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Cartas y lecciones

Fin de la primavera de 1566

Dos veces por semana, Francis se ocultaba entre los arbustos de enebro que florecían junto a la ventana de la biblioteca. A veces, me gustaba hacerlo esperar; él tenía piernas largas y era impaciente, e imaginarlo agazapado en un arbusto era divertido para mi mente. Pero faltaba una semana para el verano y eso causó que me apresurara. También era momento de decírselo. La idea aceleró mi pulso mientras entraba en las sombras silenciosas de la tarde en la biblioteca.

Dile que esta será la última vez.

Levanté la ventana con un ligero empujón, e inhalé la fragancia dulce de los jardines mientras Francis abandonaba su posición inspirada en una gárgola.

—Te gusta hacer esperar a un hombre —refunfuñó él, pero siempre me saludaba de ese modo. Tenía la cara bronceada por el sol, su pelo azabache escapaba de su trenza. El uniforme de mensajero color café estaba húmedo de sudor, y el sol resplandecía en la pequeña acumulación de insignias de premiación que colgaban de la tela sobre su corazón. Él alardeaba de ser el mensajero más veloz de todo Valenia a pesar de que se rumoreaba que tenía veintiún años.

—Esta es la última vez, Francis —le advertí, antes de que pudiera cambiar de opinión.

—¿La última vez? —repitió él, pero ya estaba sonriendo. Conocía esa sonrisa. Era la que usaba para conseguir lo que quería—. ¿Por qué?

—¡Por qué! —exclamé, ahuyentando un abejorro curioso—. ¿De verdad necesitas preguntarlo?

—En todo caso, ahora es cuando más la necesito, mademoiselle —respondió y extrajo dos sobres pequeños del bolsillo interno de su camisa—. En ocho días llega el solsticio de verano del destino.

—Exacto, Francis —repliqué, sabiendo que él solo pensaba en mi hermana arden, Sibylle—. Ocho días y yo aún tengo mucho que dominar. —Posé la mirada en los sobres que él sostenía; uno estaba dirigido a Sibylle, pero el otro llevaba mi nombre. Reconocí la caligrafía de mi abuelo; por fin me había escrito. Mi corazón se aceleró al imaginar lo que la carta podía contener entre sus pliegues…

—¿Estás preocupada?

Mis ojos pasaron de inmediato a la cara de Francis.

—Por supuesto que lo estoy.

—No deberías. Creo que estarás espléndida. —Para variar, él no bromeaba conmigo. Oí la honestidad en su voz, clara y dulce. Quería creer como él que en ocho días, cuando mi verano número diecisiete marcara mi cuerpo, me convertiría en una pasionaria. Que me elegirían.

—No creo que el Amo Cartier…

—¿A quién le importa lo que piense tu Amo? —interrumpió Francis, encogiéndose de hombros con despreocupación—. Solo debería importarte lo que piensas.

Fruncí el ceño mientras reflexionaba, imaginando cómo respondería el Amo Cartier a semejante afirmación.

Hacía siete años que conocía a Cartier. Hacía siete meses que conocía a Francis.

Nos habíamos conocido el noviembre pasado; yo estaba sentada delante de la ventana abierta, esperando que Cartier llegara para mi lección de la tarde, cuando Francis pasó por el sendero de grava. Yo sabía quién era él, al igual que todas mis hermanas ardenes; solíamos verlo entregar y recibir el correo de la Casa Magnalia. Pero fue en aquel primer encuentro personal que él me preguntó si podía entregarle una carta secreta a Sibylle. Accedí y de esta manera quedé envuelta en el intercambio de cartas de los dos.

—Me importa lo que piense el Amo Cartier porque él es quien me declarará apasionada —expliqué.

—Cielos, Brienna —respondió Francis mientras una mariposa coqueteaba con sus hombros anchos—. deberías ser la que se declara apasionada, ¿no lo crees?

Aquello me dio un motivo para hacer una pausa. Y Francis se aprovechó de ella.

—Por cierto, sé a qué mecenas ha invitado la Viuda al solsticio.

—¡Qué! ¿Cómo?

