¿Qué es la autoridad? Contrariamente a lo que podría creerse, esta «noción» (así la sitúa Kojève, quien le dedicó un opúsculo publicado tardíamente) ha sido poco estudiada. Vale la pena, por ejemplo, oponerla a la de fuerza: la autoridad funciona como tal cuando no necesita, además, de una fuerza para ejercerse. Se deduce de sus efectos, pero si se asocia a un enunciado, la causa por la que este enunciado asociado «hace autoridad» permanece enigmática. Puede utilizar una fuerza que emana de aquello sobre lo cual ella se ejerce, de manera a veces conflictiva. Para ser efectiva, la autoridad supone que se consienta a ella, o bien que se la rechace en caso de rebeldía, pero esta rebeldía la subraya, más allá de la oposición. La autoridad instaura así y nombra un orden, aunque este orden, antes de ser establecido, plantea la cuestión de su establecimiento, ocultado por su existencia misma.
Desde Freud el padre designa a quien tradicionalmente ejerce la autoridad. La autoridad tradicional es reducible a la autoridad paterna. Pero que lo sea —como ocurre en la religión— no dice cómo ha llegado a serlo. Y es por eso que, después de su puesta en evidencia freudiana con el complejo de Edipo y la lectura lacaniana de éste con el Nombredel-Padre, como significante, vale la pena interrogar su proclamado declive, a la luz de la clínica contemporánea.
Freud calificaba los síntomas neuróticos de «religiones privadas», tomando el relevo del padre devaluado. Este restablecimiento es tributario del amor al padre, condición de su autoridad. En tanto que caído el padre es amado y se caracteriza como tal para la histérica. El padre reinventado por el sujeto neurótico es un padre «muerto» según Lacan, padre por estar muerto y por ello pasado al estatuto de significante.
El padre amado da un punto de anclaje al sujeto identificándolo, no sin canalizar también sus modos de satisfacción. Detiene sus derivas en el lugar de los discursos hasta hoy relativamente estables de las tradiciones, tradiciones que se han vuelto frágiles por el discurso de la ciencia.
Procede por ello hoy en día oponer la perspectiva universalizante de la ciencia al particularismo de las comunidades tradicionales. Esta oposición «universal-particular» es crucial y subyace a la paradoja del progreso científico asociada al abandono del sujeto. Kojève caracteriza a la autoridad paterna como homogénea a la de la tradición, con la incidencia de una estructura temporal presente en su fundamento en cada caso —así, que el padre esté «muerto» lo historiza, incluso míticamente, en cada caso. Esta estructura temporal se encuentra en el superyó freudiano, heredero del Edipo, distinto, pero «no sin» el Nombre-del-Padre de Lacan que introduce en el Otro la autoridad de la ley.
Este halo temporal lo ponemos en relación con el hecho de que la autoridad del padre no puede nunca tener valor universal, incluso si el Nombre-del-Padre reina sobre el «un todo» que él nombra. El padre lo es para todos sus hijos, pero su autoridad no es efectiva sino para aquellos que hagan «alianza» con él. Encontramos ahí la oposición «Dios de los filósofos-Dios de Abraham, Isaac y Jacob», distinguidos a partir de la medida de su autoridad, supuestamente universal para el primero, efectivamente comunitaria y localizada en sus fieles para el segundo. La universalización propia al saber científico se opone a la autoridad del padre. ¿Cuáles son entonces las formas de autoridad que se perfilan en el horizonte de la subjetividad posmoderna, hecha de vacío de identidad y de errancia de los modos de goce? Podemos oponer allí dos formas que, según veremos, se conectan.
Hay, en primer lugar, la autoridad llamada por Jacques-Alain Miller «bioteológica», asociando el Dios universal e impersonal de los filósofos a la ciencia. Allí encontramos la autoridad burocrática, la del informe de expertos, el cientificismo contemporáneo apuntando a borrar toda subjetividad. Es una autoridad absoluta, la del bien que pretende imponerse por sí mismo, a través de medios apropiados y válidos para todos. Cada uno debe encontrarse marchando al paso, pero sobre todo, sin posibilidad efectiva de protestar con ningún «no». Es una autoridad que recusa la interpretación en beneficio de la explicación, para la cual todos y cada uno son sinónimos. Puede perfeccionarse, refinarse, pero es indiferente, totalitaria en su benevolencia sin otro fallo más que el técnico. Para ella, el Otro y el Uno se confunden.
