CAPÍTULO PRIMERO
Nadie nos ha enseñado a gozar de la luz, a amar la vida, a querer a nuestros padres. De la misma forma, el amor de Dios no es algo que se nos ha enseñado, sino que desde nuestro nacimiento se ha depositado en nuestro ser una fuerza espiritual, a manera de semilla, que encierra en sí misma la facultad y la tendencia al amor y que con la ayuda de Dios y nuestra colaboración llegará un día a su perfección.1
Amar no es fácil porque la caridad se escribe con la libertad y la verdad. No basta con añorar al niño que fuimos, el hogar que nos dio amor. Los pupitres de la vida crecen. La vida sigue adelante, avanza, corre por nuestro ser. La libertad nos acompaña en cada pensamiento, palabra y acción. En múltiples momentos y circunstancias se nos propone la caridad, la donación, la entrega.
La maravillosa aventura de la caridad
De todas las aventuras de la vida, amar es quizá la más arriesgada, pero también la más emocionante y cautivadora, porque existe desde siempre. Aventura y deber al mismo tiempo. Precisamente para el Cura de Ars en esto consistía la felicidad: «El hombre tiene un hermoso deber y obligación: orar y amar. Si oráis y amáis, habréis hallado la felicidad en este mundo.»2 De todos los regalos y bendiciones de la vida, el más grande y pleno es el de saber amar. Amar siempre. Amar a todos, sin distinguir edades, razas, lenguas, cualidades, santidad o miserias. Amar es la plenitud de una vida humana.
Amar es un don. Un don inapreciable que Dios nos regala y que encierra en sí todos los misterios y la respuesta a todos los interrogantes y enigmas: el porqué del vivir y del quehacer, el sentido de la vida. La caridad es el parteaguas de la historia, desde que Jesucristo se encarnó y vino al mundo para amar y para enseñarnos el amor. Guillermo de San Thierry, en su famosa Epístola áurea, enseña que amar es un arte y que por el amor el ser humano llega a ser por gracia lo que Dios es por naturaleza: «El arte de las artes es el arte del amor... El amor es suscitado por el Creador de la naturaleza. El amor es una fuerza del alma, que la conduce como por un lugar natural al lugar y al fin que le es propio.»3
Nosotros, gracias a Jesucristo, hemos creído en el amor de Dios. Nuestra seguridad y certeza encuentra su fundamento y sentido total en el Amor: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva.»4
Desde esta visión, la vida, sea cual sea su estado, es siempre un regalo, un éxtasis y un misterio. El secreto está en saborearla y descubrir que nace del Amor y que siempre tiende a él. Si cada persona recordara lo que lleva escrito en las entrañas... Soy amor, porque soy su imagen y semejanza; porque mi libertad es para el bien, porque sólo soy algo cuando me doy y esto desde siempre y para siempre. Aquí en la tierra, la caridad será nuestro distintivo, su mandato y lección. En el cielo, la consumación plena y posesión definitiva.
Podemos afirmar: Amar ya recompensa en sí mismo. Amar llena el alma y el corazón de verdadera y auténtica felicidad sin esperar la más mínima recompensa. Comentando el Cantar de los Cantares, San Bernardo explicaba: «El amor basta por sí solo, satisface por sí solo y por causa de sí. Su mérito y su premio se identifican con él mismo. El amor no requiere otro motivo fuera de él mismo, ni tampoco ningún provecho; su fruto consiste en su misma práctica. Amo porque amo, amo por amar.»5
Nacidos para amar
Hay un dato innegable: nuestra naturaleza consiste en amar. Soy amor, lo sepa, lo acepte o lo rechace. Nací del amor y mi destino es el amor. Como ser humano soy capaz de Dios, creado para ser amado y para amar.
