Pleno verano de 1559. Provincia de Angelique, reino de Valenia
La Casa Magnalia era la clase de lugar donde solo las chicas ricas y con talento dominaban su pasión. No estaba diseñada para chicas imperfectas, para chicas que eran hijas ilegítimas y, sin duda, no era para chicas que desafiaban a los reyes. Yo, por supuesto, pertenezco a las tres categorías.
Tenía diez años cuando mi abuelo me llevó por primera vez a Magnalia. No solo fue el día más caluroso del verano, una tarde de nubes hinchadas y mal humor, sino que fue el día en que decidí hacer la pregunta que me había perseguido desde que me habían dejado en el orfanato.
—Abuelo, ¿quién es mi padre?
Mi abuelo estaba sentado en el asiento frente al mío; tenía la mirada somnolienta por el calor, hasta que mi pregunta lo sorprendió. Era un hombre correcto, una persona buena, pero muy reservada. Por ese motivo yo creía que él se avergonzaba de mí, la hija ilegítima de su amada hija muerta.
Pero en aquel día abrasador, él estaba atrapado en el carruaje conmigo, y yo había hecho una pregunta que él debía responder. Parpadeó ante mi cara expectante, frunciendo el ceño como si le hubiera pedido que bajara la luna del cielo.
—Tu padre no es un hombre respetable, Brienna.
—¿Tiene nombre? —insistí. El clima cálido me infundía valor, mientras que derretía a los más viejos, como mi abuelo. Confiaba en que al fin me diría quién era el hombre de quien yo descendía.
—¿Acaso no todos los hombres tienen uno? —Estaba poniéndose de mal humor. Habíamos estado viajando dos días con aquel calor.
Observé cómo buscaba su pañuelo y limpiaba el sudor de su frente arrugada, que estaba manchada como un huevo. Tenía la cara rojiza, una nariz prominente y una corona de pelo blanco. Decían que mi madre había sido atractiva —y que yo era su reflejo—, pero no podía imaginar cómo alguien feo como el abuelo podía haber creado algo hermoso.
—Ah, Brienna, niña, ¿por qué me preguntas sobre él? —El abuelo suspiró y se tranquilizó un poco—. Mejor hablemos de lo que está por venir, de Magnalia.
Me tragué mi decepción; quedó atascada en mi garganta como una canica y decidí que no quería hablar de Magnalia.
El carruaje viró antes de que yo pudiera reafirmar mi testarudez, las ruedas pasaron de un terreno irregular a un sendero de piedra suave. Miré por la ventana cubierta de polvo. Mi pulso se aceleró ante la vista y me acerqué más, extendiendo los dedos sobre el cristal.
Primero contemplé los árboles, sus largas ramas se curvaban sobre el sendero como brazos cálidos. Los caballos pastaban relajados en los pastizales, tenían el lomo húmedo por el sol del verano. Más allá de los pastizales, a lo lejos, estaban las montañas azules de Valenia, la columna vertebral de nuestro reino. Era un paisaje que mitigó mi decepción, una tierra de crecimiento, maravillas y coraje.
Avanzamos bajo las ramas de los robles, subimos una colina y por fin paramos en un patio. A través de la niebla, observé la piedra gris decadente, las ventanas resplandecientes y la enredadera que conformaban la Casa Magnalia.
—Ahora escúchame bien, Brienna —dijo el abuelo, y se apresuró a guardar su pañuelo—. Tu comportamiento debe ser absolutamente perfecto. Como si estuvieras a punto de conocer al rey Phillipe. Debes sonreír, hacer reverencias y no decir nada fuera de lugar. ¿Puedes hacerlo por tu abuelo?
Asentí. De pronto, había perdido mi voz.
—Muy bien. Roguemos que la Viuda te acepte.
El cochero abrió la puerta y el abuelo me indicó que saliera antes que él. Obedecí, con piernas temblorosas, sintiéndome pequeña mientras estiraba el cuello para contemplar aquella inmensa propiedad.
—Yo hablaré primero con la Viuda, en privado, y luego la conocerás —indicó mi abuelo mientras me llevaba por las escaleras hacia la puerta de entrada—. Recuerda, debes ser educada. Este es un lugar para chicas cultas.
