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Blaze subió la escalera apresuradamente, blasfemando, sosteniendo el arma automática en sus brazos. Atravesó el apartamento a la carrera hacia la escalera de incendios. Después de enfundar la automática a su espalda, trepó por la escalera rápidamente y alcanzó la azotea antes de que el SUV en el que viajaban los Hallahan desapareciese calle abajo. Circulaba a gran velocidad, pero cuando Blaze se asomó sobre el grueso muro de cemento que formaba la barandilla, vio que los cuatro hombres iban en el vehículo.

Cerró los ojos un instante. Tendría que trasladar la pelea al terreno de ellos. No era una buena idea. Entretanto, no podía dejar el bar lleno de explosivos. Si alguien encontraba por casualidad un punto de entrada, podía producirse un desastre. Blaze se apoyó contra el muro bajo y se quitó la pistola que llevaba colgada alrededor del cuello.

Tantos preparativos y ahora tendría que empezar de cero. Sabía dónde localizar a los Hallahan. Eran dueños de un club de estriptis situado a pocas manzanas. Es decir, el dueño era su jefe, no ellos. El hombre sin rostro llamado Reginald Coonan. No existían fotos de Coonan. Ni una. Poseía numerosos inmuebles en el barrio donde vivía Blaze, además de varios edificios ubicados entre su barrio y el barrio en el que se hallaba el club de estriptis.

En las zonas residenciales no había ningún inmueble registrado a nombre de los Hallahan ni de Reginald Coonan, lo que significaba que le costaría mucho más llegar a ellos. Empezaría por el club que pertenecía a Coonan, pero no tenía ni idea de dónde vivían esos hombres. Blaze soltó otro par de palabrotas y siguió observando la calle desierta. No se movía nada.

—Maldita sea —dijo en voz alta, dirigiéndose hacia la escalera de incendios para bajar hasta la entrada de su apartamento—. Maldita sea.

Ir a la guarida de los mafiosos era peligroso y requería unas tácticas muy distintas. Blaze no quería que ningún inocente resultara herido, en particular las bailarinas y los empleados del club. No imaginaba que los Hallahan trataran a las chicas con respeto y que les fuera a importar que estas quedaran atrapadas en un fuego cruzado.

Extrajo el cargador de la pistola y lo arrojó sobre la mesa de la cocina. Tenía el plano del club. No le había costado obtenerlo. Sobre el local había un apartamento, como el que ella tenía sobre su bar, pero los Hallahan no vivían allí. Solo lo utilizaban para llevar a mujeres. ¿Dónde residían, entonces? Tendría que vigilar sus movimientos y seguirlos, hallar la forma de trasladar la pelea a su territorio sin poner en peligro a personas inocentes.

Resignada. Blaze empezó a bajar la escalera hacia el bar. Le llevaría mucho tiempo retirar todas las trampas y explosivos que había colocado. Recogió lar armas que había dispuesto sobre la escalera de caracol y se dirigió hacia el bar. Apenas había avanzado dos pasos cuando la rodearon unos brazos, unos brazos masculinos que le arrebataron las pistolas.

Blaze se volvió rápidamente, alzando los puños, dispuesta a defenderse, con el corazón latiéndole acelerado, asombrada de que alguien hubiera logrado entrar en el bar sin saltar por los aires. Asombrada de que no hubiera oído el menor sonido, ni sentido una presencia. El hombre frente a ella se había apartado un poco, y ella no le había visto ni le había oído moverse. Estaba inmóvil, con los brazos colgando a sus costados, sosteniendo las pistolas.

Blaze contuvo el aliento, sabiendo, antes de oírle hablar, quién era. Este hombre era sin duda el socio silencioso de Tariq Asenguard. Blaze no había visto en su vida un hombre más guapo, no en el sentido tradicional de guapo, porque tenía un aspecto demasiado rudo para encajar en los cánones de belleza masculina. Pero era indudablemente sexy y viril. Ancho de hombros, con el pelo negro como ala de cuervo, largo y recogido en la nuca. Pero no fue por eso que ella retrocedió un paso. Alejándose de él. Blaze no tenía nada de cobarde. Pero este hombre no solo era peligroso. Era terrorífico. Tenía los ojos más negros —y fríos— que ella había visto jamás. Su rostro carecía de expresión. Tenía un aire distante. Indiferente. Frío como el hielo.

Él la miró de arriba abajo, produciéndole un escalofrío. No omitió detalle. Se tomó su tiempo, sin mover un músculo, pero transmitiendo su capacidad de hacer frente a lo que fuera. Sin inmutarse.

