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Un negro comienzo no augura sino un negro final.

PROVERBIO ESCOCÉS

Junto al castillo de Aboyne, Aberdeenshire,
otoño de 1608

Jeannie bajó al lago por puro capricho, un hecho ya en sí remarcable pues eran raras las ocasiones en que se rendía a un impulso o a una fantasía. Si la manzana había sido la causante de la desgracia de Eva, «esa vocecilla» que la bombardeaba con «buenas ideas» desde las profundidades de su cabeza había sido la causante de la de Jeannie. Con el paso de los años había aprendido a ignorarla y era poco lo que quedaba de la joven impetuosa que tan cerca de su propia perdición había estado. Siempre que la apremiaba el deseo irrefrenable de hacer algo, se obligaba a detenerse a pensar, e invariablemente terminaba reconsiderando su decisión.

En esa ocasión, sin embargo, no fue así. La atracción que el lago ejercía sobre ella en un día inusualmente caluroso tan próximo al Samhain, el Año Nuevo celta, y el hecho de saber como sabía hasta qué punto la refrescarían las frías aguas del lago antes de que el sol cediera al gris manto del invierno, resultó una tentación a la que le fue imposible resistirse. Casi tanto como a la posibilidad de poder escapar. Aunque fuera tan solo durante un rato y para disfrutar de un instante de paz y de soledad allí donde las preocupaciones de los últimos meses no pudieran alcanzarla.

Era solamente un baño. Tardaría una hora, no más. Llevaría con ella a un guardia. Y también su pistola, un objeto del que últimamente jamás se separaba.

No podía seguir encerrada eternamente, convertida de por vida en prisionera en su propia casa. La breve excursión al lago era exactamente lo que necesitaba. Cuando estaba ya casi en la puerta, una voz la detuvo en seco a su espalda.

—¿Vais a alguna parte, hija?

Jeannie apretó los dientes al oír la voz afilada y preñada de censura de su suegra. Por si el duelo por la muerte de su esposo no fuera suficiente, Jeannie había tenido que bregar durante los últimos meses con la opresiva presencia de su suegra, la temible marquesa de Huntly.

Apretó los labios en un intento por reprimir la presta respuesta con la que iba a replicar a la señora que no era de su incumbencia. Acto seguido, inspiró hondo, se volvió a mirarla y llegó incluso a forzar una sonrisa, aunque fue apenas una mueca que se le quedó pegada a los dientes.

—Hace un día tan hermoso que he decidido ir a darme un baño rápido en el lago. Me llevaré a un guardia —añadió, anticipándose a la objeción que a buen seguro había de llegar.

Jeannie no sabía por qué se estaba justificando. Lo cierto era que nada de lo que hacía contaba nunca con el beneplácito de la marquesa. Jamás había sido merecedora de su hijo cuando este aún vivía y tras su muerte ya no tenía ninguna esperanza de serlo. No entendía por qué entonces seguía empeñada en complacer a la señora. Pero así era. Lo contrario habría sido admitir un fracaso más ante su marido y esa era una posibilidad que no deseaba contemplar bajo ningún concepto.

La marquesa le devolvió una sonrisa que se perfiló tan forzada como la suya. Aunque la suegra de la joven sin duda debía de haber sido una mujer atractiva en su día, con los años la amargura de su temperamento había salido a la luz, pasando factura a su semblante. Tenía el rostro sembrado de profundas arrugas de desaprobación y las comisuras de los labios arqueadas hacia abajo en una perpetua mueca de desprecio. Alta y frágil —a causa del constante ayuno al que se sometía para demostrar su disciplina y su devoción—, parecía una tira de arenque en salazón puesto a secar al sol.

Y Jeannie siempre había odiado el arenque.

—¿Estáis segura de que es una decisión prudente? —Era una crítica enmascarada por una pregunta, una de las especialidades de la marquesa. La mujer parecía disfrutar sobremanera cuestionando (y, por implicación, criticando) todo lo que Jeannie hacía. Era ridículo. Si bien Jeannie ya casi había cumplido veintiocho años, de pie delante de aquella mujer entrada en años se sentía como una recalcitrante jovencita. La marquesa negó con la cabeza y chasqueó la lengua en un magro intento por mostrar cierto cariño maternal hacia su nuera—. Ya sabéis lo que ocurrió la última vez que salisteis sola.

