Gracias al ateniense Aristófanes, nacido en torno al 445 a. C., ha llegado hasta nosotros una muestra excelente de la llamada Comedia Antigua, un género teatral que gozó de gran predicamento en su tiempo, pero que acabó cayendo en el olvido. La extraordinaria calidad de las comedias de Aristófanes garantizó su perdurabilidad, a pesar de lo cual tan solo se han conservado once de las cuarenta y cuatro que escribió (aunque cuatro de ellas son de dudosa atribución).
Lo poco que sabemos de su vida nos ha llegado de forma indirecta o por alusiones que él mismo introduce en sus obras. Por ejemplo, cuando en Los acarnienses bromea diciendo que los espartanos quieren conquistar la isla de Egina para despojarle, podemos deducir que poseía allí propiedades. Sabemos que fue un escritor muy precoz, hasta el punto de que la primera vez que presentó una obra al concurso ateniense de comedia lo hizo mediante una persona interpuesta, puesto que no alcanzaba todavía la edad necesaria. Como él mismo dice en Los caballeros, «era todavía doncella y no tenía derecho a tener aún hijos». No sabemos cuál era exactamente su adscripción política en Atenas, pero lo que resulta indudable es su actitud antibelicista, manifestada en numerosas ocasiones en sus comedias (su vida transcurrió paralela a la larga guerra del Peloponeso), lo que le llevó a enfrentarse públicamente con Cleón, que ejerció el mando supremo en la primera fase de la guerra. Murió aproximadamente en el 385 a. C.
Los acarnienses es una sátira contra el partido de la guerra y los generales; Los caballeros es una farsa en la que los protagonistas son personajes públicos perfectamente reconocibles por el pueblo de Atenas, lo que añade comicidad a su trama: los generales Nicias y Demóstenes –este último presentado como una persona demasiado aficionada a la bebida–, pero el que se lleva la mejor parte es su odiado Cleón, que en la comedia es un tipo violento, vanidoso, corrupto y vengativo. En Las avispas ridiculiza la manía de los atenienses de participar como jurados. La paz es una fantasía política; un hacendado ateniense, cansado de la guerra, vuela hasta el Olimpo montado en un escarabajo y allí descubre que los dioses se han ido y en su lugar se ha aposentado la Guerra. Las aves critica las ambiciones atenienses, y en ella alcanza, por encima de la comicidad, un delicioso lirismo. En Lisístrata, las mujeres atenienses deciden de una vez por todas parar la guerra y para ello se declaran en «huelga» de sus obligaciones conyugales. Las tesmoforías cuenta que las mujeres protagonistas de las tragedias de Eurípides se confabulan para vengarse de cómo han sido representadas en sus obras. Las ranas es una fantasía cómica en la que Eurípides y Esquilo, tras su muerte, son juzgados para ver quién de ellos reúne más méritos para ser devuelto a la vida; Esquilo no sale bien librado, pero Eurípides es quien queda peor, criticado por sus prólogos, su estilo coral y sus endebles versos yámbicos. De esta forma, esta comedia se convierte en un interesante ejercicio de crítica literaria. Después de Las nubes, y consumada la derrota ateniense ante los espartanos, la Comedia Antigua entra en una decadencia que es paralela a la de la propia polis. Aún escribió Aristófanes dos comedias más: La asamblea de las mujeres, una burla de las pretensiones de igualdad del género femenino, y Pluto, una alegoría moral sobre la arbitrariedad de la riqueza.
En Las nubes, estrenada en el 423 a. C., Aristófanes se propone ridiculizar a los sofistas, y a través de ellos ni más ni menos que al filósofo Sócrates. El campesino Estrepsíades ha tomado por esposa a una mujer de clase social más elevada, y el hijo de ambos, Fidípides, con sus aires de grandeza, acaba arruinando a su padre. Tras una noche de insomnio, ideando cómo recuperar su patrimonio, se decide a acudir a los sofistas para que le instruyan en las malas artes de la retórica, a fin de convertirse en abogado venal, pero lo único que logra es ser el hazmerreír de todos. Toma entonces su relevo Fidípides, al que se instruye haciéndole asistir a una controversia entre dos competidores que defienden, respectivamente, la «causa justa» y la «causa injusta». Aprendidas las triquiñuelas del oficio, asesora a su padre para que logre deshacerse de dos acreedores. Pero también ha aprendido lo peor de la sofística, la capacidad de argumentar y justificar cualquier acto por malvado que sea: tras discutir durante una comida, Fidípides muele a palos a su viejo padre y se justifica cínicamente diciendo que tan solo le devuelve lo que recibió de él en su infancia. Al final, Estrepsíades y Fidípides se arrepienten de haberse dejado embaucar por los sofistas y en compañía de sus siervos prenden fuego a la escuela de Sócrates.
La figura del filósofo que traza Aristófanes es descarnada. Le presenta como un viejo impostor, sórdido y sucio, que permanentemente murmura máximas sin sentido o propone acertijos absurdos (la «mayéutica», o «método socrático»). Sus discípulos son estudiantes desastrados y desaprensivos, capaces de probar con su «sofística» los conceptos más erróneos o más dañinos. Este retrato tan negativo de Sócrates por parte de Aristófanes ha suscitado controversia entre los historiadores de la literatura, que han llegado a decir que en realidad el comediógrafo no conocía verdaderamente al filósofo, al que confundía con un sofista más, lo que es manifiestamente incorrecto. Al respecto, no olvidemos que sus conciudadanos condenaron a Sócrates por impiedad y por corromper a la juventud, obligándole a tomar la cicuta.