Pero por supuesto que sabía cómo. Él había entregado todas las cartas y había visto todos los nombres y las direcciones. Lo miré entrecerrando los ojos mientras los hoyuelos aparecían en sus mejillas. Otra vez aquella sonrisa. Comprendía perfectamente por qué le gustaba a Sibylle, pero él era demasiado juguetón para mí.

—Ah, solo dame tus malditas cartas —exclamé y extendí la mano para quitárselas de los dedos.

Él me esquivó; esperaba aquella respuesta.

—¿No te importa saber quiénes son los mecenas? —insistió—. Ya que uno de ellos será el tuyo en ocho días…

Lo miré, pero vi más allá de su cara pueril y su contextura alta y desgarbada. El jardín estaba seco, anhelando la lluvia, temblando en una brisa suave.

—Solo dame las cartas.

—Pero si esta es la última carta que Sibylle recibirá, necesito reescribir algunas cosas.

—Por Saint LeGrand, Francis, no tengo tiempo para tus juegos.

—Solo concédeme una carta más —suplicó él—. No sé dónde estará Sibylle en una semana.

Debería haber sentido pena por él… oh, el dolor de amar a una pasionaria cuando no eres uno de ellos. Pero también debía permanecer firme en mi decisión. Él podía enviarle la carta, como debería haberlo hecho todo este tiempo. Después de un rato suspiré y accedí, más que nada porque quería la carta de mi abuelo.

Francis por fin entregó los sobres. La carta de mi abuelo fue directa a mi bolsillo, pero la de Francis permaneció entre mis dedos.

—¿Por qué has escrito en dairinés? —pregunté al ver la letra descuidada en el destinatario. Había escrito en el idioma de Maevana, el Dominio de la Reina en el norte. Para Sibylle, mi sol y mi luna, mi vida y mi luz. Casi empecé a reír a carcajadas, pero me detuve justo a tiempo.

—¡No la leas! —exclamó él, el rubor se extendió sobre sus mejillas ya bronceadas.

—Está en el sobre, tonto. Por supuesto que lo voy a leer.

—Brienna…

Él extendió la mano hacia mí y yo disfrutaba la oportunidad de burlarme por fin de él cuando la puerta de la biblioteca se abrió. Supe que era Cartier sin necesidad de mirar. Durante tres años, había pasado prácticamente todos los días con él y mi alma se había acostumbrado al modo en que su presencia dominaba con calma la habitación.

Coloqué deprisa la carta de Francis en mi bolsillo junto a la de mi abuelo, miré al mensajero con los ojos abiertos de par en par y empecé a cerrar la ventana. Él comprendió lo que quería un segundo demasiado tarde; cerré la ventana sobre sus dedos. Oí con claridad su alarido de dolor, pero esperaba que el cierre abrupto de la ventana lo ocultara de Cartier.

—Amo Cartier —lo saludé, sin aliento, y volví a mi lugar.

Él no me miraba. Observé mientras él apoyaba su bolso de cuero en una silla, extraía varios volúmenes y colocaba los libros de clase sobre la mesa.

—¿No vamos a abrir la ventana hoy? —preguntó. Aún no me miraba a los ojos. Debía ser por mi bien, dado que sentía el modo en que mi cara ardía y no era debido al sol.

—Los abejorros están molestos hoy —respondí, mirando con discreción sobre mi hombro para ver a Francis correr por el sendero de grava hacia los establos. Sabía las reglas de Magnalia; sabía que no debíamos tener enredos románticos mientras éramos ardenes. O, siendo más realista, que no debían descubrirnos en uno. Era un tonta por llevar las cartas de Sibylle y Francis.

Miré al frente y vi a Cartier observándome.

—¿Cómo están tus Casas valenianas? —Me indicó que me acercara a la mesa.

—Muy bien, Amo —dije y ocupé mi asiento habitual.

—Empecemos por recitar el linaje de la Casa Renaud, después del primogénito —indicó Cartier, mientras ocupaba la silla frente a la mía.

—¿La Casa Renaud? —Cielo santo, por supuesto que pediría el extenso linaje real. El que me era difícil recordar.