Intentaremos explicarlo. El hombre es persona, por ser imagen y semejanza de Dios (Gn. 1, 26). Y, en la medida en que ama, refleja más esta similitud con su Creador y Padre. Por el contrario, si deja de amar, compromete su dignidad, frustra su destino y se deshumaniza. Si no amásemos, de nada nos serviría la existencia, haber recibido el bautismo o formar parte de la Iglesia. Sin caridad no somos nada. Más que el «Ser o no ser» del monólogo de Hamlet, nos preguntamos: «amo o no amo», porque ahí está verdaderamente la cuestión que define y distingue a las personas. En nuestro quehacer diario no nos topamos con ideas, sino con hombres y mujeres, con experiencias vitales, que van tejiendo nuestro devenir.
Precisamente nos asemejamos a Dios en la medida en que amamos. La caridad es nuestra «imagen y semejanza». Es el molde, el sello. En la medida en que vivimos y actuamos la caridad, reflejamos a Dios y Dios reconoce su semejanza en nosotros. Por eso le agradamos y Él se complace en nosotros. Ya en el siglo XI, Guillermo de San Thierry escribía: «Hay otra semejanza a Dios que ya no se llama semejanza, sino unidad de espíritu, cuando el hombre llega a ser uno con Dios, un espíritu, no sólo por la unidad de un idéntico querer, sino por no ser capaz de querer otra cosa. De esa manera, el hombre merece convertirse no en Dios, sino en lo que Dios es. El hombre se convierte por gracia en lo que Dios es por naturaleza.»6
Por eso, toda buena acción aumenta en quien la realiza a semejanza con Dios. Las buenas acciones y los actos de amor no pasan jamás y graban en el corazón una señal indeleble.
Así que sin caridad no podemos vivir. Al vivir la caridad en plenitud y practicarla, nos realizamos, porque lo propio de la persona es amar. «El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente.»7 Cada hombre y cada mujer experimenta en su corazón una radical vocación al amor a Dios. Quien llega a vivirlo, encuentra el sentido de una vida feliz.
Nuestro corazón humano prueba un deseo incesante y creciente, un fuego inspirado por Dios mismo. El objeto de este amor será siempre el Amor con la «A» mayúscula: Dios. Es Él quien penetra y colma el corazón de quien ama y lo capacita para recibirle y poseerle. Dios, por medio de la caridad, se nos da hasta saciar, pero sin colmar en esta vida, y por ello el deseo no disminuirá. Precisamente, «este torrente de amor es la plenitud del hombre».8
La caridad nos enriquece y unifica como individuos y en nuestra dimensión social porque «el amor crece a través del amor. El amor es “divino” porque proviene de Dios y a Dios nos une, y mediante este proceso unificador nos transforma en un Nosotros, que supera nuestras divisiones y nos convierte en una sola cosa, hasta que al final Dios sea “todo para todos”»9 (cf. 1 Cor. 15, 28).
El sello de autenticidad
Para ser felices y realizarnos como personas no sólo es importante la caridad. Además de asemejarnos a Dios y de reflejarlo en este mundo, la caridad constituye la prueba y garantía de autenticidad de toda virtud, ciencia, celo y preocupación por la salvación de los hombres. Ella es la raíz, el fulcro, el perno, la clave de bóveda. Sirviéndonos de los conceptos de la filosofía aristotélica, ella es la causa eficiente, final y ejemplar. Esto quiere decir que si ella no está presente como motivación o causa, como expresión, como modelo, no existiría autenticidad de vida ni el objeto de nuestras acciones sería genuino.
En otras palabras, la caridad es el crisol en el que las personas se purifican y llegan a la plenitud. Lo explicaremos con una anécdota. En cierta ocasión, una mujer leía el profeta Isaías: «Mira, yo te he refinado como plata, te he probado como en el crisol de la desgracia; por mí, por mí lo hago» (Is. 48, 11).
Buscando penetrar el sentido de estas palabras, preguntó a un orfebre.
—¿Cómo se refina la plata? ¿Por qué se sienta junto a las llamas incandescentes? ¿Cuándo y cómo sabe el momento preciso en que debe extraer la plata del crisol?
—El fuego, como puede observar —le explicaba introduciendo la plata con unas tenazas—, purifica y limpia la plata de todas sus impurezas. Observe que me siento para sostener la plata y evitar que el fuego la derrita.