Jeannie apretó los puños contra los costados, odiando la sutil insinuación que apuntaba a que el reciente intento de secuestro que había sufrido había sido en cierto modo culpa suya. A pesar de que desde la muerte de Francis habían padecido el acoso de los ladrones de ganado —las viudas eran consideradas blancos fáciles—, eran raras las ocasiones en que se producía el rapto de una esposa. ¿Cómo podía ella haber previsto que el paseo matinal que daba a diario a lomos de su caballo podía ser visto como una oportunidad para despojarla de sus bienes y de sus tierras mediante una práctica tan sumamente bárbara?

—Llevo mi pistola y, como ya os he dicho, Tavish vendrá conmigo. Hay otro puñado de guardias cerca. El lago está prácticamente al otro lado de la puerta del castillo.

—Una mujer sola es siempre una tentación. Necesitáis más protección que la que pueda ofrecer un simple guardia.

Jeannie sabía adónde llevaba la conversación y no tenía la menor intención de permitir que la marquesa la intimidara para que accediera a casarse de nuevo con un hombre de su elección. Aunque no había tenido elección en su primer matrimonio —pues era o eso o la deshonra—, había decidido no volver a contraer matrimonio.

—No me ocurrirá nada.

—Naturalmente, vos sabéis mejor que yo lo que os conviene —replicó su suegra alegremente. Aun así, Jeannie no se dejó embaucar por la marquesa—. Francis decía siempre que cuando os empecináis en algo, intentar poneros freno es como tratar de detener a un jabalí al ataque.

Pero Francis lo decía con amor y con cariño, no como una condena. Jeannie vaciló durante un instante. Luego se dio cuenta de lo ridículo que era todo. Había trabajado muy duro para enmendar los errores cometidos en el pasado y nada ni nadie conseguiría obligarla a tener que pagar por ellos eternamente.

—Será solo un baño. —Y a punto estuvo de añadir: «Por el amor de Dios», pero sabía que la satisfacción que provocaría en ella la blasfemia quedaría eclipsada por la semana de desagravios a la que la sometería su intensamente devota suegra.

—Por supuesto —dijo la marquesa claramente molesta—. Solo pensaba en vuestro bienestar.

Jeannie contuvo un gemido. La culpa era otra de las habilidades particulares de su suegra.

—Os agradezco vuestro interés, pero no debéis preocuparos. No me ocurrirá nada.

Y, antes de cambiar de opinión, salió por la puerta a la luz del sol. Bajó trotando la escalera y cruzó el patio al encuentro de Tavish, que ya la esperaba. Mientras atravesaban la boscosa llanura que llevaba al lago, Jeannie intentó apartar a su suegra de su mente. Aunque quizá la marquesa hubiera logrado aguar la espontaneidad de su pequeña excursión, Jeannie estaba del todo decidida a disfrutar de ella.

Poco después vio cumplido su deseo. En cuanto saltó desde la roca situada a pocos metros por encima del lago y se abandonó al impacto que provocó en ella el contacto con el agua helada, se sintió revigorizada. Liberada al fin del pesar y de la culpa en los que había estado sumida desde la muerte de su esposo. Sintiendo en el rostro el calor del sol de la tarde y flotando a la deriva sobre las aguas verde azuladas del lago, se sentía relajada. El suave balanceo de las ondulantes aguas la sumió en un estado de paz que no sentía desde hacía mucho tiempo.

Decidió nadar un poco más de espaldas, aunque la hora que en un principio se había dado había transcurrido ya. Se dejó acariciar por una suave brisa que le erizó la piel mojada de sus senos expuestos. De pronto el calor que le bañaba el rostro se desvaneció, quedando reemplazado por una sombra oscura. Jeannie abrió los ojos y al mirar al cielo vio el despejado azul en lo alto emborronado por una densa capa de nubes.

Una señal, al parecer, de que el momento de paz había quedado atrás.

