2

Ya a los diez años, Liam era frío y distante. Se marchó a un internado menos de un año después de que abandonáramos Everless, pero los rumores sobre él continuaron viajando a través de las tierras de su familia. Sirvientes de Everless enviados a Crofton decían que su sereno exterior podía transformarse en furia en un abrir y cerrar de ojos, que sus padres le temían y que por eso lo habían enviado lejos. Pero no fue furia lo que hizo que Liam empujara a su hermano al fuego de la forja o que nos persiguiera hasta Rodshire. Fue crueldad. No puedo imaginarme cuánto debe haber aumentado su maldad en los años transcurridos desde entonces.

Ahora, mientras me oculto en el umbral más cercano, me pregunto cómo pude confundirlo con Roan. Ambos son de la misma estatura, tienen el mismo cuerpo fuerte, los rizos negros… pero mientras el cabello de Roan se mantiene alborotado, el de Liam está peinado y alisado hacia atrás, dejando el semblante libre. Su boca es una línea fina y sin gracia; los ojos tienen los párpados caídos, la expresión indescifrable.

Elevado por encima de la muchedumbre, parece una estatua, sentado con la espalda rígida y erguida sobre la montura: orgulloso, inflexible y eterno. Nos estudia a nosotros, la fila de personas que espera para ver a Duade.

Demasiado tarde me estiro para levantarme la capucha, su mirada ya ha aterrizado sobre mí. ¿Acaso imagino que se detiene un instante y que sus ojos se demoran sobre mi rostro? El miedo se ha alojado en mi garganta y mis manos tiemblan mientras deslizo la capucha por encima de mi pelo. Quiero alejarme, escapar de la fila, pero eso no haría más que llamar la atención sobre mí.

Afortunadamente, Liam no parece interesado en los humildes aldeanos. Sus ojos siguen de largo y baja la vista donde sus guardias sujetan a Duade.

El viejo prestamista de tiempo se ve aterrorizado. Roan hubiera ordenado a sus hombres que lo soltaran, pero Liam no tiene nada de su bondad.

—Por favor. —El silencio es tal que, desde donde me encuentro, puedo oír las súplicas de Duade—. Mi señor, ha sido una sincera equivocación, nada más.

—Has roto la ley. Le has drenado tiempo a una niña. —Ahora la voz de Liam es más profunda, pero tan fría como cuando era un niño—. ¿Acaso lo niegas?

A mi alrededor, una sombra de dolor revolotea sobre los rostros, y sé que hay padres en la fila. El tiempo de los niños es impredecible, difícil de medir y difícil de combinar, y es fácil extraer demasiado y matar accidentalmente a quien lo da. Sin embargo, hay muchos que no han tenido otra opción, e imagino que observar a tu hijo mientras lo sangran es, en sí mismo, un castigo. Más cruel que cualquier cosa que los Gerling pudieran inventar.

—¿Cómo podía saber yo que era una niña? —Duade alza los ojos violentamente hacia Liam, caen de sus labios una tras otra inútiles excusas—. Yo solo creo lo que se me dice, mi señor, no soy más que un sirviente…

La voz de Liam atraviesa el aire con la frialdad y el filo de un cuchillo.

—Lleváoslo a Everless. Quitadle un año de sangre.

La orden detiene abruptamente a Duade.

—¿Un año? —Por un momento, solo parece aturdido. Luego el pánico invade su rostro—. Lord Gerling, se lo ruego…

Los recaudadores arrastran a Duade hasta un carro tirado por caballos que está esperando. Liam mueve la pierna como si fuera a desmontar y se me revuelve el estómago. De pronto, tengo miedo de desmayarme. Mientras Liam está distraído, inclino la cabeza y me alejo rápidamente de la fila hacia un callejón que me sirve de atajo para llegar a mi casa.

