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Mucha gente le tiene miedo al bosque, porque cree en esas antiguas historias en las que las hadas pueden detener el tiempo en tu sangre o los brujos pueden quitarte los años y desparramarlos en la nieve con un susurro. Hasta se dice que el espíritu del mismísimo Alquimista vaga por esos bosques atrapando eternidades en un suspiro.
Yo he aprendido a no temerles a esas historias. El bosque esconde verdaderos peligros: ladrones al acecho con toscos cuchillos y polvos alquímicos en los cinturones, dispuestos a robarles el tiempo a todos aquellos que se atrevan a abandonar la seguridad de sus pueblos. Los llamamos sangradores. Es por ellos que a mi padre no le gusta que vaya a cazar, pero no tenemos alternativa. Afortunadamente, en el invierno, no hay matorrales que oculten a los ladrones ni cantos de pájaros que amortigüen sus pasos.
Además, yo conozco estos bosques mejor que nadie. Siempre me ha gustado vivir aquí, la forma en que las ramas altas y entrelazadas tapan el sol y bloquean el viento helado. Podría quedarme aquí el día entero o continuar caminando a través de los árboles que resplandecen con sus finas telarañas de hielo, a través de los rayos de sol que se filtran como dagas. Adiós.
Una fantasía. Nunca dejaría solo a mi padre, especialmente si está…
No es cierto, me digo a mí misma.
La mentira se congela en el aire invernal, cae al suelo como la nieve y la golpeo con la punta de la bota.
Padre dice que algunos árboles del bosque tienen mil años. Que ya estaban aquí antes de que naciera cualquiera de las personas que ahora están vivas, incluida la Reina, incluso antes de que el Alquimista y la Hechicera combinaran el tiempo con la sangre y el metal… si es que alguna vez existió una época semejante. Estos árboles continuarán erguidos mucho tiempo después de que nos hayamos ido. Sin embargo, no son depredadores como los lobos o las personas. Las raíces que se encuentran bajo mis pies no necesitan marchitar y volver grises a las demás plantas para vivir durante siglos. Y no es posible drenarles la sangre.
Ojalá nos pareciéramos más a los árboles.
Inútil, el viejo mosquete de mi padre pesa en mi espalda. No ha habido presas durante kilómetros y en un par de horas ya habrá oscurecido y los puestos del mercado cerrarán las cortinas, una por una. Pronto tendré que ir al pueblo a enfrentar al prestamista de tiempo. Esperaba que la caza me calmara los nervios, me preparara para lo que debo hacer. Pero ahora estoy más asustada que antes.
Mañana vencen las rentas en Crofton. Como todos los meses, la familia Gerling volverá a llenar sus arcas con nuestra sangre de hierro, que debemos entregarle a cambio de su protección. De su tierra. El pasado mes, al no poder hacerlo, el recaudador nos perdonó con una advertencia —padre se veía tan enfermo y yo tan joven—, pero no fue un acto de generosidad. Este mes, nos reclamará el doble, tal vez más. Ahora que tengo diecisiete años y permiso legal para entregar mi sangre, sé lo que debo hacer.
Padre se pondrá furioso, si es que aún está lúcido para notarlo.
«Un último intento», me digo al toparme con un arroyito que corre entre los árboles. El hilo de agua se ha quedado mudo, congelado, pero por debajo se ve un rápido destello verde, castaño y dorado: una trucha zigzagueando sola, siguiendo una corriente invisible. Viva debajo de todo ese hielo.
Me arrodillo velozmente y parto el sinuoso trozo de hielo con la culata del mosquete. Espero a que el agua se calme, a que aparezca el centelleo de las escamas mientras envío una súplica silenciosa y desesperada a la Hechicera. El precio de sangre que se puede obtener por esta trucha no haría mella alguna en la renta que padre debe, pero no quiero entrar al mercado con las manos vacías. De ninguna manera.
Me concentro y me obligo a calmar mi acelerado corazón.
Y luego —como a veces sucede— el mundo parece moverse más lentamente. No, no lo parece: las ramas realmente dejan de susurrar con el viento. Hasta se detiene el casi inaudible crujido de la nieve derritiéndose, como si el mundo estuviera conteniendo el aliento.
Bajo la vista hacia un pálido fulgor en el agua turbia, que también ha quedado atrapado en ese intervalo del tiempo. Antes de que el momento expire, ataco, sumergiendo la mano desnuda en el arroyo.
