5. Prometeo encadenado

(primera mitad del siglo V a. C.)

Esquilo

EL AUTOR Y SU OBRA

Esquilo es, junto a Eurípides y Sófocles, uno de los grandes representantes de la tragedia griega clásica. Nació, probablemente en el año 524 a. C., en Eleusis, una localidad cercana a Atenas célebre por su santuario dedicado a Deméter y a su hija Perséfone, donde se celebraban los «misterios», ritos religiosos e iniciáticos de gran trascendencia durante la Antigüedad. Pertenecía a una familia acomodada y recibió una esmerada educación; antes de su triunfo en los certámenes teatrales, había destacado como poeta trágico. En su juventud combatió en las guerras médicas, en las batallas de Maratón y de Salamina. Ya en su madurez viajó en dos ocasiones a Sicilia, bajo la protección del tirano Hierón de Siracusa; la primera de ellas para participar en la fundación de la polis de Etna, para la que compuso su obra Etneas, que se ha perdido, y para representar Los persas, que ya había obtenido un gran éxito en Atenas; en la segunda ocasión el motivo de su viaje fue, según Aristófanes, su decepción hacia el público de Atenas, y en ella halló la muerte en la ciudad de Gela, en el 456 a. C.

Esquilo escribió un número de tragedias que oscila entre las setenta y nueve y noventa, aunque de ellas tan solo se han conservado siete completas, y un fragmento de una más: Níobe. Según su método, las obras se agrupaban en trilogías, de asunto común; una de ellas nos ha llegado completa: La Orestíada (Agamenón, Las Coéforas, Las Euménides), el resto de su obra conservada lo forman Las suplicantes, Prometeo encadenado, Los persas, Los siete contra Tebas y la ya mencionada Níobe.

Desde el año 500 a. C., en el que con apenas veinticinco años de edad fue el brillante triunfador del concurso dramático de Atenas, un certamen que encumbraba a un autor a lo más alto del Olimpo literario, Esquilo fue el incontestado rey de la tragedia hasta la aparición de un joven Sófocles, que le venció en el 468 a. C. Las obras que se conservan de Esquilo se encuadran en la temática mitológica, con la excepción de Los persas, de asunto histórico. Las suplicantes, que trata de la negativa de las hijas de Dánae a contraer matrimonio con los hijos de Egipto a causa de una defensa de la virginidad que atenta contra la naturaleza, formaba parte de una trilogía con Los egipcios y Las danaides, perdidas. Los siete contra Tebas era la tercera entrega de una serie que se completaba con Layo y Edipo, y en ella destaca el tratamiento épico del tradicional tema del rey de Tebas. La única trilogía completa, La Orestíada, aborda el dramático destino de la dinastía de los Átridas, el regreso de Agamenón de la guerra de Troya, su asesinato perpetrado por su mujer Clitemnestra y su amante Egisto, y la venganza de su hijo Orestes. La trilogía de Prometeo encadenado se completaba con las perdidas tragedias Prometeo liberado y Prometeo portador del fuego.

ARGUMENTO Y PERSONAJES

Prometeo encadenado posee la fascinación que le otorga el hecho de constituir, en buena medida, el mito fundacional griego de la civilización humana. El titán Prometeo es amigo de los hombres y, para evitar su destrucción, les ha entregado el fuego (esto es, la cultura) robándoselo a los dioses. A causa de ello sufre un cruel castigo a manos de Zeus, encadenado a una roca en una montaña solitaria del Cáucaso, en los confines del mundo. Allí recibe la visita del dios Hefestos, acompañado por Cratos (la Fuerza) y Bía (la Violencia); Hefestos se compadece de él, pero sus compañeros se comportan con brutalidad. A partir de este momento la obra discurre a través de una sucesión de visitas de dioses que dialogan con el titán. El coro de las Oceánidas le manifiesta su compasión; Ío acude a él espantada, pues el amor de Zeus ha atraído sobre ella la ira y la venganza de Hera. Cuando Ío ha partido, Prometeo revela la posesión de un secreto que significaría la perdición de Zeus (su unión con Tetis, de la que habrá de nacer un hijo más ilustre que el propio dios). La noticia de la existencia de este secreto llegará hasta el Olimpo, y Zeus envía a Hermes para arrancárselo, pero Prometeo desafía hasta el final el poder del dios supremo, y perece hundiéndose en el Tártaro, esto es, en las entrañas de la Tierra.

Por encima de este argumento se halla la profunda significación simbólica del mito. El fuego representa la cultura y la industria, con él el hombre recibe el conocimiento que le eleva de una condición miserable y le permite su desarrollo y engrandecimiento. Pero el precio pagado es terrible: el suplicio de Prometeo, que simboliza también el sufrimiento inherente a la condición humana. Como sucede a menudo en la tragedia griega, los conflictos y avatares protagonizados por los dioses y demás seres mitológicos constituyen un trasunto de la propia humanidad, de sus grandezas y miserias.