Al llegar al final del mercado, miro hacia atrás. De inmediato, deseo no haberlo hecho. La gente se está alejando de la tienda del prestamista, pero Liam continúa allí y me mira fijamente. Mi corazón salta dentro de mi pecho y por un instante, que dura demasiado tiempo, me quedo paralizada, atrapada en su mirada penetrante. Si me reconociera…

Huye. La voz de mi padre.

Pero hunde los talones en los estribos de su yegua y la hace girar otra vez hacia el camino principal, como si no pudiera esperar un segundo más para abandonar un lugar tan despreciable como nuestra aldea. Escucho mi respiración entrecortada en mis oídos mientras me vuelvo yo también y me dirijo apresuradamente hacia mi casa.

Cuando dejo atrás el pueblo y llego a nuestro estéril campo de cultivo, el pánico que nubla mi mente se desvanece un poco, y deja solamente el profundo e ineludible terror que Liam sembró en mi estómago con su mirada. He tenido pesadillas desde la noche en que fuimos desterrados de Everless: terrores nocturnos envueltos en fuego y humo se transformaban en sueños en los cuales me perseguía un asesino sin rostro. Sueños de fuego, terror y el olor acre del metal caliente y la paja ardiendo, que llena mi nariz cada vez que imagino los ojos de Liam.

Diez años han pasado desde la última vez que me vio, me recuerdo una y otra vez. Padre y yo no éramos más que sirvientes, yo una niña de siete años de rodillas huesudas y cofia de criada. Es probable que reconozca a padre, pero no hay razón alguna que le permita saber quién soy yo.

Y cuando de pronto la cabaña aparece ante mis ojos, un irrisorio hilito de humo saliendo de la chimenea, recuerdo que mi intención era traer la cena. La tira de carne seca de venado de Amma tendrá que ser suficiente por esta noche. Por el bien de padre, espero que la moneda de una hora que conseguí por la trucha justifique la panza vacía.

El sol baja un poco más. Miro hacia el oeste, hacia el horizonte, donde el cielo está surcado de tonos grises, rojos y dorados. Otro día gastado.

Una corona de hojas perennes marchitas cuelga de la puerta trasera y, agazapado sobre la ventana, hay un adorno de un zorro, que yo hice de niña con alambre y clavos. Parece ser que mi madre creía en esos talismanes. Padre dice que se pasaba horas atando ramas de pino con un cordel o puliendo su antigua estatuilla de madera de la Hechicera —una graciosa figurita con un reloj en una mano y un cuchillo en la otra— que se encuentra encima del alféizar de la ventana para protección, longevidad. Una estatuilla similar, aunque más grande y menos hermosa, se encuentra cerca del muro occidental de Crofton, a la que los devotos —o desesperados— le piden bendiciones. Aunque él no lo diga, yo sé que mi padre mantiene estos objetos alrededor de la casa para honrar la memoria de mi madre. Descree de ellos tanto como yo. Si la Hechicera existe, no está escuchando nuestras plegarias.

En el interior, me demoro en la penumbra de la cocina, esperando a que mis ojos se acostumbren a la oscuridad, odiando el momento en que tenga que enfrentarme a mi padre con las manos vacías. No es que vaya a molestarse conmigo —eso nunca ocurre—, pero siempre soy dolorosamente consciente de su cuerpo delgado y de sus manos temblorosas. ¿Qué habrá olvidado mientras estuve fuera? ¿Mi nombre? ¿Mi rostro? Entre el pánico por Liam Gerling y la conmoción que me ha provocado, me he olvidado por completo de la renta. Y ahora que se han llevado a Duade a Everless para que lo sangre el prestamista de tiempo de los Gerling, ¿qué esperanza me queda de venderle algo antes de que lleguen los recaudadores?

Una voz extraña llega flotando desde la otra habitación y me quedo congelada. El chisporroteo del fuego atenúa las palabras, pero reconozco que se trata de una voz masculina. El miedo me atraviesa una vez más. ¿Es que, después de todo, Liam me reconoció? ¿Ha enviado a alguien a perseguirme?

Me deslizo hacia el umbral y corro la cortina. Me detengo.

