1. Afeminados versus machos recios

En el Chile de la Conquista, la dualidad cultural mencionada adoptó, si se quiere, una intensidad incluso mayor, en lo cual influyó la prolongada Guerra de Arauco, que dio pie a una serie de intercambios forzosos entre las partes: entre soldados imperiales y mujeres indígenas arreadas a los fortines del Bío-Bío, o entre caciques mapuches y cautivas españolas arrebatadas en alguna asonada indígena y llevadas a vivir al hualmapu. O, en su versión castellanizada, el gulumapu, denominación de la nación mapuche del sur, que se resistió con dientes y uñas a ser esclavizada e incorporada al imperio español. Así hasta 1881, fecha de la última y fallida contraofensiva mapuche contra las nuevas políticas de “pacificación” republicanas.

De ese magma humano surgió lo que sería la nación chilena, mestiza y homogénea a la fuerza, belicosa y acechante por vocación, desconfiada y ocurrente por necesidad. Con dos bandos más o menos irreconciliables que luego hubieron de coexistir y hacer la paz, encontrar la vía para congeniar, comerciar, convivir en la intimidad y procrear juntos a la nueva raza de los chilenos.

Se diría que ese encuentro forzoso y no previsto duplicó a su modo la cualidad excluyente de las dos concepciones morales enfrentadas: si antes había europeos en olor de santidad y aborígenes pecaminosos, al fragor de la Guerra de Arauco las dos facciones se mezclaron de manera ineludible, hubieron de yacer juntas a la fuerza o en ocasiones de manera voluntaria, con el consentimiento de ambos participantes, pero también con su propio sustrato cultural, un trasfondo normativo reacio a mezclarse con el de la contraparte (para suscitar eso que la antropología designa como un “rasgo de sincretismo cultural”). Como dijéramos en el tomo citado previamente, los cuerpos entraban el uno en el otro, a veces –¿las más?– con violencia, pero no siempre lo hacían las ideas o la moral de los involucrados.

Así persistieron en el inconsciente colectivo de la chilenidad las dos nociones en juego y confrontadas: la moral ibérica obsesionada con el pecado y con la pureza de raza, que solo era posible con la fidelidad irrestricta de la mujer, y en el bando opuesto, la noción mapuche más relajada y flexible, propiciadora entre otras cosas de la poligamia.

Una doble fuente de problemas para esos chilenos derivados de la fusión, que intensificó en su interior la hasta hoy voceada “doble moral”: una moral conservadora en el discurso y más relajada en la intimidad, remilgada de la boca para afuera y bastante más desinhibida a la hora de los hechos. Digamos, un discurso que sigue al pie de la letra a la madre España en sus dictámenes morales, pero se los salta de manera relativa –como hacía la propia España– a la hora de la verdad y la praxis entre las sábanas. Un alarde verbal del que abundan ejemplos en la esfera pública o los medios de comunicación, como cuando alguna vedette en boga en la escena farandulera local aparece en un estelar televisivo con toda su exuberancia y exhibiendo su voluptuosidad, pero al ser entrevistada habla de la importancia de la familia para ella y de su rol de madre. Su despliegue visual es un llamado sexual a la audiencia; su discurso, una concesión a la gente pudorosa.

Al agotarse la paciencia de los criollos (hijos de españoles nacidos en Chile) ante el dominio español y germinar las ideas de independencia, surgieron otras dicotomías, relacionadas esta vez con la mayor o menor virilidad del adversario y, por ende, con eventuales y futuras definiciones del género masculino en la república por nacer. Una vez desencadenadas las hostilidades entre “realistas” –partidarios de España y la causa imperial– y “patriotas” –criollos independentistas–, estos últimos y la población que apoyaba sus empeños se encargarían de estigmatizar al adversario monárquico y hacer correr respecto a él rumores que cuestionaban su virilidad y reciedumbre.

Al decir de Manuel Alejandro Durán, en “Locas, héroes y revolucionarios: de la hegemonía a la disidencia de la masculinidad”, la revolución en un sentido amplio “es concebida [siempre] como un proceso revitalizador y eminentemente masculino. Durante la Revolución francesa, por ejemplo, los jóvenes revolucionarios representaban el cambio y la libertad en contraposición a la imagen de los aristócratas afeminados y corruptos del antiguo régimen” (Durán, www.alsurdetodo.com).

