3
Me voy a dormir antes que padre. En mi cama junto a la chimenea y debajo de una manta delgada, los ojos cerrados, lo escucho garabatear notas en su libro de contabilidad. Sé que está calculando su tiempo, como si revisando las cifras una y otra vez pudiera hallar repentinamente la forma de pagar todas las cosas que no podemos permitirnos tener. Luego la puerta de la cabaña cruje cuando sale a buscar agua al viejo pozo; el fuego chisporrotea cuando agrega otro leño. Finalmente, me da un beso en la frente y se retira a su habitación, suspirando por el camino.
Espero hasta que su respiración se calma y se queda dormido. Luego, me deslizo fuera de la cama con cuidado y reúno mis cosas lo más silenciosamente posible. Cojo algunos bollos de pan negro del armario, los suficientes para una o dos comidas. Elijo mi mejor vestido, aunque el raído lino azul parecerá humilde comparado con los de las damas de Everless. Guardo mi cuchillo de caza, con la funda, en el cinturón y algunas de mis pertenencias en un zurrón.
Mis ojos se detienen en la pared, en un dibujo de mi madre, hecho por mi padre. A él le encantaba dibujar antes de que se le arruinaran los ojos. Un día encontré el dibujo guardado en su colchón, como si no pudiera tolerar el recuerdo de lo que había perdido. Tuve que rogarle que me permitiera colgarlo en la pared. El papel está amarillo y combado por el tiempo, pero el parecido es notable: una mujer joven con mi cabello rizado y mis ojos castaños mirando por encima del hombro y riendo. Estiro la mano, deslizo los dedos por el rostro de mi madre y me pregunto si aprobaría la decisión que he tomado. Su estatuilla de la Hechicera sigue oculta en mi bolsillo. Suerte, pienso, y mi corazón late más despacio.
En el reverso de uno de los papeles que padre dejó desparramados sobre la mesa, escribo una nota rápida, deliberadamente informal: Fui a ver al carnicero. Vuelvo antes de que oscurezca.
La dejo sobre su libro de contabilidad. Padre no descubrirá la mentira de inmediato, eso espero. Si lo hiciera, no me extrañaría que fuera renqueando a la aldea para tratar de rastrear los carruajes de los Gerling.
Cuando descubra la verdad, ¿qué hará?
Si pienso demasiado en él, en lo preocupado que estará, me fallarán los nervios. De modo que me calzo las botas lo más silenciosamente que puedo y levanto el bolso. Me iré un mes, dos como máximo, y le escribiré una carta desde Everless para asegurarle que todo marcha bien. A mi regreso, el bolso lleno de monedas de sangre de hierro compensará el engaño.
Cuando finalmente me obligo a marcharme, faltan dos horas para el amanecer, a juzgar por el cielo iluminado y el olor a rocío del aire. Camino con rapidez mientras la luz del sol comienza a filtrarse en el cielo desde el este. Hace más frío que ayer y el viento crudo me hace tiritar. El olor a tierra podrida se eleva a través de la nieve. Pronto, la aldea de Crofton se yergue ante mí, la masa de techos de paja como hongos torcidos en el amanecer. Las únicas señales de vida son algunos mendigos durmiendo en los umbrales. Mientras observo, una mano delgada enciende una vela en una ventana sobre la panadería. No tengo miedo: si bien los Gerling no nos protegen del hambre, al menos nos mantienen a salvo de las amenazas externas. Pero es inquietante.
Unas calles antes del mercado, oigo un murmullo de voces. Al doblar la esquina, veo la reunión de chicas más grande que he visto en un solo lugar. Debemos ser más de cincuenta llenando la plaza abierta, todas aseadas a fondo y vestidas con nuestras mejores prendas. A algunas las conozco: está Amma con Alia, su hermanita, diminuta y solemne con sus doce años; y Nora, una costurera, para quien hice algunos arreglos, hasta que ya no pudo pagarme. Muchas jóvenes que no reconozco. Quizás vienen de las granjas que se extienden por kilómetros fuera de los límites de nuestra aldea, atraídas por la oportunidad de trabajar en Everless.
Moviéndose a través de la multitud, hay hombres que llevan insignias con el emblema de los Gerling. Gritan mientras van arreando a las chicas para que se coloquen en una larga fila. El estómago me da un vuelco cuando reconozco a uno: Ivan Tenburn, el hijo del capitán de la guardia de Everless, ahora encima de su propio caballo y con su propia insignia. Era violento de niño, siempre pegado a los talones de Liam; todos los hijos de los sirvientes le tenían terror. Una vez, mientras su padre estaba de viaje, hizo que los mozos de cuadra se colocaran en fila y con una fusta fue golpeándoles las rodillas a cada uno. Si alguno gritaba, golpeaba cinco veces seguidas al niño que estuviera a su lado. Lo consideraba un juego y lo llamaba «chasquidos». Recuerdo el oscuro magullón que tenía mi amigo Tam en las pantorrillas. Lo llevó varias semanas.
