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Tengo una vieja fotografía en blanco y negro, tomada en la década de 1920, de una mujer de un circo itinerante flotando en una enorme pecera llena de agua, el pelo rubio extendido alrededor de la cabeza, las piernas escondidas debajo de una falsa cola de sirena hecha de tela e hilos metálicos imitando escamas. Es etérea y angelical, sus labios delgados están apretados con fuerza mientras contiene la respiración bajo el agua helada. Hay muchos hombres delante de la pecera de cristal, observándola como si fuera real, fácilmente engañados por el espectáculo.
Recuerdo esta fotografía cada vez que llega la primavera y comienzan a circular murmullos por el pueblo de Sparrow sobre las tres hermanas a las que ahogaron cerca de la entrada del puerto, pasando Lumiere Island, donde vivo con mi madre. Me imagino a las tres hermanas flotando en las sombras oscuras como delicadas siluetas fantasmales, debajo del agua, volubles y conservadas como la sirena del circo. ¿Lucharon para no hundirse cuando las arrojaron a las profundidades del mar, o dejaron que el peso de las piedras las hiciera descender velozmente hasta el fondo frío y rocoso del Pacífico?
Una neblina matinal, húmeda y sombría, se desliza por encima del océano entre Lumiere Island y el pueblo de Sparrow. El agua está en calma mientras bajo hacia el muelle y comienzo a desamarrar la embarcación: un bote de fondo recto, con dos asientos y un motor fueraborda. No es ideal para maniobrar en medio de tormentas y vendavales, pero sirve para ir y volver del pueblo. Otis y Olga, dos gatos atigrados de color anaranjado que aparecieron misteriosamente en la isla dos años atrás, me siguen hasta el agua maullando a mis espaldas, como si lamentaran mi partida. Me marcho todos los días a esta hora y recorro la bahía antes de que suene la campana que anuncia la primera hora de clase —Economía Global, una asignatura que nunca utilizaré— y todas las mañanas me acompañan hasta el muelle.
El rayo de luz intermitente del faro se desliza por encima de la isla y, por un momento, se arrastra sobre una silueta que se encuentra sobre el acantilado de la rocosa costa occidental: mi madre. Los brazos cruzados sobre el grueso jersey color beige que ciñe su frágil figura, observa la inmensidad del océano como todas las mañanas, esperando a alguien que jamás regresará: mi padre.
Olga se frota contra mis vaqueros, arquea su lomo huesudo y deja quieta la cola, para persuadirme de que la alce, pero no tengo tiempo. Levanto la capucha del piloto, me subo al bote y tiro del cordel del motor, que chisporrotea hasta que arranca, y luego conduzco la embarcación hacia la neblina. No puedo ver la costa ni el pueblo a través de la densa capa de humedad, pero sé que está allí.
Mástiles altos y aserrados se elevan del agua como espadas, minas terrestres, naufragios de años anteriores. Si no conocieras el camino, podrías chocar contra los restos de por lo menos media docena de barcos hundidos, que todavía acechan en estas aguas. Debajo de mí, hay una telaraña de metal recubierta de moluscos, eslabones de cadenas oxidadas que están extendidas sobre proas destrozadas y peces que convierten a los deteriorados ojos de buey en sus hogares, los aparejos carcomidos tiempo atrás por el agua salada. Es un cementerio de barcos. Pero al igual que los pescadores del pueblo que avanzan lentamente a través del lóbrego vapor hacia mar abierto, yo también puedo abrirme paso por la bahía con los ojos cerrados por el frío. Aquí el agua es profunda. Inmensos barcos solían traer provisiones a este puerto, pero ya no ocurre. Ahora solo se ven pequeños botes de pesca y barcas turísticas recorriendo la bahía con sus ruidosos motores. Estas aguas están malditas, siguen diciendo los pescadores… y tienen razón.
