Siempre he envidiado a quienes sienten que tienen el control de sus vidas. A quienes pueden afirmar, llenos de satisfacción, que ellos mismos han ido construyendo su existencia, paso a paso, colocando los aciertos junto a los errores, depositándolos muy unidos, las buenas experiencias al lado de las malas, la felicidad sobre el dolor, como si levantasen una sólida fortaleza allá en lo alto de las rocas, inexpugnable y firme. Una existencia dominada por los propios designios y una férrea voluntad, fluyendo por las venas como sangre. Y, dentro de las tripas, la entereza.
Para mí en cambio la vida es algo exterior. Algo semejante a una neblina que fluye a mi alrededor, marcando su propio ritmo, obligándome a comportarme de una manera determinada, sin que yo pueda apenas tomar ninguna decisión. No doy pasos conscientes, regidos por la razón y un luminoso objetivo a lo lejos, parpadeando en el futuro como un faro hacia el que dirigirme. No sigo ningún camino, ningún arroyo, ni siquiera una senda escarpada y dura, a través de peñascos agudos como puñales. Simplemente floto ahí dentro, y agito los brazos cuanto puedo para no ahogarme. No hay nada más. Sí, a veces, por un momento, hay un cielo azul, y árboles verdes, y deliciosas mariposas de colores que juguetean entre las flores. Y en la noche, una multitud de estrellas que se despliegan para mí, como millones de ofrendas de benevolencia. Pero sé que el espejismo durará un instante. Respiro hondo. Respiro. Respiro. Y esa bruma fría y perfecta me envuelve de nuevo a su antojo.
Siempre he sido una cobarde. Miedosa, asustada, cobarde. Siempre. Desde pequeña. Creo que la culpa la tiene mi padre. Fue un hombre muy cruel, uno de esos seres que pasan por la vida dejando la marca del pavor grabada a fuego en la piel de los otros. No es que nos golpease: no le hacía falta. Era suficiente su presencia, de la que emanaba una tensión repulsiva y helada. Era suficiente su voz, chillona e hiriente, y también que te mirara con aquellos ojos pequeños y oscuros, dos diminutos ojillos de reptil que parecían azotarte, causándote un dolor mucho peor que el de un latigazo. Cuando él llegaba a casa, todos los días a las siete y veinticinco en punto, nuestro mundo humano, poblado de cosas vulgares, se detenía, como si un hechizo nos convirtiera en piedra. Era la hora del miedo. En cuanto oía el ruido de su coche aparcando ante la verja del jardín, mi madre quitaba inmediatamente la radio que la había acompañado durante la tarde. Su cuerpo se encogía, se volvía diminuto y quebradizo. Los juegos de mis hermanos quedaban en suspenso. Los deberes del colegio nos resultaban de pronto incomprensibles, las letras y los números se ponían a volar ante nuestros ojos sin que pudiéramos alcanzarlos. La propia casa entraba en un proceso de silencio compulsivo. Las cosas callaban, se quedaban paradas, como si no existiera nada más que la presencia omnipotente de aquel hombre, cayendo con todo su peso sobre nosotros y lo nuestro.
No saludaba a nadie. Subía a su cuarto, se desvestía, tiraba la ropa por los rincones —de donde la recogería mi madre inmediatamente después—, se ponía el pijama y el batín y bajaba a la sala, a ver la televisión. Mamá se encerraba en la cocina, disimulando el malestar con su actividad entre los pucheros y las sartenes. Nosotros nos quedábamos aterrados en las habitaciones, fingiendo que aún éramos capaces de entender los logaritmos o de aprendernos la historia de la Armada Invencible, y esperando sus gritos. Porque cada tarde, después de su llegada, mi padre gritaba el nombre de alguno de nosotros. Entonces teníamos que comparecer enseguida ante él, sintiéndonos como ratas a punto de ser golpeadas por la azada. Sin molestarse ni siquiera en bajar el volumen del televisor, nos preguntaba por las notas del colegio, que nunca eran para él lo suficientemente brillantes, o por la herida que teníamos en la rodilla después de la última caída en el patio, o por un nuevo desconchón en alguna pared. Cualquier cosa con tal de echarnos la culpa de algo, decir unas cuantas frases desagradables y mandarnos al cuarto de los trastos. Luego había que permanecer allí durante mucho tiempo, a veces incluso mientras los demás cenaban, hasta que enviaba a mi madre a buscarnos.
Muchas tardes de mi infancia las pasé en medio de aquella oscuridad, muerta de miedo, oyendo crujir las maderas de los armarios, restallar las cajas que guardaban los adornos navideños y los restos de vajillas desparejadas, crepitar la escayola del techo. Estaba segura de que algún día un hombre monstruoso —quizás un pájaro enorme y negro— saldría de alguno de aquellos armarios, donde vivía escondido desde hacía años y años, y se abalanzaría sobre mí para llevarme hacia una oscuridad aún mayor. Quería llorar y gritar, pero no podía, porque mi padre me hubiese oído y entonces el encierro habría durado más. Me agarraba a lo único que era capaz de hacer: me acurrucaba en un rincón, miraba fijamente la luz de la cocina, que llegaba a lo largo del pasillo y se filtraba a través de la diminuta rendija bajo la puerta, y musitaba en voz muy baja, casi sin respiración, todas las canciones que conocía. Las que cantaba con mis amigas jugando al corro o a la comba y las que oía vociferar a la abuela en la casa de la aldea, mientras fregaba los cacharros o hacía las camas, con aquella voz destemplada y temblorosa de la que ella sin embargo tanto presumía, lanzándola a los aires al menor pretexto.
A fuerza de cantar, los latidos del corazón parecían calmarse, aunque, de vez en cuando, un nuevo crujido de maderas me provocaba un sobresalto. Y el tiempo pasaba, lento, lento, deslizándose en las sombras, hasta que se abría la puerta muy despacio, y la silueta de mi madre, pequeñita y redonda, aparecía en el umbral. Y entonces, sin decir nada, me conducía de nuevo hacia la vida normal, las luces encendidas, las voces lejanas y suaves de mis hermanos en sus habitaciones, el sonido de la televisión ante la que mi padre dormitaba en la sala, el buen olor de la carne que se guisaba despacio en el fuego.