—¿Y cómo sabe usted el momento preciso en que debe retirar la plata del fuego del crisol?
—Cuando me veo reflejado en ella; cuando logro distinguir mi imagen entre el fuego.
Algo muy semejante sucede con la vida de cada ser humano. Somos la plata que Dios refina en tantos crisoles. El fuego del dolor nos refina y purifica. Ya dijimos que la caridad nos asemeja a Dios. Él es el orfebre que nos lleva entre sus manos, nos introduce en el fuego, se sienta a nuestro lado y nos sostiene entre las llamas. Aunque no lo comprendemos, Él es paciente y benévolo, incluso cuando el hombre hace un mal uso de su libertad. Él sabe esperar y aguarda el momento justo para sacarnos de las llamas. Ahí nos deja, sabiamente, hasta purificarnos de las escorias que no son Él. Ahí nos mantiene y nos saca cuando logra ver y reconocer en nosotros su imagen y semejanza.
Sin la caridad, no hay piedad ni virtud auténticas. Sin ella, cualquier virtud carece de sentido. La virtud de la castidad, por ejemplo, sin la caridad carece de valor y de mérito alguno. San Bernardo lo explicaba con una bella imagen: «La castidad sin la caridad es una lámpara sin aceite.»10 Y lo mismo podríamos decir de las demás virtudes. Es imposible practicar una virtud cristiana sin caridad. Como timonel, la caridad las unifica y las eleva a todas, transformándolas.
Por todo ello, sin caridad no habrá jamás auténtica santidad, porque la santidad es la comunión y posesión de Dios. Y no puedo amar a Dios sin amar sinceramente a mis hermanos, dejando mi propio egoísmo.
En sus dos cartas, San Juan subordina toda la fe al amor a Dios y todo el amor a Dios al amor del prójimo. En primer lugar, explica cómo la fe procede del amor a Dios: «Queridos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor» (1 Jn. 4, 7-8). Y continúa más adelante: «Si alguno dice: “Amo a Dios”, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve. Y hemos recibido de él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano» (1 Jn. 4, 20-21).
A la tarde te examinarás en el amor
Vivir o no el Evangelio. He ahí la disyuntiva, lo que verdaderamente nos distingue y marca la diferencia. La Iglesia así lo ha recibido y considera la caridad como su corazón. La caridad es el mandato de Cristo, un deber y una necesidad.
Así no es de extrañar que San Juan de la Cruz afirme que «A la tarde te examinarás en el amor».11 En efecto, la caridad será también la materia del Juicio Final (Mt. 25, 31-46). El juez misericordioso no nos preguntará simplemente sobre nuestras buenas obras. No es suficiente. En aquel día Dios no nos preguntará por el tipo de coche que utilizábamos, sino por el servicio que prestamos a los demás; a Dios no le interesará el tamaño de nuestra casa, sino la acogida que ofrecimos al prójimo en ella; no nos preguntará por la marca de la ropa de nuestro armario, sino si vestimos al prójimo; no habrá una pregunta sobre la zona de la ciudad en donde vivíamos, sino sobre la manera en que tratamos a nuestros vecinos.
Jesucristo es un riesgo: o todo o nada. No hay punto medio. Su balanza sólo tiene dos platillos, sólo hay dos alternativas: o Él o la nada. O la caridad o la nada. No hay pactos ni vuelta de hoja. Aun así, Dios nos deja libres. No violenta nuestra libertad. Invita y sugiere en lo más íntimo, porque es amor y el amor exige libertad.
Así que lo que cuenta y quedará para siempre es el bien realizado por Dios en nuestros hermanos. Más que la materialidad de las obras, lo que cuenta es el amor, la caridad que es como un elixir de eternidad.
Un día, ante la crítica de Simón el fariseo, Jesús defendió a una mujer pecadora que ungió sus pies con el perfume de un frasco de alabastro; los mojó con sus lágrimas y los secó con sus cabellos; los besaba. La defensa de Jesús no pudo ser más clara ante Simón: «Te digo que quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha mostrado mucho amor. A quien poco se le perdona, poco amor muestra» (Lc. 7, 36-50).