—Es el linaje de nuestro rey. —Me recordó, con su mirada imperturbable. Había visto esa expresión muchas veces. Mis hermanas ardenes también, y todas se quejaban de Cartier en secreto. Él era el arial más apuesto de Magnalia, el instructor del conocimiento, pero también era el más estricto. Mi hermana arden Oriana decía que él tenía una roca en el pecho. Y había dibujado una caricatura de él, en la que aparecía como un hombre que salía de la piedra.

—Brienna. —Mi nombre rodó por su lengua mientras chasqueaba sus dedos con impaciencia.

—Discúlpeme, Amo. —Intenté recordar el inicio del linaje real, pero en lo único que podía pensar era en la carta de mi abuelo esperando en mi bolsillo. ¿Por qué había tardado tanto en escribir?

—Comprendes que el conocimiento es la pasión más exigente —dijo Cartier cuando mi silencio había sido demasiado prolongado.

Lo miré a los ojos y me pregunté si intentaba insinuar con tacto que yo no tenía el temple para esto. Algunas mañanas, yo misma lo pensaba.

En mi primer año en Magnalia había estudiado la pasión del arte. Y dado que no tenía inclinaciones artísticas, desperdicié el año siguiente en la música. Pero mi canto no tenía arreglo y mis dedos hacían que los instrumentos sonaran como felinos maullando. En mi tercer año había probado suerte con el teatro, hasta que descubrí que no podía superar mi pánico escénico. Así que le dediqué mi cuarto año a la astucia, un año muy fastidioso que intentaba olvidar. Luego, a los catorce años, había acudido a Cartier y le había pedido que me aceptara como su arden, para convertirme en Ama del conocimiento en los tres años que me quedaban en Magnalia.

Sin embargo, sabía —y sospechaba que las otras ariales que me educaban también estaban al tanto— que estaba aquí debido a algo que mi abuelo había dicho siete años atrás. No estaba aquí porque lo merecía; no estaba aquí porque rebosaba de talento y capacidad como las otras cinco ardenes, a quienes amaba como hermanas de sangre. Pero quizás eso hacía que deseara aún más probar que la pasión no era algo que se tenía por naturaleza como algunos creían, sino que cualquiera podía ganársela, ya fuera un plebeyo o un noble, incluso si no tenían una habilidad intrínseca para ello.

—Tal vez debo regresar a nuestra primera clase —dijo Cartier, interrumpiendo mi ensimismamiento—. ¿Qué es la pasión, Brienna?

Los preceptos de la pasión. Resonó en mis pensamientos uno de los primeros pasajes que había memorizado, el que todas las ardenes sabían de memoria.

No estaba siendo condescendiente al hacerme esta pregunta ahora, a ocho días del solsticio de verano, pero de todos modos, sentí una punzada de vergüenza hasta que lo miré a los ojos con valentía y vi que había algo más en su pregunta.

¿Qué quieres, Brienna?, preguntaban sus ojos en silencio mientras sostenía mi mirada. ¿Por qué quieres convertirte en una pasionaria?

Así que le di la respuesta que me habían enseñado a dar porque sentí que sería lo más seguro.

—La pasión se divide en cinco corazones —empecé a decir—. La pasión es arte, música, teatro, astucia y conocimiento. La pasión es devoción completa; es fervor y agonía; irascibilidad y entusiasmo. No conoce límites y marca a un hombre o a una mujer sin importar su clase o su posición, sin importar su linaje. La pasión se convierte en el hombre o la mujer, al igual que el hombre o la mujer se convierten en la pasión. Es la consumación de la habilidad y la carne, una marca de devoción, dedicación y hazaña.

No sabía si Cartier estaba decepcionado con mi respuesta aprendida. Su cara siempre estaba cuidadosamente resguardada: nunca lo había visto sonreír, nunca lo había escuchado reír. A veces, imaginaba que él no tenía muchos más años que yo, pero luego siempre recordaba que mi alma era joven y la de Cartier no lo era. Él era mucho más experimentado y culto, probablemente el producto de una infancia que había finalizado demasiado pronto. Sin importar su edad, tenía una vasta cantidad de conocimiento en su mente.