En el Chile que asoma la nariz a su propia liberación, los realistas son caracterizados –en los comidillos de barrio y las rancherías, incluso en los salones de los patriotas– como solemnes, conservadores, pacatos y afeminados. Los rebeldes, en cambio, suelen aparecer en los relatos y rumores que corren entre la población como juerguistas deslenguados, afectos a las chinganas y las fiestas, sumamente viriles en todo orden de cosas. Una asociación que habrá de sobrevivir como mecanismo de propaganda política hasta nuestros días. Baste pensar en los rasgos seductores que su “chusma querida” atribuía a Arturo Alessandri, o la vocación mujeriega de Salvador Allende, que sus partidarios voceaban y en buena medida aplaudían. Incluso, más tarde, la fama de “picado de la araña” que sus serviles cortesanos y algunas periodistas femeninas afines a su figura adjudicaban al bastante más rudimentario General Pinochet.

Cabe resumir de entrada, y con fines didácticos, la secuencia seguida por el movimiento independentista en Chile. Desde que los criollos descontentos con el dominio colonial proclaman el 18 de septiembre de 1810 la primera Junta de Gobierno, varios de entre ellos –con José Miguel Carrera protagonizando dos golpes de mano– realizan un primer y caótico intento de ordenar la nueva república, en un intervalo conocido como la Patria Vieja (1810-1814). El período concluye con la exitosa contraofensiva monárquica o realista, pro-española, y el desastre de Rancagua, que suscita la fuga masiva de los patriotas supervivientes a Mendoza e inaugura en el país la etapa de la Reconquista (1814-1817) a manos de las fuerzas españolas. En Mendoza se organiza el Ejército Libertador –a la par que Manuel Rodríguez siembra de sus montoneras y guerrillas el territorio nacional aún en manos realistas–, una fuerza militar bien aprovisionada que cruza los Andes de vuelta hacia Chile y, tras una serie de batallas triunfales contra los realistas, inaugura la llamada Patria Nueva (1817-1818) y consolida la independencia al cabo de unos años.

Volviendo a los usos degradantes del adversario, al sucumbir el primer intento independentista y la llamada Patria Vieja para dar paso a la Reconquista, el rótulo de afeminado recayó muy oportunamente en Francisco Casimiro Marcó del Pont, uno de los últimos gobernadores realistas, cuyo desembarco en Chile suscitó desconfianza de entrada, aunque solo fuera por el vasto cargamento que trajo consigo: un enjambre de criados y más de ochenta baúles que contenían su muy refinado guardarropía, pañuelos de encajes y otros adminículos. Marcó del Pont era, a lo que parece, un militar muy eficaz y con un largo palmarés a su haber (había sido felicitado por el propio General Palafox en la guerra de resistencia española contra las tropas napoleónicas) y llegó a Chile con las mejores intenciones, deseoso de pacificar los espíritus, hacer concesiones a los sectores independentistas y no extremar la represión de los patriotas comprometidos en la Primera Junta de Gobierno.

Pero el camino al infierno –ya se sabe– está lleno de buenas intenciones y su ejercicio de la gobernación redundó en un período represivo y de arbitrariedades no previstas, a lo cual contribuyó no poco la labor de Vicente San Bruno, oficial a cargo del regimiento Los Talaveras y encargado del control político-policial en la colonia. A consecuencia de ello, Marcó del Pont, su superior directo, fue motivo de las burlas callejeras y los rumores maledicentes que cuestionaban de manera deliberada su masculinidad, como una forma de degradar su figura y satanizarlo, apuntando a una presunta flaqueza en este sentido.

