LEYENDAS HISTÓRICAS

DE FUNDACIONES Y PÉRDIDAS

HÉRCULES EN ESPAÑA

¿Por qué las famosas columnas de Hércules figuran en el escudo de España? ¿Qué hace un héroe de la mitología griega como él en el escudo de Andalucía? ¿Y en el de la ciudad de Cádiz? ¿Y por qué el hijo de Zeus da nombre a la torre Patrimonio de la Humanidad de La Coruña? La respuesta a tantas preguntas se remonta a los legendarios tiempos en que el tirano Gerión, un gigante de tres cuerpos, gobernaba en ese lugar paradisíaco que era la península ibérica.

Gerión tenía a sus órdenes a un monstruoso perro de siete cabezas, de nombre Ortro, que guardaba día y noche a sus vacas (o bueyes) rojas en la isla de Eritia, cerca de la actual Cádiz. A esa isla «más allá de las aguas inagotables, de raíces de plata, del río Tartessos», el rey de Micenas envió a Hércules en el décimo de sus doce trabajos, a robar el ganado de Gerión. Eritia se encontraba al otro lado de la cordillera que entonces unía África con Europa, en el punto más occidental del Mediterráneo. Para acceder con mayor facilidad, el hijo de Zeus empleó su descomunal fuerza y abrió el estrecho de Gibraltar, que desde entonces comunica el mar con el gran océano. A ambos lados erigió dos formidables columnas: una en la cima del monte Calpe, como se conocía por aquel entonces al Peñón de Gibraltar, y otra en la del Abila (¿el monte Hacho?). Sobre ellas colocó la inscripción Non plus ultra, pues allí terminaba la tierra. O eso al menos se creía entonces.

El sol abrasaba al héroe en estos quehaceres hasta tal punto que este, en un impulso, dobló su arco contra él. Admirado por su atrevimiento, el astro rey le dio una copa de oro para que pudiera atravesar el océano y llegar hasta Eritia. Allí el perro Ortro se percató de su presencia y corrió enfurecido para acabar con él, pero Hércules lo mató con su maza. El mismo destino siguió Euritión, su pastor, y también Gerión que, alertado de aquellos hechos, había acudido a luchar contra el coloso griego. Anulados sus enemigos, Hércules embarcó al ganado de Gerión en la copa de oro y lo llevó hasta Tartessos antes de devolver al sol su regalo.

Así cuenta Estesícoro en la Geroneida cómo se desarrolló el décimo trabajo de Hércules, aunque existe una antigua leyenda que no da por muerto a Gerión. Dice que el héroe griego aún tuvo que perseguir al tirano desde la costa gaditana hasta la gallega. Viendo Gerión que llevaba bastante delantera a su adversario, improvisó un refugio para esconderse en unas altas rocas y se echó a descansar. Pagó cara su imprudencia. Hércules llegó al amanecer y, tras un intenso combate que duró tres días, acabó por darle muerte. Para conmemorar su victoria, el semidiós levantó una gran torre en su nombre y en su base dejó enterradas las armas y el cráneo de Gerión (en este relato no se cuenta que tuviera tres). En aquel mismo lugar fundó una ciudad que tomó el nombre de la primera de sus habitantes, Cruña (Coruña).

No fue la única población que Hércules, al parecer, fundó. Sevilla, Segovia, Tarazona, Seo de Urgel o Barcelona son otras ciudades cuyos orígenes míticos se achacan al fornido héroe, al que también se le atribuye la formación de los Pirineos, al sellar con piedras la tumba de su amada Pirene.

Lo cierto es que el vínculo de Hércules con la Península es tan antiguo al menos como la Teogonía que escribió Hesíodo en el siglo VII o VIII a. de C., si se acepta que su autor se refería al extremo más occidental del Mediterráneo cuando hablaba de esa isla Eritia «rodeada de corrientes», donde ubicó el décimo trabajo del legendario héroe.

A juzgar por los escritos, Tartessos, y posteriormente Iberia, se presentaba a ojos de los griegos como un territorio de gran riqueza y de antiquísima cultura. Al ser además el límite más extremo del mundo que conocían, era un escenario privilegiado en su geografía mítica. Aquí se ha situado el décimo de los trabajos de Hércules, pero también el undécimo, ese en el que debía robar las manzanas de oro del jardín de las Hespérides tras matar al dragón que las custodiaba. El célebre jardín se ha ubicado en Libia, o en el Atlas (Marruecos), pero también se ha señalado que pudo estar en Tartessos, al sur de la península ibérica.

Muchos han sido los esfuerzos de los mitógrafos antiguos (y de algunos modernos) por situar en el mapa estos fantásticos escenarios. Sin embargo, la mayoría de los expertos creen que la geografía mítica no se puede encuadrar en unas coordenadas concretas. Solo puede indicarse la tendencia de la tradición antigua de situar el jardín de las Hespérides en el extremo occidental del mundo entonces conocido. Porque allí donde se pone el sol, «al otro lado del ilustre Océano, en el confín del mundo, hacia la noche», según recuerda Hesíodo en su canto, es donde las ninfas hijas de Héspero mantenían sus dominios. Y en ese extremo occidental se encontraba la Península.

De esa necesidad de los griegos de delimitar la esfera del mundo conocido nació el mito de las famosas columnas de Hércules. Para ellos, no había tierra firme más allá. De ahí surgió la expresión Non plus ultra y así se consideró durante siglos, hasta que el descubrimiento de América cambió la visión del mundo. Fue el emperador Carlos I quien hizo suyo el lema modificado en Plus Ultra, símbolo de que el poder español se extendía allende el océano hasta el continente americano. Lo incorporó a su escudo de armas junto a las columnas de Hércules y ambos elementos han perdurado en el escudo de España hasta nuestros días. Este mito se ex­­tendió por América a través de monedas españolas, como el real de a ocho, y aún hoy permanece simplificado en el símbolo del dólar y en escudos como el de San Diego (California), Potosí (Bolivia), Trujillo (Perú) o Veracruz y Tabasco en México.

En Cádiz, antes de que se difundiera el mito de Hércules, existió un santuario con dos altas columnas. Se encontraba en Sancti Petri y estaba dedicado en su origen a Melkart, el dios protector fenicio de origen cananeo, pero desde finales del siglo IV a. de C. sufrió un proceso de fuerte helenización. Sus puertas se decoraron con los trabajos de Hércules y el culto del dios se fue transformando, de manera que en época romana Melkart pasó a identificarse con Hércules. El lugar se convirtió así en el Heracleion gaditano, que albergaba incluso una tumba de Hércules, según De Chorographia de Pomponio Mela. ¿La tumba de un dios? Resulta sorprendente, pero la presencia de un sepulcro heroico en un espacio sagrado no repugnaba a la religiosidad griega. Tampoco creaba rechazo esa ambigüedad siempre presente en la figura de Hércules, con su doble naturaleza divina y humana, con su muerte en la pira del monte Eta y su divinización y entrada de pleno derecho en el Olimpo.

Andalucía aún recuerda hoy las leyendas de las que fue escenario en el escudo de la comunidad, que esconde el Dominator Hercules Fundator y en el de la ciudad de Cádiz, así como en estatuas u otros elementos en sus ciudades, como las columnas de la Alameda de Hércules en Sevilla. Porque hasta allí habría llegado el legendario héroe, remontando el Guadalquivir antes de dirigir sus pasos hacia Galicia.

La Torre de Hércules es un faro romano que se erigió en ese finis terrae en el siglo I o principios del II d. de C. El lugar escogido para su construcción formaba parte de un espacio consagrado por los celtas a divinidades que después se asimilaron con Hércules.

Además de Sevilla, Cádiz y La Coruña y de Heraclea, un topónimo bastante común en la antigüedad con el que se denominó a la ciudad de Carteia, en la bahía de Algeciras, la historiografía española se preocupó desde sus inicios por destacar la fundación hercúlea de un buen número de ­­ciu­dades porque, al establecer estos orígenes míticos, se las dotaba de respeto y prestigio, así como de una identidad: la de formar parte de una cultura universalmente respetada como la griega.

Hércules se convirtió en protagonista idóneo de los mitos fundacionales de la historia de España porque era el paradigma de héroe griego y modelo de líder que extendió la civilización hasta los extremos más lejanos del mundo que entonces se conocía. Además existían vínculos claros con la Península, como la ubicación universalmente aceptada de las Columnas de Hércules en el estrecho de Gibraltar y el culto en el santuario a él dedicado en las cercanías de Cádiz.

Tal es la importancia que cobra Hércules en esos mitos fundacionales que en la crónica de Alfonso X el Sabio se señala que fue «el hombre que más hechos señalados hizo en España». ¿Lo creía realmente el monarca? Es muy posible que no, pero utilizó esta tradición mítica en su provecho. La doble tarea de conquista y repoblación que se atribuye a Hércules fue vista por la monarquía castellana en el siglo XIII como un espejo del esfuerzo que ella misma había emprendido. La figura del héroe griego servía además para establecer una genealogía en la transmisión del poder. Según las crónicas alfonsinas, Hércules «puso en cada lugar hombres de su linaje» y sobre todos hizo señor a su sobrino, Espan, por quien la Península pasó a llamarse España. El árbol genealógico de los monarcas españoles no podía contar con raíces más prestigiosas.

LA MESA DEL REY SALOMÓN

En el número 3 del callejón de San Ginés, en Toledo, unas letras doradas indican al caminante que se encuentra ante las Cuevas de Hércules, uno de los lugares más legendarios de la ciudad. Se cuenta que el héroe griego, en algún momento de sus andanzas por la Península, edificó en ese mismo solar un fastuoso palacio. Construido con jaspes y mármoles, brillaba como el sol y cuatro enormes leones de metal sostenían su orgullosa torre, que rozaba las nubes. Hércules lo levantó sobre una antigua cueva de Toledo, excavada a decir de algunos por Túbal, nieto de Noé. En ella escondió tesoros, que aseguró con una gigantesca cerradura y una disuasoria inscripción que venía a decir: «Rey, abrirás estas puertas para tu mal».

Hasta la llegada al trono de Rodrigo, hacia el año 710, cada monarca había seguido la costumbre de colocar un candado más en esa intrigante puerta. El acto se había convertido en un rito más de la coronación y ninguno se había atrevido a girar sus goznes para descubrir los secretos de su interior. Hasta que el último rey godo osó contravenir la norma y se expuso así a su infortunio. En vano intentaron sus consejeros hacerle desistir de su osadía. «Placer con pesar» se le llamaba en Toledo al recinto y don Rodrigo era dado a correr riesgos si así obtenía lo primero. El monarca hizo romper los veintisiete cerrojos de las puertas y entró en un palacio «tan maravilloso que non ha ombre que lo pudiese dezir», dice la crónica del historiador árabe Ahmed al Razi (siglos IX-X), más conocido como el moro Rasis.

En el interior, sobre una pequeña puerta, unas grandes letras señalaban: «Quando Hercoles fizo esta casa andava la era de Adam en quatro mil e seis años». En esta estancia, Rodrigo y sus hombres descubrieron un arca de plata y oro, con piedras preciosas, con una leyenda en la tapa: «Quien esta arca abriere maravillas hallará». Dentro había un lienzo muy fino que el rey desplegó con cuidado, sin saber que la escena allí representada le impactaría profundamente. Guerreros árabes a caballo, vestidos con blancos alquiceles, luchaban contra figuras con sayales que parecían huir, mientras al pie de una fortaleza yacían muchos guerreros cristianos muertos. En el arca había un escrito que decía: «Cuando sea abierta esta casa y se entre en ella, gentes cuya figura y aspecto sean como los que aquí están representados invadirán este país, se apoderarán de él y lo vencerán». Al verlo, Rodrigo enmudeció de espanto y ordenó a todos que se retiraran y que no le contaran a nadie lo que habían visto en las Cuevas de Hércules. La profecía no tardó en cumplirse. La entrada de los muslimes en la Península ocurrió ese mismo año.

En estas misteriosas Cuevas de Hércules se cree que escondieron los godos su más preciado tesoro: la legendaria Mesa del rey Salomón. Era una fantástica pieza de oro puro incrustada de perlas, rubíes y esmeraldas, con 365 patas como días tiene un año. En ella el hijo del rey David había plasmado todo su conocimiento del universo y la formulación del Shem Shemaforash, el nombre verdadero de Dios que no puede ser pronunciado ni escrito y que abre las puertas de la sabiduría y el poder. ¿Qué podía haber más valioso?

El tercer rey de Israel había ordenado colocar esta mesa de incalculable valor en el templo de Jerusalén, según da cuenta el primer Libro de los Reyes (7, 48), pero el templo fue saqueado y destruido por el ejército babilonio de Nabucodonosor II y nuevamente arrasado en el 70 d. de C. por los romanos. El historiador Flavio Josefo, testigo presencial de estos últimos hechos, escribe que de «entre la gran cantidad de despojos» que los romanos se llevaron, «los más notables eran los del templo de Jerusalén: la mesa de oro, que pesaba varios talentos, y el candelabro de oro» conocido como la Menorá, que aparece representado en un relieve del arco triunfal que Roma erigió a Tito en conmemoración de aquella victoria. Los tesoros fueron llevados a Roma, donde permanecieron durante casi cuatro siglos, primero en el templo de Júpiter Capitolino en Roma y posteriormente en los palacios imperiales.

Tras la conquista y saqueo de Roma por parte del rey godo Alarico en el año 410 d. de C., la Mesa de Salomón fue trasladada a Toulouse, en Francia. El historiador Procopio de Cesarea la menciona expresamente entre las riquezas que fueron llevadas a la capital del reino visigodo. Un siglo después, ante el peligroso avance de los francos, los godos habrían trasladado el tesoro a Carcassone, Rávena o Narbona, hasta que finalmente se ocultó en Toledo.

La primera noticia de la existencia de la Mesa de Salomón en la Península la ofrecen las narraciones árabes de la toma de Toledo por el general Tarik, lugarteniente de Musa. «La mesa estaba hecha de oro puro, incrustado de perlas, rubíes y esmeraldas, de tal suerte que no se había visto otra semejante», escribió el historiador Al Maqqari, que coincidía con el cronista Abd Al Hakam: «Tenía tanto oro y aljófar como jamás se vio nada igual».

Tras hacerse con ella en Toledo, Tarik se habría llevado la Mesa de Salomón a Medinaceli en la primavera del 712. Prueba de ello sería el topónimo de esta localidad soriana, que haría referencia a ese preciado tesoro, bien por Medina Talmeida (‘ciudad de la mesa’) o Madinat Shelim (‘ciudad de Salomón’).

Cuando Musa desembarcó en la Península, reclamó a Tarik la valiosa Mesa de Salomón junto al resto del tesoro real godo. Al parecer, tuvo que pedirla con insistencia, porque su lugarteniente se resistió cuanto pudo a entregársela. Aún antes de obedecer las órdenes, Tarik le arrancó una pata y la hizo sustituir por una falsa. Cuando el califa Suleimán llamó a ambos a Damasco, Musa le entregó la mesa presentándose como el caudillo que había conquistado España, pero Tarik mostró la pieza auténtica que faltaba, desautorizando sus palabras.

En este punto se pierde la pista de la mítica Mesa de Salomón. Se dice que fue desmontada por orden del califa en Damasco, o que acabó en Roma, o que fue despiezada y sus gemas adornan la Kaaba de La Meca… Hay quien sostiene, sin embargo, que no llegó a salir de España. El investigador José Ignacio Carmona cree que fue ocultada muy cerca de Toledo ante la llegada del invasor musulmán, como ocurrió con el tesoro de Guarrazar, hallado por casualidad en Guadamur en 1858. Carmona sostiene que, al igual que en esta localidad toledana se escondieron estas coronas votivas de oro y piedras preciosas del tesoro real godo, la Mesa de Salomón pudo haberse ocultado en su complejo gemelo, Santa María de Melque. Ambos lugares están unidos por el antiguo camino secundario romano de la vieja Alpuebriga.

Otra vía de investigación conduce a la provincia de Jaén, donde pudo haberse extraviado en su traslado hacia los puertos andaluces camino de Damasco. Un labriego encontró en 1924 en una finca de Torredonjimeno otro tesoro visigodo del que actualmente se conservan unas pocas piezas repartidas en varios museos.

También en Jaén fue hallada en 1956 una lápida templaria que, según el cabalista Álvaro Rendón, reproduce los símbolos grabados en la Mesa de Salomón. La pieza de mármol se descubrió en una extraña cripta de estilo bizantino que se había hecho construir el barón de Velasco en esta localidad jienense. Este aristócrata fue miembro de una antigua sociedad secreta, la de los «Doce Apóstoles», a la que pertenecieron destacadas personalidades de finales del siglo XIX y principios del XX. Un joven funcionario de Bellas Artes descubrió por casualidad la existencia de esta sociedad en 1937, durante el inventario de los tesoros artísticos de la catedral de Jaén. Entre los papeles del archivo, dio con unos documentos que hablaban de una asociación secreta cuyo objetivo era la búsqueda de la Mesa del rey Salomón, que se creía oculta en Jaén. Los miembros de esta logia pseudomasónica no buscaban la mítica mesa por su valor material sino por contener el sello salomónico, puerta a la sabiduría y el poder.

¿Dieron con ella? Nadie lo sabe, pero la extraña cripta del barón de Velasco habría sido construida en 1914 para albergar esa extraña lápida de mármol que fue descubierta medio siglo después. Al parecer, fue esculpida con los símbolos de la Mesa de Salomón, como si fuera una especie de libro mudo, con un mensaje de signos que pudiera ser descifrado por quien supiera interpretarlos.

La lápida, que actualmente se encuentra en el patio del ayuntamiento de Arjona, lleva grabado en su anverso unos trazos geométricos entre los que se adivina una estrella de doce puntas, en el centro de dos círculos concéntricos que van disminuyendo en radio hasta un cuadrado central con un círculo en cada esquina. Tres letras en hebreo, una en la parte superior y otras dos en los extremos derecho e izquierdo, en forma de triángulo equilátero, completan esta mandala en la que algunos ven una esquemática representación de la Mesa de Salomón.