—He sido tu última elección, Brienna —dijo por fin, ignorando mi respuesta—. Acudiste a mí hace tres años y me pediste que te preparase para tu solsticio de verano número diecisiete. En vez de tener siete años para convertirte en Ama del conocimiento, solo he tenido tres.

A duras penas toleraba sus recordatorios. Me hacían pensar en Ciri, su otra arden del conocimiento. Ciri absorbía conocimientos con una profundidad envidiable, pero también había tenido siete años de instrucción. Por supuesto que me sentiría poco apta si me comparaba con ella.

—Discúlpeme por no ser como Ciri —dije, antes de poder tragar mi sarcasmo.

—Ciri empezó su entrenamiento a los diez años. —Me recordó él con tranquilidad, concentrado en un libro sobre la mesa. Lo agarró y pasó varias páginas que tenían la esquina superior plegada, algo que él odiaba con fervor, y observé cómo alisaba los pliegues del papel viejo.

—¿Se arrepiente de mi elección, Amo? —Lo que realmente quería preguntarle era: ¿Por qué no me rechazó cuando le pedí que fuera mi Amo hace tres años? Si tres años no eran suficientes para que me apasionara, ¿por qué no me dijo que no? Pero quizás mi mirada expresaba esas dudas, porque me miró y luego apartó la vista lentamente hacia los libros.

—Tengo pocos arrepentimientos, Brienna —respondió.

—¿Qué sucederá si no me elige un mecenas en el solsticio? —pregunté, aunque sabía lo que ocurría con los jóvenes hombres y mujeres que fracasaban en alcanzar el apasionamiento. Solían estar rotos y ser inadecuados, no estaban ni aquí ni allí, no pertenecían a ningún grupo, y los evitaban los pasionarios y el pueblo por igual. Dedicarle años, tiempo y mente a la pasión y no alcanzarla… implicaba que uno quedaba marcado como inepto. Ya no era un arden y nunca sería un pasionario, y estaba obligado repentinamente a insertarse de nuevo en la sociedad para ser útil.

Y mientras esperaba su respuesta, pensé en la metáfora simple que la Ama Solene me había enseñado aquel primer año en arte (cuando se dio cuenta de que yo no era en absoluto artística). La pasión avanzaba en fases. Uno empezaba como arden, que era como una oruga. Ese era el momento de devorar y dominar lo máximo posible de la pasión. Podía suceder en poco tiempo (unos dos años) si uno era un prodigio, y hasta diez años si uno aprendía despacio. La Casa Magnalia era un programa de siete años bastante riguroso en comparación con las otras Casas pasionales valenianas, que solían abarcar de ocho a nueve años de estudio. Y luego venía el apasionamiento —marcado por una capa y un título— y la fase del mecenas, que era como un capullo, un lugar para madurar la pasión, para apuntalarla mientras se preparaba para la última fase, que era la mariposa, cuando la pasión podía emerger al mundo por su propia cuenta.

Estaba pensando en mariposas cuando Cartier respondió:

—Supongo que serás la primera de tu tipo, pequeña arden.

No me gustó su respuesta, y mi cuerpo se hundió más en el brocado de la silla, que olía a libros viejos y soledad.

—Si crees que fallarás, entonces probablemente así será —prosiguió él, sus ojos azules resplandecían en los míos color café. Partículas de polvo cruzaban el abismo entre nosotros, como remolinos pequeños que giraban en el aire—. ¿Estás de acuerdo?

—Claro, Amo.

—Tus ojos nunca me mienten, Brienna. Deberías aprender a tener mejor compostura cuando mientes.

—Tomaré en serio su consejo.

Él inclinó la cabeza hacia un lado, pero sus ojos aún estaban posados en los míos.

—¿Quieres decirme en qué piensas realmente?

—Pienso en el solsticio —respondí, demasiado deprisa. Era una verdad a medias, pero no podía imaginar contarle a Cartier sobre la carta de mi abuelo, porque luego quizás me pediría que la leyera en voz alta.

—Bueno, esta clase ha sido inútil —dijo y se puso de pie.

