Cuatro décadas después de haber concluido dramáticamente el gobierno constitucional (1886-1891) de José Manuel Balmaceda (1840-1891) –“hombre romántico este Balmaceda practicista, y el padre de su pueblo”–, Gabriela Mistral escribe, durante sus años de errancia en la extranjería, sus notabilísimos y admirativos recados sobre “el demócrata brioso, el liberal y hasta el hermoso varón que había en él”. Y no a la manera de un artículo de fervor o entusiasmo circunstancial, sino en un reflexionar crítica y vivamente en la historia republicana y ciudadana del país y en un saber mirar, en la distancia, el ejemplo de Presidente que tuvo Chile:

“Balmaceda es una sensibilidad nueva y hasta un poco extranjera entre nosotros; había sonado siempre el bronce en nuestro aire y él nos sorprendió con unos sones de plata suave y jovial. Nos hemos dado cuenta después de que, a pesar de sus yerros, nos enriqueció y nos dejó distintos”.

Un remirar aquella época de la historia ciudadana de Chile a través de un Balmaceda que ella nunca conoció ni vio, a no ser en aquellas ilustrativas imágenes, estampas o retratos con un Balmaceda luciendo gallardamente su “melena política de nuestra República”. Esa estampa estaría años sin desclavarse en los muros de un taller de fragua o de carpintería o de zapatero remendón. Y las más, Gabriela Mistral conocería testimonialmente a ese Balmaceda de la boca contadora de sus gentes coquimbanas, serenenses, elquinas y andinas: “De Balmaceda esas gentes sabe por el seso, el corazón y la herencia, lo cual es saber entrañablemente. Así es como no se ha cortado el amor de Balmaceda en los que vinimos después”.

Gabriela Mistral nace en 1889, en pleno gobierno del presidente Balmaceda –“un hombre con intuición feliz”– y cuando este recorría el país, provincia a provincia, dando a conocer sus programas y convocando a los chilenos a apoyar esos programas, toda vez que el clima político de liberales de gobierno y liberales disidentes, más conservadores y más nacionales, obstaculizaban cada vez más los planes oficialistas. Agréguese a ello las continuas y fuertes intervenciones del Parlamento interpelando ministros o provocando permanentes crisis ministeriales –vicio político que llegó al uso y al abuso del sistema parlamentario–, amén de un Congreso cada vez más adverso al Presidente llegando, incluso, a fiscalizar severamente el gasto público y limitar los presupuestos para el plan de obras públicas que Balmaceda se había propuesto.

“Balmaceda puso la mano, en llegando al gobierno –dice Gabriela Mistral– sobre cuatro problemas: negocio educativo, obras públicas, cuestión judicial y colonización. Presidente tan fogoso para querer agotar en un solo período un plan nutrido de obras, necesitaba unas Cámaras incorporadas a su ritmo y un ancho presupuesto capaz de cubrir los gastos de esta recreación del país. La rehúsa de créditos de presupuestos al Presidente trajo la explosión. Balmaceda se dio dictatorialmente el presupuesto anual, impostergable en gobierno tan operoso. El Congreso se lanzó a la revolución, que es la única digna de ese nombre que ha tenido el país. La ganaron dos elementos formidables: la propaganda constitucionalista, y el caudal de dineros de las viejas fortunas peluconas”.

El mismo día que concluía constitucionalmente su mandato presidencial, Balmaceda, asilado en la Legación Argentina y después de redactar su testamento político, pone fin a su vida de un disparo de revólver en su cabeza: “Y dejó allí, en la almohada, de tres noches de insomnio, la cabeza inteligente y fina, que le habían mimado tanto y que ahora pedían los energúmenos, como cosa jugada y perdida, que se cobra y que se paga”. Había llegado a la Presidencia de la República sin competidor alguno en 1886, después de que una convención liberal-nacional lo proclamara. Balmaceda, el aristócrata-populista, queda en el folclore, la crónica y la historia, como un caso de fascinación personal pasada a magia y el de una popularidad política vuelta leyenda fosforescente:

“Me han dicho de él viejos que le siguieron y le amaron, que tenía para construir una voluntad apuñada de hombre de cordillera, una sensibilidad de mujer en el trato y una ternura de viejo para con los niños; varón completo que daba gusto a muchos por un repertorio de virtudes a la vez encontradas y coincidentes. De Balmaceda ese pueblo sabe por el seso, el corazón y la herencia, lo cual es saber entrañablemente…” Y ella misma también heredaría ese “amor a Balmaceda en los que venimos después”.