Yo agarraba muy fuerte la mano de mi madre, llena de agradecimiento, y sentía por un instante su pulso agitado junto al mío ahora al fin tranquilo, e iba a sentarme cerca de ella en la cocina, conformándome con tenerla ante mis ojos, aunque fuera en medio de aquel silencio triste que siempre la rodeaba, como un aura perniciosa que la mantuviera alejada del mundo. Mi madre llevaba la tristeza encima, igual que la piel, resignada y brillante. Pero yo la veía moverse de un lado para otro, revolver los pucheros, pelar las patatas, planchar cuidadosamente las camisas de mi padre y la ropa de mis hermanos y la mía, y aquella normalidad, aquel latido apaciguado de la vida, la propia melancolía que emanaba de ella, me hacían sentir algo que se parecía mucho a la felicidad. Allí, a su lado, en medio de las cosas comunes y luminosas, estaba a salvo. Ya no volvería a ver a mi padre hasta el momento de darle las buenas noches, pues los niños cenábamos solos en la cocina. Aquello era un alivio para él y también para nosotros. Aunque fuese siempre en voz muy baja, sin hacer apenas ruido para no ser escuchados, podíamos permitirnos decir tonterías, darnos patadas por debajo de la mesa, poner cara de asco ante el hígado encebollado o devorar con ansia las fuentes de patatas fritas.
Al terminar de cenar, colocábamos los platos en la pila e íbamos los cinco juntos al comedor. Mi padre tomaba el café y una copa de coñac, y fumaba un puro cuyo olor repugnante flotaba por toda la casa, en vaharadas profundas. Buenas noches, papá, le decíamos por turno. Y él contestaba: Buenas noches. Que durmáis bien. Eso era todo. Ni un beso, ni una caricia, ni siquiera una sonrisa para animarnos a mantener apartada la posible negrura de los sueños.
No recuerdo que mi padre nos diera nunca besos. Sin embargo, nunca los eché de menos. Jamás los deseé. Lo cierto es que no lo quise. Crecí temiéndolo, eso era todo lo que me unía a él, el terrible malestar ante su presencia. Pero nunca añoré quererle, como si ese cariño no formara parte del círculo de ternuras necesarias que componen nuestras vidas. Amores, amigos, familia. La relación con cada uno de esos seres a los que de alguna manera queremos constituye una corriente que va y viene entre sus cuerpos y los nuestros, entre sus mentes y las nuestras, como una poderosa energía que nos rodea y da forma al mundo, que no podemos imaginar sin su existencia. Pero yo puedo imaginar cualquier cosa sin la existencia de mi padre. Puedo imaginar, sobre todo, una vida más feliz.
Cuando estaba a punto de morirse, se lo dije. No fue por venganza: ni siquiera le odiaba. El miedo que me daba de pequeña había pasado a expandirse con los años a la vida entera, y por él acabé sintiendo tan sólo indiferencia. No sé qué me ocurrió. No lo había planeado, pero sucedió, como si todos aquellos a los que él había causado dolor me hubieran designado silenciosamente a mí para hacérselo saber en el momento final. Estaba acompañándole en la habitación del hospital. Era mi turno. Él dormía. De pronto se despertó y me miró, y hubo una infinita expresión de desprecio en aquella mirada, igual que si yo fuese una hormiga a la que él podía arrancar las patas, cortar la cabeza, pisotear impune y orgullosamente. Incluso entonces, pensé, cuando estaba a punto de morirse, tenía que mirarme así. Bajé los ojos para evitar los suyos y vi las blancas manos diminutas que siempre me repugnaron recortándose encima del embozo de la sábana, como dos manchas de baba. No se las cogí, no le besé la frente, no acaricié su mejilla ni le susurré al oído, como hacen los hijos amantes con sus padres moribundos. Pero tampoco grité, ni escupí, ni maldije su nombre. Simplemente, algo explotó dentro de mi cabeza, algo frío y duro, igual que un pedazo de hielo que se hiciera trizas, y le hablé como si hablara de la película que había visto el día anterior:
—Nunca nos has querido —le dije—, ni a mamá ni a nosotros. Nos has hecho infelices a todos. No te debemos nada. No creas que vamos a llorar por ti.
Me he arrepentido miles de veces, durante todo el resto de mi vida, de aquellas palabras. He lamentado siempre haberme dejado vencer por aquel arrebato de crueldad, haber empujado a mi padre hasta las puertas de la muerte completamente solo, con esa terrible idea latiéndole en la cabeza, mientras se apagaban los latidos de su corazón: había pasado por la vida como una sombra absurda, y nadie le echaría de menos. Pero entonces lo único que sentí, por unos instantes, fue un alivio inmenso.
No sé qué sintió él. Las pupilas se le dilataron, y me pareció percibir un ligero estremecimiento en su cuerpo. Unas décimas de segundo de temblor. Nada más. Enseguida se recuperó, y me habló con la misma tranquilidad con la que yo le había hablado a él:
—La vida es dura. Esto es lo que hay. No creas que lamento que no vayáis a llorar. Nunca lo hubiera pretendido.
Me fui de la habitación y le dejé solo. Y sí que lloré. Lloré muchísimo, hasta el amanecer. Lloré por lo que le había dicho pero, sobre todo, lloré porque a él no le hubiera importado. Lloré por la soledad y el miedo al que me había condenado, por la muerte enganchado a una jeringuilla de mi hermano Ernesto, por los problemas con el alcohol de Antonio, por las rupturas sentimentales de Miguel. Y por la tristeza incurable de mi madre.