Ella comprendió que este hombre no era como los Hallahan. Estos gozaban con la violencia. Este hombre no gozaba con nada. Estaba demasiado alejado de todo. Demasiado alejado de la humanidad. Parecía incapaz de experimentar una emoción. Podía estallar de forma violenta, pero lo haría sin mostrar el menor atisbo de emoción.

El tiempo se ralentizó. Se detuvo. Durante un momento, Blaze sintió que no podía respirar; retrocedió otro paso, hacia el bar. Apartó la vista del hombre un instante y observó la estancia. El patrón cuadriculado había desaparecido. Lo que ella habría tardado más de una hora en desmantelar, este hombre lo había hecho en pocos minutos. ¿Cómo diablos había logrado entrar?

Blaze comprendió que había cometido un grave error al elegir a Maksim Volkov y a Tariq Asenguard como aliados. Les había informado del sobre que contenía las escrituras cediéndoles la propiedad cuando ella muriera. Los Hallahan habían dado marcha atrás y se habían ido sin sacar siquiera una pistola. ¿Estaban las dos facciones mafiosas compinchadas para trabajar en el barrio?

Ella sabía que el socio de este hombre estaba cerca, ahí mismo, en la habitación. Sentía su presencia, pero estaba a su espalda. Blaze confiaba en que no estuviera demasiado cerca. La pistola estaba pegada con cinta adhesiva debajo del borde del mostrador. Solo tenía que llegar a ella. Era imposible que estos hombres hubieran tenido tiempo de retirar todas las armas después de desmantelar los explosivos que ella había dispuesto alrededor de la habitación.

—Ni lo intente —dijo él en voz baja cuando ella se movió.

Blaze ignoró el deseo compulsivo de dejar que las palabras del extraño le impidieran precipitarse hacia el mostrador, en un movimiento de aikido, y arrancar la pistola que estaba pegada debajo del borde del mostrador. Sintió el impacto sólido de la culata en la palma de su mano; sus dedos se cerraron alrededor de ella, pero de pronto el extraño la aferró por la muñeca con tal fuerza que Blaze no pudo soltar el arma, pero tampoco dispararla. El extraño le sujetó el brazo contra su pecho, con el cañón de la pistola apuntando en sentido contrario.

Blaze aspiró su olor. Un olor viril. Agradable. Demasiado agradable. Su cuerpo era duro como una piedra, un cuerpo recio e inflexible, como si en lugar de estar recubierto de piel llevara una armadura. Contuvo el aliento de forma instintiva, temiendo absorber una parte de él en su cuerpo.

—No quiero hacerle daño, Blaze —dijo él, su boca contra la oreja de ella—. Está claro que sabe lo que hace y no puedo arriesgarme a que me mate. Entrégueme la pistola.

Ella sintió de nuevo la necesidad de obedecerlo. Ni siquiera obedecía a su padre. No sabía por qué sentía esa necesidad de hacer lo que él le ordenaba tan solo debido al sonido grave y acariciante de su voz, pero no podía dejar que la detuviera. Si se detenía, siquiera por un instante, tendría que afrontar el espectáculo del cadáver de su padre, destrozado y cubierto de sangre, que habían arrojado de un coche en marcha sobre la acera y había aterrizado frente a la puerta del bar, a sus pies.

Sus dedos se tensaron sobre la culata del arma mientras trataba de trasladar el peso de su cuerpo de un pie al otro para utilizar el peso del hombre contra él. Pero no consiguió descentrarlo. El hombre no movió un músculo, ni siquiera cuando lo hizo ella. No movió los dedos. No vaciló. No parecía respirar siquiera. No estaba segura de que fuera humano. Estaba demasiado quieto. Mostraba una seguridad en sí mismo apabullante. Se anticipaba a cada movimiento de ella, a pesar del excelente entrenamiento al que la había sometido su padre.

—Blaze.

Sintió un millón de mariposas aleteando en su estómago. Eso no le había sucedido nunca. Jamás. No tenía mariposas en el estómago. No reaccionaba físicamente a los hombres. Y menos cuando el hombre era un enemigo y ella acababa de enterrar a su padre. Sin embargo, asintió despacio porque no tenía otra opción. Él la tenía sujeta por la barriga con un brazo que parecía de hierro, inmovilizándola.