El golpe de frío trepa hasta mi muñeca, provocando una sensación de entumecimiento en los dedos. Mientras me estiro hacia él, el pez permanece inmóvil, aturdido, como si quisiera que lo atrapara.
Cuando cierro la mano alrededor de su cuerpo resbaladizo, el tiempo retoma su ritmo normal. El pez se agita en mi mano, puro músculo, y respiro con dificultad al notar que casi lo pierdo. Antes de que pueda saltar hacia su libertad, lo arranco del agua y lo arrojo en mi bolsa con un movimiento preciso. Durante un segundo, observo con cierta repugnancia los coletazos del pez, que retuercen la arpillera.
Luego, la bolsa se queda quieta.
No sé por qué, a veces, el tiempo reduce su velocidad de esta manera, completamente inesperada. Siguiendo los consejos de mi padre, no se lo he contado a nadie: él vio una vez que a un hombre le drenaron veinte años solo por afirmar que con un movimiento de la mano podía retroceder una hora. A las brujas de los arbustos, como Calla en nuestra aldea, se las tolera como un entretenimiento para supersticiosos, siempre que paguen la renta. Yo solía ir a escuchar sus historias sobre cómo el tiempo se retorcía, se volvía más lento, provocando a veces grietas o temblores en la tierra, hasta que padre me prohibió visitar su tienda, por cautela, para no llamar la atención. Todavía recuerdo su perfume: especias mezcladas con la sangre de ritos ancestrales. Pero si algo me ha enseñado mi padre, es que mantener la cabeza gacha implica mantenerse a salvo.
Pongo las manos en las axilas para calentarlas y me agacho otra vez sobre el río, tratando de recuperar la concentración. Pero no aparecen más peces y el sol baja sus brazos lentamente a través de los árboles.
La ansiedad forma un nudo en mi estómago.
Ya no puedo continuar posponiendo la visita al mercado.
Durante años, he sabido que tarde o temprano esto sucedería, pero aun así, maldigo por lo bajo. Me vuelvo hacia el pueblo y cuelgo mi empapado morral por encima del hombro. Me he alejado más de lo habitual y ahora lo lamento, porque la nieve empapa mis gastadas botas y los árboles bloquean el poco calor que queda del día.
Finalmente, los árboles comienzan a espaciarse y le dejan su lugar al camino que conduce al pueblo, que cientos de ruedas de carros han agitado hasta convertirlo en lodo congelado. Yo camino fatigosamente por el lado, armándome de valor para el momento en el que llegue al mercado. Me asaltan las imágenes de la cuchilla del prestamista de tiempo, de las ampollas esperando llenarse de sangre. Y luego la sangre esperando transformarse en hierro, la ola de agotamiento que, según he escuchado, sobreviene mientras él extrae el tiempo de tus venas.
Peor aún es recordar a padre a través de las delgadas paredes de la cabaña, dando vueltas sobre su colchón de paja. La Hechicera sabe que necesita descansar. Durante el último mes, lo he visto consumirse delante de mis ojos como una luna de invierno.
Juro que sus ojos se están volviendo grises: una señal de que el tiempo se le está acabando.
Ojalá no existiera una explicación tan simple para lo ocurrido esta mañana, cuando olvidó mi cumpleaños.
Padre nunca se ha olvidado de mi cumpleaños, ni una sola vez. Si tan solo admitiera que ha estado vendiendo tiempo, a pesar de mis súplicas, y me permitiera darle algunos años. Si tan solo el Alquimista y la Hechicera fueran reales y yo pudiera encerrarlos y exigirles que hallaran una forma de darle una vida duradera.
¿Y si solo le quedara —todavía no puedo aceptar esta posibilidad—, si solo le quedara un mes, un día?
Invade mi mente el recuerdo de una mendiga de Crofton que había entregado la sangre de su última semana de vida a cambio de un plato de sopa e iba tambaleándose de puerta en puerta, saludando a todos los habitantes del pueblo, suplicando por uno o dos días de hierro o un trozo de pan. Primero olvidó los nombres de las personas, luego olvidó el pueblo por completo: deambulaba por el campo alzando la mano para golpear el aire.
Padre y yo la encontramos acurrucada en medio del trigo, la piel fría como el hielo. Se le había acabado el tiempo. Y todo había comenzado con el olvido.
Al pensar en ella, me echo a correr. Mi sangre me incita, rogando transformarse en monedas.