Juan Pablo II decía que lo mismo podría aplicarse también a la Verónica. Ella —según la tradición de la Iglesia— salió al encuentro de Jesús camino del Calvario para aliviar su dolor y le enjugó el rostro con su velo. Cristo recompensó su buena acción dejándole una imagen auténtica de su rostro. «El velo, sobre el que queda impreso el rostro de Cristo, es un mensaje para nosotros. En cierto modo nos dice: he aquí cómo todo acto bueno, todo gesto de verdadero amor hacia el prójimo aumenta en quien lo realiza a semejanza con el Redentor del mundo. Los actos de amor no pasan. Cualquier gesto de bondad, de comprensión y de servicio deja en el corazón del hombre una señal indeleble, que lo asemeja un poco más a Aquel que “se despojó de sí mismo tomando condición de siervo” (Flp. 2, 7). Así se forma la identidad, el verdadero nombre del ser humano.»12
El designio eterno de la Trinidad
Por lo que llevamos dicho, resulta evidente la importancia de la caridad, pero ahora nos preguntamos: ¿Cuál es su fundamento? ¿De dónde surge su importancia?
Partimos de un hecho incontestable: el amor sólo puede ser conocido por el amor. Sólo las personas son capaces de apreciar el valor y la belleza. Así sucede en las artes como la música, la pintura o la escultura. Dios, en su bondad, queriendo manifestar su amor, nos capacita para percibirlo y corresponder. Aun siendo un amor divino, que nos sobrepasa, llega a adaptarse a nuestras facultades y capacidades humanas. Ni el árbol ni la piedra, ni el mar o la estrella pueden captar esta maravilla y entender qué es el amor.
Es posible, por lo tanto, la experiencia vivida y personalizada de la caridad de Dios. Amor que ya es gracia y que en sí mismo posibilita su conocimiento y participación. Ésa es la premisa para entender y vivir en plenitud los misterios y verdades de nuestra fe.
Ser amado es una experiencia personal. Para ello, es necesario dejarse penetrar hondamente por la caridad de Dios. No basta saber; el amor tiene que tocar la propia existencia en todas sus facultades. Unos versos del Barroco nos recuerdan la necesidad perentoria de esta necesaria experiencia personal, que no se reduce a mero conocimiento:
Aunque Cristo haya en Belén mil veces nacido,
si no nace en ti, estarás para siempre perdido.
La cruz del Gólgota no te librará del mal
si no se eleva dentro de ti una vez más.13
La caridad nace de Dios, Trinidad. No podía ser otra su fuente ni su origen, porque Dios es el Amor. Padre, Hijo y Espíritu Santo. Trinidad. Amor. Y Dios, porque es amor y el amor se da, quiere comunicarnos libremente su misma vida. Tal es el «designio benevolente» que concibió antes de la creación del mundo en su Hijo amado, «predestinándonos a la adopción filial en Él» (Ef. 1, 4-5), es decir, «a reproducir la imagen de su Hijo» (Rm. 8, 29), gracias al «Espíritu de adopción filial» (Rm. 8, 15). Este designio es una «gracia dada antes de todos los siglos» (2 Tim. 1, 9-10), nacido inmediatamente del amor trinitario.14 Reproducir los rasgos de Cristo. Elegidos en Cristo, antes de la creación del mundo para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor.
Así lo expresaba Urs von Balthasar: «Al encontrar el amor de Dios en Cristo, el hombre experimenta no sólo lo que es verdaderamente el amor, sino también que él mismo, pecador y egoísta, no posee ese verdadero amor.»15 La fuente del amor no es el hombre, sino Dios, porque el amor es eterno. Y Dios nos lo participa.