Él examinó mi apariencia mientras tocaba la campana. Mi vestido azul oscuro estaba arrugado por el viaje, mis trenzas empezaban a deshacerse y tenía el pelo encrespado sobre la cara. Pero abrieron la puerta antes de que mi abuelo pudiera hacer un comentario acerca de mi apariencia descuidada. Entramos a Magnalia uno al lado del otro, sumergiéndonos en las sombras azules del vestíbulo.
Mientras hacían pasar a mi abuelo al estudio de la Viuda, yo permanecí en el pasillo. El mayordomo me ofreció ocupar un banco acolchado que estaba contra la pared, donde tomé asiento y esperé, moviendo los pies con nerviosismo mientras miraba el suelo a cuadros negros y blancos. Era una casa silenciosa, como si le faltara el corazón. Y como era tan silenciosa, podía oír a mi abuelo y a la Viuda conversando, sus palabras atravesaban las puertas del estudio.
—¿Hacia qué pasión siente afinidad? —preguntó la Viuda. Su voz era profunda y suave, como el humo que se eleva una noche de otoño.
—Le gusta dibujar… Es muy buena dibujando. También tiene una imaginación vívida; sería excelente para el teatro. Y la música, mi hija era muy dotada para tocar el laúd, así que sin duda Brienna heredó un poco de su talento. Qué más… Ah, sí, en el orfanato dicen que disfruta leer. Ha leído dos veces todos los libros que poseen. —El abuelo empezaba a dispersarse. ¿Sabía siquiera lo que estaba diciendo? No me había visto dibujar ni una sola vez. No había escuchado mi imaginación ni una sola vez.
Me deslicé del asiento y me acerqué más sin hacer ruido. Presioné la oreja contra la puerta para absorber sus palabras.
—Todo eso está muy bien, monsieur Paquet, pero sin duda comprende que para convertirse en pasionaria, su nieta debe dominar una de las cinco pasiones, no todas ellas.
En mi mente, pensé en las cinco. Arte. Música. Teatro. Astucia. Conocimiento. Magnalia era un lugar en donde una chica se convertiría en una arden, una estudiante aprendiz. Podía elegir una de las cinco pasiones para estudiar con esmero bajo la tutela constante de un Amo o una Ama. Cuando alcanzara la cúspide de su talento, la chica obtendría el título de Ama y recibiría su capa, un indicativo individualizado de su logro y posición. Se convertiría en una pasionaria del arte, una pasionaria de la astucia o lo que fuera que hubiera elegido.
Mi corazón latía desbocado en mi pecho, y el sudor cubrió mis palmas al imaginar que me convertía en una pasionaria.
¿Cuál debería elegir si la Viuda me aceptaba?
Pero no pude reflexionar al respecto porque mi abuelo dijo:
—Le aseguro que Brienna es una chica inteligente. Puede dominar cualquiera de las cinco.
—Es amable de su parte pensar así, pero debo advertirle que mi Casa es muy competitiva, muy difícil. Ya tengo mis cinco ardenes para esta temporada de pasiones. Si acepto a su nieta, uno de mis ariales tendrá que educar a dos ardenes. Nunca antes se ha hecho…
Intentaba descifrar qué significaba arial —¿«instructor», quizás?— cuando oí un ruido y retrocedí de un salto de las puertas dobles, esperando que se abrieran y me descubrieran en mi crimen. Pero debió haber sido solo mi abuelo, moviéndose, ansioso, en su silla.
—Le aseguro, madame, que Brienna no causará ningún problema. Es una niña muy obediente.
—Pero ¿dice que vive en un orfanato? Y no lleva su apellido. ¿Por qué? —preguntó la Viuda.
Hubo una pausa. Siempre me había preguntado por qué mi apellido era distinto del de mi abuelo. Me acerqué a las puertas otra vez, apoyé la oreja sobre la madera…
—Es para proteger a Brienna de su padre, madame.