Frente a ella, tenemos el retorno de la autoridad de Dios, del sentido, de una tradición que incluiría esta vez su «faz oscura». Se presenta como la del fundamentalismo religioso, pero emanando primeramente del sujeto inmolándose a un sentido exacerbado y conectado sin mediación a un goce al que se apunta permanentemente. Incluso en la ausencia del padre que responde, el lugar de la autoridad literalmente se incorpora por el goce del sacrificio, y el sujeto se hace partícipe de ello sacrificando su singularidad, incluso a contrapelo de las vías del burocrático informe de expertos.
Esas dos vertientes se reúnen del lado de una autoridad que se quiere una y sin apelación, tendiendo a la inmanencia. A pesar de las apariencias, el Dios de los fundamentalistas tiene una familiaridad «éxtima» que le hace encontrarse en su sitio sin dejar, no obstante, de dominarlo, desgarrando al sujeto para velar la división que lo constituye. El Dios de los neo-evangelistas de la América profunda, así como el de los islamistas, es una autoridad cerrada a toda dialéctica, sin desviación, inmediata, indistinta de su fuerza. A pesar de su ostensible oposición, el expertismo burocrático y el fundamentalismo religioso, por la exclusión de toda singularidad, tienen en común su pretensión universalizante.
¿Y el psicoanálisis? Un sujeto —aún conviene que se aprehenda como tal— puede recurrir a un psicoanalista para elucidar el sentido del síntoma que puede constituir para él la asociación de ese desarraigo y de esos goces impuestos —autoritariamente impuestos— si llega a percibirlos bajo el modo del imperativo superyoico «¡Goza!». El envite moderno se desplaza de la autoridad tradicional hacia el sujeto y el síntoma, lo que supone que pueda conservarse un espacio para el «uno por uno», que la compacidad de los goces erráticos deje agujeros, que haya un más allá y un más acá del «para todos».
Lo propio de la práctica del psicoanálisis es dar, en toda circunstancia, su responsabilidad al sujeto en la experiencia. El desplazamiento se hace del padre muerto, significantizado, amado, hacia el sujeto, supuesto saber en la transferencia, que testimonia de la autoridad tal como aparece en la experiencia. La autoridad del amor de transferencia, a la vez operatividad y obstáculo, tiene su garante en la estructura del síntoma como único espacio habitable que autoriza un despliegue del sujeto. La cuestión será entonces no cómo alojar al sujeto en el Otro previo de la tradición, ni en sus ersatz modernos, expertos anónimos o Molocs high-tech, sino cómo el sujeto se ha forjado un síntoma en tanto que útil para hacer con el goce al cual responde, de un modo singular. La autoridad está entonces en condiciones de establecerse como relativa al sujeto en el síntoma, con los apoyos reales que éste procura.
A propósito de la descomposición de la autoridad tradicional del padre, ésta no sabría restablecerse retrospectivamente, a pesar de la reputación falaz del psicoanálisis como tratamiento mediante reparación del pasado. La posición conservadora, o reaccionaria, de algunos psicoanalistas es sin salida, aquí o allá. Si la autoridad incluye una dimensión temporal, ella no se da sino por su ejercicio y no se produce nunca de una vez por todas. ¿Cómo ilustrarlo? Lo haré con dos viñetas clínicas.
