Un auto
Era un modelo no demasiado moderno, aunque no tenía más de seis años.
Roberto lo vio y se apasionó por él. Ese color psicodélico... ese no sé qué en el parabrisas delantero... ese aire deportivo... pero, por sobre todo, ese tapiz de los asientos: un listado tigre amarillo y café moro... ¡fascinante!
Un pago inmediato al alcance de sus posibilidades y varias –hartas– cuotas no muy difíciles de cancelar lo terminaron por convencer.
–Lo llevo –exclamó satisfecho.
Salió de la compraventa de automóviles manejando su flamante adquisición.
Aquella misma tarde decidió ir a mostrarle el nuevo auto a su novia.
Clarita no estaba sola. Su mejor amiga había ido a visitarla y ambas charlaban animadamente cuando llegó Roberto.
–¡Bueno! –aceptó éste algo frustrado por la forzada compañía de la amiga, pero contento pues así podría presumir frente a alguien más.
Abundaron las exclamaciones de asombro...
–¡Qué línea!...
–¡Y mira el color!...
–¡Y el tapiz!... –señaló la amiga acariciando el dibujo atigrado mientras se trepaba en el asiento trasero.
Estuvieron mucho rato dando vueltas y más vueltas. Clarita apoyaba su cabeza en el hombro de Roberto y éste, imitando a cualquier buen galán de cine, la rodeaba con su brazo. En cada caleta o frente a cada playa del camino entre Viña del Mar y Concón se detenían, olvidándose de la amiga, para acariciarse.
Recién como a la hora de andar vagabundeando con el auto, Clarita se acordó de su amiga.
–¿Quieres que te vayamos a dejar a tu casa? –le preguntó sin cambiar su grata posición.
No obtuvo respuesta.
–¿Te pasamos a dejar? –insistió.
¡Completo silencio!
Soltándose del abrazo de Roberto, Clarita se dio vueltas para encarar a su amiga...
El asiento trasero estaba desocupado. ¡Ni señas de su ocupante!
–¡Roberto! ¿Qué pasó con ella?
–¿Qué pasó con ella? –repitió el joven aun embelesado por el paseo–. Debe haberse bajado en una de esas paradas que hicimos...
–¿Tú crees?
–¡Seguro! Nos vio tan acaramelados que no quiso molestar. Mañana la llamas...
Sin embargo, al día siguiente Clarita no logró hablar con su amiga.
Tres días más tarde, Roberto, que aún no había salido de su casa, recibió muy temprano la llamada de un compañero de trabajo.
–Roberto –le pidió–. ¿Puedes pasarme a buscar para ir a la oficina? Sabes, tengo que llevar una plata que recogí ayer de la sucursal de Quillota. Mi casa te queda en el camino...
–¡Sí, claro! Claro que puedo. Digamos como a las siete cuarenta y cinco.
Media hora más tarde su amigo subía al auto.
–¿Te importa si me voy atrás? Tengo que ordenar estos billetes y las monedas. No alcancé a hacerlo en la casa.
–No, para nada. Sube no más...
El intenso tráfico, los inevitables atochamientos, frenazos imprevistos, bocinazos insolentes, luces brillantes, choferes impetuosos, peatones descuidados... en fin, esa jungla callejera a las ocho de la mañana impidieron que Roberto pudiera conversar con su compañero. Es más, como éste no habló durante todo el trayecto, hasta se olvidó por completo de él.
Al llegar a la entrada del estacionamiento de la empresa, el joven detuvo el auto, abrió el portón electrónico, buscó un lugar desocupado y allí se instaló.
Recién entonces recordó a su pasajero.
–¡Uf, por fin! –exclamó aliviado–. ¿Terminaste de ordenar?
Su compañero no respondió.
Roberto descendió del auto y miró al interior. ¡No había nadie!
Seguramente, pensó, se bajó a la entrada del estacionamiento. Parece que estaba apurado. ¡Podría haberme dado las gracias por lo menos!
Ya en la empresa, se olvidó totalmente del asunto.
Esa misma tarde llevó el auto para revisarle los niveles de aceite. Lo dejó en manos de un mecánico, se fue a hacer unas compras, y volvió.
–Pensamos que tenía algo roto –le informó el jefe–; venía chorreando aceite.
–¿Sí?
–Pero no era así. Lo revisamos bien y no tiene nada. Debe tener cuidado, al llenarlo, de que no le pongan aceite en exceso.
–¿Y la bencina?
–El estanque estaba lleno, señor.
–¿Sí? –repitió extrañado el joven, pero no hizo ningún comentario.
Las obligaciones de Roberto en el departamento de ventas de su empresa le exigían viajar a Santiago al menos una vez por mes. Generalmente lo hacía en una camioneta de la empresa. Ahora aprovechó de hacerlo en su flamante auto nuevo.
Venía de regreso cuando vio unos jóvenes ‘haciendo dedo’.
¿Por qué no?, pensó, y sin más detuvo el vehículo.
–Vamos a Valparaíso –dijo uno de ellos asomándose por la ventanilla.
–¡Bien! Yo también me dirijo hacia allá.
–¿Nos lleva?
–¡Por supuesto! ¡Arriba!
Subieron –por lo menos eso fue lo que supuso– dos muchachos. Uno adelante junto a él y el otro atrás.
El viaje fue entretenido pues se fue conversando animadamente con el joven que iba a su lado. Un poco antes de llegar a Valparaíso éste le pidió que parara.