Ella no siempre fue triste. Eso al menos contaba mi abuela. Había sido, decía, una niña cantarina como ella misma, y alegre, que trepaba a los árboles igual que un mono, correteaba por los prados y llamaba a voces a las vacas por sus nombres mientras daba enormes zancadas monte arriba. Hubiera sido feliz junto a cualquier hombre de la zona, afirmaba, trabajadora y cariñosa como una mujer y resistente como un muchacho. Pero un verano, cuando tenía dieciséis años, apareció él, mi padre, cerca ya de los treinta, con su buena ropa y sus fajos de billetes ganados en los negocios en México, adonde se había ido de crío con la familia. Había vuelto para montar una ferretería en la ciudad y para fundar una familia. Y decidió fundarla con mi madre.
La razón por la que aquel hombre tan serio —un amargado, decía mi abuela— eligió a la chica más alegre del lugar fue un misterio para todos. Quizá no soportase su alegría y quisiera acabar con ella, asesinarla como se asesina un pájaro que molesta con sus cantos en el jardín. Hay seres tan envenenados que detestan a quienes irradian fortaleza y contento y, en lugar de limitarse a alejarse de ellos, les tienden las redes y los cazan y los sepultan bajo toneladas de tierra por darse la perversa satisfacción de ver cómo muere lentamente todo aquello que odian. Quizá fuera eso.
Pero más misterio aún fue que mi madre lo aceptara. ¿Por qué lo hizo? No lo sé. No creo que se casara por amor. Una chica de dieciséis años a la que le gusta bailar en las verbenas, bañarse en el río y lanzarse en bicicleta cuesta abajo como una loca, no se enamora de un tipo como mi padre, que andaba por la aldea vestido de traje y corbata, gruñendo a la gente en lugar de saludarla y mirándolos a todos desde la dureza como de granito de sus ojos. Ni siquiera hubo lo que mi abuela llamaba un cortejo. Ni flores, ni risas, ni supuestos paseos casuales hasta la casa y charlas de horas bajo el corredor, viendo caer el sol al otro lado de los montes o deslizarse la lluvia como un manto sobre la huerta. Dos o tres conversaciones junto a la iglesia, un par de romerías y, de repente, él se presentó para pedir la mano de mi madre. Mis abuelos trataron de convencerla de que no aceptase. No les gustaba el ricachón americano, a pesar de sus fajos de billetes. Pero ella ya se había decidido, y no hubo manera de que cambiara de opinión.
¿Fue por el dinero? Nunca me ha parecido que le importe mucho. No la han atraído los lujos ni las comodidades. Ha vivido siempre en una casa grande y buena, sí, la que mi padre había comprado en lo que entonces aún eran las afueras de la ciudad al volver de México, pero renunció a cualquier ayuda para cuidar de ella y de nosotros. Nunca tuvo criadas, ni asistentas, ni joyas, ni abrigos de pieles. Incluso después de heredar ha seguido viviendo como siempre, sola ya en la casa, sin permitirse ningún gasto más allá de los imprescindibles. Pero es posible que no le interese el dinero porque un día lo deseó y eso la hizo desgraciada. Quizá sea verdad que fue eso lo que quiso. Puede que mi padre le hablara al oído de una vida bonita y agradable. Tal vez le dijera que no tendría que ordeñar nunca más las vacas, ni dar de comer a las gallinas, ni escardar la huerta, ni recoger las manzanas, ni preparar las morcillas después de la matanza. Quizás ella tenía alguna ambición oculta, y quería ponerse vestidos elegantes y zapatos de tacón, pintarse los labios e ir todas las semanas a la peluquería. Acaso deseara viajar, recorrer el mundo, ver todo lo que había más allá de las montañas verdes que circundan su aldea, los mares inmensos, las ciudades deslumbrantes, las estepas con sus planicies infinitas y sus resecas tierras anaranjadas... ¿Quién sabe qué tonterías se le pueden pasar por la cabeza a una cría de dieciséis años?
Supongo que nunca me lo dirá. Jamás he hablado con ella de mi padre. Él se murió y ella se vistió de negro —sin llorar, como yo había predicho— y asistió a las misas imprescindibles. Limpió los armarios, resolvió el papeleo, puso en venta la ferretería, pero nunca volvió a mencionarlo. Es como si no hubiera existido, o como si todo aquello fuera un secreto que no deseara compartir con nadie: qué ilusiones sintió, qué creyó que podía darle aquel hombre, cuándo se fueron apagando las luces de colores que aquel verano debieron de encenderse de alguna manera en su cabeza. Y cómo aprendió a resignarse al fracaso, el que fuese, y a vivir dentro de aquella burbuja de pena, ella que había sido una niña alegre y cantarina.
Nunca he sabido si es más duro no poseer jamás la gloria o haberla conocido por un momento y perderla después. Cuando Pablo me abandonó y el mundo se derrumbó a mis pies, maldije la fiesta en la que Elena nos presentó, la noche deslumbrante en que nos besamos por primera vez, el día en que decidimos casarnos. Hubiera dado lo que fuese por no haber vivido todo aquello para no tener que echarlo de menos. Mi pasado habría sido silencioso y limpio, aséptico como una tranquila sala de hospital. Sin ilusión ni emociones. Entonces no habría desgarro, y aquel gran pájaro negro que me perseguía no se hubiera abalanzado contra mí, haciéndome sentir que corría aterrada a través de los páramos. Habría llevado una vida solitaria y aburrida, pero no hubiera conocido ese dolor. Durante mucho tiempo me aferré a la idea de que los años que había pasado junto a él habían sido años perdidos. Que toda mi vida a su lado, todo mi amor por él eran un enorme fracaso, un edificio fallido del que sólo quedaban algunas ruinas apestosas, llenas de orines y excrementos y hierbajos. Algo que nunca hubiera debido nacer.
Pero ahora, cuando ya me he acostumbrado a saberlo lejano y ajeno, cuando el dolor ya no revolotea a mi alrededor envolviéndolo todo, sino que se ha posado, dejando una gruesa capa de cenizas bajo las cuales, aunque aún me cueste, puedo respirar, me alegro de haber vivido lo que viví. Incluso a veces, por un instante, me siento orgullosa de mis sentimientos. Como si un inmenso marco dorado resaltase la grandeza de mi amor por él. Ahora, muchas noches, al meterme en la cama y percibir todavía su ausencia, esa desoladora frialdad que marcará para siempre su abandono en ese lado del colchón, el suyo, que nunca ocupo, ahora pienso que tuve suerte de haberle conocido y haberle querido y haber sido querida por él. Y entonces, en medio de la terrible añoranza, deseo que su recuerdo vuelva a mí en el momento final, y que su rostro, riéndose, mirándome, acercándose ansioso para besarme, su rostro joven y amado sea lo último que vea en mi vida.