Aunque diversos investigadores creen posible que los godos hubieran ocultado la Mesa de Salomón en España, lo cierto es que sorprende que ningún autor cristiano de época visigoda, como Isidoro de Sevilla, mencione la célebre pieza ni su presencia en Toledo. No hay ninguna referencia a ella anterior a los relatos árabes de la toma de Toledo por Tarik. Para Juan Eslava Galán, uno de los historiadores que más ha investigado sobre esta mítica pieza, ese silencio podría tener una explicación. El tesoro sagrado de los godos, en el que la mesa ocuparía un lugar destacado, no se tocaba, ni siquiera se podía ver en aquel tiempo. Se creía que en él residía la fuerza de la tribu y ese carácter sagrado justificaría, a su juicio, que no se haga ninguna mención a ella en las cró­­nicas.

El escritor Jon Juaristi cree, sin embargo, que la Mesa del rey Salomón es un símbolo de España y lo fue siempre desde la invasión árabe, no un objeto material. De ahí el interés de Musa por arrebatársela a Tarik. La península ibérica se asemeja además a esa mesa que describieron, al ser una gran meseta con los bordes de un verdor esmeralda.

Las historias sobre la Mesa del rey Salomón habrían nacido a partir de una antigua leyenda islámica que data de la época inmediatamente posterior a la conquista de España por los musulmanes. Como antes lo fue para los griegos, el extremo occidental también fue visto por los árabes como un territorio desconocido sobre el que circularon numerosos mitos, algunos de ellos relacionados con la figura del rey Salomón y su legendaria mesa.

No solo esta se ha buscado con denuedo. También las famosas Cuevas de Hércules donde dicen que se ocultó. En el siglo XVI se comenzó a asociar su emplazamiento con los sótanos de la antigua iglesia toledana de San Ginés, hoy desaparecida. Para acallar a quienes sospechaban que bajo ese lugar se encontraban las míticas cuevas, el cardenal Juan Martínez Silíceo ordenó en 1546 una exploración bajo el templo. Cristóbal Lozano, un cronista que vivió un siglo después, en el XVII, cuenta que «a cosa de media legua (que yo digo sería milla pues claro está que el miedo hace las leguas más largas) toparon unas estatuas de bronce puestas sobre una mesa como altar; y que reparando en mirar una de ellas, que sobre su pedestal estaba tan severa y grave, se cayó e hizo un notable ruido, causando a los exploradores grande miedo (…) Aunque ya bien medrosos, passaron adelante hasta dar con un gran golpe de agua, que los acabó de llenar de miedo hasta los ojos» y regresaron.

Sobre estas cuevas corrían terroríficas historias, como la de que allí vivió con un dragón un nigromante griego llamado Ferecio, que enseñó a la gente a celebrar sacrificios en honor a Hércules. No resulta extraño que, tras esta primera exploración, el cardenal Silíceo ordenara tapiar la entrada a este subterráneo infernal.

Transcurrieron tres siglos hasta que, en 1839, una nueva expedición se adentró de nuevo en las cuevas. En este nuevo intento se encontraron algunos vestigios de grandes construcciones antiguas y doce años después se descubrió una sala romana con tres grandiosos arcos de sillería. Aún hubo otras exploraciones posteriores, en 1929, organizadas por el excéntrico sacerdote Ventura F. López, que pretendía probar que en su origen fue un templo asirio-fenicio; y en 1974, por los investigadores José Antonio García Diego y Julio Porres. Estos descubrieron más galerías, pero tampoco se dio con ningún rastro relacionado con Hércules, ni con Rodrigo, ni con la Mesa de Salomón.

En el solar de las Cuevas de Hércules de Toledo, declaradas Bien de Interés Cultural en 2008 y abiertas actualmente al público, hubo un depósito de agua para el abastecimiento de la ciudad en época romana y un templo cristiano en la visigoda. En el mismo lugar se levantó después una mezquita y posteriormente la iglesia dedicada a San Ginés. Esta sucesión de construcciones que levantaron en ese mismo punto los distintos pueblos que habitaron la ciudad y esas historias sobre Hércules y las míticas cuevas parecen apuntar a un lugar tenido por mágico desde antiguo. Un importante enclave en el origen y la historia de Toledo. Todo un tesoro.

RODRIGO Y LA «PÉRDIDA DE ESPAÑA»

En un pequeño torreón junto al río Tajo, Toledo recuerda una de las más antiguas leyendas españolas, la del baño de la Cava que trastornó a don Rodrigo y fue el detonante de la trágica «pérdida de España», cuando todavía ni existía como nación. Allí se cuenta que el último rey godo vio bañarse a la bella hija del conde don Julián (u Olián) y que aún hoy, en lo alto de esta puerta de un antiguo puente de barcas, en noches de luna llena se ve el espectro de la desdichada Florinda.

La Cava («mala mujer»), como llamaron los árabes a la joven, había salido con sus doncellas por los jardines de su residencia y decidió darse un baño, sin percatarse de que don Rodrigo la contemplaba. Su desnuda belleza «abrasóle» al monarca quien desde entonces, obsesionado con la muchacha, la persiguió sin descanso hasta que acabó por forzarla. «Florinda perdió su flor, el rey padeció castigo», dice el Romancero, que achaca a este ultraje el fin del reino visigodo: «De la pérdida de España / fue aquí funesto principio».

Don Julián, gobernador de Tánger y Ceuta, había enviado a su hija a la corte de Toledo para que fuera educada, aunque tal vez fue requerida por don Rodrigo que, enterado de la belleza de la muchacha, quiso consumar con más libertad sus deseos, alejando a su padre a territorio fronterizo. Depende del narrador de la leyenda, pero todos coinciden en que la joven se convirtió en una obsesión para el monarca. En vano trató de que Florinda le correspondiera y, ante sus continuas negativas, acabó por forzarla. «Ella dice que hubo fuerza; él, que gusto compartido», señala el Romancero sin aclarar si hubo o no violación, algo que sí se permitió decir Miguel de Luna en La verdadera historia del rey don Rodrigo (1589). Otras versiones afirman que don Rodrigo logró «yacer con ella» bajo promesa de matrimonio, pero no cumplió lo dicho.

El agravio llegó a los oídos de don Julián quien, ciego de ira, urdió su venganza contra aquel rey que había mancillado su estirpe. El gobernador de Ceuta prestó oídos a los enemigos visigodos de don Rodrigo y facilitó la entrada en la Península de los árabes que, en el verano del año 711 vencieron a las tropas del rey godo en la batalla del río Guadalete.

De don Rodrigo se ignora la suerte tras la contienda. Se especula con que murió en la batalla —hay quien dice que a manos de Tarik— o con que se ahogó en el Guadalete. Según la compilación Ajbar Machmuâ (siglo XI), los árabes encontraron solo su caballo blanco con su silla de oro, pero no al monarca, lo que dio pie a más leyendas. La más conocida es que huyó a la actual Portugal, donde se convirtió en ermitaño, y que sus restos yacen en Viseu. Allí fue hallada una lápida que nombra a «Rudericus ultimus rex gothorum», según la Primera Crónica General de Alfonso X. Dicen que el rey godo acabó sus días en un sepulcro, con una culebra que le torturaba haciéndole exclamar esas palabras que pasaron al acervo popular: «Ya me come, ya me come, por do más pecado había». Otros creen que se refugió con un puñado de soldados de su ejército en Las Batuecas y que los habitantes de este valle, situado entre la provincia de Salamanca y la de Cáceres, descienden de estos últimos godos… o de los musulmanes que intentaron darles caza por estos recónditos parajes, extraviándose en ellos.

¿Y el cuestionado don Julián? La mayoría de los relatos legendarios que hablan del conde lo citan muerto a manos de los invasores, que desconfiaban de un traidor. Jerónimo de Blancas refiere en sus Comentarios de las cosas de Aragón (1588) que acabó preso en el castillo de Loarre y que en el siglo XVI «sus habitantes todavía enseñaban el sepulcro del mencionado conde». Al considerado como el mayor traidor de la historia de España, se dice que lo enterraron a la entrada de la iglesia, para que todos pisotearan sus restos por haber abierto las puertas de la península a los musulmanes.

De su hija Florinda se cuenta que murió «loca de dolor y de vergüenza» en el torreón de Toledo, o ahogada junto a él en el Tajo, en el mismo paraje donde don Rodrigo la viera desnuda aquel aciago día. En Pedroche (Córdoba) se dice, sin embargo, que la hermosa Cava se refugió en su castillo. Allí lloró la pérdida del hijo que concibió de don Rodrigo y que murió degollado por los invasores. Encaramada sobre el brocal del pozo que hoy lleva su nombre, maldijo su propio destino, arrojándose desesperada a sus aguas. También aquí hay quien asegura haber visto su fantasma.

A 229 kilómetros de este pueblo cordobés, en Torrejón el Rubio (Cáceres), una calle lleva el nombre de La Cava y existe un paraje llamado Huerto de la Cava, donde también se habría refugiado Florinda tras ser deshonrada, en un torreón propiedad del conde don Julián. Dicen que su hijo aún hace desaparecer a los muchachos que pasan allí de noche porque busca reunir un ejército con el que reconquistar el reino de sus mayores.

La variedad de lugares de España que conservan el recuerdo de esta leyenda da idea de la enorme popularidad que alcanzó. Desde el siglo IX circuló un relato, primero en textos árabes y luego cristianos, que recogía como desencadenante de la invasión musulmana esta violación de la hija del conde don Julián. Los primeros manuscritos árabes ya contaban con algunos elementos fabulosos, pero conforme la historia se fue transmitiendo se le fueron incorporando cada vez más detalles. Tampoco faltaron destacadas «invenciones», como calificaba Julio Caro Baroja a la Crónica Sarracina de Pedro del Corral (1430), o a la posterior escrita por el morisco granadino Miguel de Luna.

Las narraciones acerca de don Rodrigo y «la pérdida de España» gozaron de tanta popularidad que Lope de Vega no pudo sustraerse a la tentación de escribir una comedia —titulada El postrer godo de España— sobre el mal llamado último rey godo (no debió de ser el último, puesto que hay acuñaciones de moneda posteriores de Aquila y se habla de otro rey llamado Ardo que indican la pervivencia de los visigodos en el norte). Se cuenta también que un día el poeta José Zorrilla apostó con unos amigos que en apenas veinticuatro horas podía escribir una obra sobre un hecho de la historia de España. Introdujo una tarjeta en un tomo de la Historia de España de Juan de Mariana, precisamente en la página donde se narra la penitencia de don Rodrigo. Así creó su famosa obra El puñal del godo.

Prácticamente todos los historiadores discrepan o desconfían de esta historia, y muchos incluso de la misma existencia de don Julián y su hija. Ceuta estuvo en manos bizantinas en el año 687 y no hay razón alguna para pensar que no permaneció así hasta que una expedición enviada por Musa hacia el año 706 tomó la ciudad. Solo en relatos árabes posteriores se cita como gobernador de Ceuta a un conde visigodo llamado «Ilyan» o Julián, al servicio del rey Rodrigo. Además, si los árabes necesitaban los barcos de don Julián para realizar la travesía hasta la Península, ¿cómo es que habían podido hacer tantas incursiones en prácticamente todas las islas del Mediterráneo occidental a lo largo de aquella década? ¿Cómo se habían adueñado de Tánger? La hipótesis más lógica es que tanto Ceuta como Tánger permanecieron en manos bizantinas hasta que los árabes conquistaron la región y, desde allí, Tarik preparó las primeras expediciones para cruzar el estrecho y entrar en el reino visigodo aprovechando que este atravesaba una grave crisis política.

Rodrigo había llegado al poder en el año 711 tras invadir «tumultuosamente el reino» con el respaldo de miembros destacados de la aristocracia. Esto indica que su antecesor, Witiza, fue derrocado violentamente y que los godos ya se encontraban inmersos en disensiones internas en el momento en que árabes y bereberes atacaron por el sur. La Crónica mozárabe, escrita en el año 754, señala que en el momento de la invasión el país vivía una situación de guerra civil entre los partidarios de Rodrigo y los seguidores de Witiza. Estos habrían pedido ayuda a las tropas árabes que en esos momentos controlaban el norte de África. La intención de los seguidores de Witiza no era entregar el reino a los invasores, sino lograr un cambio en el trono, pero los árabes se apresuraron a aprovechar la oportunidad inesperada de convertir su incursión en una conquista.

Más que una venganza de un supuesto don Julián por el agravio de don Rodrigo a su hija, el colapso final del reino visigodo fue esencialmente un problema político y probablemente fueron los partidarios de Witiza quienes inventaron los personajes del gobernador de Ceuta y La Cava para que la historia y sus propios contemporáneos no les juzgaran con excesiva dureza.

JAUN ZURIA

La Casa de Juntas de Guernica reúne algunos de símbolos más destacados del País Vasco. En su jardín se erige el mítico árbol y en su interior aún se conserva el altar y las pilas de agua bendita de la antigua ermita de Santa María la Antigua, donde tenían lugar los actos de juramento de los fueros. En la sala de juntas, entre los retratos de los señores de Vizcaya pintados en el siglo XVII, hay uno que llama particularmente la atención. Lleva un gran escudo blanco con un árbol y dos lobos y una peculiar leyenda a sus pies. Es Jaun Zuria, el mítico primer señor de Vizcaya.

Su historia se remonta a una lejana época en la que, según la leyenda, los vizcaínos se veían obligados a pagar un tributo anual al conde asturiano don Munio. Un día arribó a sus costas un hermano desterrado del rey de Inglaterra que, al conocer la situación, se ofreció a defender a los vizcaínos si estos lo tomaban como su señor. Nada anhelaban más los vizcaínos que liberarse del yugo asturiano, así que aceptaron y se prepararon para el combate, que no tardó en llegar.

La cruenta batalla tuvo lugar cerca de Busturia y los vizcaínos, con el noble inglés al mando, lograron vencer a las huestes de don Munio. El propio conde cayó muerto con muchos de los suyos. Por la sangre allí derramada llamaron al lugar Arrigorriaga, que traducido del euskera viene a significar ‘piedras rojas’. Froom, que así se llamaba el desterrado caballero, se convirtió gracias a esta contundente victoria en Jaun Zuria, el ‘señor blanco’ en castellano. Así lo contó por primera vez Pedro Alfonso, conde de Barcelos, en el Livro das Linhagens que escribió entre 1325 y 1344.

Un siglo después, el vizcaíno Lope García de Salazar recogió la leyenda del primer señor de Vizcaya con más detalles y notables diferencias. En su versión, fue una hija legítima del rey de Escocia la que arribó a Mundaca en barco junto a una multitud de hombres y mujeres. La joven doncella quedó embarazada y nunca confesó de quién, por lo que fue desterrada por su padre y no regresó a Escocia junto al resto. Un diablo que en Vizcaya dicen Culebro había dormido con ella y fruto de aquella unión nació un niño al que llamaron Jaun Zuria.

Por aquel entonces, el narrador cuenta que «el rey de León guerreaba mucho contra Viscaya porque era de Castilla» (sic). Una de esas incursiones leonesas llegó hasta Baquio, causando gran daño. En respuesta, las cinco merindades se juntaron en Guernica y decidieron presentar batalla. Enviaron a un mensajero con su desafío, tal como era costumbre, pero recibieron un jarro de agua fría. El príncipe asturleonés Ordoño no estaba dispuesto a luchar contra ninguno que no fuese rey o de familia real. Los vizcaínos pensaron entonces en el joven Jaun Zuria, nieto del rey de Escocia. Este recibió la noticia en Altamira, donde se encontraba con su madre. Tenía 23 años. Hombre esforzado y valiente, se mostró bien presto para ello.

En un paraje próximo a Bilbao que el cronista llama Padura, los vizcaínos asestaron a los asturleoneses un golpe que nunca olvidarían. El infante Ordoño, hijo del rey de León, falleció en la batalla, aunque también el señor de Durango, don Sancho Astéguiz, que había acudido en ayuda de los vizcaínos. No contentos con la victoria, estos persiguieron a los perdedores hasta el árbol «gafo» de Luyando, estableciendo en él la frontera de su territorio. Cuanto todo hubo acabado, se reunieron en Guernica y proclamaron a Jaun Zuria como señor de Vizcaya. Con él firmaron un pacto, origen de los fueros. Desde entonces los dos lobos con los que Jaun Zuria se topó al salir hacia la batalla quedaron plasmados junto al árbol «gafo» en el escudo de la Casa de Haro, señores de Vizcaya.

Hay varios lugares en el País Vasco que evocan esta antigua leyenda que, con el tiempo, se fue ampliando y modificando. En Busturia, en un lugar llamado Torrezarretas, se dice que vivió y murió Jaun Zuria. También se le ha situado en la torre Montalbán de Mendata y en Luyando una cruz de piedra señala «el sitio donde estaba el memorable árbol malato del que hablan las historias y la ley quinta del título primero del Fuero del muy noble y leal señorío de Vizcaya», según reza la inscripción de su base, datada en 1730. Esa ley que cita el monumento recoge el compromiso de los vizcaínos de defender su territorio hasta ese árbol malato, y a partir de allí, a condición de cobrar un sueldo.

De todos estos enclaves del centro de la Vizcaya histórica, el más legendario es el escenario de la mítica batalla, Arri­­gorriaga. Su topónimo haría referencia a la sangre derramada en el combate, que tiñó de rojo las piedras («piedras rojas»), aunque hay quien señala que «pedregal pelado», otra posible traducción, se ajusta más a la realidad del lugar. ¿Fue aquel el escenario de la antigua batalla de la que habla la leyenda? El historiador vizcaíno Andrés de Mañaricúa no encontraba fundamentos serios, pero no descartaba que la leyenda hubiera nacido del recuerdo de las luchas de los reyes asturleoneses con los vascos.

Sea como fuere, hasta Arrigorriaga animaba el escritor Antonio de Trueba (1819-1889) a acercarse a los vascos: «Allí, junto a la pila de agua bendita, veréis un sepulcro de piedra (…) allí yace un príncipe llamado Ordoño, que intentó robar sus libertades al pueblo vascongado y fue muerto por Jaun Zuria, primer señor de Vizcaya». Miguel de Unamuno siguió su consejo y visitó Arrigorriaga con unos amigos en cuanto tuvo ocasión, para ver «la sepultura de aquel príncipe leonés Ordoño a quien derrotaron allí mismo los vizcaínos». El escritor vasco relataría después que un aldeano, al verles contemplar aquel viejo sepulcro, les dijo: «Qué, ¿miráis eso? Ay está enterrao un rey moro que murió en la francesada» (sic). Algo le sonaba con razón a aquel hombre, porque las tropas napoleónicas profanaron esta sepultura de Arrigorriaga en busca de tesoros. Allí encontraron una espada hoy desaparecida y los restos de un caballero de la Orden de Santiago, don Ordoño de Aguirre, natural de Arrigorriaga.