La caridad de Dios es el primer don y contiene todos los demás. Este amor «Dios lo ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm. 5, 5).16
Pero ¿cómo sabemos que Dios nos ama? ¿Dónde lo podemos experimentar? ¿La caridad, la paciencia y benignidad de Dios tendrán un límite? Ese hoy y ahora del amor de Dios lo experimentamos en todos los misterios de Cristo, pero especialmente en su encarnación: «Cuando nuestra injusticia llegó a su colmo..., Dios no se dejó llevar por el odio hacia nosotros, ni nos rechazó, ni se vengó, sino que soportó y echó sobre sí con paciencia nuestros pecados, asumiéndolos compadecido de nosotros, y entregó a su Hijo como precio de nuestra redención.»17 Encarnación que pasa por la cruz y la resurrección, y cambia así la historia y abre un nuevo futuro.
La encarnación: don del amor
La encarnación de Dios hecho carne es el amor de Dios bajo la figura y realidad de amor humano, asumido y realizado en nuestra humanidad. El don del amor. Un don inapreciable que Dios ha querido regalarnos y que ilumina y resuelve tantos porqués. ¿No es maravilloso que el Verbo de Dios, la segunda Persona de la Trinidad, se encarne por todos y cada uno de los hombres, de todos los tiempos?
Por la encarnación, el Amor asume todo lo humano, toda la naturaleza humana: cuerpo, alma, sentidos, facultades, conocimiento, voluntad, libertad... Todo lo asume y lo hace propio. De no ser así, «lo que no fue asumido, no sería redimido».18 Éste fue el argumento que la Iglesia, con la voz de los santos Padres —desde San Ignacio de Antioquía, San Ireneo y San Gregorio Nacianceno— esgrimió contra quienes postulaban en Cristo un cuerpo aparente o prestado. Rechazar la encarnación de Cristo significaba negar la redención.
Dios hecho nuestro semejante. A nuestra imagen, igual que nosotros para salvarnos y redimirnos del pecado, para darle un sentido de eternidad a nuestra vida más allá de nuestra muerte. Poseerlo para siempre, sin velos ni estorbos. Ir a Él, estar con Él; vivir plenamente en Él; mirarlo a Él, cara a cara, y gozarlo y poseerlo. Nuestro, para toda la eternidad.
En palabras de Mons. Luis María Martínez: «¡Oh admirable comercio! ¡Dios se hace hombre para hacernos dioses, se hace pobre para hacernos ricos, comparte nuestras penas para darnos la felicidad! ¡Este comercio admirable constituye el fondo del cristianismo, es la tesis de la Escritura, es el drama divino de la Historia, porque es el misterio de Cristo!»19
Al contemplar este misterio insondable, nos sentimos anonadados. No encontramos explicaciones que satisfagan la lógica humana. Es un misterio que sólo se puede vislumbrar y penetrar con los ojos de la fe. Tanto en la encarnación del Verbo como en su nacimiento, descubrimos la intención del Padre: manifestarse a los hombres, hacerles presente su amor y su afán de redención. No lo realiza solo, pues pide siempre la colaboración de los mismos hombres, como fue el caso de María, de José o de los apóstoles.
Dios parece incomprensible, porque traza y sigue caminos misteriosos, inconcebibles para los mismos hombres. Caminos de inmolación en el sacrificio físico y moral: Por eso, al entrar en este mundo, dice: «Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo. Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron.» Entonces dije: «¡He aquí que vengo a hacer, oh Dios, tu voluntad!» (Heb. 10, 5-7). Caminos de profunda humildad y de obediencia heroica hasta la muerte por amor al Padre y a los hermanos.