También recuerdo la voz de Roan, ordenándole a Ivan que se detuviera.
El miedo me atraviesa, afilado como el cuchillo que lleva Ivan en el costado. Transcurrieron diez años, pero por cómo Ivan grita a las chicas para que se muevan, me doy cuenta de que nada ha cambiado.
Me dirijo hacia el lugar en donde Amma y Alia están apiñadas, al otro lado de la plaza. Amma parece insegura. Lleva el zurrón colgado en la espalda y una capa de viaje. Cuando me ve, una sonrisa de alivio se dibuja en su rostro.
—¡No me lo puedo creer! —Me coge las manos y me envuelve en un breve abrazo—. ¿Después de todo has logrado convencer a tu padre de que te permitiera venir?
—Solo por uno o dos meses —miento—. Si es que me eligen.
—Bueno, supongo que estará suficientemente satisfecho cuando regreses con dos años de monedas de sangre y hierro.
Trato de consolarme con las palabras de Amma mientras ella me atrae hacia la fila. Siento su pulso, rápido y débil, contra la palma de mi mano.
—Estoy feliz de que estés aquí. Será maravilloso estar todas juntas. —A su lado, Alia alza la mirada y me sonríe.
Mientras nos colocamos en nuestros lugares, Ivan y los demás hombres de Gerling deliberan entre ellos en voz baja antes de volverse y quedar frente a la fila de jóvenes. Detrás de ellos, dos grandes carros de heno, sin techo, conducidos por niños delgados y de dientes prominentes, que no pueden tener más de doce años, entran en la plaza y se detienen. Mientras tanto, Ivan y sus hombres recorren la fila examinando brazos, ojos y barbillas, haciendo girar a las chicas como si fueran trompos.
—¿Qué están haciendo? —le susurro a Amma, que se limita a sacudir la cabeza.
El desasosiego se acumula en mi estómago. Escuché que a Lord Gerling le agradan las sirvientas jóvenes y bonitas, pero nunca imaginé que me tratarían de esta manera, arreada como el ganado y revisada como si fuera un caballo para ver si tengo buenos dientes y buenas piernas. Pienso en escapar, pero mis pies no se mueven.
Un poco más adelante, un hombre examina a una chica de cara redonda y cabello rizado, que no reconozco. Frunce el ceño y dice que no con la cabeza. El labio de la chica tiembla. Comienza a hablar, pero el hombre la ignora y pasa a la siguiente, una mujer esbelta de poco más de veinte años. Le sonríe con avidez y pronuncia unas pocas palabras por lo bajo. La joven se sonroja, se aparta de la fila y se dirige deprisa hacia el carro de heno.
La evaluación prosigue de esa manera. Aproximadamente a un cuarto de las jóvenes les indican que suban al carro y al resto las rechazan. Se me eriza la piel cada vez que uno de los hombres de Gerling mira con lascivia u obliga a una chica a subirse la falda para enseñar mejor las pantorrillas, pero no me atrevo a decir nada porque quiero ganarme un lugar en Everless. Amma está tan blanca como la nieve que todavía está apilada en los bordes de la plaza. Le aprieto la mano para tranquilizarla, para consolarla a ella tanto como a mí.
Quedan cinco chicas antes que yo. Tres. Luego una. Me muerdo el interior de la mejilla cuando el guardia de los Gerling aparece frente a mí, espero que mi desagrado no se transparente en mi rostro. Al menos agradezco que no sea Ivan. Sonríe lo suficientemente cerca como para que pueda sentir su apestoso aliento. Muy a mi pesar, coge mi barbilla con la mano y tira de mi rostro hacia arriba. No puedo evitar un gesto de crispación. El hombre suelta una risita y, en su lugar, su mano se dirige a mis pechos.
Los reflejos se apoderan de mí y veo cómo todo sucede lentamente, como si estuviéramos suspendidos en miel. Está sucediendo otra vez: el tiempo se detiene, hasta el aire se queda inmóvil, aunque nadie parece darse cuenta. La sonrisa burlona del guardia queda fija en su rostro. La expresión horrorizada de Amma, un grito ahogado a mitad de camino desde su garganta. Busco el cuchillo en el cinturón y lo pongo delante de mí, solo para detenerlo.
Pero luego el zumbido de mis oídos se desvanece abruptamente y el mundo sigue su curso.
El guardia y yo bajamos la vista conmocionados hacia la fina línea roja que atraviesa su panza prominente, las gotas de sangre se acumulan al final, manchando el uniforme. Apenas lo he herido, pero, aun así, siento que el estómago me da vueltas cuando comprendo lo que he hecho.