El poeta centroamericano Rubén Darío, que a los veinte años había dejado su Nicaragua natal para venirse a Valparaíso (“vete a Chile, vete a nado –le dijeron–, aunque te ahogues en el camino”) y salir después azul modernista al mundo, y que conoció muy personalmente por 1888 al presidente Balmaceda, pues era amigo de su hijo, “el triste, malogrado y prodigioso” Pedro Balmaceda Toro, describe en su Autobiografía al mandatario chileno:

“Debo contar que, en una tarde, en un lunch, que ahí llaman hacer onces, conocí al presidente Balmaceda. Después debía tratarle más detenidamente. Fui invitado a almorzar por él. Me colocó a su derecha, lo cual, para aquel hombre lleno de justo orgullo, era la suprema distinción. Era Balmaceda, a mi entender, el tipo del romántico político, y selló con su fin su historia. Era alto, garboso, de ojos vivaces, cabellera espesa, gesto oriental, palabra insinuante, al mismo tiempo autoritaria y meliflua. Había nacido para príncipe y para actor. Fue el rey de un instante de su patria y concluyó como héroe de Shakespeare”.

Gabriela Mistral escribe sobre Balmaceda cuando está en París (1930) como representante de Chile en el Instituto Internacional de Cooperación Intelectual, y algunos años después, en Lisboa (1936), cumpliendo tareas consulares. A cada párrafo de sus fermentales recados revela su motivadora inspiración por la vida y la obra del Presidente mártir y, a su vez, un reflexionar críticamente y con sentido de porvenir sobre el país patrio:

“En esta parva y seriota historia de Chile faltaba algún dinamismo. Balmaceda era el hombre cuyo afán de limpieza republicana no sufría el abandono greñudo en lo que él rodeaba y era el capitalino que sentía la provincia como una incumbencia suya ancha y grave. Excepción hecha de una porción resentida en su propia clase social, Balmaceda fue el ídolo de una nación entera, y el padre de su pueblo. Había en él un ansia de promover a Chile a nación moderna y lo trabajaba una especie de angustia por nuestra feudalidad sin feudalismo”.

El hazañoso –así lo llama Gabriela Mistral para darle a Balmaceda el ímpetu creador– “alcanzó solamente a dejarnos una porción de obras y un manojo de derroteros válidos para el futuro. Pero el pueblo entendió esa mirada buena de Balmaceda; hace de ello cuarenta años y se acuerda todavía de aquellos ojos cordiales”.


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El ritmo de Chile

Chile tiene en los mapas una figura geográfica de hombre en pie, de varón alerta, entre cordillera y mar, y estas dos dominaciones que le urgen los costados parecen aguzarlo como una flecha o lanzarlo como un discóbolo ligero de carnes. Y en ese organismo de pelotaris vasco o de esgrimista japonés o de nadador malayo, no sobra nada. Tampoco falta nada: es la suficiencia precisa para hacer y actuar.

El ritmo vivo de Chile un músico lo siente leyendo nuestra historia y un dibujante puede traducirlo en unas grandes flechas lanzadas.

Llega la Independencia y se abre el haz de nuestros ritmos de criatura viva, de patria diferenciada.

El Chile recién nacido de O'Higgins, apenas dueño de sí, se lanza a la empresa bizarra de crear una escuadrilla, de lanzarla sobre el virreinato peruano y de ayudar desde el mar a la faena de San Martín. Es el primer vagido de nuestro esfuerzo libre; parece un arrebato de adolescente, y no hay tal: la escuadra de Cochrane va llevada de motores a cascos por el ritmo fuerte con que Chile acaba de nacer y con el que va a vivir.

Pocos años después, cuando todavía no cuaja bien el busto de nuestras repúblicas, Chile mira sin alarma hacia el norte y al este.