Aunque no existe prueba documental alguna sobre la existencia de Jaun Zuria, las raíces del mítico primer señor de Vizcaya son mucho más antiguas que las de Aitor, el legendario patriarca vasco que, al parecer, nació en el siglo XIX de un error del francés Augustin Chaho al traducir aitoren semeak (‘hijos de buenos padres’) como «hijos de Aitor». La primera referencia a Jaun Zuria aparece en el libro de linajes escrito por el conde de Barcelos en el siglo XIV, cuyo original se guarda en la Torre del Tombo, en Lisboa (en la Biblioteca Nacional se conserva un ejemplar de 1601). Hijo bastardo del rey don Dionís de Portugal, Pedro Alfonso había sido desterrado por su padre y recibió asilo en la corte castellana, donde trató personalmente con los entonces señores de Vizcaya, María de Haro y Juan Núñez de Lara. De ahí que el autor se muestre favorable a los intereses de los señores de Vizcaya, dando a Jaun Zuria un origen que los emparenta con los reyes de Inglaterra. Los genealogistas medievales utilizaban con frecuencia el recurso de entroncar con una monarquía mítica de Roma y, según una leyenda forjada por Geoffrey de Montmouth en el siglo XII, Britania había sido fundada por Bruto, bisnieto de Eneas (uno de los héroes de la guerra de Troya).

Si García de Salazar atribuyó a Jaun Zuria un origen escocés en su Crónica de siete casas de Vizcaya y Castilla (1454), y posteriormente en Las bienaventuranzas e fortunas (1471-1474), quizá fue influido por la moda de las novelas de caballerías, de las que era un apasionado lector. En ellas, algunos héroes proceden del linaje de los reyes de Escocia.

Además de esas genealogías ficticias, Jon Juaristi ve entremezcladas en esta leyenda tradiciones folclóricas y temas muy difundidos en las literaturas medievales europeas. El conde Barcelos, por ejemplo, casa después al bisnieto del mítico señor de Vizcaya con una dama «que tenía un pie hendido, como de cabra» y que desaparece cuando este viola la prohibición de santiguarse que ella le había impuesto. Esta narración recuerda a una leyenda francesa, la de Melusina de Lusignan.

En el caso de García de Salazar, el nacimiento mágico de Jaun Zuria viene a ser un trasunto del que Geoffrey de Montmouth imaginó para el mago Merlín en la Historia de los reyes de Britania, hijo de un íncubo y de una princesa también céltica, aunque galesa.

A estos primeros relatos sobre Jaun Zuria le siguieron muchos otros que recrearon y aderezaron la leyenda, sobre todo en el siglo XIX, con el auge del tradicionalismo. El escritor Vicente Arana fue uno de los autores que rememoró las hazañas del Señor Blanco. También su primo Sabino, famoso padre del nacionalismo vasco, escribió sobre la batalla de Arrigorriaga en Bizcaya por su independencia. Cuatro glorias patrias.

Antonio Trueba, que se ocupó del tema en Jaun Zuría y Los de Haro, escribe en esta última como «generalmente, los fabuladores de linajes de reinos, de provincias o de pueblos, se copian unos a otros, permitiéndose solo añadir de su cosecha tal o cual accidente de orden secundario, que no afecta al fondo de la patraña; pero los que toman por asunto de esta el origen de los señores de Vizcaya no andan con tales escrúpulos; dan el grito de completa independencia y se echan a fantasear por cuenta propia con franqueza, por no decir con descaro, que asombra al más curado de espantos patrañeros. Todos vienen a parar a determinado punto; pero antes de llegar a él, unos se andan por Escocia, otros por Irlanda, otros por Bretaña, otros por Troya y no falta quien se va por regiones que aún hoy se desconocen en la nomenclatura geográ­fica».

Una investigación publicada por la Universidad de Oxford sobre reyes escandinavos en las islas británicas entre los años 850 y 880 llevó al historiador Jon Bilbao a pensar que pudo haber existido una base vikinga en la ría de Mundaca. El estudio señalaba que en la segunda mitad del siglo IX —fechas en las que se sitúa la leyenda de Jaun Zuria— gobernaron en Irlanda los reyes vikingos Ivarr el Culebro y Olaf el Blanco. Culebro, como el padre del Señor Blanco (Jaun Zuria) en la versión de García de Salazar. ¿No eran estas demasiadas las coincidencias? ¿Podría contar la leyenda con un fondo real?

Aunque no se ha encontrado ninguna evidencia arqueológica de una antigua base vikinga, la hipótesis de que el primer señor de Vizcaya fuera Olaf el Blanco tampoco ha sido totalmente descartada. El prestigioso historiador Martín Almagro Gorbea opina, sin embargo, que supone interpretar en clave histórica narraciones míticas de claro origen celta. Este académico de la Real Academia de la Historia lamenta que no se haya valorado la tradición mítica y literaria de várdulos, caristios y autrigones, verdaderos habitantes del actual País Vasco en la antigüedad.

A su juicio, existe un fondo celta en personajes legendarios vascos, como la diosa Mari, y sobre todo en Jaun Zuria, ese héroe fundador, guerrero salvador y aglutinador del territorio y sus gentes, que protagoniza gestas prodigiosas, características del imaginario celta. El tributo que debían ofrecer los asturleoneses de un buey, una vaca y un caballo blanco, animales simbólicos en el mundo celta, o la localización de la leyenda en Busturia, Altamira y Guernica, en continuidad de los castros celtas alineados que controlaban el curso del río, son otros de los elementos que refuerzan su teoría, como también el augurio de los lobos que se conserva en el escudo de Vizcaya.

Estos relatos mítico-históricos vascos serían similares a otras narraciones que surgieron en esa misma época en los territorios hispanos liberados de la invasión islámica, que encontraron en el imaginario celta los esquemas ideológicos con que sustentar el poder político en los inicios de la Reconquista. La leyenda de Jaun Zuria, como la de la reina Lupa y Santiago, el origen de los Mariños en Galicia, del rey Favila y el oso en Asturias, de los primeros jueces de Castilla o el origen de los reyes Abarca en Navarra, proceden —en opinión de Almagro— de epopeyas míticas en verso, hoy perdidas, de época altomedieval y anterior. En el imaginario popular vasco subyacería un profundo fondo mitológico celta.

DON PELAYO Y LA CRUZ DE LA VICTORIA

En la Cámara Santa de la catedral de San Salvador de Oviedo se guardan las más preciadas reliquias que, según la tradición, los cristianos llevaron hasta Asturias para evitar que cayeran en manos de los árabes tras la derrota visigoda en Guadalete. Allí se conservan la Cruz de los Ángeles que, se dice, fabricaron los mismísimos ángeles, y la famosa Cruz de la Victoria, emblema del Principado. Una réplica de esta también cuelga sobre el puente de Cangas de Onís y otra se erige majestuosa sobre la estatua de don Pelayo en la explanada de la Basílica de Santa María la Real, en Covadonga. En este enclave de los Picos de Europa, a 257 metros sobre el nivel del mar, tuvo lugar la legendaria batalla que marcó el inicio de la Reconquista hacia el año 722.

Pelayo, un noble godo espatario del rey don Rodrigo, se había refugiado en las montañas asturianas tras la invasión árabe y se había convertido en el caudillo de la resistencia. Cuentan las crónicas —exageradas sin duda— que un ejército de 187.000 musulmanes se internó en el angosto valle que lleva a Covadonga para sofocar la rebelión de los poco más de trescientos combatientes liderados por Pelayo. En Cangas de Onís, una cruz se le apareció a Pelayo en el cielo, llenando de espanto a los musulmanes. Unos dicen que cayó sobre las manos del caudillo godo, otros que, al verla, este la replicó con dos palos de roble y la enarboló en la batalla, y aún hay quien cuenta que se la dio un ermitaño que le dijo: «He aquí la señal de la victoria». Pero todos coinciden en que Pelayo tomó aquella cruz por enseña en la célebre batalla que se saldó con la muerte de 124.000 musulmanes ante la cueva de Covadonga. Los 63.000 restantes huyeron montaña arriba y acabaron sepultados por un alud, según los relatos cristianos.

El alma de madera de aquella cruz que llevó a los cristianos a la victoria —como la cruz que vio el emperador Constantino sobre el puente Milvio— fue posteriormente enriquecida y conservada en la Cámara Santa de Oviedo, según la tradición. Ambrosio de Morales se la describió a Felipe II como la «cruz de roble que el rey don Pelayo traía por bandera en las batallas». El cronista del siglo XVI no acababa de creerse, sin embargo, que esa misma cruz fuera la de la aparición milagrosa. «Lo más cierto», escribió Ambrosio de Morales, «es que don Pelayo la hubiera ordenado hacer antes de la batalla de Covadonga».

La inscripción latina que la recorre indica que esta pieza revestida de orfebrería fue ofrecida a la catedral de Oviedo por los reyes Alfonso III el Magno y Jimena en el año 908 y que fue realizada en el castillo de Gauzón, una fortaleza de los monarcas asturianos situada en el concejo de Castrillón, hoy prácticamente desaparecida. «Este signo protege al piadoso. Este signo vence al enemigo», reza la leyenda en letras de oro inscritas en su reverso, pero nada dice sobre Pelayo ni Covadonga. Solo la tradición atestiguaba que la Cruz de la Victoria era la misma que portó don Pelayo.

La datación de la madera de la cruz, realizada por el arqueólogo César García de Castro a partir de la prueba del carbono 14, demostró que procede de un árbol que fue talado durante el reinado de Alfonso III y no en la época del primer rey de Asturias. Si la cruz fue confeccionada dos siglos después de Covadonga, ¿cuándo comenzó a circular la creencia de que esta cruz acompañó a don Pelayo y por qué?

En un primer momento se pensó que la leyenda había surgido en el siglo XVI, puesto que de entonces son las referencias más antiguas, como la de Ambrosio de Morales. Sin embargo, la historiadora Raquel Alonso Álvarez encontró en la Biblioteca Nacional de Madrid un indicio que la remonta mucho más atrás. En el manuscrito 2805 —copia de una de las crónicas compiladas en el siglo XII por el obispo Pelayo de Oviedo en el Corpus pelagianum—, localizó una particular ilustración en la inicial de la primera palabra del capítulo correspondiente al Ordo gotorum obetensium regium, la parte donde se desarrolla la historia de los primeros reyes asturianos. Esa capitular que encabeza el párrafo «Primum in Asturias Pelagius regnauit…» representa al rey Pelayo en la batalla de Covadonga con una cruz en la mano izquierda a la que señala con el índice de la derecha. La Cruz de la Victoria. No cabe duda. Alguien la había colocado en manos de don Pelayo ya en la Edad Media.

Ese alguien fue otro Pelayo, obispo de Oviedo en el siglo XII. El prelado necesitaba aumentar el prestigio de su diócesis, que conforme avanzaba la Reconquista se encontraba cada vez más alejada de los centros de poder. Con el traslado de las fronteras cristianas hacia el sur, se habían recuperado de manos musulmanas antiguas sedes episcopales importantes, como la de Braga o Toledo, que reclamaron su supremacía intentando absorber a otras, como la de León u Oviedo. Ante esta amenaza, el obispo Pelayo puso todo su talento literario al servicio de la institución que regía y dotó de un nuevo significado a las joyas que conservaba en su iglesia, según afirma Raquel Alonso. Así fue como la preciosa cruz que se usaba en las procesiones se convirtió en icono de la Reconquista y la cristiandad. El obispo no solo recontextualizó la Cruz de la Victoria: también la Cruz de los Ángeles (donada por Alfonso II en el año 808) formó parte de esta operación con la que creó la memoria de su diócesis y, con ella, la de Asturias.

El de este prelado asturiano no fue un caso aislado. En aquella época, entre los siglos XI y XII, muchas instituciones eclesiásticas de Europa echaron mano de las crónicas, diplomas, objetos o edificios antiguos que se habían conservado y que, desde entonces, pasaron a hacer gala de orígenes prestigiosos. Una vez superadas las grandes crisis que había atravesado la Europa cristiana tras la descomposición del Imperio carolingio, se abrió un periodo de expansión cultural, y las instituciones quisieron poner en valor los antiguos tesoros que conservaban. Lo hicieron, dándoles un nuevo sentido que los actualizaba. Así fue como se inventaron hermosas historias sobre un gran número de objetos. Historias que, por otro lado, como bien subraya Raquel Alonso, han ayudado a preservarlos con el paso del tiempo. En este contexto nació la leyenda de la Cruz de la Victoria que convirtió una cruz de la catedral de Oviedo en símbolo de la lucha contra el islam y en emblema de Asturias.

DE HÉROES Y HAZAÑAS

BERNARDO DEL CARPIO

En la Real Armería de Madrid se guarda una espada de «puño cubierto con hilo de plata» y una hoja con la inscripción «Bernardo del Carpio». No está expuesta al público en las salas del Palacio Real, o al menos no así identificada, pero pasó a formar parte de la colección de Carlos I en 1517, después de que el emperador visitara con su hermana Leonor el monasterio de Santa María la Real de Aguilar de Campoo. En el cenobio palentino el rey quiso que le enseñaran el sepulcro del famoso caballero con la lápida que decía: «Aquí yace sepultado el noble y esforzado cavallero Bernardo del Carpio, defensor de España, hijo de don Sancho Díaz conde de Saldaña í de la infanta doña Xímena, hija del rey don Alonso el II llamado el Casto. Murió por los años de 850». «Religiosos viejos y antiguos» a los que el cronista fray Antonio Sánchez dio crédito contaron que el monarca quiso llevarse consigo la espada del valiente caballero, que pasó a formar parte de su colección.

Cuando el rey visitó el lugar, junto a la tumba de Bernardo del Carpio se hallaba la del caballero burgalés Fernán Gallo y sobre el sepulcro había una inscripción en latín que decía: «Pues en la vida, Bernardo, seguimos buenas venturas, juntemos las sepulturas». Aún fuera de la cueva, en el suelo de una pequeña ermita, reposaban los restos de un caballero francés llamado don Bueso, al que Bernardo del Carpio habría derrotado.

Según el Chronicon Mundi, de Lucas de Tuy (la primera versión de la leyenda), Bernardo del Carpio era hijo del conde Sancho Díaz de Saldaña y de Jimena, hermana de Alfonso II el Casto, fruto de unas relaciones que en las que no aclara si hubo o no boda secreta, como otros posteriormente señalan. Al enterarse el rey Alfonso de su nacimiento en el año 794 en el castillo de Saldaña (Palencia), quiso vengar la deshonra familiar metiendo a su hermana en un convento y encerrando al conde en una torre en Luna, aunque dejó que su sobrino se criara en la corte. Todo fue como la seda hasta que Bernardo se enteró de quién era y qué suerte habían corrido sus padres y quiso interceder por ellos ante el monarca. «Mientras yo viva, el conde no ha de salir ni un solo día de su prisión», logró como respuesta del enojado rey.

Desde entonces quiso Bernardo intervenir en todas las batallas para que don Alfonso le concediera en gracia la libertad de su padre y, aunque muchos fueron sus triunfos, en vano suplicó clemencia. Una vez, ante el acoso de los moros en Mérida, llegó a obtener la promesa del monarca, pero pasado el peligro este incumplió lo dicho. Bernardo acabó desterrado y se refugió en Carpio (Salamanca), desde donde se dedicó al saqueo de las tierras del rey.

Como Alfonso el Casto no tenía sucesor, había ofrecido su reino a Carlomagno tras su muerte a cambio de la ayuda francesa contra los musulmanes. Cuando esta decisión del rey se supo no fue bien recibida por los leoneses, y menos aún por Bernardo, su sobrino, que se quejó al monarca:

Ni mi padre es traidor

ni mala mujer tu hermana,

porque cuando yo nací

ya mi madre era casada.

Metiste a mi padre en hierros

y a mi madre en orden sacra,

y porque no herede yo,

quieres dar tu reino a Francia.

Para proferir a continuación estas palabras de amenaza que recoge el romancero:

Morirán los españoles

antes de ver tal jornada.

Mi padre pido que sueltes,

pues me diste la palabra,

si no, en campo, como quiera,

te será bien demandada.

Atemorizado, Alfonso II intentó sofocar la ira de Bernardo accediendo a poner en libertad a su padre, a cambio de que este le entregara el castillo del Carpio. El caballero se avino de buen grado, sin saber que la orden de liberación llegaba demasiado tarde. Hacía tres días que el conde de Saldaña había fallecido en su encierro. Cuando el rey se enteró, ordenó que metieran el cadáver en baños para que se ablandaran las carnes, que lo vistieran con ricas vestiduras y que lo colocaran en una silla de marfil. Una vez preparada la escena, hizo llamar a Bernardo, que se arrodilló para besar la mano de su padre, fría como un témpano. Al darse cuenta de que estaba muerto, al caballero se le rompió el alma y lloró amargamente, pero una vez se hubo sobrepuesto, hizo traer a su madre del monasterio para que diera la mano al conde muerto. Así quedó confirmado en público su matrimonio. Nadie volvería a llamarle bas­tardo.

Tras esta terrible escena, Bernardo del Carpio redobló sus esfuerzos en impedir que Carlomagno se hiciera con el reino. El emperador francés había enviado ya a su poderoso ejército al asalto de Zaragoza, donde gobernaba el árabe Marsilio. Bernardo no podía perder tiempo. Enterró a su padre en Saldaña y con los asturleoneses que logró reunir, no dudó en unirse a las tropas musulmanas de Marsilio para frenar a los franceses en Roncesvalles.

En este enclave fronterizo del Pirineo navarro perecieron los mejores caballeros de Carlomagno, los Doce Pares de Francia. Roldán, el mejor de todos ellos, fue el último en morir. Se decía que era invulnerable y que jamás había derramado una gota de sangre, pero Bernardo lo estrechó entre sus brazos, levantándole del suelo hasta asfixiarlo. En recuerdo de aquella victoria, Bernardo del Carpio se llevó consigo la espada de Roldán, la famosa Durandarte.

Esta es una manera de contar su leyenda, pero hay múltiples variantes que ya presentaban problemas de cronología y coherencia a los cronistas medievales. Los relatos de las andanzas de Bernardo del Carpio resultan confusos en el orden de los hechos, pues algunos sitúan la batalla de Roncesvalles antes y no después de que el héroe descubriera su origen, otros establecen parte de la acción ya en el reinado de Alfonso III y los hay que sitúan al héroe español unos años en la corte francesa. De su vida privada, cuentan que se casó con Galinda, hija del conde de Alardos, y fue padre de Galín Galíndez, que también llegó a ser caballero de renombre.

