a encajar más la naturaleza en tu vida no tiene que ser una carrera o un desafío; no es necesario ponerse una distancia como objetivo, ni ir mirando el podómetro; eso sí, cuanto más le dediques, más beneficiosa será la relación con el paso del tiempo. Sin duda, Terapia del bosque no está escrito para expertos en páramos salvajes, vaqueras, alpinistas o practicantes de rafting. Este libro no es para adictos a la adrenalina, atletas de competición o correcaminos, ni para hilofóbicos (personas que tienen fobia a los bosques). Está escrito para personas que se encuentran en todo tipo de entornos tóxicos o en callejones sin salida y quieren vivir mejor. Puede que los urbanitas argumenten que no hay ningún sitio cerca en el que conectar con la naturaleza, pero hay que pensar de forma creativa: parques, granjas urbanas, museos, galerías o terrenos de monumentos históricos, jardines en los asilos, etc. Tampoco hace falta tener delante el Parque Nacional North Yorkshire Moors de Inglaterra o el Bosque de Redwood de Estados Unidos, puedes disfrutar de la naturaleza en cualquier sitio donde haya árboles, tiempo y buena intención.

Si somos capaces de entender el principio de que estar en la naturaleza es bueno para el cuerpo y el alma, Terapia del bosque te ayudará a convertirlo en un proceso, en una práctica, y no solo en algo que nos suena bien pero para lo que no encontramos el tiempo. Como el yoga, la meditación, la oración, el ejercicio, la participación en un club de lectura y muchas otras iniciativas admirables, entablar una relación significativa con la naturaleza necesita su tiempo y se fortalece al pasar una y otra vez por todos los ciclos de las estaciones. Todos nos beneficiaremos de la integración del aire libre en nuestras rutinas semanales. Solo tenemos que volver a aprender cómo se hace. Necesitamos que se nos recuerde lo bien que nos sentimos al chapotear en un charco, hacer una tarta con barro, trepar por los árboles, cazar ardillas, inspirar el aroma de las flores y buscar comida en el bosque.

Se darán respuestas y consejos a los padres sin inspiración que quieran reconectar con sus familias, a los ratones de biblioteca que busquen sacudirse las telarañas, a los niños enjaulados que necesiten desahogarse, a los profesionales estresados que quieren detenerse un momento a oler las flores y a las mamás exhaustas que necesitan un impulso rejuvenecedor. Todos sabemos que salir fuera nos hace bien. Nuestros antepasados lo hacían. Nosotros también deberíamos. Este libro te ayudará a vivir una vida más inolvidable y fabulosa al aire libre, porque, en verdad, la naturaleza es la mejor medicina.