Ya no hay peligro español, pero falta la conquista de nuestras propias entrañas anárquicas. Según los hábitos criollos, unos bandos más románticos que bélicos se disputan el mando como los pelotaris riñen en la cancha por la pelota vistosa. Aquella agitación no es el ritmo voluntarioso de nuestra índole; aquellos son unos antojos sueltos y un caudillaje sin mira ni plan. Aparece Portales, criollo purgado de romanticismos, realista de marca mayor, y echa su brazo apuñado sobre el hato de culebrillas vivaces que es nuestro guerrillerismo.

El hombre Portales trae también su ritmo que es el nuestro genuino; lo ha mamado de la raza y será su temperamento mismo y su orden musical. Es la suya una línea robusta que sube en unas volutas anchas de fuerza segura. Quiere crear un “hogar de hombres” y no un campamento de tiendas de campaña. Apenas salido del coloniaje, no es, sin embargo, un moroso ni un conformista. Trabaja sin remilgos de aristócrata y sin comodonismo de burgués: es un herrero de fragua civil, desenvuelto, audaz y sin atolondramiento.

La faena se interrumpe unos meses por la aventura loca de doña Isabel II, la malaventurada, que pretendía una reconquista de lo mucho y bien perdido en América. El ritmo regular de Chile volvió a agitarse como en el año solar de 1810. Otro embrión de escuadra chilena limpió la costa después del bombardeo imbécil de Valparaíso y otra vez Chile extendió la operación de defensa nacional a las fraternas costas del Perú.

Segundo compás de espera en los ritmos fuertes y creadores, y aparece Balmaceda, como una marejada que sacude el mar de leche de las calmas mortecinas.

Volvía Portales, bajo signos ahora democráticos, porque los tiempos ya eran otros. Las saetas de los ritmos vuelven a subir del suelo de Chile. La masa que eligió a Balmaceda había sentido oscuramente hacerse en el mando de Chile una pausa de morosidad, un atasco en la presa de aguas vivas que es un gobierno. Según su instinto avisador, había ahora que forzar la marcha. Eligió a su hombre con intuición feliz; pero los portalistas de “ojos con escamas” no reconocieron a su creador en el recién llegado, según el mito de las reencarnaciones en las que el embozo corporal hurta la identidad y hace fracasar al fiel que regresa.

El hazañoso alcanzó solamente a dejarnos una porción de obras y un manojo de derroteros válidos para el futuro.

Falló el intento balmacedista, pero la voluntad popular sólo vio retardados sus fines. Unas tres Presidencias de tipo pacato y lento corresponden a esta tregua o espacio vacío de ritmos grandes.

Es un período de mansuetud, no exenta de buena voluntad. Se tienden líneas férreas sobre nuestro cuerpo longitudinal; se fundan colegios; se echan cables al porvenir con una ley de instrucción obligatoria; se construyen puertos, se comienza a mirar a la higiene pública; se asegura la justicia estable y limpia.

La caída del ritmo corresponde a una politiquería envalentonada: el buen campeón chileno se muda en parlanchín y sus fuerzas se le van en ladinería y puja por los empleos públicos.

Los tres quinquenios que corren entre 1920 y 1935 traen el otro golpe arrebatado de nuestros pulsos nacionales. Durante estos años tónicos, todos los problemas hierven en las manos de los dirigentes, mientras una masa civil de primer orden pide y apresura; trueca regímenes, prueba a los hombres como se ensaya el mineral, vigila la administración y sigue la vida nacional como la de su hogar. Toda esta agitación no es histérica, aunque suela desperdiciarse en pasiones personales; de esta especie de metalurgia febril sale una legislación social de cuerpo entero, que bien se merecía en su amplitud y su largueza el pueblo de Chile que ha hecho a marchas forzadas una minería y una agricultura grandes, en país pequeño y de pésima situación geográfica.

Cuando en aquel extremo del Pacífico aparece un mandatario grande, cuyo busto salta de la vaina de nuestra cordillera, ese hombre es sencillamente un varón chileno que conoce el ritmo natural de su raza, que lo acepta, lo obedece y obra según su módulo, es decir, vitalmente.

El carácter militar que por muchos años se nos ha atribuido, corresponde tal vez a esta marcha del esfuerzo chileno en unas como columnas cerradas que no quieren pararse para tomar respiro o hacer sesteo largo o verificar el recuento de lo ganado, según el hábito de la Europa rumiadora de historia. Legión detenida, pensamos, es legión cansada y de moral que flaquea y se relaja.