Se produce un instante de silencio mortal, en el que me echa una mirada asesina y luego los demás hombres se echan a reír. El color del rostro del guardia es de un rojo furioso e intenso.
—Perra —escupe, apoyando un pañuelo contra el rasguño—. Te voy a sangrar diez años…
Bajo el cuchillo, las lágrimas me queman los ojos, y comienzo a retroceder. Estúpida. Muy estúpida. Por el impulso de un instante, arrojé a la basura la posibilidad de llegar a Everless.
Pero luego…
—Espera un momento, Bosley —Ivan, la capa de terciopelo azotando el aire detrás de él, se acerca despacio hacia nosotros. Tuerce la boca y yo respiro hondo: ¿y si me reconoce?
Pero luego me doy cuenta de que el sonido que proviene de su garganta es de risa y no de furia. Su sonrisa es tonta… distraída.
—Esta me gusta —señala sofocando una risa de satisfacción—. Piensa rápido y también sabe cómo manejarse. Es sorprendente que no te haya acuchillado como a un cerdo.
Algunos de los otros hombres ríen y el guardia que intentó toquetearme me lanza una mirada llena de odio, pero no discute.
En su lugar, dirige su atención hacia Amma.
—No con esa cicatriz —comenta desagradable.
Amma parpadea incrédula.
—Trabajaré duro —afirma—. Lo juro. —Y me lanza una mirada de impotencia.
—No andamos escasos de trabajadoras dedicadas, chica —gruñe el hombre—. Solo de caras bonitas. Vete a tu casa.
Los ojos de Amma se llenan de lágrimas.
—Se lo ruego, señor… —pero su súplica es ignorada. El hombre ya ha pasado a Alia, que está temblando junto a su hermana mayor.
Tarde me doy cuenta de que Ivan continúa observándome, pero ya no sonríe. Tenso las piernas, preparada para correr.
—¿Qué esperas? Métete en el carro.
Aterrada, le echo una mirada a Amma. Ni siquiera había considerado la posibilidad de ir sin ella.
—Señor —ruego—. Ella es mi mejor amiga. Por favor, permítale venir.
Por el rabillo del ojo, veo que el otro hombre empuja suavemente a Alia hacia el carro, mientras ella mira por encima del hombro.
—No me importaría que fuera tu maldita madre —dice Ivan jovialmente—. Se queda aquí. ¿Quieres quedarte con ella?
—Ve —dice Amma conteniendo las lágrimas.
Aun cuando siento los ojos de Ivan posados sobre nosotras, abrazo a mi amiga y la atraigo hacia mí.
—Cuida a mi hermana —susurra entre mi pelo.
Al ver que no desprendo mis brazos de ella, empuja levemente mi hombro.
—¡Ve!
Anestesiada, obedezco, sintiendo el peso de los ojos de la multitud. Me subo al carro y me siento en medio de las otras chicas favorecidas: todas jóvenes, todas bonitas, pero silenciosas y aturdidas mirando a nuestras amigas rechazadas, a nuestras hermanas. La fila ya está medio disuelta, y aquellas que no fueron elegidas se pierden en medio de la creciente neblina. En el momento en que la plaza comienza a vaciarse veo al recaudador de impuestos, inclinado debajo del toldo de la verdulería, observando el proceso de brazos cruzados. Lo miro fijamente hasta que nota mi presencia y posa los ojos en mí. Asiente levemente con la cabeza, como un sello de nuestro trato: vendrá por su tiempo a mi regreso. Exhalo el aire que había estado conteniendo y murmuro otra plegaria a la Hechicera.
Protege a mi padre.
Y: Espero que me perdone.
Los hombres pasan delante del resto de las jóvenes. Nora, de treinta años, es enviada a su casa con una burla. La pequeña Alia ya se encuentra en el carro de heno. De pronto, recuerdo que de pequeña le pregunté a mi padre por qué había tantos niños en Everless. Trabajan más duro por menos, respondió, la voz quebrada. No tienen otro lugar adónde ir.
Cuando los hombres terminan, hay unas veinte chicas sentadas y apretujadas entre los dos carros. Me he ganado un lugar en Everless, pero no me siento privilegiada en absoluto. Siento que es Amma quien ha ganado este juego, a pesar de que todavía no lo sepa.
Pero es demasiado tarde para regresar. El carro de heno se mueve hacia adelante con una sacudida. Huele levemente a estiércol. Somos doce en el carro, apretadas hombro con hombro sobre fardos de heno. Rodeo con mi brazo a Alia, que está llorando en silencio, los ojos fijos en el pueblo que se va desvaneciendo detrás de nosotras. Del otro lado, hay una chica, Ingrid, de una granja a pocos kilómetros de la nuestra. Parece decidida a mantenerse alegre, a pesar del repugnante proceso de selección matutina y del viento que azota nuestros rostros mientras avanzamos con dificultad por el camino de tierra.