Rodó sobre la espalda hasta quedar boca abajo y se sumergió en el agua una vez más, recorriendo bajo la superficie los seis o siete metros que la separaban de la orilla antes de emerger en la tersa superficie en una explosión de agua y de luz.

Se abrió paso hacia la orilla con el agua cubriéndole hasta las caderas y con el pegajoso lodo del fondo del lago chorreándole entre los dedos al tiempo que la sombra de una sonrisa le curvaba las comisuras de los labios. Se sentía más ligera, más feliz. Casi renovada. Por primera vez desde que Francis había muerto, sentía que podía respirar. Por fin se había liberado de la espantosa y abrasadora tensión que hasta entonces le colmaba el pecho.

Había hecho bien yendo al lago. Por una vez, ceder a un impulso no la había llevado por el mal camino.

En cuanto salió del agua, se cubrió los pechos con los brazos en un inútil intento por protegerse de una ráfaga de aire gélido. Bajó entonces los ojos y, sin dejar de castañetearle los dientes, se ruborizó. Todos y cada uno de los centímetros de su cuerpo quedaban claramente revelados en el marfileño lino empapado pegado a su piel mojada. Miró a su alrededor con la esperanza de que Tavish hubiera mantenido su promesa de vigilarla desde la distancia. De lo contrario, el guardia debía de estar viéndola de pleno. En el estado en el que se encontraba, como solía decir su vieja aya, poco quedaba libre a la imaginación. Sin embargo, en el lago reinaba una tranquilidad y un silencio cuando menos sorprendentes. Casi sobrenaturales.

Un susurro de desasosiego le rozó la nuca.

«No.» Jeannie lo apartó a un lado. La maldición y la negatividad de la marquesa no le estropearían el día.

Corrió los últimos pasos que la separaban de sus pertenencias y cogió un paño seco de encima del montón de ropa para envolverse con él. Decidida a no perder ni un segundo, se frotó el rostro y los miembros con el paño de lino, secándose tanto la piel como le fue posible antes de emplear la tela para escurrirse el agua del pelo. Sin embargo, la larga y tupida mata de cabello tardaría horas en secarse incluso delante del fuego.

Tras maldecir la extraña aprensión de la que había sido presa y que rápidamente atribuyó a la interferencia de su suegra, volvió a mirar una vez más en derredor para asegurarse de que estaba sola y se quitó el paño mojado de la cabeza, dejándolo caer a sus pies antes de buscar otro seco.

Agachada, desnuda como el día en que había venido al mundo, Jeannie oyó un ruido a su espalda. Presa del terror, sintió que la sangre se le volvía hielo en las venas y que se le erizaba el vello de la nuca.

El guardia no lo vio llegar.

Fascinado mientras contemplaba a la mujer nadando en el lago, se desplomó a los pies de Duncan como una marioneta de trapo. Inconsciente, la sangre le goteaba de un corte en la sien.

Duncan casi llegó a sentir lástima por él. No era la primera vez que aquella mujer había sido la causa de la desgracia de un hombre.

No obstante, eso no excusaba un flagrante fracaso semejante en el cumplimiento de su deber. Si el guardia hubiera sido uno de sus hombres, el lapso habría tenido consecuencias más graves que un simple golpe en la mollera. Sus hombres eran famosos por su disciplina y su control tanto como eran temidos por su valor en el campo de batalla.

Duncan se inclinó sobre el hombre postrado a sus pies y rápidamente despojó de sus armas al guerrero abatido. Luego devolvió su puñal a la funda de oro que llevaba a la cintura. El golpe de la pesada empuñadura tachonada de joyas no provocaría ningún daño importante, pero el dolor de cabeza que el hombre sufriría en cuanto despertara le daría algo en lo que pensar. En cualquier caso, eso tardaría aún en ocurrir, con lo cual Duncan tenía tiempo suficiente para completar su desagradable misión.

Aquel era un encuentro que prefería tener a solas... y sin ninguna suerte de interrupción.

