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Un retrato maevano

El estudio de arte era una habitación que había evitado desde mi primer año fallido en Magnalia. Pero mientras entraba allí, indecisa, aquella tarde lluviosa, con el pelo húmedo recogido en un moño, recordé los buenos momentos que me había dado aquel lugar. Recordé las mañanas que pasaba sentada junto a Oriana mientras dibujábamos bajo la cuidadosa instrucción de la Ama Solene. Recordé la primera vez que intenté pintar, la primera vez que intenté hacer la ilustración de un manuscrito, la primera vez que intenté hacer un grabado. Y luego vinieron los momentos más oscuros que aún permanecían en mi mente, como una magulladura, como cuando me di cuenta de que mi arte era estático mientras que el de Oriana respiraba y cobraba vida. O el día en que la Ama Solene me había apartado y me había dicho en tono amable: «quizás deberías probar con la música, Brienna».

—¡Estás aquí!

Miré hacia el otro extremo de la habitación y vi a Oriana preparando un lugar para mí; tenía una nueva pincelada de pintura roja en su mejilla. Este lugar siempre había estado abrumadoramente desordenado, pero sabía que era porque Oriana y la Ama Solene fabricaban sus propias pinturas. La mesa más larga de la sala estaba cubierta por completo con frascos de plomo y pigmentos, placas de prueba y cuencos de cerámica, jarras de agua, tiza, pilas de vitela y pergaminos, un cartón de huevos, un recipiente grande con yeso. Olía a aguarrás, romero y a la hierba verde que hervían para crear misteriosamente pintura rosada.

Con cuidado, rodeé la mesa de pinturas, las sillas, los cartones y los caballetes. Oriana había puesto un taburete junto a la pared con ventanas, un lugar para que tomara asiento bajo la luz tormentosa mientras ella dibujaba.

—¿Debería preocuparme por esas… cosas de utilería que entusiasman tanto a Abree? —pregunté.

Oriana estaba a punto de responder cuando Ciri entró a la habitación.

—Lo he encontrado. Este es el que querías, ¿verdad, Oriana? —preguntó Ciri, hojeando las páginas del libro que sostenía. Casi tropezó con un caballete al acercarse a nuestra esquina, y le entregó el libro a Oriana mientras me miraba—. Pareces cansada, Brienna. ¿El Amo Cartier te presiona demasiado?

Pero no tuve tiempo de responder porque Oriana dejó escapar un grito de placer que atrajo mi atención hacia la página que ella admiraba.

—¡Es perfecto, Ciri!

—Espera —dije. Extendí la mano hacia el libro y se lo arrebaté de las manos a Oriana—. Es uno de los libros de historia maevana del Amo Cartier. —Mis ojos recorrieron la ilustración mientras contenía el aliento. Era un dibujo maravilloso de una reina maevana. La reconocí porque Cartier nos había enseñado la historia de Maevana. Era Liadan Kavanagh, la primera reina de Maevana. Lo cual también significaba que ella había tenido magia.

La mujer estaba erguida y orgullosa, con una corona de plata tejida y diamantes apoyada sobre su sien como una guirnalda de estrellas; su largo pelo castaño ondeaba suelto y salvaje a su alrededor, y una marca de pintura azul que los maevanos llamaban «añil» atravesaba su cara. De su cuello colgaba una piedra del tamaño de un puño: la legendaria Gema del Anochecer. Llevaba puesta una armadura con apariencia de escamas de dragón —resplandecían con destellos dorados y rojos— y junto a ella había una espada larga enfundada mientras la reina estaba de pie con una mano en la cadera y la otra sosteniendo una lanza.

—Hace que uno añore esa época, ¿verdad? —dijo Ciri con un suspiro, mirando por encima de mi hombro la ilustración—. La época en que las reinas gobernaban el norte.

—Ahora no es momento de una lección de historia —dijo Oriana, y me quitó el libro con suavidad.

—No tendrás intenciones de dibujarme así, ¿verdad? —pregunté mientras mi corazón se aceleraba—. Ori sería insolente.