La presencia de Crofton la anuncian primero algunas delgadas columnas de humo, luego el conjunto de tejados que asoman sobre las colinas. El estrecho sendero que conduce a nuestra cabaña sale hacia el este del camino principal, mucho antes de llegar al pueblo. Pero lo paso y continúo la marcha, hacia el ruido y el humo del mercado.
Del otro lado del bajo muro de piedra, que marca de manera aproximada los límites de la aldea, hileras de casas se apoyan unas sobre otras como una muchedumbre apiñada, como si estando juntas lograran defenderse del frío, del bosque o de la lenta succión del tiempo. Me encuentro con gente que camina apresuradamente de un lado a otro, los cuerpos ocultos bajo capas de ropa, las cabezas inclinadas contra el viento.
El mercado no es más que una larga franja de empedrado cubierto de lodo en la intersección de tres calles. Esta tarde está atestado de gente y hay mucho ruido: la renta vence para todo el mundo y el espacio está abarrotado de vendedores. Hombres con ropa tosca de granjero y mujeres con bebés colgando de la espalda regatean por rollos de tela, hogazas de pan o huesos de animales llenos de tuétano, ignorando al puñado de mendigos que deambulan de puesto en puesto con su letanía, «¿una hora? ¿una hora?», diluyéndose entre el bullicio general de actividad. El aire está turbio por el humo de los aceitosos fuegos de lo que se cocina.
Hay una larga y sinuosa fila fuera de la tienda de Edwin Duade, el prestamista de tiempo; padre y yo no somos precisamente los únicos que luchamos para llegar a fin de mes. Al contemplar esto siempre me duele el estómago: decenas de personas agrupadas a lo largo de los muros esperan para que les drenen tiempo de su sangre y lo fundan en monedas de hierro. Sé que debo unirme a ellas, pero, por algún motivo, no logro convencerme de ubicarme en la fila. Si padre se enterara…
Mejor conseguir antes algo de comer, para coger fuerzas antes de vender mi tiempo. Y también podría vender el pescado, por más mísero que sea.
Me encamino hacia el puesto de la carnicería donde mi amiga Amma, detrás del mostrador, se encuentra repartiendo tiras de carne seca a un grupo de chicas con limpios delantales de colegialas. Me atraviesa una punzada de nostalgia mezclada con envidia: yo podría haber sido una de esas niñas. Una vez lo fui. Después de que expulsaran a padre de Everless, el castillo de los Gerling (al recordarlo, el repentino fogonazo de ira me resulta tan familiar como el latido de mi propio corazón), él gastó sus ahorros en libros y papel para mí, para que pudiera ir a la escuela. Pero mientras su vista empeoraba, el dinero para los libros y el papel se acabó, junto con su trabajo. Padre me ha enseñado todo lo que sabe, pero no es lo mismo.
Aparto el pensamiento y saludo a Amma agitando el brazo. Cuando sonríe, arruga la cicatriz que atraviesa su mejilla. Es un recuerdo de una incursión de sangradores a la aldea donde nació, un ataque que dejó a su padre muerto y a su madre con solo unos pocos días en la sangre. Ella se aferró a la vida el tiempo suficiente como para traer a sus hijas a Crofton antes de que su tiempo se acabara por completo, y solo quedó Amma para criar a su hermanita Alia.
A Amma —y probablemente a muchas de las colegialas a través de las cuales me abro paso— mi odio por los Gerling les resultaría algo insignificante. Ellos mantienen sus pueblos libres de sangradores y bandoleros como los que mataron a los padres de Amma, y supervisan el comercio. Esperan lealtad a cambio de protección… y, por supuesto, monedas de sangre y hierro todos los meses. Las fronteras de Sempera están resguardadas para impedir que nadie se escabulla con los secretos de la sangre de hierro, razón por la cual padre y yo permanecimos en las tierras de los Gerling aun después de haber sido expulsados de Everless muchos años atrás por incendiar la fundición.
Yo recuerdo Everless: sus pasillos cubiertos de tapices y sus puertas de reluciente bronce, sus ocupantes revoloteando de un lado a otro vestidos con oro, sedas y joyas. Ningún Gerling te acecharía en el bosque para cortarte la garganta, pero no por eso dejan de ser igual de ladrones.
—He oído que han establecido como fecha el primer día de la primavera —menciona con entusiasmo una de las colegialas.