Me lleva un momento entender la escena que tengo frente a mis ojos. El cobrador de la renta, un hombre de Crofton que viaja de casa en casa todos los meses como una enfermedad, está sentado frente a mi padre, cerca de la chimenea. Ha llegado antes, al menos antes de lo habitual. Entre ellos, sobre una rústica mesa de madera, hay una hilera de objetos: un pequeño cuenco de bronce, una ampolla de vidrio y un cuchillo plateado. Las mismas herramientas desparramadas sobre el mostrador del prestamista de tiempo en la vidriera de su tienda. Las herramientas para sustraer tiempo.

Padre alza la vista hacia mí. Sus ojos nublados se agrandan.

—Jules —dice, levantándose de la mesa con dificultad—. No te esperaba hasta la noche.

Mi corazón late de manera entrecortada; ya es de noche.

—¿Qué está ocurriendo? —disparo entre lágrimas, aunque ya lo sé. El cobrador me mira, parece demasiado grande para una casa tan pequeña.

Mi padre vuelve a hundirse en el sillón.

—Estoy pagando la renta —anuncia con calma—. ¿Por qué no esperas afuera y disfrutas el calor del día?

Antes de que pueda contestar, interviene el cobrador.

—Entonces serían cuatro meses. —Su tono es formal, ligeramente aburrido—. Por la renta de este mes y del anterior.

—¿Cuatro meses? —Doy un paso hacia la mesa, elevando la voz—. Padre, no puedes hacerlo.

El hombre de los Gerling me observa brevemente y luego se encoge de hombros.

—Ese es el impuesto por retrasarse. —Sus ojos se deslizan sobre mí una vez más antes de retornar a sus herramientas—. El tiempo se ha hecho para gastarlo, niña.

Es una expresión familiar en el pueblo: ¿para qué acaparar tiempo cuando cada día es aburridamente brutal, igual al anterior y al que vendrá después? Oírlo de un hombre que no ha conocido el hambre ni el frío hace que mis dedos quieran cerrarse en un puño. Pero, en su lugar, saco la moneda de una hora del bolsillo y se la extiendo.

—Tome esto y yo voy a…

El cobrador me interrumpe con una risa breve y grave.

—Guárdate tu hora, niña —comenta—. Y no te muestres tan molesta. Cuando a tu padre se le acabe el tiempo, tú heredarás esas deudas. Odiaría que tuviéramos una mala relación.

La maldición que había estado a punto de escupirle se congela en mi garganta. Cuando a tu padre se le acabe el tiempo. Como si esperase que sucediera pronto. ¿Acaso ha medido cuánta sangre tiene mi padre?

Mi padre aparta la mirada, moviendo la mandíbula, mientras el hombre extiende la mano hacia el cuchillo, pero él lo coge antes.

Luego traza con cuidado una línea a través de la palma de su propia mano, con tanta calma como si fuera un carbón sobre un papel y no un cuchillo sobre la piel. La sangre brota.

—Cuatro meses, sí —repite mientras coge una ampolla de vidrio y la sostiene contra la palma de su mano, atrapando el pequeño chorro de sangre—. Tengo sangre de sobra.

Pero no creo que sea mi imaginación la que me hace ver cómo su rostro se vuelve cada vez más pálido con el correr de los segundos, y las líneas de expresión parecen marcarse más profundamente; o la forma en que se inclina un poco cuando la ampolla llena abandona su mano, el cobrador le pone un tapón y desaparece dentro de su bolsa de recaudador. Me estiro y le sujeto la muñeca antes de que pueda coger una segunda ampolla.

—No. —Con la otra mano alejo el cuchillo hasta que queda fuera del alcance de mi padre. El hombre me observa con las cejas arqueadas y entonces me dirijo a él—. ¿Cuatro meses por dos meses de renta? Tiene que existir otra forma.

—Jules.