Blaze asintió de nuevo. Tragando saliva. Tratando de forzar a su cerebro a pensar con claridad, sintiéndose cautiva, inmóvil, y trazarse un plan de acción. Tratando de ignorar las sensaciones que le producía el cuerpo de este extraño contra el suyo. De no ser consciente de que era una mujer… y él, un hombre.

—Suélteme —le espetó. Lo dijo en voz baja, pero no tenía el tono autoritario de la voz de él, sino que temblaba. Toda ella temblaba.

—Entrégueme el arma y la soltaré. No voy a hacerle daño. Ni tampoco Tariq. Hemos venido para ayudarla. Usted nos lo pidió, ¿recuerda?

Ella relajó los dedos, dejando que él le arrebatara el arma de la mano. La barra de hierro que la sujetaba por la barriga desapareció y él también, moviéndose de forma tan silenciosa que ella no lo oyó, pero se dio cuenta de que ya no estaba apretado contra ella. Al alejarse, se llevó el calor con que la había envuelto.

—No recuerdo haberle pedido que viniera hasta después —le recordó Blaze, volviéndose para mirar alrededor del bar. Vio al otro. A Tariq Asenguard. Por imposible que parezca, sintió que el corazón le latía aún más acelerado. Tariq mostraba una expresión tan distante como su socio. Ella suponía que el dueño de un club nocturno sería una persona divertida y apasionada. Pero estos dos hombres eran fríos como el hielo—. De hecho, he cambiado de opinión y quiero que se marchen.

—Me llamo Tariq Asenguard —dijo el hombre situado a su izquierda. Señaló con la mano al otro, al que tenía una voz hipnótica—. Este es Maksim Volkov. Lamentamos la muerte de su padre. Era un buen hombre.

Blaze se estremeció. No podía hablar de su padre. No podía pensar en él. Si lo hacía, se derrumbaría, y los hombres que lo habían asesinado se irían de rositas, como sucedía cada vez que asesinaban a alguien.

—Esto…, señor Asenguard…, agradezco que acudieran tan rápidamente, pero los Hallahan dieron media vuelta y se fueron. Ahora tendré que trasladar la pelea a su territorio…

Maksim cambió de postura y ella observó su rostro. Su expresión no había cambiado, pero sus ojos traslucían una emoción, una emoción peligrosa que se reflejó en ellos un instante antes de que desapareciera y él recuperara su gélida actitud. Una actitud glacial. Pero su movimiento, casi imperceptible, hizo que se acercara a ella.

Blaze sintió de nuevo su calor. No era una sensación agradable. Pese a que Maksim mostraba un semblante inexpresivo, ella sintió la furia que irradiaba. Era como si absorbiera el aire de la habitación y lo transformara en algo denso y opresivo. Blaze retrocedió un paso y chocó con el mostrador. Él avanzó un paso hacia ella, un paso mucho más largo que el suyo, e invadió su espacio. Extendió ambos brazos y apoyó las manos en el mostrador, a cada lado de ella, acorralándola.

—¿Qué pretende, que la maten? ¿Es ese su objetivo?

Maksim escupió las palabras entre unos dientes muy blancos. De una blancura deslumbrante. Blaze miró su boca. Sus dientes. Fuertes. Bien colocados. Pero no perfectos, pues dos de ellos terminaban en punta y parecían muy afilados. Blaze sintió que el corazón le daba un vuelco al contemplar su boca. Sensual. Voluptuosa. Unos labios bien definidos. Una nariz aguileña. Aristocrática. Pero esos ojos…, tan fríos. Tan negros. Un denso glaciar que nunca había sido explorado.

—Claro que no —respondió Blaze, procurando no tartamudear. Pero él estaba demasiado cerca. El calor de su cuerpo penetraba a través de los poros de ella. Su olor impregnaba sus pulmones. Blaze contuvo el aliento, esforzándose en no aspirarlo. Él la estaba invadiendo. Apoderándose de ella.

—Yo creo que sí —replicó él, escupiendo las palabras de nuevo a través de sus maravillosos dientes, que tenía apretados.

Blaze abrió la boca para protestar, pero volvió a cerrarla. De pronto, se le ocurrió: ¿era eso lo que ella deseaba realmente? Se sentía culpable de no haber estado en casa esa noche. Se sentía culpable de que su padre le hubiera cedido la propiedad del bar y el apartamento. Su nombre había figurado en las escrituras desde que había nacido, pero él había renunciado expresamente a todos sus derechos el día en que ella cumplió veintiún años.