—No, no lo sería —replicó Ciri. Le encantaba discutir—. Tienes una parte maevana, Brienna. ¿Quién sabe si no eres descendiente de las reinas?

Abrí la boca para protestar pero Abree ingresó con los brazos llenos de objetos de utilería.

—Aquí están —anunció y los dejó caer a nuestros pies.

Observé, atónita, cómo Ciri y Oriana seleccionaban las piezas de armaduras baratas, una espada de utilería, una capa azul oscuro del color de la medianoche. Eran objetos para las obras; sin duda Abree los había tomado de las reservas que el Amo Xavier tenía en el armario del teatro.

—Muy bien, Brienna —dijo Oriana, enderezándose con una pechera en las manos—. Por favor, permíteme dibujarte como una guerrera maevana.

Las tres esperaron, Oriana con la armadura, Abree con la espada, Ciri con la capa. Me miraban expectantes y esperanzadas. Y descubrí que mi corazón se había tranquilizado, entusiasmado ante la idea al igual que mi sangre maevana.

—De acuerdo. Pero no puede llevar todo el día —insistí. Abree gritó de alegría, Oriana sonrió y Ciri puso los ojos en blanco.

Permanecí de pie pacientemente mientras me vestían. El retrato solo sería de la cintura hacia arriba, así que no tenía importancia que aún tuviera puesto mi vestido de arden. La pechera se cernió sobre mi pecho, los avambrazos cubrieron mis antebrazos. Una capa azul rodeó mis hombros, lo cual hizo que mi estómago se cerrara porque pensé inevitablemente en mi capa pasionaria, y Ciri debía haber leído mi mente.

Se puso de pie, soltó el moño que agarraba mi pelo, me hizo una trenza pequeña y dijo:

—Yo le dije a Abree que eligiera una capa azul. Debes vestir tu color. Nuestro color. —Ciri retrocedió, satisfecha con el modo en que había colocado mi pelo.

Cuando una arden se convertía en una apasionada, su Amo o Ama le otorgaban una capa. El color de la prenda dependía de la pasión. El arte recibía una capa roja; el teatro, una negra; la música, violeta; la astucia, verde y el conocimiento, azul. Pero no era solo un símbolo de aptitud e igualdad que indicaba que la arden ahora estaba al mismo nivel que su Amo o su Ama. Era una conmemoración única, un símbolo de la relación entre el Amo y la arden.

Pero antes de que mis pensamientos pudieran enredarse demasiado con las capas, Sibylle entró deprisa al estudio, empapada por la lluvia. Tenía una sonrisa alegre en la cara mientras alzaba una corona de flores blancas.

—¡La tengo! —exclamó, salpicando agua y llamando nuestra atención—. ¡Esta es la corona de flores más parecida a las estrellas que he podido hacer antes de que empezara a llover!

Sí, mis cinco hermanas ardenes habían estado involucradas en esta emboscada para el retrato. Pero Merei, mi compañera de habitación, era la única que faltaba, y sentí su ausencia como una sombra que había cubierto la habitación.

—¿Dónde está Merei? —pregunté mientras Sibylle traía la corona de flores hacia mí.

Sibylle, elegante, regordeta y coqueta, colocó la corona sobre mi cabeza.

—Pareces capaz de arrancarle la cabeza a un hombre —dijo, sus labios rosados se abrieron en una sonrisa amplia y satisfecha.

—¿No la oyes? —respondió Abree a mi pregunta, y alzó un dedo. Todas hicimos silencio y a través del repiqueteo de la lluvia que caía sobre las ventanas, oímos el canto suave y decidido del violín—. Merei dijo que está trabajando fervientemente en una nueva composición, pero que vendrá en cuanto pueda.

—Ahora, Brienna, toma la espada y siéntate en el taburete —indicó Oriana mientras sostenía un frasco de pintura azul.

La observé con cautela, mientras ocupaba mi lugar en el taburete con la espada sobresaliendo torpemente de mi puño. Con la mano apoyada en mi muslo derecho, la espada cruzó mi pecho y su punta sin filo quedó cerca de mi oreja izquierda. La armadura era flexible, pero de todos modos la sentía extraña en mi cuerpo, como si un par de brazos desconocidos hubieran rodeado mi pecho en un abrazo.