El bote choca contra el lado del muelle once, atracadero número cuatro, donde amarro la embarcación mientras estoy en clase. La mayoría de los chicos de diecisiete años tienen carné de conducir y coches oxidados de segunda mano o heredados de hermanos mayores. Yo, en cambio, tengo un bote. Y no necesito un coche.
Me cuelgo el bolso de lona por encima del hombro, cargado de libros pesados, y subo al trote las calles grises y resbaladizas que me llevan hasta el instituto. Enclavado entre el mar y las montañas, el pueblo se construyó en la intersección de dos cadenas de sierras, por lo tanto, los aludes de lodo son muy comunes. Algún día, Sparrow desaparecerá por completo. Será arrastrado dentro del agua y sepultado debajo de doce metros de lluvia y cieno. Aquí no hay cadenas de comida rápida ni centros comerciales ni cines, tampoco Starbucks… aunque sí tenemos una cafetería donde se puede hacer pedidos desde el coche. Nuestro pequeño pueblo está protegido del mundo exterior, atrapado en el tiempo. Tenemos una gigantesca población de dos mil veinticuatro habitantes. Pero ese número aumenta enormemente todos los años el uno de junio, cuando los turistas convergen en el pueblo y se apoderan de todo.
Rose se encuentra en la pendiente del jardín delantero del instituto, escribiendo en su teléfono móvil. Su indómito pelo color rojo canela se levanta en rizos indomables que ella detesta. Pero siempre he envidiado la forma vivaz en que su pelo no puede dominarse ni atarse ni sujetarse, mientras que a mi pelo lacio y castaño es imposible convencerlo de que quede arreglado de alguna manera alegre y dinámica… y mirad que lo he intentado. Pero mi pelo lacio nunca dejará de ser lacio.
—¿No me vas a abandonar esta noche, verdad? —me pregunta al verme, arqueando las cejas y dejando caer el móvil en la mochila, que alguna vez fue blanca y ahora está garabateada con marcadores de tinta indeleble y colores vivos, de modo que actualmente es un collage de remolinos de color azul oscuro, verde inglés y rosa: coloridos grafitis que no han dejado espacio sin colorear. Rose quiere ser artista… Rose es artista. Está decidida a mudarse a Seattle y asistir al Instituto de Arte cuando nos graduemos. Y me recuerda casi todas las semanas que no quiere ir sola, que yo debería ir con ella y ser su compañera de habitación. Una conversación que llevo evitando hábilmente desde primer curso.
Y no es que no quiera escapar de este pueblo horrible y lluvioso, porque sí quiero. Pero me siento aprisionada, una carga de responsabilidad está instalada firmemente sobre mí. No puedo dejar a mi madre completamente sola en la isla. Yo soy todo lo que tiene, lo único que la mantiene conectada con la realidad. Y tal vez sea una estupidez —hasta ingenuo—, pero también tengo esperanza de que mi padre regrese algún día, que aparezca mágicamente en el muelle y camine hasta la casa como si no hubiera pasado el tiempo. Y tengo que estar aquí en caso de que eso suceda.
Pero mientras nuestro penúltimo año escolar llega a su fin y el último se aproxima, me veo obligada a considerar cómo será el resto de mi vida y que tal vez mi futuro esté aquí mismo, en Sparrow. Es probable que nunca me marche de este lugar. Es probable que esté atrapada aquí.
Permaneceré en la isla leyendo la suerte en las hojas de té, depositadas en el fondo de tazas blancas de porcelana, como solía hacer mi madre antes de que papá desapareciera y no regresara jamás. Los lugareños conducían sus botes por el muelle, a veces en secreto bajo una luna fantasmal, a veces en la mitad del día porque tenían una pregunta urgente que necesitaba respuesta, y se sentaban en la cocina, golpeteando los dedos contra la tapa de madera de la mesa, esperando que mamá les adivinase el destino. Y después le dejaban billetes doblados, arrugados o aplastados en la mesa antes de marcharse. Mamá escondía el dinero en una lata de harina que guardaba en un estante, al lado de la chimenea. Y tal vez esa sea la vida que me espera: sentarme a la mesa de la cocina mientras el dulce aroma del té de manzanilla, lavanda y naranja se instala en mi pelo, deslizando el dedo por el borde de una taza y descubriendo mensajes en el caótico remolino de las hojas.