La Asociación Cultural Bernardo del Carpio recuerda cada año a este célebre personaje en unas jornadas en Carpio Bernardo. Sobre el cercano cerro de esta localidad salmantina existe un castillo en ruinas que, según la crónica de Alfonso X el Sabio, levantó el propio Bernardo y «púsolo nombre Carpio, et allí adelante llamaron a él Bernardo del Carpio…».

Durante largo tiempo se creyó que había sido uno de los más ilustres caballeros que ha tenido España. Miguel de Cervantes así lo deja ver en el Quijote: «En lo de que hubo Cid no hay duda, ni menos Bernardo del Carpio; pero de que hicieron las hazañas que dicen, creo que la hay muy grande» (I, 49).

Hoy, sin embargo, pocos creen en su existencia. El mayor defensor de su historicidad es Vicente José González García. Según este historiador asturiano, no hubo una batalla de Roncesvalles, sino dos. La del año 778, en que las tropas carolingias lucharon contra los vascones y recogen los Annales regni francorum y la Vita Caroli Magni, que habría tenido como escenario el valle navarro de Valcarlos; y otra posterior, en el año 808, que habría sido la batalla de Roncesvalles propiamente dicha, en la que habría luchado Bernardo del Carpio.

Los estudios de González García han hecho pensar a algunos que el personaje pudo existir realmente, pero la opinión más extendida entre los historiadores es que la figura de Bernardo del Carpio no resiste un análisis sólido. Es un héroe español confeccionado a medida, espejo del Roldán francés. Quienes lo forjaron conocían bien el pasado, puesto que emplearon datos históricos que revisten de veracidad la historia de este héroe. Como buenos novelistas, dotaron a Bernardo del Carpio de un elevado origen en el que se mezclan amor y tragedia, así como de una exquisita educación, de unos sólidos motivos para enfrentarse a su rey y protector, y de un valor y una destreza en la batalla sin igual que le permitirá cobrarse su venganza. No lo hicieron por casualidad hijo del conde de Saldaña. Esta familia nobiliaria jugó un papel relevante en el reino de León de finales del siglo X y Diego Muñoz de Saldaña estuvo encarcelado por orden del rey en la fortaleza de Gordón, cercana a Barrios de Luna, donde situaron la muerte del padre de Bernardo.

Las leyendas en torno a Bernardo del Carpio parecen haber surgido como réplica española a las francesas importadas del ciclo carolingio y al llamado «pseudo Turpin», una crónica inserta en el Códex Calixtino, escrita seguramente por franceses, en la que parece que fueron Carlomagno y su ejército quienes liberaron de musulmanes las tierras por donde pasa el Camino de Santiago. La epopeya del héroe del Carpio se habría forjado desde un sentimiento patriótico castellanoleonés, como reacción frente a estos relatos franceses.

¿Cómo se explica entonces que en Aguilar de Campoo exista un sepulcro de Bernardo del Carpio? Para quienes sostienen que fue un héroe real, esta es la prueba más importante de su existencia. La visita de Carlos I a la cueva y el hecho de que los terrenos donde se encuentra hubieran pertenecido al marqués del Carpio, don Luis Fernández Manrique, prueban, a su juicio, que existía una firme creencia de que allí estaba enterrado este protagonista del romancero.

El famoso sepulcro, que aún se podía ver cuando Pascual Madoz redactó su Diccionario Geográfico-Estadístico, fue visitado a principios del siglo XXpor Miguel de Unamuno, que no ocultó sus dudas. «Probablemente una superchería», escribió en sus Andanzas y visiones españolas (1916). No ha sido el único escéptico. Para Julio Caro Baroja, la leyenda de Bernardo del Carpio constituía uno de los casos más curiosos de fabulación que había conocido. A diferencia de don Rodrigo u otros protagonistas reales de leyendas, el prestigioso antropólogo sostenía que el héroe del Carpio nunca existió.

El sepulcro, hoy muy deteriorado, se encuentra en las tierras del monasterio de Santa María la Real, en Aguilar de Campoo, una antigua abadía construida entre los siglos XI y XIII que actualmente alberga la Fundación Santa María la Real y el Centro de Estudios del Románico. Jaime Nuño, director de este centro, realizó una excavación arqueológica en la cueva en los años ochenta y asegura que ni el formato de la tumba ni la inscripción de la lápida —en caracteres góticos que se podrían fechar en el siglo XV—, corresponden con un enterramiento del siglo IX, concretamente del año 850 en el que habría fallecido el héroe.

En su opinión, los monjes de Santa María la Real «se inventaron» la tumba durante la Baja Edad Media, en un momento en el que los monasterios antiguos empezaron a declinar ante el surgimiento de nuevas órdenes religiosas. De aquel periodo datan muchas leyendas fundacionales. Las antiguas abadías buscaron una mayor notoriedad, antigüedad y nobleza vinculando sus orígenes a personajes legendarios. San Pedro de Arlanza contaba con la tumba de Fernán González, San Pedro de Cardeña con la del Cid, Santo Domingo de Silos tenía a su propio santo, pero en Santa María la Real no había ningún personaje destacado… hasta que a alguien se le ocurrió que fuera Bernardo del Carpio, quizá porque se decía que era hijo del conde de Saldaña y el castillo de los Saldaña se encuentra en Palencia.

Delante de la cueva de Bernardo del Carpio, casi una grieta en realidad, existió una de las dos antiguas ermitas vinculadas al origen legendario de Santa María la Real. Leyendas y más leyendas. El lugar, algo apartado del monasterio, no es visitable actualmente. Las otras dos tumbas a las que se refería fray Antonio Sánchez en el siglo XVII, la de don Bueso y la de Fernando Gallo, han desaparecido. Nuño sospecha que los restos pudieron haber sido trasladados al propio monasterio. Durante la excavación del mismo comprobó que el lugar había sido usado como lugar de enterramiento, aunque estaba todo removido. No era la primera vez que se buscaban los restos del caballero. El equipo de la Fundación Santa María la Real llegó a encontrar allí huesos humanos, algunos todavía bien dispuestos. Los resultados del estudio de esos restos podrían arrojar algo de luz sobre esta heroica leyenda, que a muchos hubiera gustado que fuera real. Aunque, como afirmó el filósofo Gustavo Bueno, lo importante no es si este controvertido personaje vivió realmente: «Su significado histórico es su leyenda».

FERNÁN GONZÁLEZ

Del otrora poderoso monasterio de San Pedro de Arlanza hoy solo quedan sus ruinas en Burgos. Tras la desamortización de Mendizábal en el siglo XIX, los monjes se vieron obligados a abandonarlo y su deterioro a partir de entonces fue imparable. Apenas resisten en pie algunos restos de su iglesia románica, de la torre y de las dependencias monacales y los dos claustros del que fue el monasterio más influyente de Castilla en su tiempo. Entre los muros de este antiguo cenobio, un monje anónimo escribió en el siglo XIII el famoso Poema de Fernán González, del que sobrevive una copia muy tardía e incompleta en el monasterio de El Escorial. Historia y leyenda se mezclan en este relato que ensalza la figura de este conde del siglo X al que se le atribuyó la independencia de Cas­­tilla del reino de León.

Su legendaria historia se remonta a un día en que el conde de Lara salió a cazar cerca de la villa y se topó con un hermoso jabalí que, tras dejarse ver un instante, se internó en el bosque. Fernán González espoleó su caballo y lo persiguió sin descanso hasta que el animal se escondió en una apartada ermita. Allí entró el conde, decidido a cobrarse su pieza, pero al ver que el jabalí había buscado protección en el altar pensó que debía de ser una señal divina y se puso a rezar. Apenas habían pasado unos minutos cuando salió de la sacristía un monje llamado Pelayo que le dijo: «En paz vengas, conde, la cacería te trajo hasta aquí, pero deja las monterías que te aguarda el rey Almanzor, el terrible enemigo de cristianos. Dura batalla te aguarda, pues el moro trae muchos guerreros, más en ella alcanzarás gran renombre».

Pelayo le anunció otros acontecimientos de su vida, instándole a que si estos se cumplían se acordara de esa humilde ermita. Y así fue. Todo cuanto predijo el monje ocurrió y el conde, fiel a su palabra, entregó a la ermita buena parte del botín conseguido en su victoria ante Almanzor. Aquel pequeño santuario se convirtió con su ayuda en el influyente monasterio de San Pedro de Arlanza, donde el propio Fernán González eligió ser enterrado con su esposa doña Sancha, ya como conde de Castilla. Un título que ganó gracias a su destacada astucia.

El héroe castellano acudió en una ocasión a las Cortes de León con un hermoso azor y un impresionante caballo que había ganado en batalla al poderoso Almanzor. Eran unos animales imponentes que causaron gran admiración entre los nobles leoneses. El rey (Ramiro II, Sancho el Craso… aquí los relatos difieren), deslumbrado por la belleza del azor y el caballo, quiso comprárselos a Fernán González, que en un principio se negó a vendérselos. «No ha de pagar el señor cosa que posee el vasallo. Vuestros son», dicen que respondió el conde de Lara pero, ante la insistencia del monarca, accedió a poner un precio simbólico con una condición: que este se doblaría cada día de demora. Así se acordó y el rey se quedó con el azor y al caballo.

Pasaron los años hasta que, llegado un día, Castilla dejó de pagar su tributo a León. El monarca leonés, enfurecido, mandó cartas al conde con amenazas y este acudió de nuevo a Cortes. Con la cabeza bien alta, Fernán González recordó entonces al rey que aún no le había pagado lo acordado por el azor y el caballo. «Echad cuentas de lo que me debéis y yo os pagaré la diferencia», le replicó el monarca sin saber que en todo ese tiempo la deuda se había multiplicado tanto que no podía saldarla. Así fue como Castilla dejó de pagar su tributo a León y Fernán González consiguió la independencia del condado de Castilla.

La treta de Fernán González recuerda a la leyenda india de los orígenes del ajedrez en la que el rey, cautivado por el juego, ordenó recompensar a su inventor con lo que este le pidió. El brahmán Sissa le había solicitado los granos de trigo que sumaran los contenidos en las casas del tablero (un grano en la primera, dos en la segunda, cuatro en la tercera…), pero cuando fueron a pagarle se dieron cuenta de que la cantidad superaba en mucho la cosecha de años y años.

En el monasterio de San Salvador de Oña, fundado en 1011 por Sancho García, nieto de Fernán González, se encontró un manto funerario conocido como la «yuba de Oña», que se cree que fue realizada en los primeros años del califato de Abderramán III (929-939) y que pudo ser arrebatada por los cristianos a los musulmanes tras la victoria de Simancas. En ella se ve un caballo con un azor (o un halcón) sobre la silla. Es un símbolo de la realeza y la nobleza en el mundo musulmán y también de la partida del alma del mártir hacia el más allá en la fe islámica. Quizá fue este lujoso manto, que pudo pertenecer a Fernán González y con el que fue enterrado uno de sus descendientes, el que despertó la imaginación popular que fraguó esta leyenda.

Tanto este episodio del azor y el caballo, como el de la caza del jabalí y las profecías o los enfrentamientos con Almanzor (938-1002), con todo su anacronismo, figuran en la extensa lista de relatos sobre Fernán González que los historiadores consideran hoy como carentes de fundamento histórico.

Fernán González sentó las bases del futuro reino de Cas­­tilla, pero no fue ningún héroe libertador. Nacido en torno al año 905 en el seno de un reputado linaje, aparece en documentos como conde de Lara en el 929 y tres años después como conde de Castilla, bajo el reinado de Ramiro II de León. Combatió frente a las tropas de Abderramán III, no de Almanzor. Casado con la princesa navarra Sancha, con la que tuvo cuatro hijos, y posteriormente con Urraca, nieta del rey de Pamplona, falleció en el año 970 a la edad de 65 años, tras casi cuarenta de gestión ininterrumpida, tres como titular del microcondado de Lara, dos en prisión y treinta y cinco como gobernador de Castilla. Fue enterrado, junto con su esposa Sancha y sus hijos mayores, en el monasterio de San Pedro de Arlanza —que no fundó él, sino su padre, Gonzalo Fernández—, aunque posteriormente sus restos fueron trasladados a la colegiata de Covarrubias, donde se encuentran actualmente.

Cien años después de su muerte, el relato de su vida empezó a trastocarse. El historiador Juan José García González aprecia varias etapas en el origen del mito. En un inicio confluyeron dos iniciativas distintas. Por un lado, grandes comunidades monásticas de filiación benedictina, como San Pedro de Arlanza, necesitaron amañar algunos manuscritos para garantizarse la propiedad de recursos que habían incorporado a sus patrimonios sin justificante documental alguno. A ese interés del monasterio se sumó la necesidad de los juglares de sorprender a su público con sus relatos. Estos, ante la falta de datos sobre la vida del conde, imaginaron con desparpajo episodios legendarios de gran impacto que terminaron por convertir a Fernán González en un noble de excepcional personalidad y grandes valores, capaz de realizar proezas sin igual. Le atribuyeron no solo haber fundado por propia iniciativa el condado de Castilla, sino también haber logrado pronto y con astucia su independencia del reino leonés. Así fue como surgió el mito de los orígenes que se convertiría después en el referente identitario castellano.

A esta corriente imaginativa se sumó el redactor de la Crónica najerense, acuciado en su caso por la necesidad de encontrar en los arcanos la justificación y la genealogía que dotara de pedigrí a la dinastía que acababa de fundar en Navarra García Ramírez el Restaurador. En su crónica emparentó a Fernán González con Nuño Rasura, uno de los legendarios jueces de Castilla, elegidos por los castellanos de entre los mejores para que les gobernaran al verse desamparados por los reyes de León (del otro juez legendario, Laín Calvo, sería descendiente el Cid).

En una cuarta fase, la comunidad benedictina del monasterio de San Pedro de Arlanza, alarmada por la severa caída de las donaciones piadosas en la primera mitad del siglo XIII, quiso dar a conocer a todo el mundo que en su panteón estaba enterrado este personaje tan famoso del que se hablaba y que se había comportado como un modélico benefactor. El filólogo Diego Catalán decía que el Poema de Fernán González debería denominarse «Poema de la fundación de San Pedro de Arlanza» porque su función fue precisamente la de explicar el glorioso origen del cenobio y por qué se hallaba vinculada a él la casa condal y regia castellana.

La estrategia de Arlanza gozó de gran éxito y difusión. El relato se repitió y reformuló en crónicas posteriores y se le fueron añadiendo otras tradiciones legendarias y batallas. Con ellas se buscaba una intencionada reconquista del pasado, ya que todas estas historias se elaboraron y difundieron con el propósito de que fueran recibidas y asimiladas como historia verdadera. Conocer cómo nacieron y por qué también arroja luz sobre la Historia.

EL TRIBUTO DE LAS CIEN DONCELLAS Y LA BATALLA DE CLAVIJO

El domingo anterior al 5 de octubre se celebra en León la fiesta de las Cantaderas, que conmemora la victoria cristiana en la batalla de Clavijo y el final del ignominioso tributo de las cien doncellas que, según la leyenda, los reyes asturleoneses debían pagar cada año a los califas musulmanes. Jóvenes vestidas con trajes medievales bailan desde la plaza del Ayuntamiento hasta la catedral al ritmo que marca la «sotadera» (la mujer que las instruía en las costumbres musulmanas), en una ceremonia muy similar a la que se realizaba antiguamente cada 14 de agosto, según referencias escritas del siglo XVI.

En un privilegio conocido como «el voto de Santiago», el mismísimo rey asturiano Ramiro I cuenta, supuestamente en primera persona, que «no mucho tiempo después de la ruina de España causada por los sarracenos en tiempo del rey Rodrigo» algunos de sus predecesores, «reyes de cristianos perezosos, descuidados, flojos e indolentes, cuya vida ciertamente no se puede poner por modelo de ninguno de los fieles» pactaron con los sarracenos vergonzosos tributos para que no les molestasen con sus incursiones guerreras. Esos tributos consistían en «darles cada año cien doncellas de extraordinaria hermosura, cincuenta de la nobleza española y cincuenta del estado llano».

El monarca explica que desde su llegada al poder quiso abolir esta indignante obligación y para ello convocó a todos los hombres aptos para la lucha, que partieron hacia Nájera para enfrentarse a las tropas musulmanas. El primero de los choques supuso una amarga derrota para los cristianos, que tuvieron que retirarse a «un collado que llaman Clavijo». Allí, apelotonados en un peñasco, pasaron la noche entre sollozos y lágrimas por la derrota sufrida y el temor fundado a perder la vida en el siguiente envite.

Mientras dormía, al rey Ramiro se le apareció «en figura corporal el bienaventurado Santiago, protector de los españoles», que le instó a tener valor. «Yo he de venir en tu ayuda y mañana, con el poder de Dios, vencerás», le dijo. El santo le anunció que todos le verían «vestido de blanco, sobre un caballo blanco, llevando en la mano un estandarte blanco» y así fue. Según el documento, en medio de la lucha Santiago «se apareció como había prometido». Aquella fue la primera vez que los cristianos invocaron el nombre de Santiago en una batalla. Huelga decir que vencieron. Hasta 70.000 sarracenos se cuenta que cayeron en Clavijo.

En agradecimiento por la ayuda prestada por el apóstol, el monarca ordenó que todas las tierras en poder de los cristianos pagaran perpetuamente cada año «de cada yugada de tierra una medida de la mejor mies y lo mismo del vino» para el mantenimiento de los canónigos que residían en la catedral de Santiago de Compostela y los ministros de la misma iglesia, así como parte del botín de guerra que en lo sucesivo se obtu­­viera.

«Yo, el rey Ramiro, y la mujer que Dios me dio, la reina Urraca, con nuestro hijo el rey Ordoño y mi hermano el rey García, encomendamos a la fidelidad de la escritura la ofrenda que hicimos al muy glorioso Apóstol de Dios, Santiago», reza el privilegio conocido como el «voto de Santiago». Mejor dicho, la copia que de él realizó un canónigo de Compostela llamado Pedro Marcio y que se conserva en la Biblioteca Nacional. El original se extravió, al parecer, en 1543 al ser presentado a la Chancillería de Valladolid por un pleito contra la villa de Pedraza.