Sergio Villalobos y otros historiadores relevantes desmienten el punto y atribuyen esa flaqueza a cierto refinamiento cortesano de Marcó del Pont, que contrastaba a las claras con la tosquedad y el muy escaso refinamiento del Reino de Chile en aquellos años. “Se da a entender que era homosexual, pero no hay ninguna certeza [de ello]”, señala Villalobos. Y añade: “Vicuña Mackenna decía que era un hombrecillo muy raro y perfumado. Pero esas cosas las decían por el recelo que le tenían” (Villalobos, www.observatoriofucatel.cl). El más taxativo al respecto es Joaquín Edwards Bello: “A Marcó del Pont, que era un hombre fino, de los mejor educados de excelente tronco, algo raro entonces, le dieron fama de afeminado, simplemente por su limpieza, su elegancia y el pecado de haber traído ciertos adelantos a una ciudad cuyo estado era indescriptible a causa de su atraso y suciedad. En Santiago no había vidrios, ni letrinas, ni más alumbrado que el de las velas de sebo, sostenidas en pelotas de barro que sacaban a mano de las acequias. El entretenimiento de los niños era la pedrea. Lo que ahora llamamos guate [sic], de W.C., era el zambullo, un canco hediondo que sacaban de las casas y cantinas una vez al mes. En otras partes ponían el excusado encima de la acequia en el tercer patio. En la Plaza ocupaban todo un costado los vendedores de ojotas. Las ojotas viejas quedaban en el suelo y servían los domingos para la llamada guerra de ojotas. Con este calzado combatieron los ejércitos patriotas. A esta ciudad trajo el señor Marcó del Pont alguna escupidera, peines, cepillos, jabones finos, y algún carruaje con vidrios, todo lo cual pareció insólito. Le compararon con la Pompadour y le dieron fama de afeminado. Poco cuesta desfigurar a las personas”.

Todo sugiere que era más un espíritu sofisticado que otra cosa. Había, desde luego, una solemnidad de base en la autoridad realista y una oposición a priori a la algarabía y los festejos populares, percibidos prontamente como fuente de desórdenes y foco propiciador de la subversión patriota. Hay aquí una asociación de la juerga colectiva y el sexo noctámbulo en las pulperías y otros sitios de mala muerte, con el espíritu díscolo que propiciaba la independencia, una identificación de la sexualidad con ese espíritu subversivo. Sinonimia que redundaba en que las prohibiciones realistas relativas al sexo o la juerga fueran vividas por la población como un freno a la independencia en germen. En 1816, y antes de retirarse del gobierno de Chile, el propio Del Pont dictó un bando prohibiendo los carnavales en un edicto aparecido en La Aurora de Chile, muy detallado en sus objetivos:

Teniendo acreditada por la experiencia las fatales y frecuentes desgracias que resultan de los graves abusos que se ejecutan en las calles y plazas de esta Capital en los días de Carnestolendas [carnavales] […], ORDENO Y MANDO que ninguna persona estante, habitante o transeúnte de cualquier calidad, clase o condición que sea, pueda jugar los recordados juegos u otros, como máscaras, disfraces, corredurías a caballo, juntas o bailes, que provoquen reunión de jentes o causen bullicio.

La fiesta colectiva, asociada ineludiblemente a diversiones fogosas y al sexo a hurtadillas, se traducía en desorden, caos, rebelión. Por transitividad, la fiesta y la lubricidad, el sexo en sus formas espontáneas y multiformes, comenzaron a ser percibidos por la autoridad realista como sinónimos de rebelión.

Visión que no fue patrimonio exclusivo de los sectores leales a España: el 4 de febrero de 1813, en plena Patria Vieja y con las nuevas autoridades patriotas a la cabeza transitoria del país, circula un artículo cuya autoría suscita aún controversias, advirtiendo a la población y el Gobierno acerca de las perniciosas consecuencias de la sífilis, estableciendo ahora una sinonimia –por lo demás justificada– entre el desorden festivo-social y la propagación del mal venéreo. Decía el panfleto en cuestión:

Los estragos de la lúe venérea recaen sobre la parte más preciosa de la sociedad y preparan la infelicidad á futuras generaciones. Su importancia es tal que debe llamar pronta y seriamente la atención de un gobierno que sabe meditar sobre las funestas conseqüencias que acarrea la universal propagación de esta terrible enfermedad, que le prive de buenos defensores de sus derechos, y da campo á una constante y futura desolución […] es necesaria una exaltación en la sensibilidad para facilitar su contagio. Esta reflexión pathologica sirve mucho para demostrar que la lúe venérea difícilmente se propaga de otro modo: y que el beber en vasos de personas afectas de ulceras venéreas en la boca, pocas veces ha introducido el virus en la constitución, no obstante lo cual debe cuidadosamente evitarse. Y debe siempre atribuirse al desorden su introducción (Anónimo).