Dicen que el ritmo es primero fisiología, luego volición ética y al final hábito consuetudinario. Por lo tanto, lo hemos recibido, lo conservamos y no queremos renunciar a esta fuerte melodía nuestra. Llévenos ella en su corriente y haga nuestro destino.


Gabriela Mistral

Lisboa, Septiembre, 1936

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Retratos chilenos: 

Don José Manuel Balmaceda

Estampa patricia, de elegancia un poco académica, la del presidente Balmaceda. Puestas unas veinte cabezas de Presidentes americanos en una página grande, uno de esos compendios gráficos que a los cotidianos les gusta dar en día de aniversario, unas seis de ellas nos resultan taurinas –de toro en día de soso lagrimal congestionado y el aliento visible en el cuello–; unas tres, si es que no más, se corren del toro hacia el búfalo, con el legítimo belfo que lucían en los balcones de palacio y que nos han dejado; siguen algunas cabezas de “cristianos” que no se pelean con el “excelentísimo” ni con la laudatoria del pie. Esta cabeza de Balmaceda, con mucho de salón, y sin embargo luciendo una frescura de aire libre, contiene, da, regala elegancia para aligerar la página entera. Aquí digo elegancia aludiendo al hueso pulido, primo de la buena joya, al maxilar que es una astilla pequeña, al mentón preciso.

Mirada dulce no exenta de fuerza, sólo que prefería seducir a forzar la voluntad del frente. Y sabemos que la sedujo muchas veces, que hay un sedimento de magia en el gobierno de Balmaceda.

Frente suavemente extensa, de las que yo llamo en los niños frente derramada, y que me gustan mucho. La sabida cabellera romántica, de una seda vivaz y aireada. En un banco de los Estados Generales, ella ha podido estar; tal vez haya avanzado la Convención; yo creo que duró allí hasta la hora de los girondinos, porque es una pieza girondina, ella misma. Les gustaba a las mujeres y caía mal a los senadores y a los generales, me contaba alguno. Es la segunda melena política de nuestra República: la primera fue la del bueno de Bilbao, y las dos tuvieron mala suerte, entre gentes prácticas que se cortan el cabello casi al rape.

Su pueblo le celebraba también esto de que fuera un bello hombre, casi caudillo apolíneo u órfico. Su retrato estaba en todas las casas, con marco tallado en las grandes, y en las pobres sobre la pura hojita volante de La Lira en las más; para mí que, unas y otras, lo tenían como muestra de un ejemplar escogido de las razas, un lebrel de lucirse. En los talleres se quedó muchos años sin desclavarse, y yo lo he visto en carpinterías, cortado por un marco de ventana o de puerta de pino; me acuerdo de él en una fragua de La Serena; allí, con su cartulina sollamada; me lo tengo visto en el cuarto de un zapatero remendón, de esos que, como dice D’Ors, gustan de las buenas imágenes. Entre corte de suela y corte de suela, una mirada a su hombre y se sentía entonado como por un licor fino. Daba gusto la estampa a cada uno, siendo ella mejor que él, y estando, sin embargo, emparentada con él.

El plutarquismo al cabo es esto y nada más: el cariño del excelente que por algún costado real o antojadizo es un poquito nuestro. Aunque digan que al pueblo de nosotros le gusta el ceño tenebroso y un buen golpe de tos adentro del mando, lo cierto es que le caen bien las caras cordiales y aun alegres. Cual más, cual menos, todos andamos con el nudo ciego de la pena araucana adentro, y el rostro placentero nos lo afloja y nos lo alivia cuando se nos pone delante.

Balmaceda entendía el patriciado a las derechas. Se le quejaban de que era un renegado de su casta, y no es verdad: nació, vivió y murió en patricio, y hasta se le ve a ratos un aire de llevar toga en la espalda esbelta. Le asistía un esteticismo viril, que es el del patricio latino, rezagado entre gente casi latina. Dicen que venía de vascos; el hueso y la carne vasca que conocemos allá son bien distintos y no encajan en este Balmaceda firmado por el hueso y la carne con más aireidad, con más ligereza.

Hay un patriciado pagano y uno cristiano; aunque sean diferentes entre sí, ambos forman la vereda opuesta del capatacismo político de la América, que en Chile, país de derecho, llamaremos, bajándole una octava, mayordomía, sin olvidar que algún mayordomo llevaba bola de fierro en el remate de la rienda.