Esta copia del canónigo de Compostela es la primera referencia que existe al tributo de las cien doncellas y a esa batalla de Clavijo que habría ganado Ramiro I el 23 de marzo del año 844 con ayuda del apóstol. Nada cuentan las primeras crónicas, tanto cristianas como árabes, de aquellos hechos por los que se estableció el pago a la catedral de Santiago de Compostela.

El documento no resulta sospechoso para los investigadores por este voto, ya que en la Alta Edad Media era costumbre de los reyes recompensar la ayuda de Dios en sus campañas con donaciones. Los recelos los suscita, además de la aparición milagrosa del apóstol, la fecha del 25 de mayo de 834 en que está datado el privilegio —¿diez años antes de la ba­talla?— y los testigos que lo avalan. Urraca, García y Ordoño concuerdan con el entorno de otro monarca, Ramiro II el Grande, rey de León que venció a Abderramán III en Simancas en el año 939. Los nombres de obispos y nobles destacados que se recogen en el diploma también aparecen en otros documentos, pero en tiempos de Ramiro II, no de Ramiro I. Parece que quien escribió el diploma confundió sorprendentemente a algunos de los firmantes.

La historiadora Margarita Torres está convencida de que el documento del siglo XII responde a los intereses de la sede compostelana de dejar constancia escrita de unos derechos de los que disfrutaba, probablemente de manera real y desde hacía más de cien años. Debió de llegar un momento en el que fue preciso presentar prueba escrita de las ofrendas, no siempre registradas, y por ello los canónigos de Santiago se vieron forzados a redactar un diploma que supuestamente era copia de un original. Esta probable falsificación documental, quizá asentada sobre algún dato verídico, está en el origen de la leyenda de las cien doncellas.

La batalla de Clavijo no aparece en los registros históricos sobre Ramiro I. Fue su hijo Ordoño quien luchó cerca de Clavijo contra Musa y obtuvo una sonora victoria, en fechas cercanas a las de la leyenda. Hubo, por tanto, una lucha contra los árabes en esos mismos parajes, aunque no en los años señalados, ¿pero de dónde proviene la idea de ese vergonzoso tributo que habría justificado la batalla? A juicio de Torres, posiblemente recuerde el mutuo y bastante frecuente intercambio de mujeres en la época. Uno de los aspectos más rentables de las incursiones en terreno enemigo en aquellos siglos consistía en el botín humano. O puede que sea una actualización de un tema legendario, muy conocido en la Edad Media, cuyo antecedente más antiguo es el tributo griego de los muchachos y doncellas pagado por los atenienses al Minotauro.

A la sombra de la batalla de Clavijo y el tributo de las cien doncellas surgieron otros episodios legendarios, como la valerosa hazaña de Leonor Garavito. Esta dama, elegida para formar parte del impuesto, se quejó a sus compañeras de que la nobleza de León fuera capaz de entregar a sus hijas al moro enemigo. Según un documento de 1537 conservado en el Archivo Parroquial de Villaturiel, dijo: «Es cosa bien contraria a la ley de Dios y del mundo, que bien parece que somos menos que gallinas». El monarca prometió no pagar ese año el tributo, pero finalmente treinta y siete doncellas partieron de viaje, entre ellas Leonor. Esta propuso entonces a las jóvenes que se cortaran las manos, para ser repudiadas por los musulmanes y permanecer vírgenes y con honra. Así lo hicieron, en silencio, siguiendo el ejemplo de Leonor Garavito, hasta que una adolescente llamada María Jiménez lloró de dolor, alertando a los guardianes. Cuando se acercaron a ver qué ocurría encontraron a siete mujeres mancas y catorce manos sobre el suelo. Por eso al lugar se le llamó «de las siete mancas», que derivó en Simancas, señala el manuscrito. Las jóvenes fueron llevadas hasta Córdoba, donde el califa, admirado por su valentía, las obsequió con joyas y las envió de vuelta a sus ­tierras.

En la iglesia románica de Santa María de Carrión de los Condes (Palencia), hay un cuadro que recuerda la leyenda de las cuatro doncellas que a este poderoso condado de la Alta Edad Media le correspondía entregar. Las jóvenes se encomendaron a la Virgen, que se sirvió de cuatro toros para protegerlas de todo aquel musulmán que intentó acercarse a ellas hasta que, por fin, sus avergonzados familiares y vecinos las recogieron. El lienzo data el extraordinario suceso en la Pascua del Espíritu Santo del año 826. Tampoco aquí las fechas coinciden.

Alusiones al tributo también sirvieron para dotar de prestigio a algunos apellidos. Los Figueroa gallegos, de los que procede la casa ducal de Feria, incorporaron a su saga genealógica a unos antepasados que liberaron a cuatro de las cien doncellas camino de Córdoba, y de los Lorenzana leoneses hay unos versos que dicen que «como fuertes caballeros, cien doncellas libertaron».

En Astorga se custodia el pendón real que portó en la legendaria batalla de Clavijo un tal Luis, hijo de Osorio, señor de Villalobos y alférez de Ramiro I. En recuerdo de la gesta el rey le habría regalado la bandera a este antepasado de los marqueses de Astorga. El pendón, sin embargo, no porta las armas regias —en ese momento una cruz—, sino los dos lobos pasantes de la familia. Según Margarita Torres, ni siquiera el diseño se corresponde, al ser probablemente de las últimas centurias del medievo.

LA BATALLA QUE EL CID GANÓ MUERTO

Subido a su fiel Babieca salió el Cid Campeador de Valencia. Llevaba la espada Tizona en la mano y a su lado cabalgaban el obispo don Jerónimo y su leal Gil Díaz, junto a cien caballeros escogidos. Le precedía Pedro Bermúdez con otros cuatrocientos hombres y a la zaga le seguía su esposa Jimena con su compañía y otros seiscientos soldados más. Abandonaron la ciudad a media noche, tan callando que el ataque cristiano al alba sorprendió en sus tiendas a las tropas de asedio musulmanas. Al rey Bucar le pareció que 60.000 caballeros vestidos de blanco les asaltaban y delante de todos ellos, uno mayor que los demás, con una espada que parecía de fuego y que sembraba la muerte a su paso. Aterrados, los que pudieron salvar sus vidas huyeron hacia el mar, perseguidos por los hombres del Cid, mientras el Campeador, su mujer y sus más cercanos tomaban el camino hacia Castilla.

Ni el rey Bucar ni sus soldados se percataron de la rigidez del Cid, que en ningún momento blandió su espada. Su sola presencia, que tanto temor infundía, unida a la visión de aquel caballero blanco con su espada de fuego les aterrorizó. ¡Cómo iban a pensar que Rodrigo Díaz de Vivar llevaba dos días muerto!

Siguiendo sus indicaciones, los hombres del guerrero invicto habían amarrado su cadáver a la silla, sosteniéndolo con unas tablas, lo habían revestido con las mejores galas, le habían colocado su escudo y sujetado su brazo con su vestimenta de tal forma que su espada se mantuviera derecha. «Dios me ha otorgado vencer esta batalla estando yo muerto», les había asegurado el Cid, instándoles a guardar secreto sobre su muerte para llevar a cabo el engaño.

San Pedro se le había aparecido al Campeador una noche en la que su estancia se vio invadida por un olor maravilloso y una gran claridad. En un primer momento, el Cid no reconoció a este hombre blanco como la nieve, con el pelo cano y crespo, pese a las llaves que portaba en la mano. San Pedro tenía un mensaje para él: «Has de dejar este mundo e ir a la vida que no tiene fin, dentro de treinta días». No podría, por tanto, hacer frente al rey Bucar que asediaba Valencia, pero el santo le consoló. Tanta era su fe en Dios y la atención que siempre tuvo con su iglesia del monasterio de san Pedro de Cardeña, que San Pedro le aseguró: «Estando muerto vencerás esta batalla con ayuda del apóstol Santiago».

No tardó el Cid en caer irremediablemente enfermo tras esta visión y nada se pudo hacer por él. Poco a poco fue perdiendo sus fuerzas, adelgazando a pasos agigantados. Ante su inminente final, el Campeador mandó traer el bálsamo y la mirra que en una ocasión le envió el gran sultán de Persia. En una copa de oro tomó de aquel brebaje y en una pequeña cuchara de aquella mirra. Aquel fue su único alimento en sus últimos siete días. Antes de morir, dispuso en su testamento que le enterraran en San Pedro de Cardeña y dio las últimas órdenes a sus hombres para que su cuerpo fuera ungido, embalsamado y llevado hasta Castilla a lomos de Babieca… una vez hubieran engañado y vencido el rey Bucar.

De tal guisa fue preparado su cadáver, que no hubo hombre en el mundo que no pensase al verlo que estaba vivo. Hasta el rey don Alfonso se maravilló al contemplar su estampa en San Pedro de Cardeña, y eso que había oído decir que en Egipto así lo hacían con los faraones. Su rostro estaba tan fresco y liso, sus ojos abiertos tan claros y parecía tan vivo, que en lugar de darle sepultura lo colocaron sobre una silla, con la espada Tizona en su vaina sobre su mano izquierda y la mano derecha sobre su manto. Así permaneció hasta la muerte de Jimena, cuatro años después, y aún otros seis años más en los que, incluso, protagonizó un milagro. Un judío de los muchos que acudían a ver aquella extrañeza quiso tirar al Cid de la barba, pues se decía que en vida no hubo hombre que lograra semejante hazaña. Acercó su mano a su rostro con tal propósito, pero antes de que llegara al Cid, la derecha del Campeador cayó de las cuerdas del manto y cogió su espada, sacándola un palmo de su vaina. Espantado, el judío salió gritando de la iglesia, alertando a todos los que allí estaban, que pudieron contemplar aquel prodigio.

El cuerpo del Cid aún permaneció en esa postura otros tres años más hasta que, a los diez años de su llegada al monasterio de San Pedro de Cardeña, se le cayó la punta de la nariz y los monjes entendieron que iba siendo hora de que recibiese sepultura. Con grandes honores, misas y vigilias, enterraron por fin al Campeador junto a su esposa Jimena ante el altar.

Así lo cuenta la Leyenda de Cardeña que escribieron los monjes del monasterio burgalés en el siglo XIII y así lo recoge la Estoria de España, de Alfonso X el Sabio, y las Antigüedades de España, del padre Francisco de Berganza. Sin embargo, las circunstancias de la muerte del Cid fueron muy distintas.

Rodrigo Díaz de Vivar falleció con poco más de 50 años (la fecha de su nacimiento es incierta), en su alcázar de Valencia el 10 de julio de 1099. Había enfermado a principios del verano y, esta vez, no pudo sobreponerse a su grave dolencia. Era relativamente joven para lo habitual en la época en hombres de su vitalidad, pero no gozaba de buena salud. Ya en el año 1081 no pudo acompañar a Alfonso VI en Toledo por encontrarse enfermo y en 1090 otra grave enfermedad le postró en cama en Daroca. Hasta para sus enemigos estaba claro que la Parca le acechaba. El almojarife Ibn Abduz intuyó su prematura muerte cinco años antes, en 1094, cuando aconsejó a los moros valencianos que obedecieran al Campeador: «El Cid anda ya hacia el cabo de sus días y, después de su muerte, los que quedemos con vida seremos señores de nuestra ciudad».

El famoso guerrero, que a lo largo de más de treinta y dos años expuso su vida en mil y un combates, falleció paradójicamente en paz y tranquilidad en su lecho de muerte, sin ninguna amenaza en ciernes. En las semanas que precedieron a su fallecimiento los almorávides habían tomado de nuevo la ofensiva, marchando contra Toledo, pero no hay noticias de que en esos años de 1099 y 1100 Valencia fuera objeto de ningún ataque. El Cid fue enterrado con honores en la catedral de Valencia, el lugar que él mismo había elegido. Tiempo atrás había ordenado que fuera rehabilitada, entre otros propósitos, para su enterramiento y el de su familia. No existe ningún indicio de que en sus últimos momentos dictara previsiones para un traslado futuro a Castilla.

Doña Jimena, su viuda, quedó al mando de Valencia y disfrutó de tres años de tranquilidad antes de que los almorávides se presentaran ante sus muros con un gran ejército en el verano del año 1101. Valencia resistió sus ataques durante meses hasta que, en marzo de 1102, doña Jimena pidió auxilio al rey Alfonso VI. La respuesta del monarca no se hizo esperar. La llegada de sus tropas obligó a los almorávides a retroceder a Cullera, pero la situación era difícil de mantener. Durante un mes Al­­­fonso VI y doña Jimena examinaron las posibilidades de retener la ciudad. El rey, al ver que ninguno de los suyos se comprometía a defender por largo tiempo una plaza tan alejada del reino leonés, dispuso su evacuación. Siguiendo sus órdenes, los cristianos abandonaron Valencia en mayo de 1102 y emprendieron camino hacia Toledo, no sin antes prender fuego a la ciudad.

Doña Jimena había ordenado exhumar los restos de su marido y se los llevó consigo, sin un destino claro. Sobre la marcha eligió el monasterio de San Pedro de Cardeña, próximo a Burgos. Cuando la comitiva fúnebre llamó a las puertas del cenobio y solicitó sepultura para el Campeador, los monjes se reunieron en la sala capitular para tomar una decisión. El Cid no había mantenido ninguna vinculación especial con el cenobio y los dos destierros y los años de servicio a los príncipes andalusíes de Zaragoza, así como la derrota póstuma que había obligado a trasladar su cadáver con urgencia, les suscitaban dudas sobre la oportunidad de cobijar sus restos. Al final, optaron por darle honrosa sepultura y aceptar las cuantiosas donaciones que a partir de entonces recibieron como sufragio por el alma del difunto.

Su viuda, que le sobrevivió al menos catorce años, fue enterrada a su lado y allí la memoria del guerrero de Vivar, de tanta fama y gloria en vida, reposó durante años, hasta que la imagen del Cid comenzó a rehabilitarse desde Navarra. En el año 1134 García Ramírez el Restaurador fue reconocido como rey de los pamploneses. El reino de Pamplona había sufrido un vacío de poder desde la muerte de Sancho IV en 1076 y el nuevo monarca necesitaba rearmar ideológicamente su nueva dinastía. El historiador Francisco José Peña señala que fue entonces cuando comenzó a cobrar relieve la imagen del reconocido y nunca olvidado Cid, abuelo por vía materna de García Ramírez el Restaurador.

El nuevo rey de los pamploneses se presentaba como descendiente del valeroso e invencible guerrero de Vivar, exaltado en su versión más noble. Los episodios más oscuros de la vida del Campeador fueron retocados de forma que los des­­tierros estuvieran motivados por las actuaciones injustas de su rey, en claro paralelismo con la situación que vivía la monarquía na­varra, vasalla del soberano castellanoleonés Alfonso VII.

Rodrigo empezó a ser visto como un vasallo valiente, fiel a quien sirvió, un guerrero que defendió su honra y que con sus propias y exclusivas fuerzas llegó a alcanzar un poder equiparable al de un rey.

La memoria histórica del Cid, con esta imagen metamorfoseada por los intereses de los reyes navarros, es la que divulgó el autor de la Historia Roderici en la década de los ochenta del siglo XII. Con esta obra y con el Carmen Campidoctoris, que se escribió a renglón seguido, y la inclusión del Cid en la Crónica najerense, la dinastía navarra exprimió el potencial legitimador de la memoria de Rodrigo.

En Castilla, esta imagen renovada del Cid sirvió como modelo de arrojo en la batalla y de fidelidad al rey ante la nueva amenaza que supusieron los almorávides hacia el año 1200. Los juglares vieron en el Campeador a un personaje idóneo, cuyas victorias se prestaron a airear. El Cantar de Mío Cid, con sus silencios sobre algunos pasajes históricos y sus añadidos legendarios de las bodas de sus hijas con los condes de Carrión o la afrenta de Corpes, proyectó con talento e imaginación el mito del «que en buena hora nació».

Se completaba así el arquetipo del héroe, aunque sin adornos sobrenaturales o místicos. Ese paso lo dio la Leyenda de Cardeña, compuesta en el monasterio hacia 1265 e inserta unos años después en la Primera Crónica General de España de Alfonso X. Con el episodio de su visión, de su autoembalsamiento y la exposición de su cadáver incorrupto y su milagro, el cronista de San Pedro de Cardeña prolongó su biografía, como si se tratara de la vida de un santo.

Seguro que no sospechó que esa inventada batalla que ganó después de muerto se convertiría con el paso del tiempo en uno de los episodios legendarios más famosos del Campeador. Esta no fue, sin embargo, la última de las leyendas surgidas alrededor de Rodrigo Díaz de Vivar, abocado a renovarse a su muerte una y otra vez, adaptándose a los tiempos y las situaciones como supo hacerlo en vida.

Sus restos reposan hoy en la catedral de Burgos, bajo una losa de mármol rojo. Al menos algo de lo queda de él, porque las tropas napoleónicas profanaron las sepulturas de Cardeña y los huesos fueron esparcidos y entremezclados. A partir de entonces, sufrieron diversas vicisitudes hasta que finalmente fueron trasladados en su mayor parte a la catedral burgalesa en 1921. En San Pedro de Cardeña aún se conserva el panteón del Cid con los sarcófagos en piedra del Campeador y doña Jimena y allí también reposan algunos de sus restos. Otros parece que se encuentran en manos de particulares en Francia y en la República Checa, pero eso es otra historia, nada legendaria.

LA VARONA DE CASTILLA

El escudo de los Varona, esculpido en piedra ante la torre-palacio familiar en Villanañe de Valdegovía (Álava), luce las barras de Aragón en diagonal, recordando que fueron ganadas como trofeo. El detalle pasaría inadvertido si la estatua heráldica no mostrara el busto de una mujer, con armadura y celada y una espada rota en la mano. Representa a María Pérez, la Varona de Castilla.

Muy pocas mujeres llegaron a tener su poder en su época, en aquellos últimos años del siglo XI y primeros del XII. María Pérez vivió en esa misma torre-palacio junto a sus hermanos Álvar y Gómez. La familia, partidaria de doña Urraca de Castilla y su hijo Alfonso VII en su lucha contra Alfonso I el Ba­­tallador, fue llamada a tomar las armas y María se empeñó en acompañar a sus hermanos en la batalla, haciéndose pasar por un guerrero más. De nada sirvieron los ruegos y advertencias de sus allegados ante la firme determinación de la joven, que por entonces contaba con veintitrés años y se había ejercitado junto a sus hermanos en la caza, su pasatiempo favorito.