Oyó un chapoteo procedente del lago, aunque se resistió a la tentación de mirar lo que tenía tan embelesado al guardia. Sabía perfectamente de qué se trataba. En vez de ceder a sus impulsos, el hombre temido desde Irlanda hasta el continente y conocido como el Highlander Negro —así bautizado no solo por el color de su pelo sino por su espíritu letal en el arte de la guerra— indicó con un gesto a sus hombres posicionados en el linde del bosque que mantuvieran vigilado al guardia en caso de que se moviera, y rodeó el lago hasta el lugar donde la joven había dejado sus pertenencias.

Sin duda, el hecho de que Jeannie hubiera salido del castillo en compañía de un pobre guardia para retozar en el agua era un claro indicador de que no había cambiado un ápice. Duncan casi había esperado que la joven hubiera bajado al lago a reunirse con un amante, y había aguardado antes de abordarla para asegurarse de que no fuera así. Pero Jeannie estaba sola... al menos en esa ocasión.

Se movió entre los árboles tan sigilosamente como el fantasma por el que algunos le tomaban. Hacía mucho tiempo que había desaparecido.

Demasiado.

Solo ahora que había vuelto se permitió reconocerlo.

Durante diez años había aguardado su hora, forjándose una nueva vida desde las cenizas de su vieja existencia y reemplazando con ella la que se le había negado por nacimiento y traición, a la espera de ver llegada la hora de su regreso. Durante diez años había hecho la guerra, refinando sus artes e impartiendo su azote en innumerables campos de batalla.

Diez años en el exilio por un crimen que no había cometido.

A pesar de que durante todo ese tiempo había apartado de su cabeza todo lo que pudiera recordarle a las Highlands, cada paso que había dado por las colinas cubiertas de brezos, por los valles tapizados de hierba, por las rocosas gargantas y por las boscosas laderas del Deeside desde que había arribado a Aberdeen dos días antes había sido un brutal recordatorio de lo mucho que había perdido.

Llevaba ese lugar en la sangre. Era parte de él y nada ni nadie podrían volver a separarlo de él.

Costara lo que costara, lavaría su nombre.

Duncan apretó los dientes, obligándose a insensibilizarse ante lo que le esperaba. Su controlada expresión no llegó a revelar el feroz torbellino que lo recorrió de la cabeza a los pies al recordar los últimos diez años de su vida.

La misma ira que tanto le había costado domesticar lo envolvió de pronto con sorprendente fuerza. Aun así, Duncan no estaba dispuesto a permitir que la emoción volviera a controlarlo y rápidamente la aplastó. Desde hacía muchos años, Jeannie Grant —no, se recordó amargamente: Jeannie Gordon— no había sido para él más que un desgarrador recuerdo de sus propios fracasos. Se la había quitado de la cabeza del mismo modo que cualquier hombre desea olvidar su primera lección de humildad. Raras eran las ocasiones en las que se permitía pensar en ella salvo como un simple recordatorio de un error que jamás volvería a cometer.

Pero no tenía elección. Por mucho que deseara mantenerla enterrada en el pasado al que pertenecía, la necesitaba.

El chapoteo ganó en intensidad. Duncan aminoró el paso mientras serpenteaba entre el laberinto de árboles y arbustos, poniendo especial empeño en mantenerse oculto a medida que se acercaba. Aunque incluso a pesar de la densa espesura de los árboles, su altura y la amplitud de sus espaldas le impedían ocultarse completamente, con los años había aprendido a fundirse con el entorno.

Se detuvo junto a la roca en la que Jeannie había dejado su ropa y se ocultó tras una inmensa higuera.

Todos los músculos de su cuerpo se tensaron al tiempo que estudiaba con atención las verdes aguas del lago...

Se quedó inmóvil. Allí. El sol prendió el pálido óvalo del rostro alzado de Jeannie, iluminando sus rasgos perfectamente perfilados durante apenas un instante antes de que la joven desapareciera bajo el agua.

Era ella. Jean Gordon, nacida Grant. La mujer a la que su estupidez lo había llevado a amar en el pasado.

Sintió una dolorosa punzada en el pecho en cuanto fue presa de los recuerdos: el descrédito, el dolor, el odio y finalmente la indiferencia trabajosamente forjada.