Ignoro la suave reprimenda de mi padre y me vuelvo hacia el cobrador. Parece aburrido, lo cual me enfurece casi tanto como el hecho de que le saque tiempo a mi padre. Pero aparto la ira y hablo con una voz dulce como la miel, esbozando una sonrisa que hace juego.

—Permítame vender mi tiempo, señor. Le puedo dar cinco meses.

El interés chisporrotea por un instante en los ojos del hombre y puedo imaginarme lo que está pensando: podría entregar la renta a los Gerling y guardarse el mes extra para él. Pero luego mi padre acota:

—Ella tiene dieciséis.

—Tengo diecisiete —corrijo y me odio al ver que mis palabras hacen que mi padre frunza el entrecejo confundido—. Padre, hoy es el día once del mes. Tengo diecisiete.

El recaudador pasea la vista de uno al otro, sin saber a quién creer, y luego gruñe y sacude la cabeza.

—No. No atraeré la ira de la Hechicera sobre mi cabeza por sangrar a una niña.

¿La ira de la Hechicera o la de Liam Gerling?

—Por favor. —Doy media vuelta hacia mi padre y enfrento a los dos hombres al mismo tiempo—. Nunca he dado tiempo. Puedo recobrarlo más tarde.

—Es fácil decir que lo recobrarás —comenta padre obstinadamente—. Lo difícil es ganarlo realmente. Cobrador, páseme otra ampolla.

—Iré a trabajar a Everless.

Las palabras escapan de mi boca antes de que la idea se haya formado por completo en mi mente. Padre gira la cabeza violentamente hacia mí y me observa con una mirada de advertencia.

El hombre de Gerling no se ha movido.

—¿Y?

—Pues… —parpadeo, tratando de recordar lo que Amma me contó en el mercado— que allí pagan un año por trabajar un mes. Si por esta vez nos perdona un poco, le pagaré el doble de lo que le debemos. Y le pagaré dos meses por adelantado —agrego, intentando ocultar la desesperación de mi voz.

Un soborno. He logrado despertar el interés del hombre. Me mira de arriba abajo, evaluándome de una manera que hace que me hierva la piel, pero mantengo la barbilla en alto y soporto sus ojos sobre mi cuerpo. Sé cuánto valoran los Gerling la juventud y la belleza. Yo no seré Ina Gold, pero al menos he heredado las piernas largas y el brillante cabello de mi madre. Con otra ropa, podría pasar por una chica de Everless.

—¡Jules!

Mi padre se levanta con dificultad de la mesa con ayuda de su bastón. Una vez de pie, se yergue sobre nosotros y, por un doloroso segundo, veo al hombre que una vez fue: orgulloso y lo suficientemente fuerte como para detener a uno de los secuaces de los Gerling. Bajo la vista a la mesa. Me duele ignorarlo de esta forma, pero no sé cuánto tiempo ha vendido ni cuánto tiempo le queda.

—Definitivamente no. Te prohíbo que…

—Siéntese —dice el cobrador impaciente—. Tengo mejores cosas que hacer que escuchar riñas de campesinos.

Lentamente, mi padre se hunde en el asiento, la ira y el miedo le nublan la frente.

—Dejaré que vosotros dos solucionéis la cuestión —dice el recaudador con tono condescendiente mientras se aparta de la mesa—. Si planeas ir a Everless, te veré mañana en el mercado, al amanecer. Veremos si estás en forma. De lo contrario, regresaré mañana a cobrar lo que me debéis de la renta.

—Gracias por su paciencia —respondo. Los ojos de padre están clavados en mí—. Lo veré mañana.

El hombre resopla de manera evasiva. El silencio resuena tras él cuando sale y cierra la puerta.

—¿Cuánto tiempo te queda? —la pregunta parece brotar de mis labios por voluntad propia.

Mi padre no me escucha o decide ignorarme. Baja la vista hacia la mesa y presiona un trozo de tela contra el corte de la mano para absorber los restos de sangre.

—Jules…

—¿Cuánto tiempo? —insisto.