Las tropas castellanas y aragonesas se enfrentaron en Soria, en los campos de Barahona. Cuenta la leyenda que al anochecer, en la confusión del combate, María se apartó de sus hermanos y la casualidad le llevó a toparse de bruces con el mismísimo Alfonso el Batallador. «Ella le dio batalla y le venció», a pesar de que en la lucha se le quebró la espada. Así lo cuenta Rodrigo María Varona, actual señor de la torre-palacio, donde esta historia se ha transmitido de padres a hijos a lo largo de veintisiete generaciones.

La mujer llevó preso al rey aragonés ante Alfonso VII y este, al descubrir su identidad y admirado por su hazaña, le dijo: «Habéis obrado, no como débil mujer, sino como fuerte varón y debéis llamaros Varona, vos y vuestros descendientes, y en memoria de esta hazaña usaréis las armas de Aragón». Para recordar el suceso, el monarca mandó que los campos también se intitularan de Varona (Barahona). A las barras del escudo se añadieron además ocho espejos por las mujeres ilustres de la historia a las que se sumaba esta castellana de armas tomar.

La Varona se convirtió en el terror de los árabes. Les arrebató plazas como Toro, Torquemada o Dueñas y llegó a ser señora de cuarenta villas en Castilla. Eso cuenta al menos su descendiente, que se basa en una genealogía panegírica que se conserva en el archivo de la casa en Villanañe, compuesta en 1715 por Miguel de Varona, un religioso agustino de la familia Varona.

María Pérez contrajo matrimonio con el infante don Vela, hermano de tres reyes de Aragón: Pedro I, Alfonso I y Ramiro el Monje. De este enlace nació Rodrigo Varona, el primero de la estirpe. Desde entonces todos los descendientes se han llamado Rodrigo, con un nombre adicional.

En los últimos años de su vida, ya viuda, la Varona se retiró al monasterio de San Salvador de Oña, donde falleció «después de cumplidos los 63 años de su edad y ocho de reclusión edificante». Sobre un arco del claustro se grabó la inscripción: «Aquí yace en paz la muy ilustre y valerosa capitana María Pérez, conquistadora de reinos y provincias; las guerras por la espada la granjearon el timbre de varón, que adquirió femenil Varona». Así se publicó en 1848 en el Semanario Pintoresco Español, en un resumen de Rafael Monje del escrito genealógico que conservan los Varona.

De ello daba fe el historiador Víctor Balaguer cuando decía que en el monasterio de Oña se encontraba la tumba de la «muy ilustre capitana María Pérez de Villanañe, conquistadora de reinos y provincias, llamada la Varona castellana, dama ilustre que en los primeros tiempos de Castilla llevó a cabo singulares empresas, entre ellas la muy gloriosa del asalto y toma del castillo de Dueñas, y la no menos hazañosa de su combate, brazo a brazo, cuerpo a cuerpo, con el monarca aragonés D. Alfonso I, apellidado el Batallador por las historias».

Lope de Vega dedicó una comedia a La varona castellana (1599), una octava en La Jerusalén Conquistada y otra en la segunda parte de Filomena. De esta última son los famosos versos:

De la ilustre doncella,

que llamaron Varona,

que al rey aragonés

prendió arrogante,

origen del linaje Barahona.

La existencia de la Varona se tiene por real, aunque no el relato completo que de su vida hizo el fraile genealogista Miguel de Varona, lleno de anacronismos e increíbles hazañas. Para los que han estudiado la historia de esta antecesora de la Monja Alférez, de Agustina de Aragón y de María Pita, la leyenda es más bien una explicación del apellido Varona, recogida desde antiguo en nobiliarios y manuscritos, aunque no descartan que en su origen fuera una errónea etimología dada al topónimo Barahona.

Con la Varona de Castilla se perdió el apellido Pérez, del almirante visigodo Ruy Pérez, que mandó construir la Torre en Villanañe allá por el año 680. En esta fortificación se cuenta que descansó don Pelayo tras la batalla de Guadalete (711) y preparó la Reconquista. Su actual propietario señala que ha servido de paso seguro para todas las grandes rutas, como la de la sal o el antiguo itinerario del Camino de Santiago que pasaba por Álava.

Emparentada con los Salazar, Mendoza, Velasco, Sarabia, Rueda o Manrique, entre otros históricos apellidos, la familia contó entre sus miembros con primeras autoridades en Italia, Flandes o América. Sus recuerdos, como el crucifijo donado a un Varona por don Juan de Austria tras la batalla de Lepanto, se han ido acumulando con el paso del tiempo en la torre-palacio, convertida hoy en casa museo.

El último Rodrigo Varona se precia de que su familia es una de las pocas de España que siempre ha conservado su hogar. La figura en piedra de María Pérez que recibe a los visitantes evoca la leyenda de la Varona de Castilla, pero quizá lo verdaderamente legendario sea que un mismo linaje haya vivido de forma ininterrumpida desde el siglo XV en ese mismo palacio.

LA PROMESA CUMPLIDA

«MVNIO SARCOPHAGO… VTPOTE PROMISSIT HIC VIVENS IN NECE VISIT / HIERSALEM SACRUM PATRIARCHA TESTE SEPVLCRHVM», reza el epitafio de Muño Sánchez de Finojosa (o Hinojosa), un singular caballero que murió hacia el año 1080 en los campos de Almenara luchando contra los musulmanes. La inscripción en piedra, que aún hoy puede leerse en una pared del monasterio de Santo Domingo de Silos, lo describe como un hombre «amoroso», «pío», «fuerte», «atrevido» y «sin temor». Nada fuera de lo común si no hubieran esculpido en la lápida que «tal y como prometió en vida, después de su muerte visitó el Santo Sepulcro en Jerusalén siendo testigo el Patriarca».

Don Muño, señor de setenta caballeros en Castilla en tiempos de Alfonso VI, era un buen hombre, destacado guerrero y notable cazador. En una jornada de caza, apresó a un grupo de moros ricamente ataviados que resultaron ser unos novios de alto linaje, Albadil y Alifra, junto a su séquito. Albadil suplicó al caballero castellano que les perdonara la vida y les dejara en libertad ya que iban a casarse. Conmovido el noble, envió recado a su mujer, María Palacin, para que organizara en su palacio una gran fiesta nupcial que duró más de quince días. Y cuando terminaron los festejos ordenó a sus caballeros que escoltasen a los recién casados de vuelta a su hogar.

Pasado un tiempo, don Muño fue llamado a combatir en Almenara, donde resultó gravemente herido. Perdió su brazo derecho y aunque pudo haberse retirado de la batalla de forma honrosa, se negó a abandonar la lucha. El noble guerrero acabó muerto en aquel combate junto a otros setenta caballeros. Hasta aquí su historia se asemejaría a la de muchos valientes caídos en combate si no fuera por el extraordinario acontecimiento que siguió a la batalla. En aquel mismo día en que fallecieron, aseguran que las almas de don Muño Sancho y sus caballeros aparecieron ante la casa santa de Jerusalén, como si hubieran llegado en peregrinación.

Al verles, el capellán del Santo Sepulcro, que era español y había conocido a don Muño en vida, alertó al Patriarca de que un hombre muy honrado de España se hallaba a sus puertas y este salió a recibir a la comitiva en procesión. Los caballeros entraron en la iglesia y rezaron ante el Sepulcro, antes de de­sa­parecer ante el asombro de los que allí se encontraban.

«Era tan fiel en lo que prometía, que habiendo hecho voto de ir a Jerusalén, y no pudiendo en vida, lo cumplió en la muerte», señaló fray Antonio Yepes en 1613. Para este monje no cabía duda de que Muño y sus caballeros «eran almas santas» llegadas por «mandado de Dios Padre».

El Patriarca anotó cuidadosamente el día y la fecha del suceso, y mandó un mensajero a Castilla a recabar noticias sobre don Muño. A su regreso confirmó lo que ya sospechaban en Jerusalén, que el mismo día en que se presentó en Tierra Santa, había muerto en batalla junto a sus caballeros. «Así era en los viejos tiempos la fe de Castilla, que cumplía la palabra aun desde la tumba», escribió el estadounidense Washington Irving en sus célebres Cuentos de la Alhambra antes de enviar este mensaje a los escépticos: «Si alguno de ustedes duda de la milagrosa aparición de los caballeros fantasmas, puede consultar la Historia de los reyes de Castilla y León, del piadoso fray Prudencio Sandoval, obispo de Pamplona (…). Es una leyenda demasiado preciosa como para abandonarla con ligereza en manos de los incrédulos».

Mientras, en los campos de Almenara, el moro Albadil oyó durante la batalla que don Muño había muerto y fue en busca de su cuerpo. Ordenó que lo amortajaran y se lo entregaran a su esposa en un rico ataúd de madera con clavos de plata. Albadil estaba tan agradecido por el gentil trato que tuvo con él en sus bodas que aún hizo más. Sufragó la «muy honrada» sepultura de don Muño en Santo Domingo de Silos. El lugar escogido para el eterno descanso del caballero se encontraba en el patio de clausura del monasterio, justo donde después se levantaría el claustro que aún hoy recorren los monjes de Silos.

Por la documentación que se conserva sobre la tumba de Santo Domingo, se sabe de la existencia del sepulcro de don Sancho ya en la segunda mitad del siglo XI, «en el campo de la Claustra, en el derecho do yogo Sancto Domingo primero».

Aquel era un privilegio extremo, insólito, para el que debía haber una razón muy especial. Un sepulcro de un laico en lugar tan destacado de un monasterio no tiene parangón en ningún lugar de España, al menos entre los siglos X al XIII.

Don Muño era amigo personal de santo Domingo de Silos y este, padrino de uno de sus hijos, pero ni siquiera esta estrecha relación entre ambos era motivo suficiente para semejante honor. Tampoco el prestigio de Silos necesitaba de una sepultura relevante que diera lustre al cenobio, pues ya contaba con la tumba de un abad canonizado. Si a este caballero se le enterró en el monasterio y se permitió un monumento en su tumba fue por la fuerza que tuvo el relato del milagro de su «peregrinación en alma» a Jerusalén.

Lejos de suponer una injerencia en la vida reglar de los monjes, la presencia del cuerpo de don Muño proporcionaba un oportuno testimonio de los milagros que se operaban en los Santos Lugares y que había autentificado nada menos que el Patriarca. Su figura era un paradigma de la santidad laica y caballeresca. Además, su increíble aparición en alma en Jerusalén casaba a la perfección con la peregrinatio in stabilitate impuesta a los benedictinos, esa peregrinación espiritual del monje en la quietud de su reclusión monacal.

El historiador Gerardo Boto Varela sospecha que fue uno de los hijos de don Muño, Fernando —que fue mayordomo y mano derecha del rey Alfonso VI durante más de veinte años—, quien sufragó el mausoleo familiar que describió Miguel Vivancos: «En medio del claustro ay una capilla de bóveda con quatro sepulcros antiquíssimos de los Finojosas con sus letras» (sic). La placa de don Muño se escribió entre los años 1100 y 1110 —o quizá después, porque no se sabe con seguridad cuándo— y la historia que hasta entonces había perdurado en la memoria oral quedó grabada en piedra para las generaciones posteriores. Y con ella, también el prestigio del linaje de los Hinojosa.

El templete funerario, que albergó las sepulturas de Muño, su esposa y sus hijos Fernando y Domingo, se desmontó hacia el año 1700. Hoy solo queda la inscripción con el referido milagro en uno de los muros de la iglesia.

LA BOCA DEL INFIERNO

En el límite de Fuencaliente del Burgo con Santa María de las Hoyas, en Soria, existe una profunda sima conocida como la Torca de Fuencaliente. No es la única en la zona, pero sí la más famosa, quizá por las historias que de ella se cuentan. Dicen que estaba habitada por demonios, que los árabes que caían en sus más de ochenta metros de profundidad aparecían vivos en África, o que en su oscuro fondo encontró la muerte Zaida, la amante de Almanzor. Allí pereció todo un ejército francés durante la guerra de la Independencia, gracias a la audacia y heroicidad de un vecino de esta localidad.

Se desconoce cómo se llamaba el mayor héroe que ha tenido el pueblo, pero su recuerdo ha permanecido en la memoria gracias al político e historiador Manuel Ayuso Iglesias, el primero en recoger la leyenda de «La Torca de Fuencaliente». A través del relato del «tío Periquín» a un viajero que pasó por el lugar, contó cómo hace muchos años, cuando la francesada, llegó desde Aranda un guerrillero con una carta dirigida a los habitantes de Fuencaliente en la que les avisaba de que, a los pocos días, pasaría por allí un gran ejército enemigo con dirección a la carretera de Madrid. No era raro que los soldados franceses viajaran por caminos apartados, para esquivar a las tropas españolas y atacarlas después por sorpresa.

La carta la firmaba Juan Martín Díez, a quien llamaban el Empecinado. En ella les ordenaba a los de Fuencaliente que cortaran el paso a los franceses como buenamente pudieran. Sin embargo, los hombres del pueblo eran pocos, no tenían armas ni el tiempo necesario para cavar fosos o trincheras para entablar batalla con tantos soldados como, al decir del guerrillero, se aproximaban.

Uno del pueblo, con fama de listo, se comprometió entonces a derrotarlos con maña y todos los vecinos de Fuencaliente obedecieron sus indicaciones. Cubrieron con ramas largas y delgadas toda la boca de la sima y colocaron encima unas endebles tablas antes de extender tierra sobre ellas. Cuando la trampa estuvo lista, él montó en su mula y salió al encuentro de los franceses.

El general galo, de quien tampoco se recuerda su raro nombre, aunque sí que tenía muchas barbas y galones, ordenó a sus soldados que detuvieran al vecino de Fuencaliente y le preguntó por el camino más rápido hacia la carretera de Somosierra. El hombre se ofreció a guiarles por poco dinero y así fue como condujo a las tropas enemigas hasta la encerrona.

Cuando se acercaron a la trampa, el de Fuencaliente arreó a su mula, que pataleó sobre el «tinglao», rompiendo las tablillas que habían colocado los vecinos. Todos los que se encontraban sobre ellas, los franceses y también el héroe soriano, cayeron en la Torca, «y no han vuelto a salir desde entonces». El sacrificio del vecino de Fuencaliente salvó la vida de muchos compatriotas ya que el resto del ejército francés, sin jefes ni guías, no tuvo más remedio que volver sobre sus pasos.

De la invasión napoleónica quedan en España abundantes ecos legendarios. Muchos de ellos se refieren al Empecinado aunque sea tangencialmente como en este relato, y algunos coinciden en ardides preparados por los lugareños para atacar a los franceses. La leyenda de la toma de Urueña, por ejemplo, cuenta cómo algunos vecinos de esta villa urdieron la estratagema de azuzar a un rebaño de carneros con estopas y astillas encendidas en los cuernos para que, como si se tratara del más imparable de los ejércitos, arremetiera contra el enemigo. Y dicen que dio resultado.

La táctica no era muy original, ya que se la atribuyen a varios héroes de la antigüedad, pero refleja cómo hay historias que se mantienen en el tiempo, aunque adaptadas a momentos y enemigos distintos porque siguen cumpliendo su objetivo. Hacen que un pueblo se sienta orgulloso aunque, como en el caso de la Torca de Fuencaliente, no exista ninguna prueba documental del paso de las tropas napoleónicas ni misión alguna del Empecinado.

La peligrosidad y profundidad de la Torca llevó desde antiguo a la creencia popular de que el negro agujero había sido creado por un monstruo que vivía allí abajo, o que era una boca al infierno, como la poza del Gorg dels Banyuts en la leyenda del conde Arnau, o la Cueva de Salamanca. De ahí que fuera el escenario idóneo para llevar a los franceses… y que el diablo se encargara de ellos.

DE TRAICIONES, CASTIGOS Y ASUNTOS PENDIENTES

LA CAMPANA DE HUESCA

En el Palacio de los Reyes de Aragón, hoy sede del museo de Huesca, existe una lúgubre estancia bajo el salón del trono a la que se accede por unas cortas escaleras. Es la conocida como la Sala de la Campana, en recuerdo de una cruenta leyenda supuestamente acaecida allá por el siglo XII, en tiempos del reinado de Ramiro II (1134-1157).

Tercer y último de los hijos de Sancho Ramírez y Felicia de Roucy, nada hacía prever que Ramiro llegaría a gobernar. El suyo era un destino eclesiástico. Con apenas nueve años había sido llevado al monasterio benedictino de Saint Pons de Thomières (San Ponce de Tomeras), donde era abad Frotardo, para que fuera monje (quatenus sit monachus secundum regulam Sancti Benedicti), con una extensa donación de bienes. Estuvo unos años al frente de la abadía de Sahagún y fue nombrado obispo de Burgos y algo después de Pamplona, aunque dichos nombramientos no llegaron a tener efectividad canó­nica.

Acababa de ser elegido obispo de Roda cuando su hermano Alfonso el Batallador murió sin descendencia en 1134. En su testamento, Alfonso I dejaba como coherederos a las órdenes del Temple, del Santo Sepulcro y del Hospital de San Juan, pero ni aragoneses ni navarros lo acataron. Ramiro se vio proclamado rey por las ciudades aragonesas, mientras que los pamploneses eligieron a García Ramírez.

Cuenta un romance que el Rey Monje, o Rey Cogulla, como también fue llamado, encontró una corte de intrigas en la que los nobles le despreciaban:

Don Ramiro de Aragón,

el Rey Monje que llamaban,

caballeros de su reino

asaz lo menospreciaban,

que era muy sobrado manso

y no sabidor en armas:

por lo que no le obedecen,

por lo que le desacatan.

Los nobles «fazían guerras entre sí mismos en el regno et matavan et robavan las gentes del regno», según la Crónica de San Juan de la Peña, escrita en el siglo XIV, el primer documento que recoge la leyenda de la campana de Huesca. La situación era de tal gravedad que el rey decidió actuar. Envió un mensajero al monasterio de Tomares con una carta para fray Frotardo rogándole consejo. El abad leyó el escrito de Ramiro II e hizo que el mensajero le acompañase hasta un huerto con muchas coles. Allí cogió una hoz y ¡zas!, sin pensárselo dos veces cortó las coles más crecidas. Hecho esto, dijo al mensajero: «Vete a mi señor el rey y dile lo que has visto, no te doy otra respuesta».