No sé si a mi madre la ha ayudado el haber sido una niña feliz. O si, por el contrario, todos los extraordinarios momentos de su infancia y su adolescencia, la alegría que debió de sentir en aquellos años dichosos, han significado una nostalgia definitiva, un peso excesivo, como una piedra que llevara atada al cuello y que tirase de ella sin cesar hacia el fondo de su sima. Acaso haya lamentado siempre haberle dicho que sí a mi padre aquel verano, tal vez se haya imaginado mil veces habiéndose casado con algún campesino de la zona, o quizá con nadie, soltera para siempre, viviendo entre el barro pegajoso de los caminos y el esplendor del sol llameando sobre las cumbres, con un delantal ajado y unas botas de goma perennes en los pies, levantándose antes del amanecer para ordeñar el ganado y acostándose exhausta, en medio de olores a abonos y a pesticidas, pero canturreando despreocupada por los montes, llamando orgullosa a las vacas por su nombre, chapoteando como una ninfa torpe en las aguas transparentes de la poza...
Es tan fácil arrepentirnos de la decisión que tomamos en un momento, del error que cometimos en aquel instante crucial que marcó para siempre nuestra vida. No es que lo hiciéramos sin reflexionar, no. Pensamos mucho. Pusimos en marcha todas nuestras neuronas. Nos tumbamos en la cama durante días, atentos al menor sonido en nuestra cabeza, a la vibración de nuestra sangre, al más leve síntoma de temor o de entusiasmo. Lo decidimos meditadamente, imaginando la secuencia de hechos que ocurrirían después de nuestra elección, pasos firmes y claros que nos conducirían a un lugar luminoso y estable: acepto casarme con este hombre porque le quiero y le querré siempre, estudiaré esta carrera porque podré ganar mucho dinero, rechazo ese trabajo porque debo mudarme de ciudad y no quiero perder este aire ni la perpetua visión de los mismos edificios y los mismos árboles creciendo tímidos sobre los alcorques de la calle ni la compañía cálida de mis amigos cada noche en el mismo bar.
Pensamos, medimos las consecuencias, imaginamos. O no. O tomamos la decisión guiados por un impulso, un arrebato repentino que nos pone el cuerpo en tensión, la sacudida inesperada de los nervios, un pálpito brutal en el pecho, una opresión en la boca del estómago. Una luz que se nos enciende refulgente en el cerebro y lo ilumina todo. No importa. Lo más probable es que nos equivoquemos. La vida seguirá su curso al margen de nuestros planes, como si un grupo de dioses burlones entretuvieran su absurda eternidad en las alturas soplando sobre nosotros, enredando las cosas, complicando las situaciones, retorciendo los sentimientos. El hombre al que jurábamos querer para toda la vida terminará por convertirse en un ser inmundo al que detestamos. La profesión para la que nos preparamos esforzadamente habrá pasado de moda cuando hayamos acabado nuestros estudios. La ciudad que no queríamos abandonar se transformará a toda velocidad, hasta que no la reconozcamos, y nuestros amigos se irán para siempre y el bar cerrará sus puertas y desaparecerá su recuerdo, como si nunca hubiera existido.
La vida tomará su propio impulso, girará sobre sí misma, dará volteretas, irá arriba o abajo repentinamente, enloquecida, brutal, y nos empujará a su capricho, hacia el paraíso o el abismo, al margen de nuestro esfuerzo y nuestros méritos. Es mentira todo lo que cuentan: nuestros actos no tienen consecuencias. Sólo son un derroche de energía, una salpicadura de patéticos intentos por aferrarnos a algo perdurable, la satisfacción, el bienestar, la comodidad... Creamos familias, construimos casas, levantamos negocios, nos dejamos la piel en cada gesto, y todo se desmorona en un instante, sin que podamos hacer nada por retenerlo. O, por el contrario, vemos cómo surge a nuestro alrededor un espacio bendito sin que nosotros hayamos movido un dedo a su favor, partiendo de la nada y sostenido en nuestra nada interior, en nuestra desidia o nuestra maldad que resbalan sobre el mundo, como si a él no le importase en absoluto nuestra manera de acariciarlo o de agredirlo.
¿Qué habría sido de mi madre si se hubiese quedado en la aldea? Quizás habría acabado en el mismo punto, en el mismo rincón sombrío de su tristeza. Mi abuela decía que lo de mi madre era el mal de los niños. Esa desazón, ese no poder con la vida que se les instala a algunas mujeres en el alma después de dar a luz. Cuestión de hormonas, simplemente. Una depresión postparto que empezó después del nacimiento de mi hermano mayor. Algo muy fácil de remediar con los medicamentos actuales. Pero entonces no existían. Ni siquiera se hablaba de esas cosas. La gente se limitaba a asumir sus negruras. O terminaba tirándose un día por la ventana. Los demás susurraban en voz baja, al ver los ojos vacíos, las manos temblorosas, el profundo desaliento que envuelve a los deprimidos, que estaban enfermos de los nervios. Con piedad o con desprecio, pero sabiendo en cualquier caso que nadie podía librarlos de aquel mal. Sólo el destino o las oraciones.
Mi abuela, en cambio, creía en ciertos remedios antiguos. Había heredado de su madre, y ésta de la suya, y así hasta muchas generaciones atrás, el conocimiento de las plantas y sus misterios. A veces, cuando paseaba conmigo por el monte, me iba señalando hojas y frutos, descubriéndome raíces y tubérculos que surgían como poderosos milagros de la tierra que ella removía con sus propias manos. La ruda de los muros, que calma la tos. El culantrillo, que limpia el hígado. La clemátide, cuyos emplastos curan las llagas. El brezo, que suaviza las inflamaciones de la vejiga...