Me decepcionó que la terminara antes —necesitaba cada clase que él estuviera dispuesto a darme—, pero a su vez estaba aliviada: no podía enfocarme en nada con la carta de mi abuelo descansando en mi bolsillo como un carbón.

—¿Por qué no te tomas el resto de la tarde para estudiar por tu cuenta? —sugirió, señalando con las manos los libros sobre la mesa—. Llévatelos si quieres.

—Sí, gracias, Amo Cartier. —Yo también me puse de pie y le hice una reverencia. Sin mirarlo, agarré los libros y salí de la biblioteca, ansiosa.

Salí a los jardines y caminé entre los arbustos para que Cartier no pudiera verme desde las ventanas de la biblioteca. El cielo estaba cubierto de nubes onduladas y grises que advertían que se avecinaba una tormenta, así que tomé asiento en el primer banco que vi y apoyé sus libros con cuidado a un lado.

Saqué la carta de mi abuelo y la sostuve ante mí. Su caligrafía torcida hacía que mi nombre pareciera una mueca sobre el pergamino. Luego, rompí su sello de cera roja; mis manos temblaban mientras desplegaba la carta.

7 de junio, 1566

Mi querida Brienna:

Perdóname por tomarme tanto tiempo para responder. Me temo que el dolor en mis manos ha empeorado y el médico me ha indicado que mis escritos sean breves o que contrate un escriba. Debo decir que estoy muy orgulloso de ti. Tu madre, mi dulce Rosalie, estaría igual de orgullosa de saber que estás solo a días de convertirte en apasionada… Por favor, escríbeme después del solsticio y dime qué mecenas has elegido.

Para responder a tu pregunta… Me temo que estarás familiarizada con la respuesta que te voy a dar… No es digno mencionar el nombre de tu padre. Tu madre se dejó llevar por su cara apuesta y sus palabras empalagosas y me temo que solo te causará daño saber su nombre. Sí, tienes doble ciudadanía, lo cual significa que eres parte maevana. Pero no quiero que lo busques. Ten la certeza de que encontrarás los mismos defectos en él que yo. Y no, mi cielo, él no ha preguntado por ti. No te ha buscado ni una sola vez. Debes recordar que eres ilegítima, y la mayoría de los hombros huyen al oír esa palabra.

Recuerda que eres amada, y que yo ocupo el lugar de tu padre.

Con amor,

El abuelo

Arrugué la carta en mi mano, con los dedos blancos como el papel y los ojos llenos de lágrimas. Era estúpido llorar por semejante carta y porque me negaran de nuevo el nombre del hombre que era mi padre. Y me había llevado semanas reunir el coraje para escribir mi carta y preguntar nuevamente.

Decidí que sería la última vez. El nombre no tenía importancia.

Si mi madre hubiera estado viva, ¿qué habría dicho acerca de él? ¿Hubiera contraído matrimonio con él? O quizás él ya estaba casado, y por esa razón a mi abuelo le avergonzaba siquiera pensar en mi padre. Un romance extramatrimonial vergonzoso entre una mujer valeniana y un hombre maevano.

Ah, mi madre. A veces, creía poder recordar la cadencia musical de su voz, creía poder recordar lo que sentía al estar entre sus brazos, su aroma. Lavanda y trébol, sol y rosas. Murió por sudor anglicus cuando yo tenía tres años, y Cartier me dijo una vez que era extraño que uno tuviera recuerdos de tan corta edad. Así que, quizás, había imaginado todo lo que quería recordar sobre ella, ¿verdad?

Entonces, ¿por qué dolía pensar en alguien que uno no conocía realmente?

Guardé la carta en mi bolsillo, me incliné hacia atrás y sentí que las hojas onduladas del arbusto acariciaban mi pelo, como si la planta estuviera intentando consolarme. No debería afligirme por fragmentos de mi pasado, por piezas que no importaban. Necesitaba pensar en lo que vendría en ocho días, cuando llegara el solsticio, cuando tendría que dominar mi pasión y por fin recibir una capa.

Necesitaba leer los libros de Cartier y grabar las palabras en mi memoria.