Tal como le indicó fray Frotardo, el mensajero relató el episodio de las coles al rey, que le escuchó con atención. Ramiro II entendió que el huerto era su reino y las coles crecidas los nobles díscolos y ambiciosos. Convocó entonces a las Cortes en Huesca y suscitó la curiosidad de los nobles con un peculiar reclamo. Iba a contar con una gran campana cuyo sonido se escucharía por todo el reino. «Vayamos a ver aquella locura que nuestro rey quiere hacer», se dijeron los nobles y caballeros.

Conforme fueron llegando, a los quince más influyentes les hizo bajar a un lugar del palacio donde, uno tras otro, fueron decapitados. Sus cabezas se colgaron en semicírculo formando una campana y cuando esta estuvo preparada se hizo entrar al obispo Ordás de Zaragoza, líder de los conspiradores, y se le preguntó si la obra le parecía completa. Este, aterrorizado ante la suerte que le aguardaba, respondió al monarca que ningún requisito faltaba, pero el Rey Monje le corrigió: «Sí que le falta algo, el badajo, y para suplirlo destino tu cabeza».

Una vez ejecutados los desleales, el monarca invitó al resto de los nobles a bajar con él para ver la gran campana de la que les había hablado: « ¡Vais a ver la campana que he hecho fundir en los subterráneos para repique a mayor gloria y fortaleza de Ramiro II! Estoy cierto que su tañido os hará comedidos, solícitos y obedientes a mis mandatos».

José Casado del Alisal mostró el horror que se dibujó en los rostros de aquellos nobles en un cuadro pintado en 1880 que se encuentra en el Ayuntamiento de Huesca y que se ha convertido en icono de la leyenda. El lienzo cuenta además con una peculiaridad que muchos desconocen y es que, entre los caballeros retratados por el gran pintor de historia palentino, se encuentra el poeta Gustavo Adolfo Bécquer, amigo personal de Casado del Alisal. Este lo habría incluido en el cuadro como homenaje en el décimo aniversario de su fallecimiento, según el escritor oscense Alejandro Alagón. Sería el de bigote y pe­rilla, situado junto al pilar derecho, un hombre joven que guarda parecido con el célebre retrato que hizo del poeta su hermano Valeriano. Nunca se podrá saber con certeza, puesto que el pintor no dejó testimonio de los modelos que utilizó, pero de ser así, seguro que al autor de las Rimas y leyendas más famosas de la literatura española le habría encantado formar parte de una leyenda, aunque fuera a título póstumo.

La historia del cruel castigo del Rey Monje sirvió de inspiración para numerosas obras literarias, como La campana de Aragón de Lope de Vega o la novela La campana de Huesca (1852) de Cánovas del Castillo, y dio lugar al dicho «más sonado que la campana de Huesca» con el que se refiere a un suceso de gran repercusión.

Pronto se constató que la anécdota de las coles que corta fray Frotardo corría por el mundo mucho antes de que el Rey Monje naciera. El historiador Jerónimo Zurita identificó en sus Anales de la Corona de Aragón (1562) que esta popular narración se basaba en fuentes clásicas. Recuerda al consejo que pidió Periantro, tirano de Corinto, a Trasíbulo de Mileto y que relató Herodoto, aunque en esa ocasión no se cortaban coles sino espigas. También es similar al que se cuenta de Tarquinio el Soberbio, el último rey de Roma, que según Tito Livio cortó las adormideras más altas como consejo para su hijo Sexto Tarquinio. El cronista Lope García de Salazar también refiere un episodio semejante de Sancho el Sabio de Navarra, con berzas en lugar de coles.

En la Sala de la Campana del actual museo de Huesca, donde la tradición sitúa la leyenda, muchos se sobrecogen al imaginar allí la escena. Sin embargo, el Palacio de los Reyes de Aragón fue construido a finales del siglo XII por orden de Alfonso II, nieto de Ramiro II. Es verdad que posiblemente se levantara sobre una construcción anterior, pero hasta la fecha no hay datos que indiquen si fue en este lugar donde el Rey Monje cortó de raíz la insubordinación de sus nobles. Porque no todo lo que cuenta la leyenda es historia imaginada. El relato posee un sustrato histórico.

En su crónica, escrita hacia el año 1304, el árabe Ibn Idari dio cuenta de un ataque de nobles cristianos a una caravana musulmana que había partido de Fraga en dirección a Huesca. El asalto rompía la tregua firmada por Ramiro II con el general almorávide Ibn Ganiya, señor de Valencia y Murcia, y desafiaba la autoridad del Rey Monje, a quien no le tembló la mano. El monarca ordenó la decapitación de los siete culpables como castigo por aquellos hechos.

El historiador Antonio Ubieto buscó en documentos históricos a los tenentes que se encontraban al servicio de Ramiro II y detectó que a partir de 1135 no se vuelve a tener noticias de siete de ellos, el mismo número de nobles citado por Ibn Idari: Lope Fortuñónez de Albero, Fortún Galíndez de Huesca, Martín Galíndez de Ayerbe, Bertrán de Ejea, Miguel de Rada de Perarrúa, Íñigo López de Naval y Cecodín de Navasa de Ruesta. No cabe duda de que hubo una sustitución en los mandos oscenses, en fechas que se corresponden con las de la leyenda de la campana de Huesca.

Ubieto estaba convencido además de que la versión más antigua de la leyenda era un desaparecido cantar de gesta, del que rescató varios versos. El académico de la Lengua Manuel Alvar, que añadió posteriormente otros, consideraba que La campana de Huesca era precisamente el último de los cantares de gesta descubierto.

Habría sido compuesto con evidente finalidad propagandística, aunque no al servicio de Ramiro II, como cabría pensar en un principio, sino de sus sucesores, que como él vivieron en conflicto con sus nobles durante el siglo XIII. Tal y como señala el historiador Carlos Laliena, la leyenda perduró porque servía a la monarquía feudal para recordar a los miembros de la nobleza cómo actuó un rey de su propia dinastía contra sus antepasados.

EL EMPLAZADO A MORIR

¿Fue un infarto? ¿Una embolia? ¿Una apendicitis? ¿Sufría una enfermedad de tipo tuberculoso? Nadie sabe a ciencia cierta de qué murió Fernando IV, con solo veintiséis años, el 7 de septiembre de 1312. Se había echado a dormir en su tienda después de comer y al poco lo encontraron inerte en la cama.

El inesperado fallecimiento del rey, sin causa evidente, pronto fue relacionado con el ajusticiamiento de dos caballeros apenas unas semanas antes. Así lo recogió la Crónica de Fernando IV, escrita en el mismo siglo XIV: «E otro día jueves, siete días de setiembre, víspera de Sancta María, echóse el Rey a dormir, e un poco después de medio día falláronle muerto en la cama, en guisa que ninguno lo vieron morir. E este jueves se cumplieron los treynta días del emplazamiento de los ca­valleros que mandó matar en Martos» (sic).

En esta localidad jienense habían sido arrestados los hermanos Juan Alfonso y Pedro de Carvajal, caballeros de la Orden de Calatrava, acusados de haber asesinado meses antes en Palencia a don Juan Alonso de Benavides, valido del rey, cuando este abandonaba el palacio de noche. Al ser la víctima una persona muy cercana a Fernando IV, el monarca se desplazó hasta Martos, de camino al sitio de Alcaudete, para condenar a muerte a sus presuntos culpables. Esa era la pena establecida en un caso de asesinato como este.

Aunque a los asesinos de Benavides no se les pudo identificar y los hermanos Carvajal siempre se declararon inocentes, fueron condenados a morir despeñados en Martos. Las crónicas recogen que los caballeros, viendo que iban a ser ejecutados injustamente, emplazaron al rey a comparecer ante la justicia de Dios en un plazo de treinta días para dar cuenta de su tremendo error. La amenaza no detuvo a sus verdugos. Los dos fueron arrojados desde lo alto de la peña en una jaula de hierro con clavos y cuchillos afilados en su interior. El cruento método de ejecución se conocería después como la Dama de Nuremberg (un sarcófago de hierro con púas que al cerrarse atravesaban a la víctima), pero ya existía en una versión más tosca por aquel entonces.

Cumplida la sentencia, el rey continuó su camino. Se encontraba cerca de Alcaudete, a unos veinte kilómetros de Martos, cuando «tomóle una dolencia muy grave» y tuvo que dirigirse a Jaén aunque «no se queriendo guardar, comía carne cada día e bebía vino…». Murió el 7 de septiembre, víspera de Santa María, fecha en que se cumplía el siniestro emplazamiento de los hermanos Carvajal.

No tardaron en surgir rumores que vincularon la muerte repentina del monarca, sin explicación entonces, a la controvertida condena a muerte de los Carvajales. A Fernando IV se le empezó a conocer con el apodo de «el Emplazado».

Las habladurías cobraron aún más fuerza dos años después, cuando el último maestre de la Orden del Temple fue sentenciado a muerte en París. Antes de su ejecución el 18 de marzo de 1314, Jacques de Molay emplazó al rey francés Felipe IV y al papa Clemente V a comparecer ante Dios para dar cuenta de su injusticia en el plazo de un año. El padre Juan de Mariana (1536-1624) ya destacó esta coincidencia de emplazamientos. El historiador jesuita achacó el de Jacques de Molay a dichos del vulgo, acrecentados y fortalecidos tras la muerte del rey francés y del papa. «Ambos citados por los templarios; si verdadera, si falsa, no se sabe; mas es de creer que fuese falsa», escribió. En cambio, sobre lo que le sucedió al rey Fernando, afirmaba que nadie lo ponía en duda. ¿Nadie?

Los escritores que vivieron a principios del siglo XIV nada señalaron del emplazamiento al referirse a la muerte del monarca y el cronista de los reyes de Granada, Ibn al-Jatib, que escribió su historia apenas cincuenta años después, solo mencionó que sobre el fallecimiento se contaba «una fábula singular».

Diego Rodríguez de Almela fue el primero en hacerse eco de los rumores en su crónica a mediados del siglo XV, casi a la par que la de Diego de Valera. Ambas tuvieron mucha aceptación, sobre todo la primera, y en ellas se basaron las posteriores, también la Crónica de Fernando IV, escrita por Fernán Sánchez de Tovar.

El historiador Antonio Benavides, que casualmente se apellidaba igual que el privado asesinado, comparó todas ellas en sus Memorias del rey D. Fernando IV de Castilla (1860), destacando las contradicciones en las que incurrían, los errores y la falta de pruebas para empañar la memoria de aquel rey. Así resumía los hechos: «En tiempos del acontecimiento nada dicen los escritores, la opinión pública calla, hasta la voz del maledicente vulgo permanece muda; cincuenta años después un escritor, eco de los rumores maliciosos que se levantan, los da como fábula y se mofa de la limpia credulidad; cien años después todavía otro escritor manifiesta la duda de la opinión pública ilustrada; más tarde otro la afirma y a este lo copian todos: la noticia se difunde, la malicia del vulgo la repite, los teólogos ayudan a propalarla, las generaciones la creen, la memoria de un rey queda infamada».

Otros monarcas reunieron más papeletas para haber sido emplazados a morir que Fernando IV. Hijo de Sancho IV y de María de Molina, era bondadoso y de carácter débil, a tenor de lo que dicen de él las crónicas. Sin embargo, a este rey la posteridad le colgó una imputación hija de rumores o de los intereses o los odios de familias poderosas en la Castilla de aquellos tiempos.

En Martos se conserva una antigua picota a la que llaman la Cruz del Lloro. Según la tradición, es el lugar donde se detuvo la jaula de hierro de los Carvajales después de rodar peña abajo.

El capellán Isaías Morales contó en 1918 en la revista Don Lope de Sosa que en cierta ocasión se abrió el sepulcro de los Carvajales. Los restos de los dos hermanos fueron sacados de la tumba, en presencia del médico de Martos, José López Luque, y del juez de instrucción, Rafael de la Haba y Trujillo, según el testimonio del párroco Juan Francisco Páez.

El médico de Martos apreció que pertenecían solo a dos personas y por su tamaño dedujo que fueron dos hombres robustos y fornidos. No se explicaba, sin embargo, «cómo los huesos largos se encontraban íntegros y sin fracturas, cosa inverosímil, siendo arrojados los Carvajales desde el sitio llamado Mal Vecino, en la cumbre de la peña, altura muy respetable, y bajando la jaula de hierro en que se les encerró despeñándose y dando golpes y sacudidas en las rocas, hasta caer en el sitio donde está emplazada la Cruz del Lloro».

El rudimentario análisis llevado a cabo por López Luque en la iglesia de Martos hace un siglo cuestionaría la forma en que murieron los caballeros calatravos, en el caso de que estos fueran sus restos, extremo sobre el que también existen dudas.

A Fernando IV le dieron sepultura en Córdoba. Hacía tanto calor en aquellas fechas de septiembre de 1312 que su mujer Constanza decidió enterrarlo en la Capilla Real de la mezquita-catedral de Córdoba, aunque durante el reinado de Felipe V, en el siglo XVIII, sus restos fueron llevados a la Real Colegiata de San Hipólito.

En 1912, el doctor Francisco Simón Nieto expuso su teoría acerca de la muerte del Emplazado en su obra Una página del reinado de Fernando IV. Según su tesis, murió de «una pleuresía con absceso de origen cavitario y abundante supuración» cuya secuela fue la «caída en el corazón de un trombus procedente del territorio pelviano, inflamado de antiguo». Es decir, una trombosis coronaria. No por ningún emplazamiento.

LAS CUENTAS DEL GRAN CAPITÁN

Las cuentas del Gran Capitán, las auténticas, se conservan en el Archivo General de Simancas. Son nada menos que 942 hojas manuscritas con una detallada relación de gastos, firmadas por el propio Gonzalo Fernández de Córdoba tras la II Campaña de Nápoles y dirigidas a Luis Peixon, tesorero y abastecedor de la Armada en época de Fernando el Católico.

Las otras cuentas, las que dieron origen a la expresión que hoy se usa para aludir a partidas exorbitantes o a aquellas que están hechas de forma arbitraria y sin ninguna justificación, nacen de un episodio que aún hoy bascula entre la historia y la leyenda.

Los hechos se remontan al otoño de 1506. Hacía dos años que el Gran Capitán, con sus épicas victorias en Ceriñola y Garellano, había ganado Nápoles para su rey y este, una vez que la posición española estuvo asentada, desembarcó en Italia para tomar posesión del reino. A oídos del monarca habían llegado toda clase de insidias sobre su general, virrey en Nápoles desde el fin de la guerra. Las malas lenguas decían que Fernández de Córdoba se había apropiado de fondos destinados a la campaña, que dilapidaba repartiendo toda suerte de mercedes entre sus subordinados y hasta que planeaba dar un golpe de mano para convertirse en rey de Nápoles. El admirado militar, además, cumplía con cierta laxitud su obligación de dar parte de sus gastos, lo que había contribuido a acrecentar las sospechas del monarca. A su llegada a su llegada a Nápoles no tardó en pedir cuentas al Gran Capitán.

Dicen que Gonzalo no se turbó por ello y aseguró que al día siguiente las expondría con detalle. En efecto, acudió con un libro y, ante el rey y los interventores de Hacienda, comenzó a leer sus extravagantes y desorbitadas partidas: «Doscientos mil setecientos treinta y seis ducados y nueve reales en frailes, monjas y pobres para que rogaran a Dios por la prosperidad de las armas españolas; cien millones en palas, picos y azadones, para enterrar a los muertos del adversario; cien mil ducados en pólvora y balas; cien mil ducados en guantes perfumados para preservar a las tropas del mal olor de los cadáveres de los enemigos tendidos en el campo de batalla; ciento setenta mil ducados en poner y renovar campanas destruidas con el uso continuo de repicar todos los días por nuevas victorias conseguidas contra el enemigo; cincuenta mil ducados en aguardiente para las tropas en días de combate; millón y medio de ídem para mantener prisioneros y heridos; un millón en misas de gracias y Te Deum al Todopoderoso; tres millones de sufragios por los muertos; setecientos mil cuatrocientos noventa y cuatro ducados en espías…».

Conforme iba leyendo el Gran Capitán, aumentaba el asombro, se escapaban las risas y crecía la confusión entre los presentes. El rey, avergonzado y quizá temiendo el final del discurso, interrumpió la lectura antes de que Gonzalo llegara a la última frase: «… y cien millones por mi paciencia en escuchar ayer que el rey pedía cuentas al que le ha regalado un reino».

El Tribunal de Cuentas conserva hoy un impreso titulado Cuentas del Gran Capitán, que hasta 1983 perteneció al Museo del Ejército, que recoge todas estas increíbles partidas. Sin embargo, los historiadores creen que esta relación de gastos disparatados se difundió por tradición oral antes de reflejarse en este documento. La mayoría sospecha que estas famosas cuentas del Gran Capitán son apócrifas ya que su lenguaje no se corresponde con el que se usaba en tiempos de los Reyes Católicos, sino con el de un siglo más tarde.

Cierto es que el dinero gastado en la guerra de Nápoles fue excesivo, en opinión de los tesoreros reales, que se quejaron al monarca de la cuantía de estas partidas. Fernández de Córdoba era exigente en el pago a sus tropas. En una carta que escribió de su puño y letra a los Reyes Católicos hacia el año 1500 les suplica que «tengan gran cuidado de las pagas desta jente, porque no conviene a vuestro servicio que esté ociosa ny mal pagada…». La misiva está fechada en Málaga el primero de junio, antes de poner rumbo a Italia con 6.000 hom­­bres de armas, 5.000 infantes y 18 cañones, más un refuerzo de 2.000 mercenarios alemanes, a hacer frente a un ejército francés mucho más numeroso, muy superior en caballería pesada y cuya artillería doblaba a la española. A pesar de estas desequilibradas fuerzas y de la escasez de fondos que llegaban con cuentagotas de la Península, los españoles vencieron en Ceriñola y Garellano gracias a la astucia del genial estratega cordobés. Estas victorias aumentaron aún más la popularidad del Gran Capitán, querido y respetado por sus hombres, pero también las maledicencias cortesanas de quienes envidiaban los méritos de un segundón que se forjó su propia fama.

Cierto es también que Fernández de Córdoba era un hombre generoso y así se mostró cuando desempeñó las funciones de virrey en Nápoles, concediendo prebendas y cargos a sus hombres de confianza. Tanto, que el rey llegó a decir a su secretario Almazán: «De nada sirve que me haya conquistado un reino si lo reparte antes de que llegue a mis manos».