Cuando nació Miguel, mi hermano mayor, mi abuela no pudo estar con mi madre. Ella quería, por supuesto que quería. Todas las madres que conocía habían estado con sus hijas en el momento del parto, sosteniéndoles la mano y limpiándoles la frente y tranquilizándolas y animándolas. Todas habían ayudado durante las primeras semanas de vida del bebé, preparándoles caldos nutrientes a las parturientas, despertándolas suavemente en plena noche para dar de mamar a las criaturas, enseñándoles a cuidar de ese nuevo cuerpo desvalido. Pero a ella mi padre no la dejó. Tras su enésima carta ofreciéndose a acudir a la ciudad, tras las muchas evasivas de mi madre, que no debía de saber muy bien qué decirle, mi padre le escribió haciéndole saber fríamente que no la necesitaban. Ella se quedó muy compungida. Lloró mucho y luego, a última hora de la tarde, bajo el aguacero, recorrió a toda velocidad los tres o cuatro kilómetros que la separaban de la ermita, con un hermoso ramo de perejil envuelto en papel de periódico, vació de hierbas secas el jarrito que siempre estaba junto a la imagen de san Pancracio, lo llenó de agua de lluvia, colocó sus ramas frescas y se arrodilló a los pies del santo. Le rezó para que todo saliera bien y los dolores del parto fuesen leves, y el niño o la niña tuviera todo lo que tenía que tener. Y después añadió en voz alta, rápidamente, un ruego malvado: que mi padre se quedase calvo. Fue todo lo que se le ocurrió. Que no le pasara nada grave, pero que se quedara calvo, que perdiera rápidamente aquella mata de pelo oscuro y rizado, siempre alisado con apestosa gomina, que mi padre tenía en la cabeza, lo único digno de mención de todo su aspecto físico. Era su modesta venganza por haberla alejado del parto de su hija, por impedirle ayudarla y contemplar los primeros minutos de vida de su nieto.
San Pancracio no debió de prestarle mucha atención aquel día, porque lo cierto es que mi padre murió con su mata de pelo intacta y sin una cana. A mi madre, en cambio, se le puso la cabeza blanca enseguida. Yo al menos siempre la he conocido así. Desde que la recuerdo —y aún no había cumplido los treinta años—, tenía el pelo salpicado de manchas pálidas, de las que yo tironeaba sin ningún cuidado cuando jugaba a peinarla en la cocina, ella sentada en la sillita baja de enea y yo arrodillada en un taburete, a su espalda, pasándole el peine una y otra vez por aquellos mechones tiesos y torturándola sin que se quejase.
Mi madre nunca se ha quejado. No sé si lo haría al principio, cuando Miguel nació y ella empezó a sentirse mal y perdió definitivamente su alegría. Pero lo dudo. No logro imaginármela protestando, susurrando un lamento, alzando la voz o el ánimo contra nada. Ha aprendido a convivir con su tristeza, a cargar con ella sin mencionarla jamás en voz alta. Pero no hacía falta que se quejara para que mi abuela se diese cuenta de lo que le ocurría. En cuanto la vio bajarse del coche a la puerta de la casa de la aldea, cuando mi hermano tenía ya dos meses y los días se habían hecho largos y la templanza veraniega permitía que una criatura tan pequeña fuese a vivir a un lugar tan remoto, ella se dio cuenta de que tenía el mal de los niños. Lo había visto en otras mujeres recién paridas, la mirada desvaída, la boca flácida, el aparente desapego hacia el bebé, seguido de largas crisis de lágrimas envueltas en la culpa de no ser una buena madre.
Mi abuela no dijo nada mientras mi padre permaneció allí. Pero en cuanto se marchó al día siguiente, satisfecho de dejar atrás por unas semanas aquella tara de languideces de hembra y berridos de niño, lo organizó todo para ocuparse de la enferma. Se hizo cargo de Miguel día y noche, entregándoselo a mi madre tan sólo para que le diera el pecho o lo acunase un ratito cuando la veía más animada. Sacó de un armario sus mejores sábanas y una colcha de ganchillo, amarillento resto de su ajuar de novia, para hacerle con ellas la cama. Le llenó su pequeña habitación de flores, hortensias y calas que crecían pegadas a las paredes de la casa, húmedas y hermosas. La arropó y la besó todas las noches. Le permitió dormir todo lo que quiso. Le preparó sus comidas favoritas. Y, sobre todo, le dio el mejor remedio que conocía para su mal: las florecitas amarillas de la hierba de San Juan, las más frescas del valle, cogidas por ella misma en medio del bosque del Soto, allí donde más les daba el sol mágico del amanecer, y maceradas en orujo. Tres buenos tragos al día.
Aquello había curado la pena de la tía Estilita cuando su novio se fue a Cuba y ella no paraba de llorar, sabiendo que nunca volvería a verlo. Había aliviado mucho a la pobre Josefina cuando se quedó viuda a los treinta y dos años con cinco hijos. Y cuando a Manolo, el del cruce, le había dado por meterse en la cama y no querer salir, un día de repente, después de que se empeñara en que la noche anterior había visto a una compaña de muertos rondando su casa y llamándolo por su nombre, era la hierba de San Juan la que lo había sacado de la postración y el miedo y lo había convertido de nuevo en el borrachín despreocupado que siempre había sido.
La hierba y los cuidados de mi abuela ayudaron mucho a mi madre. Poco a poco, fue recuperando el apetito y empezó a visitar las casas de las amigas, que los primeros días habían acudido a verla y se habían llevado un gran disgusto al encontrarla tan mustia. De Miguel iba ocupándose cada vez más, y con más ganas. A veces, si el tiempo era bueno, se pasaba la tarde entera dormitando con él debajo de uno de los manzanos de la huerta, tendida encima de una manta, abrazando al niño, sonriendo al sentir su carne tibia y su olor tan dulce, y pensando que iría creciendo poco a poco hasta llegar a ser un hombre, un hombre que la querría siempre mucho y al que ella amaría como nunca había amado a nadie. Entonces debía de parecerle que ante ella se desplegaba un largo futuro de satisfacción y bienestar, y que la negrura que se le había metido repentinamente en el alma se desvanecería para siempre. La vida volvería a ser aquella sensación gozosa de la hierba fresca, los rayos del sol colándose entre las hojas del árbol, la brisa paseándose suavemente sobre la superficie del mundo, como una amistosa palmada en la espalda.