Digan si quieren que yo desatino llamando cristiano a uno que acabó con suicidio: puede vivirse en cristiano y quebrársenos la varita de la gracia por un momento. Gheon diría que por jugarreta del Diablo.

A lo patricio bueno tomó el país y lo vio como un largo patio de La Moneda. Tenía roña para dar vergüenza al fino señor que le llegaba; dormía el pueblo en este patio sobre pellones y de mal olor –que el pellón lavado es donoso–: le daban de comer como queriendo probarle la sabida resistencia suya que no ha menester sino de aire; los niños coreaban el abecedario en escuelitas-pesebreras; Santiago se hallaba más o menos vestido, pero la provincia hedía de pobre y de abandono. Dos millones y medio de habitantes; de ellos, doscientos mil bien cuidados, bien guardados y bien celados por el patriarca de La Moneda; el resto no contaba, era la sustancia vegetal que se aglutina con la greda o la arena.

Balmaceda dio a este pueblo, cuando llegó a La Moneda, una mirada de dueño de casa, dulce e inteligente, que comprueba el abandono y, según la linda criolla se hace cargo de él, para ir viendo cómo se enmienda. A lo patricio cristiano, él sintió que aquella gente apisonada para servir de carretera a los doscientos mil, era entidad civil y además carne con bautismo, cosa esta que tuvo sin cuidado a los patricios paganos de antes.

No prometió atarantadamente, no ofreció que fuese su hermano, porque en aquel tiempo, más cuerdo él, no se le creyera tampoco; no se les dio la esperanza en alcohol fuerte; confortó con un vinillo decoroso, eso sí.

El pueblo entendió esa mirada buena de Balmaceda; hace de ello cuarenta años y se acuerda todavía de aquellos ojos cordiales.

La generación suya le abandonó pronto, gritando en el momento oportuno el mote que al pueblo le cuesta tan poco y que se sabe desde todos los tiempos: “El Rey ha muerto, viva el Rey”. Pero los niños que él dejó crecieron, entraron un día volteando la cabecita en las grandes escuelas balmacedistas, hechas en ladrillo de durar, desahogadas, llenas de la luz que Dios les da y que el conventillo les borronea, escuelas liberales hechas también, en el bello sentido del vocablo.

Los maestros que entraron a las Escuelas del Buen Pastor, con el mismo placer de los niños, mal podían contarles en su clase cosa ingrata suya; mal podían reteñirles de delito el yerro político. Así es como no se ha cortado el amor de Balmaceda en los que vinimos después, y el cromo fino u ordinario se quedó en fragua, ebanistería y casa burguesa.

El mejor romántico, así hable de Valjeanes y Cosettes, y vaya de “americana” a un acto oficial, es secretamente un orgulloso. Rousseau da paño bien ancho de soberbia; Lamartine gustaba y disgustaba con su altivez de faisán que se pasea regodeándose en la propia pluma; Chateaubriand, eso sobra contarlo. ¡Qué modesto, qué genuinamente sencillo nos resulta Montaigne, ahora que los soberbios han pasado! Él se sienta en el mismo poyo de piedra que nosotros y nos habla en prójimo, ni en menos que el prójimo nuestro, mientras que Víctor Hugo, aunque esté conversando en la celda del Condenado a Muerte, allí encuentra manera de encaramarse; su mano se nos queda en alto y no podemos tenérsela cogida a lo mano de padre, ni siquiera de viejo cariñoso. Aquello de cultivar trato cotidiano con Jehová y los Titanes, lo echó a perder para el simple transeúnte.

Nuestro Balmaceda romántico leyó a los de su tiempo –cosa de que nadie se libra-; debajo de su almohada han debido estar muchas veces su Rousseau y su Lamartine, a lo menos su Michelet, y Francia les hacía comer a los de su época el horizonte (es decir, la tajada francesa del 83).

La palabra derecho, sus románticos se la metían por los ojos a cada párrafo de la escritura; la palabra libertad se la rebanaban y servían a cada acápite. Y con todo esto, qué apetito tan vivo de mando en cada uno de los maestros, y qué gula monárquica del plato del poder enterito.