—Esa noche yo había salido. Me tocaba trabajar en el bar, pero quería asistir a una clase sobre trucos de bármanes. La impartía Jimmy Mason, un reconocido maestro. Era una oportunidad única, que yo no quería dejar pasar… —Blaze se detuvo al percatarse de que estaba transmitiendo una información muy personal a unos extraños. Peor aún, algo en su interior empezaba a cambiar. A desmoronarse. No podía permitir que eso sucediera.

No podía pensar en la espantosa noche de espera. De saber. De aferrarse a la esperanza. De absoluta desesperación. Estaba tan desesperada que había ido en su coche al club de estriptis, pero los Hallahan no estaban allí. O, si estaban, nadie quiso decírselo.

Inimă mea —dijo Maksim en voz baja, deslizando la mano por la mejilla de Blaze—. Lamento la muerte de su padre. Era un buen hombre. Nosotros estábamos fuera de la ciudad. Cuando usted nos llamó, estábamos de camino. —Las yemas de sus dedos, suaves como un suspiro, acariciaron sus pómulos y descendieron hasta la curva de su mandíbula, como si estuviera memorizándola—. Esos hombres deben ser eliminados. Pero no por usted. Nosotros nos encargaremos de ello.

Su voz penetró en la mente de Blaze. Con extrema delicadeza. Con extrema suavidad. De forma casi imperceptible, pero ella lo sintió, sintió el deseo compulsivo de obedecerlo. De darle lo que él deseaba. Sin embargo, negó con vehemencia.

—Es demasiado tarde. Ellos lo asesinaron y arrojaron su cuerpo de un coche en marcha como si fuera basura, a mis pies. Esto es cosa mía. No es necesario que usted lo comprenda. No espero que lo haga. —Las buenas chicas no buscaban venganza. No colocaban explosivos en un bar y ocultaban armas de fuego de un extremo al otro del local. Ella nunca había sido una buena chica. Su padre no la había criado como tal. Ella no se consideraba una buena chica.

Le disgustaba mostrar a este hombre tan increíblemente atractivo cómo era realmente. Sabía que él veía su necesidad de vengarse y su determinación de presentar batalla a los Hallahan. Se esforzó en no mostrar ninguna reacción ante él. No quería pensar en él ni soñar con él ni fantasear sobre él. Le tenía sin cuidado que él pensara que ella era la persona más malvada del mundo. Y le tenía sin cuidado que no lo comprendiera. Lo único importante era que ella estaba convencida de lo que debía hacer.

—Entonces, lo haremos juntos. No puede eliminarlos usted sola, creo que lo sabe. —Maksim le acarició el labio inferior con la yema del dedo—. Lo haremos como es debido, empleando la cabeza. Hacer saltar su bar por los aires no es un buen método, Blaze.

Lo era si ella no iba a sobrevivir. Pero, si sobrevivía…, significaba que conservaría el bar y su casa. Significaba que tendría que afrontar el hecho de que su padre había muerto y ella era culpable por haber insistido en asistir a la clase «guay» de Jimmy Mason sobre trucos de bármanes. Su padre estaba chapado a la antigua, pero había accedido a que aprendiera esos trucos porque a ella le divertía hacer girar las botellas en el aire y demás juegos malabares con ellas. Había accedido… por ella. Esa noche había ocupado su lugar en el bar… por ella.

—Blaze.

Otra vez. Maksim tan solo había dicho su nombre. Pero lo había dicho como si supiera lo que ella estaba pensando y quisiera reconfortarla.

—Piense que esos hombres habrían hallado el medio de matar a su padre con independencia de dónde o cuándo lo hicieran. No fue un ataque al azar.

Ella no podía pensar en eso todavía. El cuerpo destrozado, ensangrentado, de su padre. Volvió la cabeza para huir de esos ojos fríos y negros. Unos ojos tan negros que parecía como si pudieran penetrar en lo más hondo de su ser, y ella no se atrevía a mirarlos. No comprendía por qué se sentía tan atraída por este hombre. Por él o por su voz. Y menos en estos momentos.

—Lo sé. Quieren apoderarse del inmueble, pero no lo entiendo. En cuanto adquieren un inmueble, cierran el negocio. ¿Qué sentido tiene? No obtienen ningún beneficio de esos locales —dijo Blaze.

Tariq se acercó y Maksim dejó caer las manos a los costados, pero no se apartó del espacio de Blaze. De hecho, avanzó un paso de forma que su cuerpo rozó el de ella, y se volvió hacia su socio. Blaze pensó que era el momento oportuno de tratar de alejarse de él y del mostrador, pero él le rodeó la barriga con un brazo y la sujetó contra su costado.