Pero entonces, cuando parecía que todo recuperaba su ritmo normal y mi madre dejaba atrás la depresión, se presentó mi padre en la aldea para recogerlos a ella y al niño. Habían pasado seis semanas, y debió de parecerle que la decencia aconsejaba que volviesen a casa. Un poco más y habrían empezado los comentarios entre los vecinos y los conocidos. Y mi padre no estaba dispuesto a dar nada que hablar sobre su intachable moralidad, su práctica perfecta de todos los sagrados preceptos que marcaba la sociedad. Su vida pública siempre se ajustó con disciplina férrea a la imagen que debía dar una persona decente y honrada. Se pasaba todo el día en la ferretería y, en cuanto cerraba, regresaba a casa, como un padre y esposo amantísimo. Su único rato de ocio era la breve tertulia que compartía después de comer con un grupo de amigos, todos comerciantes igual que él. Los domingos nos llevaba a la catedral, donde teníamos que confesarnos uno tras otro, precedidos siempre por él mismo, y asistir luego a la misa de doce, a la que acudían todas las personas importantes de la ciudad. Antes de entrar, nos daba a cada uno una moneda que debíamos depositar en el cepillo, junto a su ostentoso billete. Siempre rezaba en voz muy alta, apagando con su acento mexicano el susurro débil de mi madre, se daba grandes golpes de pecho y hundía la cabeza entre las manos durante un largo rato después de la comunión, como si estuviese orando fervorosamente por la salvación del mundo.
A la salida nos dirigíamos a una cafetería de la calle principal, él llevando a mi madre enganchada a su brazo, cabizbaja y vacilante, y nosotros cinco detrás, resistiendo la atroz tentación de echar a correr y hacer carreras como las que hacíamos camino del colegio. A esa hora, la cafetería estaba llena de familias que se parecían mucho a la nuestra: padres orondos, niños con chaqueta y corbata, niñas vestidas con sus mejores ropas y relucientes zapatos de charol. Lo único que a mí me parecía diferente eran las madres. Las otras madres llevaban abrigos de pieles en invierno y vestidos muy elegantes en verano, y muchas joyas de oro y collares de perlas. Se pintaban los labios y olían a perfumes caros. Se saludaban las unas a las otras con besos sonoros, repasaban juntas las revistas de la semana, riéndose a ratos alegremente, y mantenían desde lejos el control sobre los hijos, mientras los maridos charlaban juntos acodados en la barra.
Yo miraba a mi madre, pequeñita, regordeta, canosa, desvaída bajo su ropa siempre oscura y sin adornos, y observaba aquella sonrisa triste que nunca le alcanzaba los ojos y con la que daba los buenos días a quienes se molestaban en fijarse en ella. Sabía que las demás la despreciaban, que se reían para sus adentros de su aspecto, del silencio con el que se instalaba en un rincón, ignorada por todas ellas, que cotilleaban entretanto en voz muy alta sobre el noviazgo de la actriz de moda o el nuevo modelito de la hija de Franco. Y entonces me entraba una pena tremenda y sentía unas ganas enormes de llorar. Me sentaba a su lado y le cogía la mano por debajo de la mesa, porque quería cuidarla, quería decirle que ella era la mejor de las madres, protegerla de la mezquindad de aquellas mujeres enjoyadas, de la indiferencia de mi padre que hacía tertulia en la barra, ajeno por completo a su desamparo. Aquél era para mí el peor momento de la semana. Sorbía un refresco insulso, sosteniendo la mano de mamá y observándole todo el tiempo a él, mientras esperaba que llegase el instante en que se despidiera de sus amigos y se dirigiera a nosotros para irnos, el instante de sacar a mi madre de aquella jaula en la que parecía, más que nunca, un pobre pájaro desplumado.
Mis padres y Miguel volvieron a casa después del verano en la aldea. La abuela, conteniendo los sollozos, le dio a su hija un par de botellas de su mejunje contra el mal de los niños, y le aconsejó que las escondiera de su marido y siguiera tomándolo a sus espaldas. Ella las guardó en lo más hondo de la alacena, detrás de las latas de aceite. Pero una noche, una noche en la que mi padre entró inesperadamente en la cocina antes de irse a la cama, la pilló tomándose su remedio. Por supuesto, preguntó, indagó, amenazó, y mi madre se lo contó. Al menos en parte. Le dijo que desde el nacimiento del niño no se encontraba bien, que andaba inapetente y cansada, y que la abuela le había dado unas hierbas para animarla.
Él vociferó: aquello era cosa de brujas. A saber qué ensalmos habría hecho la vieja, qué oraciones al demonio. Él no quería tener nada que ver con esas malas artes. Era un buen cristiano, un hombre decente, y no iba a permitir que en su casa se hiciesen ritos de magia y aquelarres. Le prohibió terminantemente a mi madre que siguiera tomando el bebedizo y llevó en persona las botellas hasta las bolsas de la basura que ya estaban en la calle. Luego, la hizo sentarse en la sala y le dijo que no tenía ningún derecho a quejarse. Poseía todo lo que cualquier mujer deseaba: un buen marido con dinero, un hijo sano y una casa hermosa. A ella no le quedó más remedio que darle la razón, aunque tenía los ojos llenos de lágrimas y se sentía el corazón muy pequeño, como si le hubiese menguado de repente y le temblara dentro del pecho, y sabía que su sufrimiento no tenía nada que ver con la fortuna que ella hubiera podido encontrarse en la vida y con la desdicha de los demás. Se trataba de una enfermedad. Pero era imposible que aquel hombre comprendiese nada de su tristeza.