—No, será antes —insiste otra—. Él está tan enamorado que no puede esperar a que llegue la primavera para casarse con ella.
A pesar de no estar escuchando con atención, sé que están conversando acerca de lo que parece ser el único tema en boca de todos últimamente: la boda de Roan, la unión de las dos familias más poderosas de Sempera.
La boda de Lord Gerling, me corrijo. No es el niño sudoroso de dientes separados que alguna vez conocí, que jugaba a las escondidas con la servidumbre. Tan pronto se case con Ina Gold, la joven que está bajo la tutela de la Reina, se convertirá en el hijo de Su Majestad. El reino de Sempera está dividido entre cinco familias, sin embargo, los Gerling controlan un tercio de las tierras. La boda de Roan los volverá todavía más poderosos. Amma me mira y pone los ojos en blanco.
—Largo —ahuyenta a las estudiantes—. Ya está bien de chismorreo.
Las niñas se escabullen en un remolino de colores deslumbrantes, los rostros radiantes. Por el contrario, Amma se ve exhausta, el cabello echado hacia atrás y círculos oscuros debajo de los ojos. Sé que debe haberse levantado antes del amanecer para colgar y cortar carne. Saco la mísera trucha y la coloco en la balanza.
—¿Un día largo? —Sus manos ya se están moviendo para envolver el pescado en papel.
—Será mejor en primavera. —Le sonrío todo lo que puedo.
Amma es mi mejor amiga, pero ni siquiera ella sabe lo mal que se han puesto las cosas para padre y para mí. Si supiera que estoy a punto de sangrarme, me compadecería… o aun peor: me ofrecería su ayuda. Pero no quiero eso: ella ya tiene suficientes problemas.
Me entrega una moneda de una hora manchada de sangre a cambio del pescado y agrega una tira de carne seca para mí.
—Esperaba que hoy pasaras por el puesto —comenta envoz baja—. Hay algo que tengo que contarte.
Sus dedos están helados y su tono es muy serio.
—¿Qué? —pregunto, tratando de que mi voz suene ligera—. ¿Acaso Jacob finalmente te ha pedido que escapes con él? —Jacob es un lugareño cuya evidente pasión por Amma ha sido objeto de nuestras bromas durante años.
Sacude la cabeza y no sonríe.
—Me marcho del pueblo —responde, mientras continúa apretándome las manos con fuerza—. Iré a trabajar a Everless. Están contratando sirvientes para ayudar con los preparativos de la boda. —Sonríe insegura.
La sonrisa se desvanece de mi rostro y el frío se desliza dentro de mi pecho.
—Everless —repito mecánicamente.
—Jules, he escuchado que pagan un año por trabajar un mes —sus ojos brillan de pronto—. Un año entero. ¿Te imaginas?
Un año que nos han robado a nosotros, pienso.
—Pero…
Tengo la garganta tensa. La mayor parte del tiempo intento mantener alejados los recuerdos de Everless, de mi infancia. Pero el semblante de Amma, lleno de esperanza, hace que todos los recuerdos regresen a mí como una catarata: los pasillos laberínticos, el extenso parque, la sonrisa de Roan. Luego, el recuerdo de las llamas hace que todo lo demás quede consumido por el fuego. De pronto, tengo un sabor amargo en la boca.
—¿No has escuchado los rumores? —pregunto. Su sonrisa vacila y me detengo, odio estropear su felicidad. Pero no puedo retirar lo dicho, de modo que sigo adelante—. Que solo están contratando chicas. Mujeres bonitas. Lord Gerling trata a las sirvientas como juguetes, en las narices de su propia esposa.
—Ese es un riesgo que debo correr —observa suavemente. Sus manos se desprenden de las mías—. Alia también va, y Karina… su marido está apostando el tiempo de ambos. —Puedo ver la ira en sus ojos, Karina es como una madre para ella y la enfurece verla sufrir—. Nadie tiene trabajo. Everless es la única oportunidad real que tengo, Jules.
Quiero hacerla razonar, convencerla de que el destino de una joven en Everless es ingrato y degradante, que allí todas se convierten en un título, sin un nombre propio, pero no puedo. Amma tiene razón: quienes sirven a los Gerling reciben una buena recompensa, al menos de acuerdo con los parámetros de Crofton, aunque las monedas de sangre y hierro con que les pagan las cogen —roban— de personas como Amma, padre o yo.