Un gesto posesivo. Protector. Inequívoco. Incluso para ella, que no sabía nada sobre los hombres. Era como si él la reclamara. Ningún hombre lo había hecho. Ningún hombre se había atrevido a hacerlo. Ella no lo habría consentido. No respondía a esas cosas. En todo caso, hasta que había oído la voz de Maksim por teléfono. Hasta que él se había aproximado lo suficiente para que ella absorbiera su olor y su calor en sus pulmones.

Blaze no solo era consciente del atractivo viril de Maksim Volkov, sino que de repente era consciente de su propia feminidad. Su cuerpo, en lugar del cuerpo que ella había entrenado para combatir desde que tenía dos años, era suave y dúctil. Ardiente. Voluptuoso. Doloroso. Los pechos le dolían. Sentía una tensión entre las piernas, y cada pulsación en su sexo. Justamente allí.

—Registraré de nuevo el bar —dijo Tariq, ignorando el lenguaje corporal de Maksim—. Llévala arriba y haz que se ponga cómoda. Tenemos que localizar a los Hallahan esta noche.

Ella torció el gesto.

—Soy yo quien debe localizarlos, no ustedes. No dejaré que otra persona que no sea yo elimine a los hombres que mataron a mi padre. No, a menos que yo muera. Por eso los llamé, para informarles sobre las escrituras, para que en caso de que yo fallara ustedes se ocuparan del asunto.

—Tendrá que modificar sus planes, Blaze.

Fue Maksim quien respondió, no Tariq, y su voz tenía ese tono suave pero autoritario que ella reconoció por haberlo oído por teléfono. Era evidente que había sido Maksim quien había respondido a su llamada. Blaze notó que tiritaba, como si unos dedos gélidos le recorrieran la columna vertebral. Maksim no era un hombre que aceptara que alguien lo contradijera. Estaba claro. Y estaba claro que ni él ni su socio querían que ella matara a los Hallahan. Blaze enderezó la espalda y miró a Maksim a los ojos, esforzándose en fijar la vista en esos dos glaciares.

—¿Qué motivo tienen para no querer que yo mate a esos hombres? ¿Acaso están compinchados con ellos en su intento de apoderarse de este barrio? —A Blaze le tenía sin cuidado que sus palabras sonaran melodramáticas o como si recitara una frase de una mala película de gánsteres. Tenía que saberlo.

Tariq no le hizo caso. Se volvió de espaldas a ella y empezó a registrar el bar. Blaze tuvo la impresión de que ni ella ni la conversación le interesaban lo más mínimo. Estaba concentrado en lo que hacía, aunque no parecía hacer gran cosa.

Maksim la sujetó por los bíceps. Con delicadeza. Casi como si no la tocara. Pero ella se sentía cautiva y su espíritu indómito deseaba luchar contra él, obligarlo a soltarla.

—No lo haga —dijo él con tono quedo—. Si trata de luchar contra mí, no conseguirá ganar y me temerá. —Maksim tiró suavemente de ella, conduciéndola hacia la escalera.

—¿Puede leer el pensamiento de la gente? —preguntó Blaze con tono de mofa. Estaba claro que ella no tenía cara de póquer, y él era capaz de adivinar lo que estaba pensando. Lo siguió dócilmente porque era la línea de resistencia menos comprometida. Si Maksim creía que ella estaba cooperando con él, se marcharía y ella podría hacer lo que quisiera.

—Sí.

Blaze lo miró mientras subían la escalera hacia el apartamento. Su expresión no había cambiado, ni siquiera al bromear. Ella no creía que fuera lo bastante humano como para bromear, por lo que le sorprendió su respuesta. Seguía mostrando una actitud tan distante y fría como cuando lo había visto por primera vez.

—Apuesto a que sabe jugar al póquer —comentó ella, irritada.

—Me gusta echar una partida de vez en cuando.

—¿Suele ganar? —preguntó ella, tratando de distraerlo.

Blaze se agachó para tomar la pistola que había ocultado entre los ornamentados barrotes de la balaustrada. Tan pronto como sus dedos asieron la culata, la mano de él se cerró sobre la suya. Su cuerpo cubrió el de ella, presionándolo para impedir que se incorporara.

Blaze no se había percatado de lo corpulento que era. Tenía un cuerpo tan proporcionado que no se había fijado en lo alto que era, ni en su tremenda fuerza. Pegado a ella como estaba, Blaze sintió los músculos de su cuerpo contra el suyo. Era como estar envuelta en acero. Era imposible escapar de él.