—Monsieur, me temo que no puedo aceptarla si está en una situación peligrosa…
—Por favor, escúcheme, madame, solo un momento. Brienna tiene doble ciudadanía. Su madre, mi hija, era valeniana. Su padre es de Maevana. Él sabe que ella existe, y me preocupaba… Me preocupaba que él fuera a buscarla y pudiera encontrarla si la niña llevaba mi apellido.
—¿Y por qué eso sería tan horrible?
—Porque su padre es…
En el vestíbulo, abrieron y cerraron una puerta, seguido del andar de unas botas que entraban al pasillo. Regresé deprisa a mi asiento, pero caí sobre él, lo que causó que sus patas bajas arañaran el suelo como uñas sobre una pizarra.
No me atreví a levantar la vista, tenía las mejillas sonrojadas por la culpa, mientras el dueño de las botas se acercaba hasta detenerse delante de mí.
Creía que era el mayordomo, hasta que decidí alzar la mirada y vi que era un joven, terriblemente apuesto, con el pelo del color de los campos de trigo veraniegos. Era alto y elegante, no había ni una arruga en sus pantalones y en su túnica, pero además… vestía una capa azul. Entonces, era un pasionario, un Amo del conocimiento, dado que el azul era su color representativo, y él acababa de descubrir que estaba escuchando a escondidas a la Viuda.
Despacio, se acuclilló para quedar al nivel de mi mirada cautelosa. Sostenía un libro en las manos y noté que sus ojos eran tan azules como su capa, del color de los acianos.
—¿Quién eres? —preguntó.
—Brienna.
—Es un nombre bonito. ¿Te convertirás en arden aquí, en Magnalia?
—No lo sé, monsieur.
—¿Quieres convertirte en una?
—Sí, mucho, monsieur.
—No es necesario que me llames monsieur —corrigió amablemente.
—Entonces, ¿cómo debería llamarlo, monsieur?
No respondió. Simplemente me miraba con la cabeza inclinada a un lado mientras su pelo rubio caía sobre su hombro como luz cautiva. Quería que se fuera, pero, a su vez, quería que continuara conversando conmigo.
En ese instante, abrieron las puertas del estudio. El Amo del conocimiento se puso de pie y giró hacia el sonido. Pero mi mirada se posó en la parte trasera de su capa, donde había una unión de hilos plateados: una constelación de estrellas en medio de la tela azul. Me maravilló verla; deseaba preguntarle qué significaba.
—Ah, Amo Cartier —dijo la Viuda desde su lugar en la entrada—. ¿Le importaría acompañar a Brienna al estudio?
Él extendió su mano hacia mí, con la palma hacia arriba a modo de invitación. Con cuidado, permití que mis dedos reposaran sobre los suyos. Yo estaba cálida, él estaba frío y caminé a su lado por el pasillo, hacia donde la Viuda me esperaba. El Amo Cartier presionó mis dedos suavemente antes de soltarme y continuar su camino por el pasillo; estaba alentándome a ser valiente, a mantener la cabeza erguida con orgullo, a encontrar mi lugar en esa Casa.
Entré al estudio y las puertas se cerraron con un ruido suave. Mi abuelo estaba sentado en una silla; había otra junto a él, destinada a mí. En silencio, la ocupé mientras la Viuda rodeaba su escritorio y tomaba asiento detrás de él con un suspiro de su vestido.
Era una mujer de aspecto bastante estricto; tenía la frente alta, lo que indicaba que había pasado años tirando su pelo hacia atrás debajo de pelucas gloriosas ajustadas. Ahora, sus rizos blancos de experiencia estaban prácticamente ocultos debajo de su tocado ornamentado de terciopelo negro, que lucía elegante sobre su cabeza. Su vestido era de un tono rojo oscuro, tenía cintura baja y un escote cuadrado decorado con perlas. Y en ese instante, mientras asimilaba su belleza envejecida, supe que ella podía darme acceso a una vida que nunca podría alcanzar de otro modo. Podía convertirme en una pasionaria.
—Es un placer conocerte, Brienna —me dijo con una sonrisa.
—Madame —respondí, limpiando mis palmas sudorosas en mi vestido.