El buen nombre de Duncan no era lo único que ella había destruido. Lo había desposeído de su confianza, y con ella, del idealismo de un muchacho de veintiún años. La traición de Jeannie había sido una dura lección y Duncan había decidido que jamás volvería a rendirse a los dictados de su corazón.

Pero toda una vida había transcurrido desde entonces. La muchacha ya no tenía sobre él poder alguno. No era más que el medio necesario para alcanzar un fin.

La mirada de Duncan se intensificó sobre la extensión de agua en la que Jeannie había desaparecido. Un ceño dejó a la vista su inquietud. Aunque sabía que era una gran nadadora, llevaba ya un buen rato bajo el agua. Dio un paso hacia el lago, pero tuvo que retroceder al instante cuando ella emergió de pronto como una ninfa marina envuelta en un halo de luz efervescente. Jeannie había aparecido cerca de la superficie y los apenas seis o siete metros que mediaban entre ambos permitieron a Duncan verla con claridad.

Con condenada claridad.

Con el pelo empapado sobre la espalda y el agua goteándole del rostro, emergió del lago como la mismísima Venus surgiendo del mar y se encaminó directamente hacia él. Duncan había olvidado su forma de andar..., el suave contoneo de sus caderas seduciéndolo con cada uno de sus pasos. El aire que los separaba se inflamó, impregnado de una carga por ambos conocida: la plena e incisiva percepción que había embargado a Duncan años atrás, en cuanto había reparado en ella desde el extremo opuesto del abarrotado salón del castillo de Stirling.

Notó que la rigidez se adueñaba de su cuerpo. La camisa de Jeannie era completamente transparente y perfilaba unos senos más prominentes de lo que él recordaba, aunque no por ello menos seductores. El aire frío que bañaba la piel mojada de la joven, cuyos pezones se insinuaban en dos turgentes capullos como un par de bayas a la espera de la mano que había de arrancarlas, no hizo sino empeorar las cosas.

Duncan tragó saliva, intentando borrar el sabor de su boca. Habían pasado diez condenados años y aún podía paladear el sabor de ella en la lengua y recordar todavía la dulce presión de sus pechos contra los dientes cuando los había chupado hasta llenarse la boca con ellos. Se le dilataron las aletas de la nariz. Pudo percibir una vez más el fragante aroma a madreselva que desprendía su piel.

Ni siquiera su acerado autocontrol logró impedir el repentino flujo de sangre que le inflamó las venas. Maldijo entre dientes, enfurecido por su falta de dominio. Aun así, el vil juramento fue apenas una breve muestra de la ira que lo embargaba ante el hecho de que, a pesar de los sentimientos que pudiera albergar hacia ella, era solo un hombre y, a pesar del autodominio del que tanto alardeaba, un hombre de sangre muy caliente.

Y Jeannie poseía un cuerpo capaz de tentar a un eunuco.

Sin embargo, su anterior alusión a Venus —la diosa nacida en la espuma del mar de los genitales castrados de Urano— era un brutal y ventajoso recordatorio de lo que aquella mujer era capaz de hacer.

Ya en los años en que era apenas una inocente muchacha, había sido poseedora de una innegable sensualidad, un primitivo poder de seducción que iba más allá de la simple belleza física de aquellos cabellos rojos y llameantes, los enormes ojos verdes, la piel marfileña y tersa como la crema y los suaves labios de color rosa. Aquello que desprendía la inclinación de los ojos, la curva de la exuberante boca y la madura sensualidad de su cuerpo era algo que cualquier hombre traducía al instante por lo que era: sexo. Y no era la promesa de un encuentro sexual cualquiera, sino la de un sexo tórrido, enloquecedor y extenuante.

El efecto quedaba si cabe más pronunciado, pues sus juveniles curvas habían madurado hasta alcanzar la plenitud de una lozana madurez.

Peor aún: Duncan sabía por experiencia que lo que veían sus ojos no era tan solo un modo de llamar la atención. Jeannie era tan lujuriosa como denotaba su aspecto.

Jeannie era, en suma, sinónimo de una colosal erección, la personificación misma del sexo y de la carnalidad.