Pero yo sé lo que es tener hambre y Amma no comparte mi odio por los Gerling ni mi experiencia de su crueldad. De modo que le sonrío lo mejor que puedo.
—Estoy segura de que será maravilloso —digo, esperando que no perciba la duda en mi voz.
—Piensa que veré a la Reina con mis propios ojos —comenta con entusiasmo.
Mientras que padre desprecia a la Reina en secreto, para la mayoría de las familias, ella es poco menos que una diosa. Bien podría serlo: está viva desde la época de la Hechicera, cuando las monedas de sangre y hierro se desparramaron por las venas de todos y los invasores descendieron desde otros reinos. La Reina, entonces a la cabeza del ejército de Sempera, los aplastó y gobierna desde aquellos tiempos.
—Y también a Ina Gold —continúa Amma—. Se supone que es muy hermosa.
—Bueno, si se casará con Lord Gerling, debe serlo —respondo débilmente, pero se me contrae el estómago al pensar en Lady Gold. Todos conocen su historia: una huérfana como tantas, abandonada de pequeña en las playas rocosas del palacio, en la costa de Sempera, como sacrificio a la Reina. A la luz de los frecuentes atentados contra la vida de la Reina, especialmente en los primeros años de su gobierno, ella se negó a tener marido e hijos propios; en su lugar, prometió elegir a algunos niños y niñas y criarlos como príncipes, y si se mostraban dignos, podrían incluso heredar la corona cuando la Reina estuviera lista para dejar el trono. Es probable que los padres de Ina estuvieran aún más desesperados que los campesinos de Crofton. Ella llamó la atención de la dama de compañía de la Reina, y la Reina la eligió como su propia hija… y dos años antes, la nombró oficialmente su heredera.
Ahora tiene diecisiete. La misma edad que Amma y que yo… pero ella heredará el trono, el banco real del tiempo y vivirá durante siglos. Y su tiempo estará lleno de fiestas, de bailes y de cosas que no puedo ni imaginar, y no se preocupará ni por mí ni por todos los que gastamos nuestras pequeñas vidas fuera de los muros del palacio.
Me digo a mí misma que la envidia adherida a mi garganta se debe a esto y no a que será la esposa de Roan.
—Tú también podrías venir, Jules —indica Amma suavemente—. No sería tan malo si estuviéramos ahí para cuidarnos mutuamente.
Por un segundo, lo imagino: los estrechos pasillos de la servidumbre y la vasta extensión del parque, las majestuosas escaleras de mármol.
Pero es imposible. Padre nunca lo toleraría. Tuvimos que huir de Everless, huir de los Gerling. Es culpa de ellos que nos estemos muriendo de hambre.
Por Liam.
—No puedo dejar a padre —observo—. Tú lo sabes.
Amma suspira.
—Vale, te veré a mi regreso. Quiero ahorrar el tiempo suficiente como para volver a estudiar.
—¿Por qué detenerte allí? —bromeo—. Tal vez un noble se enamore de ti y te lleve a un castillo.
—Pero entonces, ¿qué haría Jacob? —comenta con un guiño y hago un esfuerzo para sonreír.
Me doy cuenta súbitamente de lo sola que estaré esos largos meses en los que Amma se ausente. Un temor repentino a no verla nunca más se apodera de mí y la envuelvo en un fuerte abrazo. A pesar de las largas horas dedicadas a separar huesos y cartílagos, su cabello todavía huele a flores silvestres.
—Hasta luego, Amma.
—Estaré de regreso antes de que lo notes —afirma—, llena de historias.
—No lo dudo —digo. Lo que no digo es: solo espero que sean historias alegres.
Me demoro con Amma todo el tiempo que puedo, pero el sol no deja de descender. Con el estómago cargado de temor, marcho penosamente hacia el prestamista de tiempo. Serpenteo a través de los puestos hasta encontrar el final de la hilera —aún demasiado larga y sinuosa— que llega hasta la puerta de Duade, con el símbolo del reloj de arena tallado en la madera. Detrás de ella, el destello de la hoja del cuchillo, el polvo que convierte el tiempo y la sangre en hierro.
Mantengo los ojos en el suelo en un esfuerzo por eludir la visión de la gente que sale de la tienda, pálida y sin aliento, un poquito más cerca de la muerte. Trato de decirme a mí misma que algunos de ellos no volverán a visitar al prestamista, que la semana que viene, después de encontrar trabajo, regresarán a sus casas, disolverán una moneda de sangre y hierro en el té y lo beberán. Pero eso no sucede aquí en Crofton; al menos, yo nunca lo he visto. Nosotros no hacemos más que sangrar, no hacemos más que vender.