Jesucristo se encarnó también para hacerse semejante a nosotros, pasar por las mismas etapas y edades humanas y enseñarnos así a imitarle en su amor. «El Hijo de Dios asumió la carne para incitar al hombre a hacerse semejante a él y para proponerle a Dios como modelo a quien imitar... El Verbo de Dios que habitó en el hombre se hizo también Hijo del hombre, para que el hombre se habituara a percibir a Dios y Dios a vivir en el hombre, conforme a la voluntad del Padre.»20
Decía Juan Pablo II: «... en cuanto hombre se ha convertido en sujeto suyo, uno de los millones y millones, y al mismo tiempo Único.» A través de la Encarnación, Dios ha dado a la vida humana la dimensión que quería dar al hombre desde sus comienzos, y la ha dado de manera definitiva y a la vez con una magnificencia que, frente al pecado original y a toda la historia de los pecados de la humanidad, frente a los errores del entendimiento, de la voluntad y del corazón humano, nos permite repetir con estupor las palabras de la Sagrada Liturgia: «¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!»21
Con la Encarnación, la historia del hombre ha alcanzado su cumbre en el designio de amor de Dios. Dios ha entrado en nuestra historia, por lo que nuestro termómetro y regla de vida es la caridad. Es imposible tratar de ser cristiano y seguidor de Jesucristo sin la caridad.
Encarnación extendida
Jesús nos ha enseñado que recibe y considera como hecho a sí mismo cualquier favor realizado al menor de los suyos, de sus hermanos, que son todos nuestros prójimos. Incluso un simple vaso de agua no quedará sin recompensa (cf. Mt. 10, 42).
Cuando Saulo de Tarso, aguerrido perseguidor de los cristianos, se dirigía a Damasco tuvo una experiencia que cambió su vida para siempre. Yendo de camino, cuando estaba cerca de Damasco, de repente le rodeó una luz venida del cielo, cayó en tierra y oyó una voz que le decía: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» Él respondió: «¿Quién eres, Señor?» Y él: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues» (Hech. 9, 3-5). Saulo no perseguía a Jesús sino a los cristianos, pero Jesús se identificó con ellos. Esto se le quedó grabado profundamente en su alma y fue el inicio de la conversión de quien más tarde llegó a ser San Pablo.
Años después, al dirigir su primera carta a los Corintios, utiliza la comparación del cuerpo para aplicarla a Cristo y a la Iglesia. Imagen muy apropiada, porque nada tan humano como un cuerpo, nada tan palpable y fácil de comprender. Cristo es la cabeza, los miembros somos nosotros. Al igual que todos los miembros del cuerpo, a pesar de su diversidad, forman un solo cuerpo, así también Cristo.
Llegados a este punto de la comparación, San Pablo afianza su enseñanza. Todos hemos sido bautizados en un solo Espíritu para no formar más que un cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres. Muchos son los miembros, mas uno solo el cuerpo. Si sufre un miembro, todos los demás sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los demás toman parte en su gozo. Vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte (1 Cor. 12, 12-13.20.26-27).
Para San Pablo, el Padre nos ha creado y llamado a ser sus hijos; el Hijo nos ha redimido y hecho hermanos suyos; el Espíritu Santo actúa y hace posible la realización de los sacramentos, que nos comunican la vida divina y mantienen vivo y unido el Cuerpo Místico de Cristo.
Así que todos formamos un cuerpo. Somos uno. Cristo, cabeza del cuerpo, al encarnarse ha querido unirse con toda la humanidad; ha querido identificarse con el prójimo. De manera que no amar a todos los que pertenecen o pueden pertenecer al Cuerpo Místico de Cristo —y todos de algún modo pertenecen, no obstante, a la religión, raza o cultura— es no amar a Cristo mismo.
Cuando lo recibo en la Eucaristía, quedo unido al Señor como todos los demás que comulgan: «El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan», enseña San Pablo (1 Cor. 10, 17). Me uno a Él y a todos los demás, por quienes entrega su Cuerpo y derrama su Sangre. No puedo tener a Cristo sólo para mí; únicamente puedo pertenecerle en unión con todos los que son suyos o lo serán. Desde ese momento, el amor a Dios y al prójimo están realmente unidos: el Dios encarnado nos atrae a todos hacia sí.
Sólo a partir de este fundamento cristológico-sacramental de la Eucaristía se puede entender en profundidad la enseñanza de Jesús sobre el amor. Sólo así se entiende el doble mandamiento del amor a Dios y al prójimo. En la Eucaristía la fe, el culto y la moral se compenetran como una sola realidad y se iluminan. En la comunión eucarística está incluido a la vez el ser amados y el amar a los otros.