Aunque sabía que le resultaría desagradable volver a verla después de tantos años, no estaba preparado para el torbellino de emociones que se desataron en su interior en respuesta a la innegable llamada de lo que en su día había sido su desgracia: el deseo.

No sabía lo que había esperado sentir: ira..., odio..., tristeza..., ¿indiferencia, quizá? Cualquier cosa menos deseo.

Años atrás la había deseado, había sido lo bastante estúpido para creer que podría tenerla y los hechos lo habían puesto con firmeza en su sitio.

Pero ya no era el muchacho que se había dejado seducir por palabras de amor y por un cuerpo más letal que cualquiera de las armas a las que se había enfrentado en la guerra, sino un hombre curtido por el duro golpe de la decepción.

Sintió menguar el pertinaz filo del deseo.

Fue entonces cuando ella se despojó de la camisa.

A Duncan se le cerró el estómago al tiempo que dejaba escapar un sibilante jadeo. Todos los músculos de su cuerpo se tensaron en un intento por refrenar su reacción. El calor y la dureza se adueñaron de su entrepierna. A pesar de que su cuerpo deseó al instante inflamarse, logró luchar contra sus impulsos. Jeannie debía servirle solo para una cosa y no precisamente para satisfacer sus necesidades más básicas.

No permitiría que el deseo ni la emoción volvieran a derrotarlo.

Para dar prueba de ello, se obligó a estudiarla con atención, fría y desapasionadamente, como un hombre que admirara un buen filete de carne de caballo. Sus ojos descendieron por la curva de su espalda, pasando por el suave fulgor de su redondo trasero y bajando a continuación por los firmes músculos de sus largas y torneadas piernas, deteniéndose a contemplar cada centímetro de tersa piel desnuda.

Dios, qué hermosa era. Y más deseable que cualquier mujer que hubiera conocido. En un tiempo habría dado la vida por ella. Demonios, eso era exactamente lo que había hecho. Aunque no del modo que había imaginado.

Mantuvo los ojos fijos en ella un instante más y apartó luego la mirada, satisfecho. Lo que había habido entre ambos en el pasado había muerto hacía tiempo. Los innegables encantos de Jeannie habían dejado de ser una amenaza para él.

Centrándose en la labor que tenía por delante, se le ocurrió que podría aprovechar la desnudez de Jeannie en su favor. La tenía a la defensiva y sabía que con ella ese era un buen punto de partida.

Con la mirada acerada y preparándose para la situación desagradable que estaba a punto de llegar, rodeó un árbol y dio un paso adelante.

Jeannie ni siquiera lo pensó. Oyó el crujido de una rama a su espalda acompañado del sonido de una pisada y reaccionó.

En lugar de coger la camisa, sus dedos se cerraron alrededor de la fría empuñadura de bronce de la pistola de rueda al tiempo que murmuraba una silente plegaria de agradecimiento por haber tenido la precaución de haberla llevado cargada.

Se volvió de espaldas y apuntó en dirección al lugar de donde procedía el ruido. Lo único que logró ver fue la gigantesca sombra de un hombre tan alto y musculoso que se le encogió el corazón en el pecho de puro espanto.

No hacía mucho se había visto obligada a tomar conciencia de la dimensión de su vulnerabilidad en manos del rufián del clan de los Mackintosh que había intentado raptarla. Y aunque era una mujer fuerte, ni siquiera la más fuerte de las mujeres podía medirse con un guerrero de las Highlands, y aquel desde luego era un claro ejemplar.

Duncan a punto estuvo de decir algo, pero Jeannie ni siquiera le dio tiempo. No pensaba dejar que volvieran a asaltarla. Apretó el gatillo y oyó el chasquido del seguro de la rueda, olió a quemado, y décimas segundos después se tambaleó hacia atrás a causa del impacto del disparo.

El bandido soltó una espantosa maldición y cayó de rodillas, llevándose las manos al estómago, validando así la reciente instrucción que Jeannie había recibido y dando fe de su buena puntería.

El hombre bajó la cabeza. Aun así, Jeannie reparó en que sus ropas eran demasiado elegantes para pertenecer a su bribón.