Los que habían hecho las cosas fundamentales de Chile, los Portales y los Montt, habían sido gobernantes con más perímetro de mando que gobernaron en dueño de los caminos, de las casas, de las gentes, como quien dice de los ganados; también Balmaceda pensó en romántico, es decir, en orgulloso. “¿Por qué? ¿Por qué para mí el regateo?"

La razón era bien suya: ¿por qué a él no? Pero le había tocado como al gaucho del cuento la navaja del lado romo, y la malicia del gaucho para arreglárselas con el objeto inválido a él no lo socorrió.

El alarde romántico de su asco hacia la malicia, la maña, la astucia; tal vez sea que su naturaleza, pesada por barroquismo, es sencillamente torpe para jugar esos juegos de alfileres chinos. En cambio, los clásicos, con la risa han enseñado muchas veces la malicia, sea Macchiavelo o Rabelais, o sea la mismísima Santa Teresa... Balmaceda parece haber manqueado, como un buen romántico, en la astucia.

Sus gentes lo empujaron a la aventura. ¿Quién no empuja a uno en quien se ve, bien apuntada, la tentación de ella? El que lo quiera bien, lo empuja por darle gusto, y el que lo quiere mal, con más razón.

Balmaceda se embarcó en el lindo barco de las alas abiertas de la aventura. Primero se sintió abrigado detrás del “muro de pechos fieles”, que dicen los contadores épicos, sintiendo un equipo caliente de juventud en torno suyo. Los que saben de la aventura por su piel misma le hubieran dicho que ella no es nunca reparo del viento y en descampado.

Los viejos le miraron con su risita criolla el talle de academia o de salón que se echaba de bruces en la pelea, en el suelo desconocido y feroz donde se muerde, se rasguña y se empuja lo mismo que en las “topeaduras” a la chilena antigua. Los viejos hipócritas, acostumbrados a ver y tocar presidentes caseros sin un rezongo, fueron ellos, en buena parte, quienes gritaron contra Balmaceda el grito de la cacería que rebana el aire y va rodando hasta lejos: “¡A él, a él!"

El hombre romántico aceptó oferta de vidas, creyendo que el corazón que se ofrece de buena gana es bello de dar y bello de ser usado, y que la sangre que se ha regalado no se cobra en seguida. Se la cobraron los veleidosos, y a la hora siguiente.

Cuando los amigos se le doblaron en la mano sentidora, lo mismo que varita de plomo; cuando vino a entender él sin malicia que si los otros no contaban con la razón, contaban con una cosa mejor, que es la costumbre, ellos habían mandado siempre, y cuando la plebe mala se echó por las calles de Santiago diciendo su nombre seguido de palabrotas, se le cerró el cielo como un puño al sentimental que él era, le desfalleció ese corazón que llaman excesivo, del romántico (un ánimo clásico que sólo es suficiente, sirve más en la prueba).

Se vistió para el último acto cívico, con el decoro minucioso del patricio; pensó en que a un Embajador forastero no se le da el trabajo de amortajar a su huésped; si hubiera podido procurarse un arma sorda que no hiciese saltar de espanto a las señoras de la pieza siguiente, también se la buscase. Y dejó allí, en la almohada, de tres noches de insomnio, la cabeza inteligente y fina, que le habían mimado tanto y que ahora pedían los energúmenos, como cosa jugada y perdida, que se cobra y que se paga.

La pesada mano de la muerte algo tiene de la de Donatello, en aquello en que enjuta lo grueso y lo delicado lo aguza hasta el fino. Ahí estaba la pieza de lujo de nuestra iconografía, la cabeza, la cabeza querida del caudillo, órfica todo lo dulce que puede darse y buena para aplacar al más furioso enemigo.

El romanticismo nos crió y nos regaló una docena de poetas malos, lo que no viene a ser mucho daño; pero él nos malogró a este hombre nuestro, que nos habría servido, aunque fuese en un orden distinto, lo mismo que las vigas fundadoras de los Portales y los Montt. Por romántico no entendió la malicia, ni amó la paciencia, ni supo “jugar” ni esperar.

Se está hablando siempre del monumento a Balmaceda, y los “puritanos” endurecen el ceño, y el “vasco” de la política, que no sabe quererle a su historia sino los hombres “minerales” que nos dieron solidez geológica, luce su desdencito hacia este fogoso, hacia este girondino. El “vasco” no quiere entender que es muy bella una historia con sinfonía de temperamentos, y que resulta, por el contrario, monótona y pesada si se parece a un salmo de David cantado en una sola nota, por vigorosa que ella sea.