Una Eucaristía que no comporte un ejercicio práctico del amor sería fragmentaria en sí misma. Carecería de sentido. No sería amor, «pues en la comunión sacramental yo quedo unido al Señor como todos los demás que comulgan... La unión con Cristo es al mismo tiempo unión con todos los demás a los que Él se entrega. No puedo tener a Cristo sólo para mí; únicamente puedo pertenecerle en unión con todos los que son suyos o lo serán. La comunión me hace salir de mí mismo para ir hacia Él, y por tanto, también hacia la unidad con todos los cristianos. Nos hacemos “un cuerpo”, aunados en una única existencia. Ahora, el amor a Dios y al prójimo están realmente unidos: el Dios encarnado nos atrae a todos hacia sí».22
Así que el motivo definitivo y base de nuestra caridad hacia el prójimo radica en que Cristo ha hecho hermanos suyos a todos los seres humanos. Por ello, quien ama a Cristo, comparte también el amor que Cristo alimenta hacia cada hombre. Él se identifica con todos y cada uno.
Ciertamente, el pecado no sólo rompió la unión con Dios, sino que también hizo saltar por el aire la comunión y unidad humana primitiva: enfrentó a los hermanos, separó a los pueblos, confundió las lenguas (Gn. 11). Su veneno mortal introdujo una profunda división dentro del hombre mismo, inoculando la contradicción y la incoherencia en todo su pensar, querer y obrar. Se destrozó la concordia y la armonía consigo mismo y con sus semejantes.
Para el hombre resultaba imposible subsanar la situación, pero Jesucristo, a través de su pasión, muerte y resurrección ha restablecido un orden nuevo y mejor que el anterior. Cristo es el restaurador, el príncipe de la paz, el reunificador de la humanidad disgregada. Ya Tertuliano, en el siglo III, escribía: «Cristo también ha sido llamado ángel de consejo, anunciador... En efecto, debía anunciar al mundo el gran designio del Padre para la restauración del hombre.»23
«En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt. 25, 40). La medida de lo ético está en el amor. Mi amistad con Cristo se mide por mi caridad con todos los prójimos que son parte de Cristo, porque —lo acabamos de decir— Dios se ha querido identificar con mis hermanos. Misteriosa, pero real identificación de Jesucristo con cada ser humano. Sabemos y tenemos la seguridad de que Dios no sólo se encarnó en la persona del Hijo, sino que mantiene su presencia trinitaria dentro de nosotros. Somos templos de Dios por la gracia. No es una figura o una simple comparación ni una bella imagen literaria. Es realidad. ¡Somos Templo de Dios!24 Dios ha tomado posesión de nosotros y ha encendido en nosotros la llama de la caridad desde el bautismo. Somos su morada.
Sin caridad no soy nada. Con ella, todo
Sin la caridad no soy nada ni en esta vida ni en la eterna. Fuera o lejos de la caridad, nada sirve ni aprovecha. Nada de nada. Así lo reconoció y expresó el Apóstol de las Gentes: «Aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo caridad, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe. Aunque tuviera el don de profecía, y conociera todos los misterios y toda la ciencia; aunque tuviera plenitud de fe como para trasladar montañas, si no tengo caridad, nada soy. Aunque repartiera todos mis bienes, y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad, nada me aprovecha» (1 Cor. 13, 1-3).
Duras palabras de San Pablo. En ellas parece devaluar y desprestigiar virtudes y valores apreciados por los hombres: habilidad y capacidad de lenguas, el mismo don de profecía... Para él eso no es nada, al igual que el conocimiento de todos los misterios y secretos de la ciencia. Incluso la posesión de la fe, tan necesaria para la salvación. Eso no es nada. Dar los bienes y posesiones, incluso entregar la vida y morir como mártir. Sin caridad todo eso sigue siendo nada. No vale ni aprovecharía para nada. ¿Por qué? Porque la caridad es superior a todo. Como Dios es caridad, quien tiene caridad tiene a Dios, y así lo tiene todo. Sin caridad, en definitiva, no tiene nada duradero y de auténtico valor trascendente.