—Ciri, ¿puedes sostener la ilustración junto a la cara de Brienna? Quiero asegurarme de hacerlo perfecto. —Oriana le indicó a Ciri con la mano que se acercara un poco más.

—¿Hacer qué perfecto? —tartamudeé.

—El añil. Quédate quieta, Bri.

No tenía opción; permanecí inmóvil mientras los ojos de Oriana pasaban de la ilustración a mi cara y luego de nuevo hacia la ilustración. Observé cómo mojaba la punta de sus dedos en la pintura azul y luego cerré los ojos mientras ella deslizaba los dedos en diagonal sobre mi cara, desde mi ceja hasta el mentón, y sentí que ella abría una parte secreta de mí. Un lugar que supuestamente debía permanecer oculto y en silencio estaba despertando.

—Puedes abrir los ojos.

Obedecí, mi mirada nerviosa se encontró con las de mis hermanas mientras me observaban con orgullo y aprobación.

—Creo que estamos listas. —Oriana agarró un paño para limpiar la pintura de sus dedos.

—Pero ¿y la piedra? —preguntó Sibylle mientras trenzaba su pelo color miel para apartarlo de sus ojos.

—¿Qué piedra? —Abree frunció el ceño, molesta porque le faltaba un objeto de utilería.

—La piedra que la reina lleva en el cuello.

—Creo que es la piedra de la noche —dijo Ciri, observando la ilustración.

—No, es la Gema del Anochecer —la corregí.

La cara blanca como la leche de Ciri se sonrojó —odiaba que la corrigieran—, pero se aclaró la garganta.

—Ah, sí. Por supuesto que tú conoces mejor que yo la historia maevana, Brienna. Tienes un motivo para escuchar al Amo Cartier cuando habla sin cesar sobre ella.

Oriana arrastró un segundo taburete y lo colocó frente a mí, con su pergamino y su lápiz listos.

—Intenta no moverte, Brienna.

Asentí mientras sentía que la pintura azul empezaba a secarse sobre mi piel.

—Desearía tener doble ciudadanía —susurró Abree, extendiendo los brazos—. ¿Alguna vez cruzarás el canal y verás Maevana? Porque sin duda deberías hacerlo, Brienna. Y tienes que llevarme contigo.

—Quizás algún día —dije mientras Oriana empezaba a dibujar sobre el papel—. Y me encantaría que me acompañaras, Abree.

—Mi padre dice que Maevana es muy, muy diferente a Valenia —afirmó Ciri, y oí la tensión en su voz, como si aún estuviera molesta porque la había corregido. Apoyó los libros de Cartier y se reclinó contra la mesa, mientras su mirada vagaba de nuevo hacia la mía. Su pelo rubio parecía luz de luna derramándose sobre su hombro—. Mi padre solía ir allí una vez por año durante el otoño, cuando algunos de los lores maevanos abrían sus castillos para que los valenianos pudiéramos quedarnos allí para la cacería del ciervo blanco. Mi padre disfrutaba cada visita, decía que siempre había buena bebida y comida, historias épicas y diversión, pero por supuesto que nunca me permitía ir con él. Afirmaba que la tierra era demasiado salvaje, demasiado peligrosa para una chica valeniana como yo.

Sibylle resopló, y se desabrochó el cuello alto del vestido para frotarse el cuello.

—¿Acaso no todos los padres dicen lo mismo solo para mantener a sus hijas «a salvo» en casa?

—Bueno, ya sabéis lo que dicen de los hombres maevanos —dije, citando inevitablemente a mi abuelo.

—¿Qué? —preguntó deprisa Sibylle, su interés de pronto era ardiente como las estrellas en sus ojos avellana. Olvidé que la carta de Francis dirigida a ella aún estaba en mi vestido de arden mojado, que había dejado tirado en el suelo de mi habitación. Era probable que la pobre carta estuviera empapada y manchada.

—Son amantes charlatanes, habilidosos y viles —dije, usando mi mejor imitación de la voz áspera de mi abuelo.