—No quiero verte llorar nunca más. Ni oír que te quejas. No quiero lamentaciones en mi casa. Te lo prohíbo.
Mi madre se atrevió a replicar:
—Si no me quejo...
—Por si acaso, ni se te ocurra. O hago que te declaren loca. Y además, que sepas que no volverás a ver a tu madre.
Eso mismo le dijo a mi abuela por carta: desde ese momento, no irían nunca más a la aldea. Y si llegaba a enterarse de que, a pesar de todo, se las arreglaba de alguna manera para seguir dándole a su hija sus pócimas de bruja, acudiría al juez y a mi madre la declararían loca y le quitarían al niño. Y ya se ocuparía él de que no volviera a salir nunca más del manicomio.
Mi abuela entendió que tenía que tomarse en serio la amenaza. Se mordió fuertemente los puños para no ponerse a gritar y desearle la muerte a aquel malnacido, pero esta vez ni siquiera fue a rezarle a san Pancracio. El destino de su hija le parecía lo suficientemente desdichado como para dirigirse directa y humildemente a Dios, sin pasar por sus santos. Y cada noche le rezaba para que le diera a su niña una vida tranquila y para que regresase de vez en cuando a casa. Por lo menos de vez en cuando. Que a ese hombre malvado se le pasara el enfado y las dejase volver a estar juntas, ella cuidándola y mimándola y sintiendo como siempre sentía que estaba haciendo lo que mejor sabía hacer en la vida. Como si todo aquel amor fuese la única cosa verdadera, la razón por la que la habían puesto en el mundo.
No se vieron hasta muchos meses después, cuando nació Antonio. Mi padre debía de estar de nuevo harto de los berridos de otro bebé, y decidió anteponer su descanso al castigo que les había impuesto a su mujer y a su suegra. Mamá había pasado la peor época de su vida, creyendo que nunca más vería las nubes chocando contra lo alto de las cumbres y rompiéndose en jirones blanquecinos, las flores de los manzanos surgiendo de los capullos como alhajas diminutas, las truchas nadando ligeras y saltando para cebarse. Nunca más oiría el sonido burlón de las hojas al moverse en el viento, el golpeteo rítmico de las piedras afilando las guadañas, las largas charlas de los petirrojos en los árboles del monte, y el poderoso ulular de la lechuza por las noches, cuando clamaba como la reina de los bosques. Ni sentiría todos aquellos olores que formaban parte de su cuerpo, el de la hierba y el musgo, el de las piedras húmedas, el de las boñigas que humeaban penetrantes sobre la tierra, el perfume dulzón de las flores. Y, sobre todo, el olor de su madre, aquella mezcla inaudita de leche recién ordeñada y jabón, y la caricia de sus manos en su pelo, y la tierna blandura de su pecho lleno de calidez. Nunca más vería a su madre, ni hablaría con ella, ni podría acurrucarse en sus brazos y dejarse besar, sintiéndose de nuevo como una niña, tan leve y tan débil como una criatura y, a la vez, tan protegida por su fortaleza inquebrantable.
Debieron de abrazarse durante mucho tiempo. La abuela trataba de sostener aquel cuerpo que se había vuelto diminuto, inestable, como si la tristeza fuese devorándolo desde dentro y lo dejase sin apoyos, sin la suficiente consciencia de sí mismo como para moverse firmemente por el mundo. Ambas sabían, sin necesidad de hablar, lo que estaba ocurriendo. Y también sabían que esta vez la hierba de San Juan no serviría de remedio. Mi padre, dispuesto a cualquier cosa con tal de que ninguna sospecha de heterodoxia pudiese recaer sobre su familia, indiferente al sufrimiento de mamá, le hizo jurar a la abuela sobre un crucifijo que no probaría con ella ninguna de sus recetas mágicas. No contento con eso, inspeccionó toda la casa, cada uno de los armarios y alacenas y viejos arcones carcomidos, y hasta el establo y el pajar, detrás de cada piedra, de cada lata de leche, de cada vara almacenada de hierba. Y amenazó luego con presentarse en cualquier momento, sin avisar, y pillarlas por sorpresa si volvían a dedicarse a sus juegos demoníacos. Y de lo que sucedería después, ya estaban avisadas.
Tuvieron que atenerse a sus normas. La abuela rodeó a mi madre de todo el cariño y los cuidados de que fue capaz, pero no se atrevió a darle en aquellas semanas ni una simple tisana de manzanilla. Mamá mejoró un poco, lentamente. Las mejillas se le sonrosaron por las horas pasadas al aire libre, y a ratos, durante unos segundos, mientras observaba los juegos de Miguel o las siestas de Antonio, mientras contemplaba a los milanos volando en lo alto y lanzando sus gritos de feroces dominadores de los aires, mientras miraba desde la cocina el aguacero que descargaba con toda su fuerza sobre los campos, o trabajaba en la huerta bajo el sol, escardando las malas hierbas, o escuchaba los cantos destemplados de su madre, en esos instantes, la antigua lucecilla que de niña le brillaba en los ojos volvía a aparecer durante unos segundos, el breve rastro de lo que podía haber sido.
Pero a medida que se acercaba la fecha en la que mi padre debía ir a buscarla, todo aquel atisbo momentáneo de fulgor fue desvaneciéndose, dejándola de nuevo inapetente y temblorosa, sentada muda en un rincón, pensando sin duda en la vida que la esperaba en la casa de la ciudad, una vida que la asustaba. Tenía miedo de él. Él y sus órdenes, él y sus gritos, él y su mirada pétrea, él y su cuerpo repulsivo agitándose como un lagarto sobre el suyo, mientras ella contenía las náuseas para no vomitar allí mismo, encima de las sábanas bordadas de su ridículo ajuar de ridícula novia equivocada. Aquella presencia oscura dominándolo todo, como una divinidad malhumorada y caprichosa.