Muchas veces he vislumbrado mi propio futuro en esas hojas: un chico que llega volando por el mar y naufraga en la isla. El corazón latiéndole violentamente en el pecho, la piel hecha de viento y arena. Y mi corazón incapaz de resistir. Es el mismo futuro que he visto en todas las tazas de té desde los cinco años, cuando mamá me enseñó por primera vez a descifrar las hebras. «Tu destino se encuentra en el fondo de una taza de té», me había susurrado a menudo antes de mandarme a la cama. Y la idea de ese futuro se agita dentro de mí cada vez que pienso en abandonar Sparrow: como si la isla me atrajera hacia ella, como si mi destino estuviera arraigado aquí.
—No es abandonarte si nunca dije que iría —respondo a la pregunta de Rose.
—No permitiré que te pierdas otra fiesta Swan. —Desplaza la cadera hacia el lado y enlaza el pulgar derecho alrededor de la correa de la mochila—. El año pasado tuve que quedarme hablando con Hannah Potts hasta el amanecer y no volveré a hacerlo.
—Lo pensaré —señalo. La fiesta Swan siempre ha marcado dos cosas: el comienzo de la temporada Swan y el final de las fiestas de la conclusión del año escolar. Es una celebración impulsada por el alcohol, que es una extraña combinación de emoción por no tener más clases ni profesores ni exámenes sorpresa, mezclada con el inminente terror que produce la temporada Swan. Como de costumbre, todos se emborrachan tanto que después no recuerdan nada de lo sucedido.
—Piensa menos y haz más. Cuando le das vueltas a las cosas demasiado tiempo, siempre te convences de no hacerlas. —Rose tiene razón. Me gustaría querer ir… Me gustaría que me sintiera atraída por las fiestas en la playa, pero nunca me siento cómoda en esos lugares: soy la chica que vive en Lumiere Island, cuya madre enloqueció y cuyo padre desapareció, y que nunca se queda en el pueblo con sus compañeros después del instituto. Que prefiere pasar la noche leyendo las tablas de las mareas y observando la lenta llegada de los barcos al puerto en vez de bebiendo cervezas sin parar con gente que apenas conoce.
—Ni siquiera tienes que disfrazarte si no quieres —agrega. De todas maneras, disfrazarme nunca estuvo en mis planes. A diferencia de la mayoría de los habitantes de Sparrow, que guardan en el fondo del armario un disfraz de principios de 1800 listo para usar en la fiesta anual de las hermanas Swan, yo no tengo ninguno.
Suena el timbre de la primera hora de clase y seguimos al desfile de alumnos a través de las puertas del instituto. El vestíbulo huele a cera para suelo y a madera podrida. Los ventanales son de un solo cristal y no son herméticos, y el viento los hace repiquetear todas las tardes. Las lámparas zumban y parpadean. Ninguna de las taquillas cierran porque los cimientos se han desplazado varios grados del centro. Si yo hubiera conocido otro pueblo, otro instituto, es probable que este lugar me pareciera deprimente. Pero, en cambio, la lluvia que se filtra durante las tormentas de invierno por el techo y gotea sobre los escritorios y los sueños de los pasillos me resulta familiar. Es como estar en mi casa.
Rose y yo no estamos juntas durante la primera hora, de modo que caminamos hasta el final del hall A y luego nos detenemos al lado del baño de mujeres antes de separarnos.
—Es que no sé qué le diré a mi madre —comento, rascando los restos de pintura de uñas Bombardeo de Arándanos del pulgar izquierdo, que Rose me obligó a pintarme hace dos semanas durante una de nuestras noches de cine en su casa, cuando decidió que, para integrarse seriamente dentro de la carrera de Arte en Seattle, tenía que ver las películas de Alfred Hitchcock. Como si las películas de miedo en blanco y negro fueran a consagrarla por alguna misteriosa razón como una artista seria.