–Aquí me bajo.
–¿Y tu compañero?
–¡Yo viajo solo! –fue la inesperada respuesta. –Él viene...
Pero no completó la frase. Ambos miraron –recién– al asiento trasero. No había nadie.
–¡Hubiera jurado que el muchacho que estaba contigo subió atrás!...
–¡No me fijé!, lo siento –se excusó el joven bajándose del auto–. ¡Gracias!
Roberto se dirigió entonces a la bomba de bencina. Tenía por costumbre, en estos viajes, llenar el estanque de bencina al salir y luego al llegar de vuelta. La diferencia se la pagaba, por supuesto, la empresa.
El ‘bombero’ que lo atendió, luego de hacer lo que se le pedía le entregó la boleta.

–¿Cómo paga, señor? –preguntó.
Roberto la revisó.
–¿Seguro que está bien?
–¿Por qué, señor?
–Acabo de hacer un viaje de ida y vuelta a Santiago.
–¡Señor! ¿Usted no creerá que le estoy cobrando de menos? Eso es lo que marcó.
Roberto volvió a quedarse callado. Le estaban cobrando solo un litro de bencina. ¡El auto había consumido nada más que un litro de bencina!
Pagó y se fue.
Miró el marcador. Indicaba lleno.
¡Qué bien!, pensó contento, este autito está bien carburado. Casi no gasta bencina.
Como una semana más tarde, estando de visita en la casa de su novia, en Playa Ancha, a Roberto le robaron el auto.
La cosa sucedió así:
El joven había ido a ver a su novia. Apurado y pensando en ¡vaya a saber qué!... dejó la puerta sin seguro.
Fue ese momento el que aprovecharon tres rufianes que merodeaban por allí, buscando, justamente, un auto para robar. Lo vieron salir del vehículo, esperaron a que se alejara y en menos de lo que canta un gallo abrieron el auto y se lo llevaron.
El jefe de la banda se ubicó, como corresponde a un jefe, en el asiento trasero, mientras sus dos secuaces ocupaban los de adelante.
–¡Qué tipo tan descuidado! –comentó el que hacía de chofer–. No le echó bencina. Vamos a tener que hacerlo nosotros.
–¡Ya!, pero alejémonos de aquí primero...
No llevaban andando ni una cuadra cuando el jefe comenzó a sentir que le ardían los pantalones y la espalda.
–Apaga la calefacción –fue lo único que alcanzó a decir.
–¡No, jefe! Si está apaga... –trató de explicar el que iba de acompañante del piloto, dándose vuelta mientras hablaba.
–¡Eh, Pelusón, para! El jefe se está derritiendo... –gritó.
El otro compinche detuvo el auto y miró a su jefe en el asiento trasero. Lo que vio fue que éste se iba esfumando. Y en vez del hermoso tapiz atigrado había aparecido en el lugar en que se había encontrado el jefe, un asqueroso agujero de color rojo sanguinolento, que se tragaba la alucinante mancha en que se había convertido el pobre hombre.
Los restos de lo que había sido su jefe no tardaron en desaparecer por completo y la nauseabunda abertura se cerró –casi como esbozando una sonrisa– dando paso nuevamente al tapiz rayado café amarillento.
Los dos hombres se miraron horrorizados. Sin que fuera necesario intercambiar una sola palabra, abrieron sus respectivas puertas y huyeron despavoridos hasta perder de vista el auto.
Cuando Roberto, no mucho rato después, bajó en busca de su vehículo, no lo encontró.
Un muchachito que había presenciado el robo le indicó, entonces, lo que había sucedido.
–Lo raro –le dijo– es que aquí subieron tres hombres y allá, en la otra cuadra, pararon el auto y se bajaron, pero solo bajaron dos.
Aquello extrañó sobremanera a Roberto.
Recordó algunos hechos más o menos recientes.
Evocó a la amiga de su novia. No se había sabido de ella desde aquel día. A su compañero de oficina, del que nada más se había podido saber. ¿Se habría escapado con todo el dinero que llevaba? Y ese muchacho que, suponía, había traído de Santiago...
Todos ellos habían bajado del auto sin que él lo notara.
Y ahora este niño afirmaba que habían subido tres hombres, pero que habían bajado solo dos.
Intrigado, se dirigió a su casa. Allí decidió averiguar cuán silenciosamente podía uno descender desde el asiento posterior.
Subió al auto y se sentó en el asiento trasero.
Esperó, meditando unos momentos.
Pero entonces... comenzó a sentir que sus piernas y también su espalda se calentaban ¡más, mucho más allá de lo normal!
Intentó bajar. El pantalón parecía como adherido al tapiz. Le era imposible moverse. Miró el asiento.
En vez del recubrimiento atigrado de rayas amarillas y café moro descubrió una aterradora y malévola abertura de un color rojo carne, que se abría enorme bajo él y lo succionaba... lo succionaba... lo succionaba... mientras el estanque de bencina –aunque él no lo veía– se llenaba de un nuevo y económico combustible.
Después de un par de semanas de haber desaparecido Roberto sin dejar rastros, su familia decidió vender el auto.
¡Tú, que quieres comprar un auto usado!
¡Cuidado!
En alguna parte de la ciudad ese terrorífico vehículo anda suelto. Lástima que nada más te puedo decir, pues no recuerdo su marca, el año de fabricación ni el color.
Puede ser cualquiera de los que están en venta por ahí...