Pero antes de que pudiera siquiera mover los dedos hacia las páginas, oí un ruido suave en el césped y Oriana apareció en el sendero.

—¡Brienna! —saludó, su pelo negro estaba peinado en una trenza enredada que llegaba hasta su cintura. Su piel café y su vestido de arden estaban manchados con pintura por las horas infinitas que pasaba en el estudio de arte. Y mientras su vestido hablaba de encantadoras creaciones de color, el mío estaba aburridamente limpio y arrugado. Las seis ardenes de Magnalia llevábamos aquellos vestidos grises y opacos, y los odiábamos por unanimidad, con sus cuellos altos y mangas largas lisas y su ajuste casto. Sin duda, quitárnoslos pronto nos causaría fervor.

—¿Qué hacías? —preguntó mi hermana arden, acercándose—. ¿El Amo Cartier ya te ha frustrado?

—No, creo que esta vez es al revés. —Me puse de pie, agarré los libros en una mano y entrelacé el otro brazo con el de Oriana. Caminamos una junto a otra, Oriana era pequeña y delgada en comparación con mi altura y mis piernas largas. Tuve que reducir la velocidad para continuar caminando a su lado—. ¿Cómo van tus últimas pinturas?

Resopló y me dedicó una sonrisa burlona mientras arrancaba una rosa de un arbusto.

—Bien, supongo.

—¿Has elegido cuales exhibirás en el solsticio?

—De hecho, sí. —Empezó a contarme cuáles había decidido enseñarles a los mecenas y la observé mientras hacía girar, nerviosa, la flor.

—No te preocupes —dije y la obligué a parar para que pudiéramos mirarnos a los ojos. A lo lejos, un trueno rugió; el aire estaba lleno de aroma a lluvia—. Tus pinturas son exquisitas. Y ya lo veo.

—¿Ves qué? —Oriana colocó con dulzura la rosa detrás de mi oreja.

—Que los mecenas pelearán por ti. Tendrás el precio más alto.

—¡Cielos, no! No tengo el encanto de Abree, o la belleza de Sibylle, o la dulzura de Merei o tu cerebro o el de Ciri.

—Pero tu arte crea una ventana hacia otro mundo —dije, sonriéndole—. Eso es un verdadero don: ayudar a los demás a ver el mundo de un modo distinto.

—¿Desde cuándo eres poeta, amiga mía?

Reí, pero un rugido de truenos engulló el sonido. En cuanto la protesta de la tormenta se calmó, Oriana dijo:

—Tengo algo que confesar. —Me llevó al sendero de nuevo cuando las primeras gotas de lluvia empezaron a caer y yo la seguí, desconcertada, porque Oriana era una arden que nunca rompía las reglas.

—Y… —dije.

—Sabía que estabas en los jardines y vine a pedirte algo. ¿Recuerdas que he dibujado retratos de las otras chicas? ¿Para tener siempre un modo de recordar a cada una después de que nos separemos la semana próxima? —Oriana me miró, sus ojos ámbar resplandecían de entusiasmo.

Intenté no gruñir.

—Ori, no puedo permanecer sentada tanto tiempo.

—Abree pudo hacerlo. Y sabes que ella se mueve constantemente. ¿Y a qué te refieres con que no puedes permanecer sentada tanto tiempo? ¡Te pasas el día entero sentada con Ciri y el Amo Cartier leyendo un libro tras otro!

Reprimí una sonrisa. Durante un año entero, ella me había pedido que pose para un retrato, y yo simplemente había estado demasiado ocupada con mis estudios para dedicarle tiempo libre a un cuadro. Tenía clases con Cartier y Ciri por la mañana, pero luego, por la tarde, solía tener una lección privada con Cartier porque aún me era difícil dominar todo como debería. Y mientras soportaba lecciones agotadoras y observaba el sol derretirse por el suelo, mis hermanas ardenes tenían la tarde libre; muchos días había oído sus risas y alegría llenando la casa mientras yo obligaba a mi memoria a cooperar bajo el escrutinio de Cartier.

—No sé —vacilé, moviendo los libros entre mis brazos—. Se supone que debería estudiar.

Giramos en la esquina de los arbustos solo para toparnos con Abree.