Balmaceda es una sensibilidad nueva y hasta un poco extranjera entre nosotros; había sonado siempre el bronce en nuestro aire y él nos sorprendió con unos sones de plata suave y jovial. Nos hemos dado cuenta después de que, a pesar de sus yerros, nos enriqueció y nos dejó distintos. Remover una sensibilidad colectiva e injertarle un buen manojo de fibras a lo Carrel, vale algo, a lo menos una estatua en pueblo pródigo de ellas. Aparte de que el pueblo la desea y la verá con su viejo cariño, devolviéndole aquella suya de la que no se ha olvidado. Él sabe poco de algunos señores de piedra de nuestra Alameda, y de otros lo que sabe no le interesa gran cosa. De Balmaceda él sabe, por el seso, el corazón y la herencia, lo cual es saber entrañablemente.


Gabriela Mistral

Marzo, 1930

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El Presidente Balmaceda

La llegada del presidente José Manuel Balmaceda al gobierno de Chile se parece a la irrupción del “acelerado” o del allegro en la sinfonía: las caras empaladas en un tiempo serio que duró mucho, se distienden, y al oído harto da las gracias.

Faltaba algún dinamismo, algún agrio olor fermental en la parva y seriota historia de Chile.

Balmaceda, el aristócrata-populista, queda en el folklore, la crónica y la historia, como un caso de fascinación personal pasada a magia y el de una popularidad política vuelta leyenda fosforescente en unos diez años. Me han dicho de él viejos que le siguieron y le amaron, que tenía para construir una voluntad apuñada de hombre de cordillera, una sensibilidad de mujer en el trato y una ternura de viejo para con los niños; varón completo que daba gusto a muchos por un repertorio de virtudes a la vez encontradas y coincidentes. Excepción hecha de una porción resentida en su propia clase social, Balmaceda fue el ídolo de una nación entera.

Entre los dos modos de ser aristócratas que se dan sobre la América criolla: el de serlo sin ejercer exigencia sobre sí mismo ni sobre el medio y el de serlo tallándose la personalidad y levantando aunque sea a tirón violento a la masa, para disfrutar de una dignidad colectiva, Balmaceda optó por el segundo. Había en él un ansia de promover a Chile a nación moderna y lo trabajaba una especie de angustia por nuestra feudalidad sin feudalismo. Era él hombre cuyo afán de limpieza republicana no sufría el abandono greñudo en lo que él rodeaba y era el capitalino que sentía la provincia como una incumbencia suya ancha y grave.

Llegó a la Presidencia rompiendo el aire con el tiempo nervioso que dije. Este tajar la atmósfera a cuchillada de perfil y de andar, alborotó muchísimo a su propia clase, que había gobernado a Chile cincuenta años.

Una gira lenta por las provincias, que dejaría un reguero de bienes, le hizo conocer el territorio en todas sus posibilidades y en todas las dolencias de la incuria central. Atravesó el país caminando en una oleada de efusión popular. El demócrata brioso, el liberal... y hasta el hermoso varón que había en él, para mejor aprehender a las criaturas, iba vinculando las piezas sueltas de las provincias, y fundiendo las pastas empedernidas de la administración. Parecía como nunca el dueño de consentimiento nacional y el caldeador de unas masas educadas en una frialdad vasco-araucana.

Él puso la mano, en llegando al gobierno, sobre cuatro problemas: negocio educativo, obras públicas, cuestión judicial y colonización.

Volteó entero el cuerpo de la enseñanza oficial; abrió un Instituto Pedagógico para la formación de personal secundario por profesores alemanes; creó varias Escuelas Normales, fundó centenares de escuelas primarias y estableció, con el estupor de muchos, la primera escuela profesional para mujeres.

Pero en su concepto de crear cualquier institución con órganos completos, se lanzó a un plan enorme de construcciones escolares. Todavía lucen bien y mantienen su honra, los edificios de su administración a lo largo de todo el país. Donde aparece una escuela de ladrillo bien librada de los años y pensada en el desahogo de una masa escolar, el que pregunta por ella tiene esta respuesta indudable: “Escuela de Balmaceda”. Le importaron por igual la eficacia de los estudios, el decoro del local y la dignificación del maestro en la familia chilena.