—¿No os bastó con apuñalarme por la espalda? —gimió él—. ¿Habéis decidido culminar vuestra obra?

Jeannie sintió que todos sus músculos, sus fibras y sus terminaciones nerviosas se encogían en una clara reacción instintiva de autoprotección. El profundo y poderoso sonido de la voz del hombre resonó en el silencio de la tarde, sondeando los rincones más remotos de su memoria hasta alcanzar el oscuro y olvidado lugar que había encerrado bajo llave.

La sangre abandonó de pronto su rostro y también su cuerpo, y el corazón se le encogió en el pecho, quedando reducido a un latido apenas audible.

No era posible...

Los ojos de Jeannie se clavaron en el rostro del rufián, examinando la fuerte y cuadrada mandíbula cubierta por una oscura sombra de barba incipiente, el pelo negro como el azabache, la firme nariz y la boca ancha. Apuesto. Aunque duro... demasiado duro. No podía ser él. Entonces le miró a los ojos bajo el acero del casco. Claros como el agua y azules como el cielo estival, se clavaron en ella con una familiaridad tan intensa como innegable.

Jeannie sintió que el pecho se le encogía hasta arderle. De pronto, no podía respirar.

Fue tal la conmoción que bien podía estar viendo a un fantasma. Pero no, no se trataba de ningún fantasma. El hijo pródigo había regresado. Duncan Dubh Campbell por fin había vuelto a casa.

Durante un absurdo instante, el corazón le dio un vuelco y avanzó un paso.

—¡Habéis vuelto! —exclamó antes de poder contenerse. Había en su voz toda la esperanza de la inocente joven que se resistía a creer que había sido abandonada por el hombre al que amaba. Tiempo atrás habría dado cualquier cosa por haber vuelto a ver el rostro del hombre que tenía ante ella.

Tiempo atrás... Jeannie retrocedió.

Eso había sido antes de que él le rompiera el corazón, de que le robara la inocencia, le prometiera casarse con ella y la abandonara sin una sola palabra. Antes de que ella lo esperara sentada en la ventana durante días con la mirada perdida en el horizonte, rezando con todas las fibras de su ser para que él regresara a buscarla..., para que creyera en ella..., en ambos. Antes de llorar y llorar hasta borrar de su alma el último rescoldo del amor que sentía por él.

El corazón se le encogió cuando los recuerdos la embargaron de nuevo. Ni una sola palabra en diez años. Solo el primero había dolido. Los nueve restantes se habían alternado entre el odio y la autocensura.

Duncan Campbell era el último hombre al que deseaba volver a ver.

Aunque muchas eran las veces que había soñado que le metía una bala entre pecho y espalda, nunca se le había ocurrido que eso pudiera llegar a ocurrir. Su primera reacción fue correr a ayudarlo, pero se obligó a no moverse. Y, si bien era cierto que había habido un tiempo en que había creído que lo conocía mejor que nadie en el mundo, aquel hombre era para ella un auténtico desconocido.

Los labios de Jeannie dibujaron una línea tensa. Se negó a pensar en el rojo líquido que se colaba ya entre los dedos de Duncan mientras él intentaba detener la sangre que había empezado a acumularse en un pequeño charco carmesí a su lado. «No morirá..., ¿verdad?», se preguntó Jeannie. Se sacudió el miedo de encima y recuperó la voz.

—¿Qué queréis?

A pesar de la palidez de su piel, la mirada de Duncan se iluminó al tiempo que la recorría con los ojos hasta detenerlos en sus pechos primero y entre sus piernas después.

Rápidamente, Jeannie se pasó una camisa limpia por la cabeza. Sentía las mejillas encendidas, más fruto de la rabia que de la vergüenza. Ansiosa por protegerse de la mirada de Duncan, dejó la capa encima del montón de ropa y cogió el tartán que había llevado hasta el lago para tumbarse encima, envolviéndose con él a modo de improvisado arisaidh.

—Veo que seguís aficionada a nadar —dijo Duncan.