—¿La has convencido? —le preguntó Abree a Oriana, y me di cuenta de que era una emboscada—. Y no nos mires así, Brienna.

—¿Así cómo? —repliqué—. Ambas sabéis que si quiero obtener mi capa y marcharme con un mecenas en ocho días, necesito pasar cada minuto…

—Memorizando linajes aburridos, sí, lo sabemos —interrumpió Abree. Su pelo castaño grueso caía libre sobre sus hombros; había unas hojas sueltas atrapadas en sus rizos como si hubiera estado arrastrándose entre los arbustos y las zarzas. Todos sabían que practicaba sus líneas en el exterior con el Amo Xavier, y muchas veces la había visto a través de las ventanas de la biblioteca mientras se lanzaba al césped, rodaba y aplastaba bayas contra su vestido para simular sangre falsa mientras decía sus líneas hacia las nubes. Ahora había rastros de lodo en su falda y manchas de bayas y supe que había estado ensayando.

—Por favor, Brienna —suplicó Oriana—. He hecho el retrato de todas, menos el tuyo…

—Y querrás que haga el tuyo, en especial cuando veas los objetos de utilería que he encontrado para ti —dijo Abree, sonriéndome con malicia. Ella era la más alta de todas, más que yo por una palma entera.

—¡Utilería! —exclamé—. Escuchadme, yo no… —Pero el trueno rugió de nuevo y ahogó mi débil protesta, y antes de que pudiera detenerla, Oriana robó los libros de mis manos.

—Me adelantaré y empezaré a preparar todo —dijo Oriana. Dio tres pasos nerviosos lejos de mí, como si no pudiera cambiar de opinión una vez que ella estuviera lejos—. Abree, tráela al estudio.

—Sí, milady —respondió Abree con una reverencia en broma.

Observé mientras Oriana atravesaba el jardín y entraba por las puertas traseras.

—Ah, vamos, Brienna —dijo Abree. La lluvia empezó a caer de las nubes con mayor intensidad y mojó nuestros vestidos—. Necesitas disfrutar estos últimos días.

—No puedo disfrutarlos si me preocupa convertirme en una inepta. —Empecé a caminar hacia la casa; arranqué la cinta de mi trenza y solté mi pelo a mi alrededor mientras lo peinaba nerviosamente con los dedos.

—¡No te vas a convertir en una inepta! —Pero hizo una pausa, seguida de—: ¿El Amo Cartier piensa que lo harás?

Estaba a mitad de camino por el jardín, empapada y abrumada por las expectativas inminentes, cuando Abree me alcanzó, me agarró del brazo y me hizo girar.

—Por favor, Brienna. Déjate hacer el retrato por mí, por Oriana.

Suspiré, pero una sonrisita empezaba a rozar las comisuras de mis labios.

—Vale. Pero no puede llevar todo el día.

—¡De verdad que te van a encantar los objetos de utilería que he encontrado! —insistió Abree sin aliento, mientras me arrastraba durante el resto del camino por el jardín.

—¿Cuánto tiempo crees que tardaremos? —Jadeé mientras abríamos las puertas y entrábamos en las sombras del vestíbulo de atrás, empapadas y temblando.

—No mucho —respondió Abree—. ¡Ah! ¿Recuerdas que me ayudaste a escribir la segunda mitad de mi obra? ¿En la que llevan a Lady Pumpernickel al calabozo por robar la diadema?

Ajá. —A pesar de que ya no estudiaba teatro, Abree continuaba pidiéndome ayuda cuando tenía que escribir sus obras—. No sabes cómo sacarla del calabozo, ¿verdad?

Se sonrojó con timidez.

—No. Y antes de que lo digas… No quiero matarla.

No pude evitar reír.

—Eso fue hace años, Abree.

Se refería al momento en el que yo había sido arden de teatro y ambas habíamos escrito una sátira para el Amo Xavier. Mientras Abree había sido la autora de una escena cómica entre dos hermanas que peleaban por el mismo chico, yo había escrito una tragedia sangrienta de una hija que robaba el trono de su padre. Maté a todos los personajes menos a uno al final, y al Amo Xavier obviamente le había impactado mi argumento oscuro.