Un sentido que no era del tiempo, de holgura en los lugares de hacinamiento de hombres, lo hace construir cuarteles espléndidos, cárceles modelos, manicomios e internados escolares en general. Un buen alojar, con miras a un buen vivir, detestaba el equilibrio entre fundaciones de gran aliento y unos locales menesterosos.

La misma voluntad de dignificación de los servicios lo lleva a construir edificios para gobernaciones e intendencias.

El país es pequeño en comparación con el cuerpo ballenesco del continente, pero tiene una largura de anguila. El mar da modos fáciles de salida, en cualquier punto del territorio y se habían descuidado por eso mismo las vías férreas, aunque no las rutas. Balmaceda llevó el riel hasta los límites de la Araucanía, región de bosque, lluvia y barrial perdurable, y dispuso varias otras del centro hacia las costas. Más quiso hacer el gran presuroso y planeó el ferrocarril longitudinal que atravesaría el desierto del norte. No alcanzó este logro mayor, porque la guerra civil cayó sobre la nación en su mejor momento de fragua.

La provincia clamoreaba contra la escasez de cortes y juzgados, que traía atascamiento de los pleitos, y por la peligrosa entrega de la justicia a los alcaldes en las poblaciones menores. Proveyó la necesidad multiplicando los juzgados técnicos y suprimiendo a los juececillos de circunstancias.

Pero lo mejor que hizo en este capítulo de la justicia fue dar un nuevo código penal y reemplazar unas cárceles cainitas por otras humanísimas en su salubridad y su régimen.

Llevó su cuidado hacia la colonización austral, olvidada a causa de los climas regalones del centro, donde se habían concentrado de modo natural los habitantes, y siguió en este menester la línea de sus antecesores, que ya habían afincado en el sur algunas colonias germánicas.

Presidente tan fogoso para querer agotar en un solo período un plan nutrido de obras, necesitaba unas Cámaras incorporadas a su ritmo y un ancho presupuesto capaz de cubrir los gastos de esta recreación del país.

La oposición que se enderezó contra él en el Congreso, curiosamente listada de radicales y conservadores, estuvo trabajada por fuegos muy diversos: una extrañeza enfadada por este Teseo loco de hazaña civil; una cólera disfrazada de legalismo en frente de aquella liquidación fulminante de un feudalismo poltrón y los sabidos celos del parlamentarismo hacia una acción demasiado caliente del Poder Ejecutivo. Por encima de todo esto planeaba el rencor de una vieja clase dirigente contra las clases populares que llegaban como presa suelta a la nueva Administración.

La rehúsa de créditos de presupuestos al Presidente trajo la explosión. Balmaceda se dio dictatorialmente el presupuesto anual, impostergable en gobierno tan operoso. El Congreso se lanzó a la revolución, que es la única digna de ese nombre que ha tenido el país. La ganaron dos elementos formidables: la propaganda constitucionalista, y el caudal de dineros de las viejas fortunas “peluconas”.

El hombre romántico que había dentro del Balmaceda practicista y el padre de su pueblo, sintieron como una quemadura en el disfavor popular y como una responsabilidad escaldadora el río de sangre que despeñaba la guerra civil sobre una tierra de costumbre pacífica. Balmaceda, al revés de la columna de dictadores sudamericanos, superior a todos ellos en la rotunda honestidad y en la conciencia gubernativa, prefirió su sacrificio y se suicidó estoicamente antes de agotar los recursos de que disponía aún.

Corre por su política no sé qué trémolo lírico, el de los girondinos, y su conducta tenía, como la de ellos, una especie de índole estética que le hacía repugnar la violencia un momento después de cometerla.

El país quedó durante años entregado a un parlamentarismo antojadizo y por ahí relajador de administración. El sucesor tardío pero directo de Balmaceda, o sea, el presidente Alessandri, recogió el disgusto popular de unas presidencias anodinas y llegó a hacer, con más suerte que Balmaceda, la reforma del régimen. Hemos vuelto al ritmo “acelerado” y al “vivaz”, y éste es el segundo “tiempo” de la historia nuestra, o a lo menos de la democracia chilena.


Gabriela Mistral

Septiembre, 1935

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