—Tu abuelo habla maravillas de ti.
Asentí y lo miré, incómoda. Él me observaba, con un resplandor fastidioso en los ojos, y con el pañuelo en la mano de nuevo, como si necesitara aferrarse a algo.
—¿Hacia qué pasión sientes más inclinación, Brienna? —preguntó ella, recuperando mi atención—. ¿O tienes una predisposición natural hacia una de ellas?
Cielo santo, no tenía idea. A toda velocidad, permití que mi cabeza las repasara de nuevo…. Arte… Música… Teatro… Astucia…Conocimiento. Honestamente, no tenía ninguna predisposición natural, ningún talento innato para una pasión. Así que mencioné la primera que apareció en mi cabeza.
—Arte, madame.
Y luego, para mi asombro, ella abrió un cajón y extrajo una hoja de pergamino y un lápiz. Los apoyó en la esquina de su escritorio, directamente frente a mí.
—Dibuja algo para mí —indicó la Viuda.
Me resistí a mirar a mi abuelo, porque sabía que nuestra mentira se convertiría en una señal de humo. Él sabía que yo no era una artista, yo también sabía que no lo era y, sin embargo, agarré el lápiz como si lo fuera.
Respiré hondo y pensé en algo que amaba: pensé en el árbol que crecía en el patio trasero del orfanato, un roble sabio y desgarbado que me encantaba trepar. Y me dije a mí misma… cualquiera puede dibujar un árbol.
Hice el dibujo mientras la Viuda conversaba con mi abuelo, ambos intentaban darme cierta privacidad. Cuando terminé, apoyé el lápiz y esperé, mirando lo que mi mano había parido.
Era una representación lamentable. No se parecía en absoluto a la imagen que tenía en mente.
La Viuda miró atentamente mi dibujo; noté un frunce leve en su frente, pero sus ojos no revelaban nada.
—¿Estás segura de que deseas estudiar arte, Brienna? —No había prejuicio en su tono, pero percibí el desafío en la esencia de sus palabras.
Estuve a punto de decirle que no, que no pertenecía allí. Pero cuando pensé en regresar al orfanato, cuando pensé en convertirme en una lavaplatos o en una cocinera, al igual que sucedía con las otras chicas del orfanato en algún momento, me di cuenta de que esa era mi única oportunidad de evolucionar.
—Sí, madame.
—Entonces, haré una excepción para ti. Ya tengo cinco chicas de tu edad en Magnalia. Serás la sexta arden, y estudiarás la pasión del arte bajo la tutela de la Ama Solene. Pasarás los próximos siete años aquí, viviendo con tus ardenes hermanas, aprendiendo y creciendo y preparándote para tu solsticio de verano número diecisiete, cuando te convertirás en una apasionada y obtendrás un mecenas —hizo una pausa y me sentí embriagada por todo lo que ella acababa de lanzar sobre mí—. ¿Suena aceptable para ti?
Parpadeé y luego tartamudeé.
—¡Sí, sí, claro, madame!
—Muy bien. Monsieur Paquet, tendrá que traer a Brienna de regreso en el equinoccio de otoño, además del pago por su educación.
Mi abuelo se apresuró a ponerse de pie y hacer una reverencia; su alivio era como un perfume invasivo en la sala.
—Gracias, madame. ¡Estamos encantados! Brienna no la decepcionará.
—No, creo que no lo hará —dijo la Viuda.
Me puse de pie, hice una reverencia torcida y seguí a mi abuelo hacia las puertas. Pero justo antes de regresar al pasillo, miré hacia atrás para ver a la mujer.
La Viuda me observaba con una mirada triste. Solo era una niña, pero conocía esa expresión. Lo que fuera que mi abuelo le había dicho la había convencido de aceptarme. Mi admisión no era por mérito propio; no estaba basada en mi potencial. ¿La habría influenciado el nombre de mi padre? ¿El nombre que yo no conocía? ¿Importaba realmente su nombre siquiera?
Ella creía que acababa de aceptarme por caridad, y que nunca me convertiría en una apasionada.
En ese instante, decidí que le demostraría que estaba equivocada.