—Si no quieres matarla —dije mientras empezábamos a caminar por el pasillo—, entonces haz que encuentre una puerta secreta detrás de un esqueleto o haz que un guardia cambie de lealtades y la ayude, pero solo a un precio retorcido e inesperado.

—Ah, ¡una puerta secreta! —exclamó Abree, entrelazando su brazo con el mío—. ¡Conspiras como el demonio, Bri! Desearía conspirar como tú. —Cuando me sonrió, sentí un poco de remordimiento por haberle temido demasiado al escenario como para convertirme en Ama de teatro.

Abree debía sentir lo mismo, ya que aferró mi brazo más fuerte y susurró:

—Sabes que no es demasiado tarde. Puedes escribir una obra de dos actos en ocho días, impresionar al Amo Xavier y…

—Abree. —La hice callar en tono juguetón.

—¿Así es como se comportan dos ardenes de Magnalia una semana antes de sus solsticios del destino? —La voz nos asustó. Abree y yo nos detuvimos en el pasillo, sorprendidas de ver a la Ama Therese, la arial de la astucia, de pie con los brazos cruzados con pura desaprobación en su expresión. Nos miró desde detrás de su nariz larga y puntiaguda con las cejas en alto, indignada por nuestra apariencia empapada—. Os comportáis como niñas, no como mujeres a punto de ganar sus capas.

—Perdónenos, Ama Therese —susurré e hice una reverencia profunda y respetuosa. Abree me imitó, aunque su reverencia fue bastante negligente.

—Limpiaos antes de que Madame os vea.

Abree y yo tropezamos una con otra en nuestra prisa por alejarnos de ella. Atravesamos el pasillo y llegamos al vestíbulo al pie de la escalera.

Ella sí que es la encarnación del demonio —susurró Abree, demasiado fuerte, mientras subía la escalera a toda velocidad.

—¡Abree! —la reprendí y me tropecé con el dobladillo justo cuando escuché a Cartier detrás de mí.

—¿Brienna?

Evité la caída agarrándome de la balaustrada. Recuperé el equilibrio y giré sobre el peldaño para mirarlo. Él estaba de pie en el vestíbulo, con su túnica blanca inmaculada ceñida a la cintura y sus pantalones grises casi del mismo tono que mi vestido. Estaba atando su capa pasionaria alrededor del cuello, preparándose para partir bajo la lluvia.

—¿Amo?

—Supongo que querrás otra lección privada el lunes después de nuestra clase matutina con Ciri, ¿verdad? —Me miró, esperando la respuesta que él sabía que yo daría.

Sentí que mi mano se deslizaba de la balaustrada. Mi pelo estaba inusualmente suelto y caía sobre mí en una maraña salvaje castaña; mi vestido estaba empapado y el dobladillo goteaba cantando una canción suave sobre el mármol. Sabía que debía estar hecha un desastre para él, que no parecía en absoluto como una mujer valeniana a punto de apasionarse, que no parecía en absoluto como la erudita que él intentaba moldear. Y sin embargo, alcé el mentón y respondí:

—Sí, gracias, Amo Cartier.

—¿Tal vez la próxima no haya ninguna carta que te distraiga? —preguntó y abrí los ojos de par en par mientras continuaba mirándolo, intentando leer más allá de la compostura constante de su cara.

Podía castigarme por intercambiar las cartas de Francis y Sibylle. Podía impartir disciplina porque yo había roto una regla. Así que esperé a ver qué me pediría.

Pero entonces, la comisura izquierda de sus labios se movió, demasiado sutil para ser una sonrisa genuina —aunque me gustaba imaginar que quizás lo había sido— mientras hacía una reverencia cortante de despedida. Observé cómo atravesaba las puertas y se fundía con la tormenta, preguntándome si estaba siendo misericordioso o bromista, deseando que se quedara, aliviada de que se hubiera marchado.

Continué subiendo la escalera, dejando un rastro de lluvia, y me pregunté… cómo era posible que Cartier siempre parecía hacerme desear dos cosas opuestas a la vez.