—Suficiente. —No consigo darme cuenta de si se trata de una respuesta o de un reproche. Padre respira profundamente—. Tú eres una niña. Deberías regresar a la escuela.

deberías haberme dicho que íbamos atrasados con la renta. Yo podría haber pagado. Tengo suficiente tiempo.

—No —espeta mi padre, y por primera vez su voz es cortante—. No permitiré que eso ocurra.

—Pero el trabajo es escaso. —La ira que había apartado, la furia que no podía demostrarle al recaudador de la renta, se retuerce y se agita en mi interior—. ¿Y eso en qué situación nos deja a nosotros… a ti? Yo te necesito, padre. —Muy a mi pesar, siento que los ojos se me llenan de lágrimas—. ¿Has pensado en eso antes de dejar que el recaudador te sangrara?

—Hay cosas que no sabes acerca del mundo, Jules. —El enfrentamiento lo ha dejado agotado, desplomado en el asiento. Me asalta la culpa: acaban de drenarle un mes y debe de estar exhausto—. Los Gerling son malvados, son personas impulsadas por la codicia —afirma echando chispas—. Ese muchacho, Liam, habría preferido que nos ejecutaran antes que contar la verdad acerca del incendio…

Sus palabras se pierden en un ataque de tos. Las siguientes son tan suaves, tan débiles, que casi creo imaginarlas.

—No permitiré que se apropien de ti.

—No lo harán. Ni siquiera notarán mi existencia —remarco, tratando de mantener la frustración lejos de mi voz. Estoy cansada de ocultarme, de esperar—. Y si reúno el tiempo suficiente, podré regresar a la escuela.

—No —la determinación corre por debajo de su voz—, no regresarás a Everless. Te lo prohíbo.

—Padre, por favor. Nadie me reconocerá.

Puedo escuchar el tono de mi voz: persuasivo, infantil. El arrebato de mi padre me ha conmovido. Sé cuánto odia a los Gerling, yo también los odio, pero no vale la pena desangrarse y entregar su vida para mantenerme alejada de ellos. ¿Acaso el miedo ha pasado a dominar su mente de semejante manera?

—Aún soy tu padre —argumenta—. Mientras vivas bajo mi techo, harás lo que yo diga.

Abro la boca para discutir cuando un desagradable pensamiento se desliza por mi mente.

Él no puede detenerme.

Después de ahuyentar a Liam aquella noche en que yo tenía doce años, decidió cambiar nuestro pasado. El hecho de que los aldeanos supieran que el desacreditado herrero de los Gerling vivía entre ellos, despertaría asombro, preguntas: ¿por qué había abandonado una posición tan alta por una miserable vida en el pueblo? O aún peor: ¿qué pasaría si Liam nos encontraba otra vez y llevaba a cabo su venganza mezquina? Será más fácil, propuso padre, crear una historia típica y aburrida: un granjero y su hija abandonan el campo después de una plaga. Él me enseñó a mentir para que nadie nos observara muy detenidamente.

Lo que no sabe es que me enseñó muy bien.

Suspiro profundamente.

—Amma se marcha a Everless —anuncio—. Tal vez el carnicero me dé su trabajo.

La mirada de padre se suaviza.

—Tal vez. —Se estira y apoya su mano sobre la mía—. Odio que tengas que trabajar. Pero al menos aquí estamos juntos.

Le sonrío y deseo poder decirle la verdad: que la idea de regresar a Everless me repugna y me llena de miedo, pero que lo haré de todas formas. Él sonríe aliviado y sé que no ve dentro de mí. Me levanto, le doy un beso en la frente y me dirijo a la cocina para empezar a preparar la cena.

Cuando padre no mira, cojo de la ventana la estatuilla de la Hechicera —la que perteneció a mi madre— y la deslizo dentro del bolsillo de mi vestido. Tal vez la Hechicera me traiga suerte. Tal vez pensar en ella me dé fuerza.

Al amanecer, las necesitaré a las dos.