«He oído que Everless tiene quinientos años», comenta con un gorjeo mientras la aldea se esfuma detrás de nosotras. Me niego a darme vuelta y verla desaparecer. Temo saltar del carro y regresar a casa si lo hago. «¡Imagínate! Deben de tener hechiceros menores sosteniendo los muros con encantamientos».
Ellos no necesitan magia para sostener sus muros, porque el dinero es igual de efectivo. Pero no deseo unirme a las excitadas especulaciones de las jóvenes, de modo que me vuelvo y finjo estar interesada en los sinuosos parches verdes de la campiña de Sempera. Cuando padre estaba mejor de salud, le pedía prestado el caballo a un amigo y me llevaba a cabalgar por los alrededores de la aldea. Debemos conocer nuestro campo, me instruía, y ahora me pregunto si se habrá planteado huir de Crofton alguna vez, en caso de que los Gerling nos encontraran de nuevo.
Aparte de Ingrid, nadie habla mucho. Puedo sentir el nerviosismo de las demás mientras la planicie se transforma en bosque y los gigantescos pinos añejos se yerguen sobre nosotros. Este bosque es de los Gerling, pero ni siquiera ellos cazan aquí: estos bosques dan miedo, son más antiguos que el que yo recorrí ayer y mucho más oscuros.
Finalmente, Alia expresa lo que pasa por su mente.
—Calla ha dicho que en estos bosques hay hadas—comenta con los ojos muy abiertos. Como la mayoría de la gente de Crofton, ella no se ha alejado más de cinco kilómetros de la frontera, a excepción del viaje que hizo su madre para salvarla.
—¡Hadas! ¡Y vaya que las hay! —grita una joven que está frente a nosotras—. Te atraen con su belleza y luego beben el tiempo de tus venas.
Está claro que se está burlando, pero hay un dejo de tensión en su voz.
—¡Es cierto! —declara otra chica, cuyo cabello rojo se enrosca de una manera que no puede ser natural—. A mi tía le sucedió. Un día se perdió en el bosque y cuando despertó era ya una anciana.
—Lo más probable es que haya mentido y que en realidad haya vendido tiempo —masculla alguien.
—Las hadas no son lo peor. —Esta joven tiene una piel morena preciosa y vivaces ojos azules: fue una de las primeras elegidas—. Este es el bosque en el que vaga el Alquimista. Todavía lleva consigo el corazón de la Hechicera en una bolsa de papel.
—No, él se comió su corazón —la corrige Ingrid.
—Vale —repone la otra chica poniendo los ojos en blanco—. Y también se llevará el tuyo si deambulas entre estos árboles. Ni siquiera la Hechicera podrá salvarte.
Alia chilla alarmada.
—¿Por qué? ¿Por qué se lleva los corazones?
—¡Odia a la gente, de modo que coge el tiempo que hay en sus corazones y se lo entrega a los árboles! —exclama la joven.
—¡Deja de decir tonterías! —interviene alguien. Mientras tanto, el labio de Alia tiembla, así que me inclino hacia ella.
—No les hagas caso —susurro—. Los mitos no son más que historias. No hay que tenerle miedo al bosque.
Me acomodo en el asiento sin concluir la idea: no sé nada sobre el Alquimista, pero sí sé que los monstruos que conocerá en Everless son más peligrosos que cualquier hada.
Más tarde, el bosque se extingue abruptamente y llegamos a Laista, la pequeña y próspera ciudad que rodea los muros de Everless, donde no se permiten construcciones que tengan más de una planta. Recuerdo a padre diciéndome que los ancestros de los Gerling derribaron los árboles y nivelaron kilómetros de colinas alrededor de Everless para que los hombres que circulaban por los muros pudieran ver a cualquiera que se aproximara. Las paredes de arenisca aparecen delante de nosotras, salpicados por decenas de guardias. Desde esta distancia, parecen estatuillas.
Instintivamente, me hundo en el asiento mientras el carro se desliza crujiendo por las angostas calles de Laista hacia las puertas del castillo. Cuando estamos lo suficientemente cerca, uno de los guardias que está apostado arriba del muro nos ordena con un grito que nos detengamos.
El mundo está en silencio, apacible y congelado, excepto por el latido de mi corazón. A mi lado, Alia tiene la boca abierta, un mechón de pelo pegado al labio inferior. Por encima de la pared, los guardias tienen semblantes pétreos y están inmóviles. Tengo la sensación de que el mundo está por acabarse, de que se derrumbará en un instante.
A continuación, se escucha un estruendoso chirrido —bloques de madera y metal de treinta centímetros, tachonados de hierro, se ponen en movimiento tras una sacudida— y nuestro carro se lanza otra vez hacia adelante.
Una sombra pasa por encima de nosotras y ya estamos en el interior.