Después de algunos minutos, una conmoción me hace levantar los ojos. Tres hombres surgen del interior de la tienda: dos recaudadores, hombres de Everless —el escudo de armas familiar resplandece en sus pechos y las espadas cortas se balancean en sus cinturones— y, en medio de ellos, Duade, el prestamista de tiempo, con los brazos sujetos por los cobradores.
—Soltadme —grita—. No he hecho nada malo.
La muchedumbre murmura y siento que el pánico nos envuelve a todos. Sin duda, no pocos hechos ilegales ocurren en la tienda de Duade, pero la policía de los Gerling siempre los ha dejado pasar con un guiño, con una palmadita en la espalda y un mes de hierro deslizado de mano en mano. Duade podrá ser un sujeto grasiento y avaro, pero todos lo necesitamos en algún momento.
Yo lo necesito hoy.
Mientras forcejea inútilmente con los agentes, un sonido de cascos resuena a través de la plaza y todos se callan al mismo tiempo. Duade permanece inmóvil entre las manos que lo sujetan mientras un joven en una yegua blanca dobla la esquina y accede al mercado, la capucha levantada contra el frío.
Roan. Muy a mi pesar, el corazón me late con más fuerza. Durante los últimos meses, ahora que es mayor de edad, Roan ha estado visitando las aldeas que posee su familia. La primera vez que se presentó apenas lo reconocí debido a lo delgado y lo deslumbrantemente guapo que se había puesto. Pero ahora, cada vez que voy al mercado, espero secretamente verlo, aunque sé que él no debe verme nunca. Quisiera odiarlo por sus ropas elegantes, la forma en que mira a su alrededor con esa sonrisa leve y benevolente, recordándonos que es dueño de cada árbol, de cada cabaña y de cada guijarro del camino. Pero, por más esfuerzo que haga, mis recuerdos de Roan son demasiado profundos como para odiarlo. Y, además, los recaudadores son más indulgentes cuando él está cerca. No importa lo que esté sucediendo con Duade, Roan pondrá fin a la situación.
Sin embargo, cuando me vuelvo otra vez hacia el frente de la tienda, la expresión del rostro del prestamista, mientras espera inmovilizado entre los dos guardias, no es de alivio: es de miedo total.
Confundida, me giro mientras el joven se baja bruscamente la capucha. Tiene los mismos hombros anchos, la misma piel dorada y el mismo cabello oscuro. Pero es pura severidad: cejas tempestuosas, nariz fuerte, frente alta y aristocrática.
Me quedo sin aire en los pulmones.
No es Roan. Es Liam. Liam, el hermano mayor de Roan, a quien yo suponía prudentemente lejos de aquí estudiando historia en una prestigiosa academia junto al mar. Liam, quien durante diez años pobló mis pesadillas. Soñé tan a menudo con la noche en la que escapamos que ya no puedo separar las pesadillas de los recuerdos, pero padre se aseguró de que sí retuviera una cosa: Liam Gerling no es nuestro amigo.
Cuando éramos pequeños, Liam intentó matar a Roan. Los tres estábamos jugando en la fundición y Liam empujó a su hermano al fuego. Si yo no hubiera sacado a Roan antes de que las llamas lo alcanzasen, lo habrían quemado vivo. Y, como recompensa, tuvimos que huir del único hogar que yo había conocido porque padre temía lo que Liam podría hacerme si permanecíamos en Everless, sabiendo lo que sabía.
Más tarde, cuando yo tenía doce años, Liam nos encontró a padre y a mí en nuestra cabaña, en las afueras de Rodshire. El altercado me despertó en medio de la noche y, cuando salí de mi habitación, padre me sujetó de la mano —había logrado ahuyentar a Liam— y huimos por segunda vez.
Estoy paralizada, me invade la sensación de que mis peores temores se han vuelto realidad… después de todos estos años, me ha encontrado a mí, ha encontrado a mi padre, otra vez.
Sé que debería alejarme, pero no puedo apartar la vista de él, no puedo dejar de imaginarme ese rostro diez años atrás, observándome con odio a través de una pared de humo, el día en que escapamos de Everless para siempre.
Escucho la voz de padre en mis oídos: Si alguna vez llegas a ver a Liam Gerling, huye.