Primero, un caso de psicosis. Este sujeto femenino vive bajo la autoridad de una madre inamovible en su presencia desde su adolescencia ya lejana. Un examen ginecológico desencadenó un terror casi indecible frente al sexo, que solo encontró un equilibrio con una presencia permanente de su madre. Se trata de no apartarse nunca de su vigilancia, incluso si viven desde hace mucho tiempo a distancia la una de la otra. El analista funciona como no cesando de crear una distancia en esta presencia, justo un poco, nunca demasiado, restableciéndola casi en cada sesión desde hace años. Esta distancia permite al sujeto tener un mínimo de espacio propio, diría yo, donde poder dedicarse a actividades que escapen a esta vigilancia —la música por ejemplo—, permitiéndole vivir. Pero no es posible salir del síntoma, sino aflojarlo un poco, lo que le permite también un mínimo de perspectiva sobre su modo de vida centrado sobre una autoridad contra la cual ella se rebela pero que, también, ordena su vida.
Ahora un caso de neurosis. Este otro sujeto femenino ha mantenido durante años un fracaso repetido de su vida amorosa, adornado con quejas infinitas sobre la incapacidad de todos y de ella misma para encontrar una solución distinta que... aquella encontrada en esta práctica misma del fracaso y la queja. Hija preferida de un padre eminentemente caído, rival de una madre que asegura un equilibrio precario es, desde hace mucho tiempo, la única de una numerosa fratría que acumula esos fracasos repetidos. A decir verdad, sus hermanos y hermanas están más bien atrapados en fracasos no repetidos, es decir, más decisivos. Se asocia a ello una destacable estabilidad profesional y una desvalorización repetida de sus capacidades en esta materia. Habiendo dado muchas vueltas a ese panorama y tomado una medida de sus paradojas, ella ha sabido finalmente consentir a su síntoma acentuando diferentemente sus facetas, sin decir que ella lo dice. No es sino entonces, en una distribución reorganizada de sus prioridades, cuando ha dejado establecerse un cierto orden de prioridad soportable.
Estas viñetas muy parciales, orientadas aquí en función de la relación del sujeto con la autoridad, están destinadas a mostrar que el síntoma constituye el único «marco» que vale para el sujeto, incluyendo en ello que la autoridad sea reconocible y efectiva. Claro que la autoridad tradicional no sabría ser abordada por nosotros fuera del síntoma. Solo tenemos el síntoma para permitir un abordaje del goce propio del sujeto. Él es el lugar, o la estructura, donde pueden recomponerse los elementos resultantes de la mencionada descomposición actual. La autoridad podría ser situada como el poder en tanto que atribuido a un lugar ocupado por alguien. Lacan dijo en relación con este tema que una interrogación permanente sobre el poder recorre en filigrana su enseñanza desde el principio al fin. El Nombre-del-Padre como significante era ya una forma de descomposición, haciendo ahí un lugar a lo que ella deja de lado. Es evidente que a partir de nuestra experiencia la autoridad no es manejable sino cuando se encarna, ligada al sujeto y a lo que le causa como deseo. La cuestión planteada es la sustitución del padre por el síntoma como lugar de la autoridad.
¿No habría razones para señalar al padre mismo como un síntoma, cuando funciona electivamente como autoridad? El anuncio de su «declive» ha puesto al desnudo el hecho de que él no puede funcionar para el sujeto sino es sintomatizado. Hacerse un síntoma del padre, o hacerse al síntoma en el lugar del padre, ¿no sería una declinación del Nombre-del-Padre, del cual habría que pasar a condición de servirse de él? No se trata ya del saber supuesto que afirma su autoridad, sino del hecho de que el peso de esta última es preciso apreciarlo en el marco —el único que tiene una existencia efectiva— del síntoma como vector de goce para el sujeto.
El padre como excepción, tal es uno de los sesgos del padre en Lacan que no hemos utilizado especialmente en este artículo. La fractura que separa y trasciende ¿no es aquella que se vuelve sensible al sujeto en tanto que es la misma que incluye, pone en función y transmite el síntoma? Éste sintomatiza el goce, que se vuelve de ese modo más vivible para el sujeto, con el ejercicio de una relación privada a la autoridad en relación con el sujeto «siempre responsable de su posición». La experiencia analítica puede formarse ahí, para el uno por uno que consiente a ello —a condición de que se pueda proponer una y otra vez, a pesar de la proliferación de expertos y gurús de la desubjetivación, promotores de un porvenir resplandeciente, que no puede desembocar sino en retornos fundamentalmente de pesadilla.
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