Jeannie se estremeció al distinguir el inconfundible sarcasmo que percibió en su voz cuando él le recordó la noche que deseaba olvidar. Fue presa de un arrebato de ira. Después de todo el daño que le había hecho, cómo se atrevía a insultarla con los recuerdos de su inocente estupidez. Tensó los dedos sobre la pistola que sostenía todavía en la mano. De haberla llevado cargada de nuevo, quizá habría vuelto a dispararle. Su mirada cayó sobre él con idéntica intensidad y esbozó una fría sonrisa.

—Y vos seguís siendo un auténtico bastardo.

Percibió el destello en la mirada azulada de Duncan y supo entonces que su flecha había dado en el blanco. Si había un punto débil en la acerada armadura que cubría a Duncan Dubh (acertado nombre,* aunque más por su corazón negro que por el color de su piel), era sin duda la naturaleza de su nacimiento.

Duncan disimuló tan rápido su reacción que si Jeannie no hubiera sabido qué esperar probablemente ni siquiera habría reparado en ella. Pero ambos sabían muy bien cómo herir al otro. Esa era una habilidad que habían perfeccionado hacía muchos años.

La sonrisa que curvó los labios de Duncan fue casi tan afectuosa como las cumbres heladas de las Cairngorms que les rodeaban en la oscuridad del invierno.

—Hay cosas que no cambian —dijo sin inmutarse.

Pero él sí había cambiado.

Jeannie clavó los ojos en el rostro que le resultaba a la vez descorazonadoramente familiar y totalmente distinto. El joven se había convertido en un hombre. Si algo había logrado el paso del tiempo había sido volverlo más atractivo, una posibilidad que Jeannie jamás habría imaginado posible. El pelo negro y los ojos azules habían sido siempre una combinación cuando menos exuberante, pero con la edad los rasgos juveniles se habían tornado más afiladamente definidos y cincelados. Duncan llevaba el pelo más corto. Los suaves bucles que otrora le cayeran hasta la mandíbula habían desaparecido y ahora apenas le cubrían las orejas. La piel, intensamente bronceada, había sido curtida por los elementos y mellada por la guerra, aunque eso no hacía sino darle un aspecto más brutalmente masculino; imponente, casi peligroso.

A pesar del innegable atractivo del hombre que tenía delante, nada sintió removerse en su interior. No sintió nada mientras le miraba. Duncan había dado muerte a todo lo que en su día había existido entre ambos.

—No tenemos mucho tiempo —dijo él—. Deben de haber oído el disparo —añadió, negando con la cabeza—. No puedo creer que me hayáis disparado.

Duncan estaba intentando no demostrar el dolor que lo embargaba y en su boca se había dibujado una mueca que dejó a la vista un hoyuelo en la mejilla izquierda. Jeannie contuvo el aliento, perpleja ante la dolorosa familiaridad de aquel rostro. Ante el recordatorio. Sintió que el corazón se le desbocaba en el pecho, presa del pánico, en cuanto la dimensión de todo lo que se exponía a perder a causa del retorno de Duncan la sacudió.

—¿Por qué habéis venido, Duncan?

—He venido a probar mi inocencia —fue la respuesta. Duncan la miró—. Necesito vuestra ayuda.

A pesar de la impasible expresión que Duncan logró mantener, Jeannie supo al instante cuánto debía de haberle costado pronunciar esas palabras.

—¿Y por qué iba a ayudaros? Creía que os había traicionado. —No pudo maquillar una sombra de amargura en su voz.

Nada cambió en la expresión de Duncan.

—Y yo creía que habíais dicho que no era así —la desafió, derrumbándose hacia atrás y cayendo al suelo de rodillas.

Jeannie no se acercó. Cualquier sombra de compasión que pudiera haber sentido por haberle disparado se disipó ante el peligro que el regreso de Duncan anunciaba. Él casi la había destruido en el pasado. No volvería a tener la oportunidad de hacerlo otra vez.

Además, la vida de Jeannie no era la única que podía verse amenazada.

Entrecerró los ojos.

—¿Ahora estáis dispuesto a escucharme? —preguntó dejando escapar una risa áspera—. Llegáis con diez años de retraso. No deberíais haber vuelto, Duncan. Lo único que aquí os espera es la soga. Y estaré encantada de ayudar a ponérosla en el cuello personalmente.