Y también estaba la soledad. ¿Cómo iba a enfrentarse sola a su malestar, a la sensación de incapacidad que padecía? Estaban los niños, claro, pero ante los niños tenía que hacerse la fuerte, ocuparse de ellos a cada minuto y protegerlos. Sin embargo, ¿quién la protegería a ella? ¿Quién le acariciaría el pelo cuando le diese por llorar? ¿Quién prepararía por ella la comida cuando no supiese qué hacer? ¿Quién escucharía sus quejas, esa pena que sentía y que no sabía nombrar y que necesitaba echar fuera, como si expulsase un veneno? ¿A quién le contaría todo eso?
Desde entonces fue cuando a mi madre se le quedó dentro la tristeza. No hubo ya manera de espantar aquella negrura que la había recubierto. Pero siguió adelante, arrastrando la vida tras ella como una carga. Enseguida nació Ernesto, y luego Javier. Y luego yo. Biberones, comidas, pañales, ropas, deberes... Ella se ocupaba de todo. Y siempre procuraba darnos lo mejor de sí misma, la poca fortaleza que aún le quedaba, el diminuto resto de alegría que, a ratos, podía todavía aparecer desde su alma asolada. Sobre todo, las temporadas que pasábamos en la aldea, los largos veranos de casi tres meses lejos de mi padre, libres y felices, dedicados tan sólo a correr, chapotear en el río, trepar a los árboles, robar cerezas, hacer cabañas y cuidar de los cachorros que nacían en los alrededores. En esas semanas, mi madre parecía ir resucitando lentamente, hasta que se convertía en otra persona. Una mujer que nos llamaba a gritos por los caminos —ella que en la ciudad jamás levantaba la voz—, que charlaba largas horas con sus amigas y que incluso, en algunas ocasiones, bailaba pasodobles en las verbenas.
Durante todo el año, nosotros esperábamos impacientes la llegada del verano y el traslado a la aldea. Parecía que vivíamos de los recuerdos, explicándonos los unos a los otros mil veces las aventuras de las últimas vacaciones y escribiendo cartas a los amigos de allí, que nos informaban del estado de salud de los perros, las vacas, los burros, los caballos y hasta de las ranas del estanque que había detrás de la iglesia. Contábamos los meses que faltaban, y luego las semanas, y por último los días, tachándolos uno a uno cada noche, antes de cenar, en el calendario colgado en la cocina. Pero no era tan sólo nuestro propio placer lo que anhelábamos, el descanso y los juegos sin fin y la lejanía de nuestro padre. Era también el paréntesis en la vida de mamá, aquel inexpresable alivio de saberla animada y tranquila por una temporada.
Porque el amor que no éramos capaces de sentir por nuestro padre, lo habíamos concentrado en ella. Todos procurábamos portarnos bien para que no se pusiera triste, hacerla reír con nuestras tonterías, protegerla de la rabia sorda de su marido, cuidar de ella. Sí, todos éramos un poco la madre de nuestra madre. Nadie nos había explicado nada —la abuela sólo nos hablaría del mal de los niños cuando fuimos mayores—, pero éramos conscientes de su tristeza y su debilidad. Nosotros sabíamos de su lucha por sobrevivir a diario, de su esfuerzo por levantarse cada mañana de la cama mientras el ánimo permanecía constantemente dormido, la fatigosa batalla consigo misma para comportarse como una esposa y madre normal. Conocíamos como si fuéramos expertos psiquiatras aquella enfermedad que no tenía nombre y que yo llamaba silenciosamente la enfermedad de las sombras. Porque eso es lo que era mi madre durante la mayor parte del año, poco más que una sombra, apenas un hálito de vida del que emanaban sin fuerza gestos, acciones y palabras. Una sombra que adorábamos, y a la que anhelábamos infundir vigor.
Siempre me he preguntado si mi vida habría sido distinta de no haber sido mi madre una mujer deprimida. Supongo que sí. Tal vez las neuronas se hubieran formado de otra manera dentro de su vientre, y sus conexiones serían diferentes, y las hormonas y las proteínas hubieran fluido con otro ritmo. Tal vez, si la hubiera visto de pequeña reír y cantar, el mundo no me parecería este lugar lleno de cosas temibles. Acaso habría sido una mujer valiente y decidida. Una aventurera, por ejemplo, una de esas mujeres que escalan el Everest, asfixiándose por la falta de oxígeno, corriendo siempre el peligro de colocar mal un pie o retorcerse ligeramente el dedo de una mano y caer por el precipicio, jugándose la vida en cada paso, alguien capaz de superar todos los riesgos y llegar a la cumbre, al lugar más alto de la tierra, y divisar el mundo diminuto y vencido bajo ella. Habría atravesado los desiertos, respirando arena y ardor, observando en las noches las estrellas junto a una fogata y sintiéndome diminutamente prescindible y tranquila en medio de esa inmensidad. Habría cruzado las selvas, debatiéndome contra la feracidad de la tierra y disfrutando de los colores y los sonidos, la luz mecida por las hojas inmensas, el canto de los pájaros desconocidos, el potente aullido del mono araña. Habría caminado sobre los polos, oyendo el ulular de los vientos y el crujir de los hielos, impasible y segura de mí misma en medio de esa nada atroz y desbordante. Habría visto ruinas perdidas de civilizaciones sin nombre, y animales desconocidos, y ríos de violencia inaudita, y ciudades permanecidas en el pasado, polvorientas y mudas. Habría amado a muchos hombres como si cada uno de ellos fuera el único. Habría hecho muchos trabajos, y conocido muchas lenguas, y aprendido la sabiduría misteriosa de las partículas y la energía, el extraordinario caminar de los astros en el universo.
He vivido en cambio encerrada, ensimismada en mis miedos, casi muda y sorda, haciendo todo lo posible para no tener que enfrentarme a la ansiedad de los cambios, a la angustia del riesgo. Rígida y pálida igual que una estatua. Como si mi sangre fuera sólida. Sucios pedazos de piedra que impiden cualquier movimiento.
Por eso admiro a São. Porque ella ha sido capaz de vivir todo lo que yo he sofocado, apagado, mantenido cubierto bajo capas de tierra. Sí, de todas las personas que conozco en el mundo, São es a la que más admiro.