CLAVES DE LECTURA

No resulta sencillo para un lector actual, acostumbrado a códigos narrativos modernos, enfrentarse a las claves y estructura de la tragedia griega. Lo importante en ella no es la acción, sino el diálogo. El origen de la tragedia está en el culto al dios Dionisos y sus ceremonias (bacanales), y halla su propia naturaleza al incorporar un coro que da la réplica al protagonista. Su propio nombre procede de la palabra trajón odé, literalmente «coro de chivos» (esto es, sátiros). La tragedia alcanzó su máxima expresión en el Ática, gracias a la obra de tres gigantes: el propio Esquilo y sus sucesores Sófocles y Eurípides, de quienes nos ocuparemos a continuación. Los espectadores griegos de la época clásica acudían al teatro para escuchar argumentos que ya conocían sobradamente y que se repetían una vez tras otra: lo importante no era la trama, sino la calidad literaria de los versos y la intensidad dramática. Los griegos disfrutaban de las tragedias en un espectáculo que era, a la vez, una reafirmación de sus orígenes como pueblo y como cultura. La civilización occidental se halla sólidamente anclada en la tradición clásica; he aquí una clave de cómo el espectador o lector actual debería enfrentarse a las obras de Esquilo y de sus sucesores. En el caso concreto de esta obra, Zeus representa al dios supremo y tiránico, y Prometeo, al héroe generoso y a la vez blasfemo. La pugna de estas dos fuerzas, la olímpica y la prometeica, puede ser interpretada como el enfrentamiento entre un universo antiguo, arcano y poderoso, y un nuevo mundo que da vacilante sus primeros pasos.

CURIOSIDADES Y ANÉCDOTAS

El moderno Prometeo

Es bien sabido que la concepción de la figura mitológica de Prometeo como el héroe rebelde y desafiante de las leyes divinas surge durante el romanticismo, y en este sentido cobra importancia la novela de Mary Shelley Frankenstein o el moderno Prometeo, origen del popular personaje literario y cinematográfico del monstruo del doctor Frankenstein. Según la concepción del viejo mito, Frankenstein, como Prometeo, desafía a los dioses usurpando su poder de crear vida, y sufre un cruel castigo: el ser por él alentado gracias a los avances científicos es, a la postre, un monstruo, y él mismo, una persona abatida por el estigma de su blasfema soberbia.

Un águila insaciable

El mito de Prometeo, recogido también por el poeta épico Hesíodo y en las tradiciones populares de la Grecia clásica, contiene otros episodios no incorporados por Esquilo en su tragedia (o quizá sí, en la perdida Prometeo liberado). Después de ser precipitado en el Tártaro, el titán es nuevamente encadenado en lo alto de la montaña, adonde acude cada día un águila que le devora el hígado, y este le vuelve a crecer durante la noche. Pero la historia tiene un «final feliz»: el suplicio de Prometeo cesará cuando un inmortal acepte ocupar su lugar en los infiernos; Hércules mata al águila que le atormenta de un flechazo y después hiere al centauro Quirón, obligándole a ocupar el puesto de Prometeo en el Hades.

SI TE HA GUSTADO

Entre las numerosas aportaciones de la civilización griega a la literatura universal brilla con luz propia la Historia, y en ella tres nombres: Heródoto, Tucídides y Jenofonte. Heródoto, nacido en Asia Menor, escribió sus Historias con el propósito principal de narrar las guerras entre griegos y persas, comúnmente conocidas como guerras médicas; fue más un literato que un historiador «científico», ya que no analiza las causas y las consecuencias de los hechos que narra, sino que los describe en forma de relato. Por sus páginas desfilan las grandes batallas: Maratón, Salamina, las Termópilas o Platea, pero en su obra va mucho más allá de su propósito inicial y abarca también numerosas historias referidas a países y regiones externos al mundo griego, producto de sus numerosos viajes, en las que recoge relatos y testimonios de toda índole, con el resultado de mezclar datos reales con todo tipo de leyendas y mitos, lo que conforma una agradable amalgama de realidad y fantasía. Tucídides, miembro de la aristocracia ateniense, narró la Historia de la guerra del Peloponeso y es ya un historiador en sentido estricto, puesto que el relato de la larga guerra que enfrentó a Esparta y Atenas está organizado en orden cronológico y en él se profundiza en los motivos, causas y consecuencias de la guerra; pero no deja de ser esencialmente un literato, lo que se manifiesta en la forma en que pone en escena a los protagonistas de la historia, que actúan como los actores de un drama. Jenofonte fue discípulo de Sócrates, sobre quien escribió sus recuerdos y una Apología, pero su obra principal es la Anábasis, o Retirada de los diez mil, en la que narra la aventura de un ejército griego de mercenarios al servicio del rey persa Ciro el Joven en su accidentado regreso a su patria. Jenofonte capitaneó la expedición, por lo que es testigo directo y principal de los hechos que narra.