De esta forma, la caridad vivida así, de la que Jesucristo es ejemplo y modelo con su vida, muerte y resurrección, es la principal fuerza impulsora del auténtico desarrollo de cada persona y de toda la humanidad. En palabras del Papa Benedicto XVI: «El amor —caritas— es una fuerza extraordinaria, que mueve a las personas a comprometerse con valentía y generosidad en el campo de la justicia y de la paz. Es una fuerza que tiene su origen en Dios, Amor eterno y Verdad absoluta. Cada uno encuentra su propio bien asumiendo el proyecto que Dios tiene sobre él, para realizarlo plenamente.»25
Si el amor trinitario es el modelo de las mismas relaciones humanas, la caridad es la vía maestra y la carta de ruta de la doctrina social de la Iglesia. La caridad es la guía, la orientación y síntesis de toda la Ley (cf. Mt. 22, 36-40). Ella fundamenta la relación personal con Dios y con el prójimo. Su radio y onda de expansión se amplía y comprende la gran familia de la humanidad. No sólo «el principio de las micro-relaciones, como las amistades, la familia, el pequeño grupo, sino también de las macro-relaciones, como las relaciones sociales, económicas y políticas».26
La caridad es algo tan sumamente elevado y valioso que no debe ser sacrificada en aras de ningún otro bien. Es un tesoro que hay que custodiar, defender y promover a cualquier precio. Siempre. Porque la caridad no conoce edades, ni cargos, ni clases sociales, ni color.
El inicio del nuevo día
La caridad es algo que se nos da y que debemos «construir» y edificar, porque no es una obra terminada. Requiere nuestra colaboración. Es un edificio en permanente construcción. Todos trabajan, colaboran desde su puesto. Todos estamos implicados y llamados a aportar, según el ingenio, los talentos y la iniciativa derivada del amor. No hay espacio para parásitos o inactivos, que sólo estorbarían en esta construcción. Para decirlo en pocas palabras: «La caridad es el don más grande que Dios ha dado a los hombres, es su promesa y nuestra esperanza.»27
En cierta ocasión, un apreciado rabino instruía a sus discípulos y les preguntaba:
—¿Cuándo comienza el día?
Uno de los discípulos aventuró la posible respuesta:
—Cuando el sol se levanta y abraza la tierra con sus rayos, revistiéndola de luz dorada, entonces comienza un nuevo día.
Pero el rabino no quedó satisfecho con esta respuesta, así que otro discípulo tomó la palabra:
—Cuando los pajarillos empiezan a cantar en coro y la naturaleza recobra vida después del sueño de la noche. Entonces comienza el nuevo día.
Tampoco esta respuesta agradó al rabino. Y así, uno tras otro, todos los discípulos intentaron responderle. Ninguno de ellos le satisfizo. Finalmente le pidieron:
—Dinos la respuesta: ¿cuándo comienza el día?
Entonces el rabino tomó la palabra y les explicó con ponderación:
—Cuando en la oscuridad distinguís al extranjero y en él reconocéis a vuestro hermano, en ese momento nace el día. Si no veis al extranjero como vuestro hermano o vuestra hermana, puede salir el sol, pueden cantar los pájaros o la naturaleza retomar vida, pero todavía será de noche y las tinieblas cubrirán tu corazón. Es el amor quien nos da ojos para ver, un corazón sensible y manos para ayudar.28
Para nosotros nacerá el nuevo día cuando logremos descubrir en cada uno de los seres humanos el rostro de Cristo, quien nos ha hecho a todos hermanos suyos formando la gran familia de Dios, que vive iluminada por su mensaje de amor y es heredera de la vida eterna, fruto del amor eterno. Como puntualizó Roque Schneider: «El amor es la mejor música en la partitura de la vida. Sin él seremos unos eternos desafinados en el inmenso coro de la humanidad.»