Al lector o al espectador actual le puede resultar dificultoso comprender el inefable humor de Aristófanes. Su teatro está lleno de alusiones a la realidad social y política de la Atenas del siglo V a. C., a personajes, instituciones y circunstancias históricas concretas que eran muy familiares para su público, pero que a nosotros nos resultan ajenas. Sin embargo, leyendo sus comedias descubrimos que los griegos de hace veinticinco siglos no eran esencialmente distintos de nosotros, que les movían los mismos sentimientos, las mismas preocupaciones y emociones, y que les hacían reír las mismas cosas.
A diferencia de la tragedia, que, aun tratando asuntos profundamente humanos, pone en escena a dioses y héroes de tiempos pretéritos, con un enfoque grave y dramático, la comedia refleja la realidad cotidiana de su tiempo y retrata a toda una galería de personajes de carne y hueso con sus virtudes y, sobre todo, sus defectos: la envidia, la ambición, la soberbia, la ignorancia, la avaricia, la malevolencia… Aristófanes se proponía divertir a su público mediante la sátira, ridiculizando todo lo que de grotesco o abyecto tenían sus conciudadanos, y lograba regocijar a unos espectadores que, en cumplimiento de una paradoja universal y eterna, reconocían en los personajes los vicios de sus vecinos, pero no los propios.
Se ha dicho con razón que en todo humorista hay un moralista. Aristófanes fustiga sin piedad a sus contemporáneos; de su crítica no se libran ni los más altos magistrados, como Cleón, ni los más excelsos filósofos, como Sócrates, ni los más notables artistas, como Eurípides. Pero su intención no es didáctica ni reformista, contempla la realidad con ironía y la retrata con despiadada eficacia. Leyendo sus comedias aprendemos mucho más sobre la sociedad ateniense que en las obras de un historiador «serio» como Tucídides. Su sentido del humor alcanza en ocasiones una gran crudeza escatológica, pero, sin embargo, jamás desciende hasta la grosería o la zafiedad.
Aristófanes, que había nacido en la época gloriosa de Pericles, fue testigo de la decadencia de la polis. La interminable guerra del Peloponeso, destructiva y agotadora, culminada con una humillante derrota que trajo consigo la disolución de la Liga de Delos, fuente de la prosperidad ateniense, fue un elemento clave para su ocaso. Aristófanes clamó, comedia tras comedia, contra esa guerra. Finalmente, no deja de llamar la atención la actualidad de muchas de sus propuestas, como su manifiesto pacifismo, o las vindicaciones feministas de La asamblea de las mujeres.
Con Aristófanes murió la Comedia Antigua, que desaparece de la escena al mismo tiempo en que se produce el declive del poder ateniense.
Un fracaso sin paliativos
Las nubes tan solo obtuvo el tercer premio en el concurso de comedias ateniense del año 423 a. C. El ganador fue Cratino con El frasco, y el segundo clasificado fue Amipsias con Connos, que curiosamente también tenía como personaje a Sócrates. Este fracaso dolió vivamente a Aristófanes, hasta el punto de que decidió reescribir la obra, añadiendo nuevas partes, entre ellas el final. Esta nueva versión de Las nubes, que es la que ha llegado hasta nosotros, jamás llegó a representarse en su época.
La mayéutica
Sócrates era hijo de una comadrona, es decir, de una mujer que ayudaba a otras a dar a luz. Siguiendo su ejemplo, el filósofo emplea la «ironía socrática» y mediante preguntas aparentemente inocentes va estimulando a sus interlocutores para que reflexionen y acaben descubriendo la verdad, que siempre ha estado en su interior. La mayéutica es, pues, «el arte de ayudar a los espíritus a engendrar las ideas».
Hacer la «higa»
No se conoce exactamente el origen de ese gesto obsceno de uso universal consistente en mostrar el puño cerrado con el dedo índice extendido, pero bien podría serle atribuido a Aristófanes. Efectivamente, en su comedia Las nubes hay una escena humorística en la que se utiliza por primera vez (que se sepa) dicho gesto; interpelado un personaje rústico por un verso «dáctilo» (que en griego significa «dedo»), levanta el dedo índice y pregunta: «¿Cuál, este?».
La comedia satírica iniciada por Aristófanes, que utiliza sus recursos para fustigar los comportamientos humanos por medio de la comicidad y la ironía, ha tenido brillantes continuadores en el teatro posterior, entre los cuales el más representativo es sin duda Molière (véase 40, pág. 243). El género ha sido frecuentado por autores de todos los tiempos, alguno de los cuales citaremos: el teatro de máscaras de la Commedia dell’Arte italiana; Torres Naharro, Lope de Rueda, Mira de Amescua o Vélez de Guevara en la España renacentista; Marivaux, Goldoni y Beaumarchais en el siglo XVIII; y ya en época contemporánea, George Bernard Shaw y Noël Coward en el ámbito anglosajón, y Enrique Jardiel Poncela en España.