Sibylle estalló en carcajadas —ella era la que más confianza tenía con el sexo opuesto— y Abree se cubrió la boca, como si no supiera si debía sentirse avergonzada o no. Ciri no respondió nada, aunque sabía que intentaba no sonreír.

—Suficiente charla —Oriana nos reprendió en broma, agitando su lápiz hacia mí—. Si una de las Amas se acerca y oye eso, te darán tareas en la cocina durante toda la última semana, Brienna.

—¡Deberían ser amantes habilidosos y viles para ser dignos de mujeres con esa apariencia! —prosiguió Sibylle, señalando la ilustración de la reina—. Por los santos, ¿qué ocurrió con Maevana? ¿Por qué ahora hay un rey en el trono de ella?

Intercambié miradas con Ciri. Ambas habíamos tenido esa clase dos años atrás. Era una historia larga y complicada.

—Tendrás que preguntárselo al Amo Cartier —respondió Ciri por fin, encogiéndose de hombros—. Él podría decírtelo dado que sabe la historia entera de cada reino que haya existido.

—Qué engorroso —lamentó Abree.

Ciri endureció la mirada.

—Abree, recuerdas que Brienna y yo estamos a punto de convertirnos en pasionarias del conocimiento. —Estaba ofendida, de nuevo.

Abree dio un paso atrás.

—Perdona, Ciri. Claro, he querido decir cuánto me asombra la capacidad que tenéis de retener tanto conocimiento.

Ciri resopló, todavía molesta, pero por suerte no continuó con el asunto mientras me miraba.

—¿Alguna vez conocerás a tu padre, Bri? —preguntó Sibylle.

—No, no lo creo —respondí con honestidad. Era irónico para mí que el día que juré nunca preguntar de nuevo sobre él estuviera vestida como una reina maevana.

—Es muy triste —comentó Abree.

Por supuesto que sería triste para ella, para todas mis hermanas. Todas provenían de familias nobles, de padres y madres que en cierta medida estaban involucrados en sus vidas. Así que afirmé:

—De verdad, no tiene importancia para mí.

El silencio invadió la habitación. Escuché la lluvia, la música distante de Merei recorriendo el pasillo, el rasgueo del lápiz de Oriana mientras me dibujaba sobre el papel.

—Bueno —dijo Sibylle alegremente para alisar las arrugas de incomodidad. Era arden de la astucia, y tenía la habilidad de lidiar con cualquier clase de conversación—. Deberías ver el retrato que Oriana hizo de mí, Brienna. Es exactamente lo opuesto al tuyo —lo sacó de la cartera de Oriana y lo levantó para que pudiera verlo bien.

Sibylle había estado vestida como una noble valeniana perfecta. Observé sorprendida todos los objetos de utilería que Abree había escogido para aquel retrato. Sibylle tenía puesto un vestido rojo escotado y atrevido bordado con perlas, un collar de joyas baratas y una peluca blanca voluptuosa. Incluso tenía un lunar perfecto en forma de estrella en la mejilla, un símbolo de la nobleza femenina. Estaba hermosa y refinada, la personificación de Valenia. Era etiqueta, porte, elegancia.

Y luego estaba el mío, el retrato de una reina que dominaba la magia y llevaba una marca azul añil, que vivía en su armadura y cuyo acompañante constante no era un hombre, sino una espada y una gema.

Era la gran diferencia entre Maevana y Valenia, dos países entre los que yo me dividía. Quería sentirme cómoda en el vestido elegante y con el lunar estrellado, pero también quería hallar mi linaje en la armadura y el añil. Quería dominar una pasión, pero también quería saber cómo sostener una espada.

—Deberías colgar los retratos de Brienna y Sibylle juntos —le sugirió Abree a Oriana—. Pueden darle una buena lección de historia a los ardenes futuros.

—Sí —estuvo de acuerdo Ciri—. Una lección que enseñe a quién no debes ofender nunca.

—Si ofendes a una valeniana, pierdes tu reputación —trinó Sibylle, limpiando sus uñas—. Pero si ofendes a una maevana… entonces pierdes la cabeza.