—Dile que irás a una fiesta… que en realidad tienes una vida propia. O escápate en secreto. Es probable que ni siquiera note que te has ido.
Me muerdo la comisura del labio y dejo de rascarme la uña. La verdad es que dejar a mi madre sola, aunque sea solo por una noche, me deja intranquila. ¿Qué pasaría si se despertase en medio de la noche y descubriese que no estoy durmiendo en mi cama? ¿Podría pensar que he desaparecido igual que mi padre? ¿Saldría a buscarme? ¿Haría algo temerario y estúpido?
—De todas maneras, está encerrada en esa isla —agrega Rose—. ¿A dónde podría ir? Tampoco es que se vaya a meter en el mar. —Hace una pausa y nos quedamos mirándonos: que se meta caminado en el mar es precisamente lo que temo—. Lo que quiero decir —se corrige— es que no creo que suceda nada por dejarla sola una noche. Y estarás de regreso en cuanto amanezca.
Echo una mirada por el hall hacia la puerta del aula de la primera hora de Economía Global, donde prácticamente todos están ya en sus asientos. El profesor Gratton se encuentra en el escritorio, golpeteando un bolígrafo sobre una pila de hojas, esperando que suene el último timbre.
—Por favor —ruega Rose—. Es la noche más importante del año y no quiero ser la perdedora que va sola otra vez. —Un ligero ceceo se extiende por encima de la palabra sola. Cuando Rose era más joven, ceceaba. Todas sus eses sonaban como la zeta española. En primaria, los chicos se burlaban de ella cada vez que una profesora le pedía que hablara en alto delante de toda la clase. Pero después de visitas regulares a una logopeda de Newport tres veces por semana, durante los primeros años de secundaria, fue como si saliera de su cuerpo viejo repentinamente y entrara en uno nuevo. Mi mejor amiga torpe y ceceante volvió a nacer: segura y valiente. Y aunque su aspecto no cambió realmente, ahora de ella emanaba una hermosa y exótica especie de ser humano que me resultaba irreconocible, mientras que yo permanecía exactamente igual. Tengo la sensación de que algún día ni siquiera recordaremos por qué éramos amigas. Se irá volando como un pájaro de colores brillantes que vive en el lugar equivocado del mundo y yo me quedaré aquí, el plumaje gris, empapada y sin alas.
—Está bien. —Me rindo, sabiendo que, si falto a otra fiesta Swan, es probable que reniegue de mí como su única amiga.
Esboza una amplia sonrisa.
—Gracias a Dios. Pensé que iba a tener que secuestrarte y llevarte a la fuerza. —Desliza la mochila encima del hombro y agrega—: Te veo después de clase. —Corre deprisa por el pasillo justo cuando suena el último timbre desde los diminutos altavoces que están sobre nuestras cabezas.
Hoy solo tenemos medio día de clases: primera y segunda hora, porque hoy también es el último día de clases antes de las vacaciones de verano. Mañana es uno de junio. Y a pesar de que la mayoría de los institutos no empiezan tan pronto sus vacaciones, el pueblo de Sparrow comienza la cuenta atrás varios meses antes. Letreros que anuncian festivales en honor a las hermanas Swan ya están colgados alrededor de la plaza principal y en los escaparates.
Mañana empieza la temporada turística. Y con ella llega el flujo de forasteros y el comienzo de una tradición escalofriante y mortal que ha atormentado a Sparrow desde 1823, desde que ahogaron a las tres hermanas Swan en el puerto. La fiesta de esta noche marca el inicio de una temporada que traerá más que dinero del turismo: traerá tradiciones y leyendas, especulaciones y dudas acerca de la historia del pueblo. Pero siempre, infaliblemente todos los años, también traerá muerte.