—Tranquilo —dijo ella, procurando relajar la tensión que la dominaba—. He tomado la pistola para evitar que alguien la encuentre.

El brazo de él la sujetaba por la barriga como una tenaza. La obligó a incorporarse mientras le arrebataba la pistola de la mano.

—No solo leo el pensamiento, sino que oigo las mentiras. Usted no me conoce, por lo que no tiene que fiarse de mí ni yo de usted, pero las mentiras no me gustan. Y menos si las dice usted.

Él le decía algo importante, pero ella no estaba segura de qué era. El comentario de Maksim no se refería solo a mentir. Blaze respiró hondo procurando no sentir el cuerpo de él contra el suyo. Procuró no reaccionar. No comprendía por qué su cuerpo había elegido el de él. Por qué sus músculos se relajaban y su sangre ardía cuando él estaba tan cerca de ella.

—Oigo los latidos de su corazón —dijo él en voz baja—. Puedo verlos aquí —añadió, tocando el pulso que ella tenía en el cuello.

Blaze tuvo que hacer un esfuerzo por no apartarse bruscamente. La yema del pulgar de Maksim era un hierro candente sobre su piel. Era consciente de que el corazón le retumbaba en el pecho, que latía enloquecido. Respiraba de forma irregular, trabajosamente, como si le faltara el aire pese a su determinación de permanecer impasible.

Se quedó inmóvil.

—Por favor, no me toque.

—No le hago daño.

Ella se negaba a mirarlo. No quería quedarse sola con él en el apartamento.

—Lo sé.

—No voy a hacerle daño. Le doy mi palabra de que la protegeré con mi vida.

Blaze cerró los ojos durante un instante, y el corazón le dio un vuelco. Su vientre se contrajo, y en su sexo, consciente de la proximidad de Maksim, se produjo una inoportuna reacción, la segregación de un cálido líquido, una tensión que le recordó que ella era una mujer y él un hombre extremadamente atractivo.

Él cumpliría su promesa. Por más que Blaze trató de convencerse de que este extraño la estaba utilizando para sus propios fines, en el fondo sabía que no era así. No comprendía lo que estaba pasando, ni por qué se sentía tan atraída por él, pero percibió el nefasto deseo de volverse, de apretarse contra él y rodearlo con sus brazos.

En un sentido intelectual, ella sabía que la situación era intensa. Había pensado que iba a morir. Había planificado su muerte. Acababa de enterrar a su padre. Días atrás, unos hombres habían arrojado su cadáver destrozado a sus pies. Era lógico que se sintiera deprimida y vulnerable, que incluso experimentara unas necesidades que jamás había experimentado antes.

La mano de Maksim se desplazó hasta su zona lumbar, instándola a seguir subiendo la escalera hacia el apartamento.

—Entiendo que le resulte difícil esperar, inimă mea. Los Hallahan tienen un jefe. Un hombre que les manda hacer el trabajo sucio y decide quién puede vivir y quién debe morir. Y cómo. Ellos son sus marionetas. Debemos hallar al hombre que las manipula.

Al llegar a la puerta, Blaze tropezó y él la sostuvo para impedir que cayera.

—Debo ser yo quien vaya a ellos —dijo Blaze. Su voz denotaba una desesperación tan profunda como la que sentía. Era consciente de ello. Pero si se detenía, si se tomaba un tiempo para sentarse y procesar sus sentimientos y emociones, tendría que afrontar la muerte de su padre. Y no podía hacerlo. Le resultaba imposible.

Maksim extendió el brazo y abrió la puerta, invitándola a entrar en el apartamento.

—Los atraparemos. Se lo garantizo. Pero usted debe comportarse con sensatez, no dejarse arrastrar por la tristeza y estar dispuesta a morir. Desear morir. —Maksim cerró la puerta a su espalda, encerrándolos en casa de ella. Un gesto que a Blaze se le antojó… íntimo.

En cuanto la puerta se cerró, Maksim cambió de postura. Se deslizó con un sigilo increíble. O bien el suelo se movió. Sea como fuere, ella no lo vio moverse, pero de pronto se situó frente a ella, muy cerca. Los dedos de su mano se posaron en su nuca y se inclinó sobre ella.

—No morirás, Blaze. Yo no lo permitiré. Si quieres formar parte de esta caza, tenlo muy presente. Porque. Tú. No. Morirás.