Desde la muerte en 1504 de Isabel la Católica, máxima valedora del Gran Capitán, la distancia entre el general cordobés y el rey se había ido ensanchando. Fernando de Aragón desconfiaba del éxito del militar. Temía que aspirara a proclamarse rey de Nápoles, o que pudiera cambiar de bando habida cuenta de la admiración que había mostrado hacia él el nuevo rey de Francia, Luis XII, y prestó oídos a quienes acusaban a Fernández de Córdoba de haber malgastado fondos reales.

A su llegada a Italia destituyó al Gran Capitán, pero no hay pruebas de que le exigiera cuentas en forma inconveniente. Tampoco resulta creíble que este, respetuoso siempre con los reyes, hubiese cometido el desacato de recitar una relación de cuentas como la anteriormente descrita. El rey no hubiera tolerado semejante burla.

Cesado en sus funciones de virrey, el veterano militar de cincuenta y seis años se vio obligado a regresar a España, donde fue apartado y sufrió no pocos desprecios por parte del monarca, que no cumplió sus promesas. A él, que había sido virrey de Nápoles, Fernando el Católico le humilló destinándole como alcaide a Loja. En su retiro granadino fallecería seis años después, a causa de un brote de las fiebres cuartanas que contrajo en Garellano, una de tantas guerras ganadas para el rey que tan ingrato fue con él.

El Gran Capitán se mantuvo fiel a su rey hasta su muerte, pese a los desplantes de Fernando el Católico que, sin duda, tuvieron que suscitarle ese resentimiento que se desprende de las cuentas que se le atribuyen. La famosa lista de pagos sería la respuesta del vasallo maltratado que, haciendo gala de gran ironía, daba una lección al monarca de cómo debía de ser tratado un conquistador. Las campanas rotas recordaban las grandes batallas que el general cordobés ganó para el rey, los pagos a los frailes y curas aludían a las tropas que llevó a la muerte y los guantes de perfume a todos los soldados que mató por él. Las cifras, a todas luces desproporcionadas, resaltaban el valor de las proezas logradas bajo el mando de un hombre que por su origen estaba destinado a ser un militar de segunda fila y, sin embargo, se labró un nombre en la Historia de España.

Gonzalo Fernández de Córdoba se convirtió en el prototipo del soldado español de la época: leal, orgulloso, valiente e incluso temerario, desapegado de lo material y poco dado a rendir cuentas, como bien refleja la leyenda.

Estas son, además, la lección de un buen estratega militar que replica a quienes le acusan de haber gastado demasiado que el coste de una guerra perdida, aunque se haya invertido poco en ella, es siempre muy superior al de una guerra ganada, por cara que sea esta.

Si la leyenda ha perdurado en el tiempo es porque se cree que mereció ser cierta. Porque, como sostiene el historiador José Calvo Poyato, hay mucho de verdad en ella.

EL CABALLERO DE OLMEDO

«Amor, no te llame amor / el que no te corresponde». Los primeros versos que Lope de Vega puso en boca de don Alonso ya presagiaban la causa por la que moriría asesinado el protagonista de El caballero de Olmedo en la célebre tragicomedia que dio a conocer a todo el mundo la Villa de los Siete Sietes vallisoletana.

Don Alonso Manrique, como llamó Lope al noble de Olmedo, regresaba de ver a su amada doña Inés en Medina del Campo cuando a unos tres kilómetros de su casa, en lo alto de la llamada Cuesta del Caballero, fue atacado a traición por don Rodrigo, el prometido de la joven al que corroían los celos. De nada sirvieron las advertencias en el camino («Sombras le avisaron / que no saliese / y le aconsejaron que no se fuese»). Don Alonso se encaminó solo hacia su terrible destino en esta famosa obra que se estrenó en 1620 y que tantas veces ha sido llevada a los escenarios.

Lope de Vega escribió El caballero de Olmedo a partir de una seguidilla popular que por aquel entonces era muy conocida:

Que de noche lo mataron,

al caballero,

la gala de Medina,

la flor de Olmedo.

La cantinela había alcanzado gran éxito en el primer cuarto del siglo XVII, pero no aludía en su origen a ningún don Alonso, sino a Juan de Vivero y Silva, un caballero de la Orden de Santiago que vivió en una mansión palaciega próxima al desaparecido arco de San Martín, en Olmedo, y que fue asesinado en noviembre de 1521. Señor de Castronuño y Alcaraz, Vivero «fue muerto viniendo de Medina del Campo de unos toros, por Miguel Ruiz, vecino de Olmedo, saliéndole al encuentro», tal como se apunta en el Nobiliario genealógico de los reyes y títulos de España (1622), de Alonso López de Haro.

El historiador Juan Antonio de Montalvo daba más detalles en 1633 de aquel suceso tan celebrado del caballero de Olmedo, fechando el crimen en un día cerca de Todos los Santos de 1521, durante el reinado de Carlos I (y no de Juan II, como en la obra de Lope). Tras el asesinato, Miguel Ruiz se refugió en el convento de religiosos jerónimos de La Mejorada, donde los frailes le protegieron del cerco de caballeros, amigos y deudos del muerto. Vestido de fraile, Ruiz logró escapar de sus perseguidores y acabó embarcándose para las Indias, donde tomó el hábito de Santo Domingo en México, fue lego y vivió casi sesenta años.

En 1966, el hispanista francés Joseph Pérez encontró varios documentos en el Archivo Histórico de Simancas con datos de la historia real del ilustre caballero de Olmedo. Dan cuenta de las detenciones llevadas a cabo tras la muerte de Vivero, de las acciones judiciales emprendidas por la viuda de don Juan, doña Beatriz de Guzmán, y de cómo fueron confiscados los bienes de Miguel Ruiz, aunque sus huellas se perdieron. La fecha (6 de noviembre de 1521), la identidad de la víctima, del asesino, el lugar y las circunstancias del crimen están desde entonces bien establecidas, pero no así los motivos del asesinato.

Se habló de una posible disputa a cuenta de unos galgos, pero estudios más recientes, como el llevado a cabo por Antonio Blanco, apuntan a un ajuste de cuentas tras la batalla de Villalar que enfrentó a los comuneros con los partidarios del rey Carlos I.

El conflicto fue muy virulento en Olmedo. En un primer momento, don Juan de Vivero capitaneó a la parte de la ciudad que se declaró comunera, pero cuando los acontecimientos se decantaron definitivamente a favor de los realistas, cambió de bando. Aprovechó que Antonio de Fonseca, señor de Coca, tuvo que huir a Flandes tras el incendio de Medina, y se adueñó del poder. Aunque no por mucho tiempo. El 6 de noviembre de aquel mismo año de 1521, murió asesinado. Los Fonseca no se habían resignado y habían movido sus hilos. Prueba de ello es que se prestara auxilio al asesino de Vivero en el monasterio de La Mejorada, del que los Fonseca eran grandes benefactores.

El crimen sangriento de un joven noble del prestigio de don Juan, caballero de Santiago, triunfador en Villalar (1521) al servicio de Carlos I y recién electo regidor de Olmedo, causó gran impresión entre la gente del lugar y su recuerdo perduró durante años.

La estancia de la Corte en Valladolid de 1601 a 1606 contribuyó de forma decisiva a que la historia del caballero de Olmedo reviviera, se recreara y se divulgara. Llegó a Lope sin referencias cronológicas ni móvil claro del crimen. De ahí que imaginara una intriga más sugerente para el espectador, convirtiendo a Olmedo en un espacio literario universal, escenario de una de las historias de amor y muerte mejor contadas, en la que resuena el eco de ese trágico suceso ocurrido en el camino de Medina a Olmedo.

Si hoy se conoce Olmedo como la «ciudad del caballero» es porque la tragicomedia de Lope ha sobrepasado la realidad histórica de aquel suceso. Es don Alonso Manrique, más que don Juan de Vivero, quien después de muerto vive «en las lenguas de la fama». La gala de Medina, la flor de Olmedo.

LA EJECUCIÓN DEL EMPECINADO

En el parque de La Cava, de Roa de Duero, un monumento recuerda a Juan Martín «el Empecinado». La escultura representa al héroe de la guerra de la Independencia malherido y atado, justo antes de ser ajusticiado en la plaza de esta localidad burgalesa aquel aciago 19 de agosto de 1825 por mandato de Fernando VII. En ese mismo escenario, el Círculo Cultural Juan Martín El Empecinado recrea cada año aquella injusta pena, que pronto se revistió de leyenda.

Quién sabe cuál habría sido el final de la guerra de la Independencia si el Empecinado y sus hombres no hubieran fustigado incansablemente a las tropas napoleónicas, convirtiendo su ocupación en una pesadilla. Las hazañas de este labrador vallisoletano contra los franceses lo convirtieron en una auténtica autoridad militar, célebre en toda España e imitado por no pocos jóvenes del momento. El azote de los soldados de Napoleón, que entró triunfal junto al duque de Wellington en Madrid, fue condecorado con la Cruz Laureada de San Fernando y llegó a ser capitán general de los ejércitos. Sin embargo, acabó sus días humillado, degradado y ajusticiado sin honor por orden del mismo rey al que llamaron «el Deseado» y por cuyo regreso a España tanto había combatido.

Era Juan Martín obstinado, tanto que el apodo de Empecinado con que era conocido —como todos los nacidos en Castrillo de Duero por el lodo negruzco, similar a la pecina, que allí se forma junto al río Botijas— se convirtió con él en sinónimo de terco o pertinaz. Antifrancés, pero no reaccionario ni absolutista, su inquebrantable defensa de la Constitución de 1812 pronto le enfrentó a Fernando VII, dispuesto a erradicar cualquier atisbo de libertad constitucional tras la contienda. Si su conocido compromiso con la Pepa le colocó en situación difícil, la carta antiabsolutista que firmó y entregó al rey en persona en 1815 le enemistó para siempre con el monarca.

La respuesta fernandina no se hizo esperar. El Empecinado fue desterrado a su tierra, donde se vio obligado a volver a trabajar en sus cultivos, aunque siguió recibiendo a conspiradores para derrocar a Fernando VII. Este aún intentó sobornar al exguerrillero, ofreciéndole un millón de reales para armar y levantar hombres contra la Constitución a cambio del título de conde de Burgos. Vano intento, cuyo rechazo acrecentó el odio visceral de Fernando VII. La respuesta del Empecinado destilaba desprecio, según las supuestas frases textuales recogidas por Salustiano de Olózaga: «Diga Ud. al rey que si no quería la Constitución, que no la hubiera jurado; que el Empecinado la juró y jamás cometerá la infamia de faltar a sus juramentos».

Aún Juan Martín volvió con honores a la escena política durante el Trienio Liberal. En estos años de 1820 a 1823 gobernó la plaza zamorana, pero la entrada de los Cien Mil Hijos de San Luis que dio inicio a la Década Ominosa (1823-1833) dejó al Empecinado otra vez en el punto de mira de Fernando VII. La llegada de las tropas francesas le pilló en Extremadura, a un paso de Portugal, pero no quiso abandonar España, pensando quizá que un héroe de la Independencia no sería condenado a muerte. Se equivocó. El 22 de noviembre de 1823 fue capturado por las fuerzas realistas en Olmos de Peñafiel y pasó dos años en la prisión de Roa, sufriendo maltratos y vejaciones. Se dice que era paseado por el pueblo los días de mercado en una jaula de hierro y que los vecinos le increpaban y lanzaban excrementos e inmundicias.

Su esposa, su madre y personalidades de la época pidieron sin éxito a Fernando VII su indulto. En una carta de mayo de 1824 el rey escribe: «Ya es tiempo de coger a Ballesteros y despachar al otro mundo a Chaleco y el Empecinado». A esta inquina del monarca se sumaba además la del corregidor de Roa, Domingo Fuentenebro, con el que el Empecinado ya se había enfrentado anteriormente y que algunos sospechan que jugó un papel destacado en su muerte.

El 10 de agosto de 1825, Fernando VII aprobó la sentencia que lo condenó a la horca, como un vil malhechor. El alcalde de Roa, Gregorio González Arranz, narró en sus memorias que al leer el veredicto, el Empecinado exclamó: «¿Y su Majestad el rey ha aprobado esa sentencia?… ¿Ahorcarme a mí, a mí? Que me maten… ¡bueno!… ¡Pero no de esa manera!… Pues qué, ¿no hay balas en España para fusilar a un general?… ¡Poco ha tenido Su Majestad presente mis sacrificios en la guerra contra Napoleón y los muchos enemigos franceses que han muerto a mis manos!…».

A las diez de la mañana del 19 de agosto, fue conducido al patíbulo en la plaza de Roa, montado en un jumento desorejado. Pese a que los dos años de maltratos y vejaciones habían menguado sus fuerzas, al pie de la escalera del cadalso hizo un esfuerzo prodigioso y rompió las esposas de hierro que tenía en las manos. Así consta en la notificación del corregidor Vicente García Álvarez que informaba del cumplimiento de la sentencia y en las memorias de González Arranz.

El Empecinado se tiró sobre el ayudante del batallón al que llegó a agarrar la espada, pero no logró hacerse con ella. Trató de escapar en dirección a la colegiata y se metió entre los soldados. Hubo gran confusión. Los tambores siguieron tocando, las gentes desarmadas salieron despavoridas y las autoridades, el sacerdote y el verdugo se quedaron paralizados.

Según el corregidor, su objetivo era acogerse al sagrado de la colegiata, o lograr que los voluntarios realistas le diesen muerte y no sufrir la afrentosa pena de la horca. Así, cuenta la leyenda que murió luchando cuanto pudo contra los soldados que lo cosieron a bayonetazos, dejándole sin vida antes de colgar su cadáver de la horca. Un final más digno que el que fue.

El alcalde de Roa insiste en sus memorias que gritó a los voluntarios realistas, que intentaban atravesarle con las bayonetas, que no le hiciesen daño, para ahorcarlo vivo, y el corregidor señaló que fueron vanos los intentos del Empecinado de morir luchando, pues los soldados solo trataron de apresarlo.

Hicieron falta varios hombres para reducirlo y subirlo al patíbulo atado con una maroma. García Álvarez dio la orden y el cuerpo del Empecinado quedó colgado con tal violencia que una de sus alpargatas salió despedida por encima de las gentes.

Por debajo de su cadáver se hizo pasar a los liberales de Roa como escarmiento. El Empecinado fue enterrado sin féretro en una fosa en el cementerio de Roa hasta que en 1843 sus restos fueron exhumados y llevados a la colegiata de Roa. En un principio iban a ser depositados en un monumento que se iba a construir en la misma plaza donde se levantó la horca, aunque acabaron en Burgos.

El historiador Enrique Berzal descubrió que uno de los confesores que le acompañó en los días previos a la ejecución encontró en su celda, debajo de la cama, dos agujas curvadas con las que el Empecinado habría pensado en suicidarse. No llegó a llevar a cabo sus intenciones, o al menos no de esa manera. Quizá su portentosa demostración de fuerza final fuera suicida, su último intento de no morir como un forajido. Y quizá por ello algunos prefirieron revestir su recuerdo con el honor que la realidad le arrebató, asegurando que Fernando VII no logró salirse con la suya porque el Empecinado ya estaba muerto cuando lo ahorcaron.

LAS MENINAS Y LA CRUZ DE SANTIAGO

El cuadro de Las meninas, que Diego Rodríguez de Silva y Velázquez pintó en 1656, no era exactamente igual a la obra maestra que hoy acapara las miradas en el Museo del Prado. Un detalle del lienzo no fue incluido por el artista cuando retrató a la familia de Felipe IV en el Cuarto del Príncipe del alcázar de Madrid.

Velázquez no lucía en su pechera la Cruz de Santiago cuando se retrató a sí mismo trabajando ante un gran lienzo junto a la infanta Margarita, las meninas María Agustina Sarmiento e Isabel de Velasco y los enanos Mari Bárbola y Nicolasito Pertusato, entre otros personajes de la escena. Se desconoce cuándo se añadieron esas pinceladas, aunque se cuenta que Felipe IV quedó tan maravillado al contemplar por primera vez el cuadro, que tomó el pincel en sus manos y pintó la venera de Santiago en el pecho del artista.

La escena resulta difícil de creer ya que, por aquellas fechas, ni siquiera se habían dado los primeros pasos para que el pintor ingresara en la prestigiosa orden militar. Por fuerza aquellos trazos se incorporaron al menos tres años después.

Felipe IV premió a Velázquez con el hábito de la Orden de Santiago en 1658, pero tampoco entonces pudo haber incluido ese reconocimiento en Las meninas. Para ser caballero de esa elitista orden militar no bastaba con la mera voluntad real. El Consejo de Órdenes debía comprobar en un largo proceso si el candidato reunía los requisitos exigidos: cristiandad, legitimidad y nobleza de sangre de sus cuatro abuelos. Tenía que demostrar, además, que no había ejercido ningún oficio de los considerados viles en aquella época y el de pintor era uno de ellos. Cualquiera pensaría que en este punto se agotaban todas las aspiraciones de Velázquez, pero más de cien testigos, entre ellos Zurbarán, Alonso Cano o Juan Carreño de Miranda, aseguraron que nunca había pintado por dinero. Solo para el gusto del rey.

Salvado ese importante escollo, el artista aún debía sortear otro todavía mayor. Nacido en una familia modesta de origen portugués, Velázquez tenía que probar la limpieza de sangre de sus padres y abuelos y esta era una cuestión espinosa puesto que descendía de conversos. Tras ocho meses de investigación, el Consejo de Órdenes emitió en febrero de 1659 un dictamen en el que aceptaba las pruebas de cristiandad y legitimidad de Velázquez, pero no la nobleza de sangre de su abuela paterna ni la de sus abuelos maternos. Fue necesario que, a petición de Felipe IV, el papa Alejandro VII dispensara a Velázquez de su no probada limpieza para que, por fin, el rey pudiera otorgar la cédula por la que hacía «hidalgo al dicho Diego de Silva». Ocurrió el 28 de noviembre de aquel mismo año de 1659 y Velázquez fue armado caballero de Santiago en el convento del Corpus Christi de Madrid.

Pertenecer a una orden aristocrática como la de Santiago suponía para el pintor subir un importante peldaño en la pirámide social de la España de su tiempo, algo casi tan importante para Velázquez como su arte. A lo largo de su vida, el pintor había procurado desempeñar cargos cada vez más destacados en la corte. En Las meninas, él mismo se representa con la indumentaria habitual entre los cortesanos de cierta categoría, con las llaves de aposentador de palacio, un cargo destacado que ocupaba desde 1652. Ingresar en la Orden de Santiago simbolizaba el éxito de Velázquez tras casi cuarenta años en la corte.

Sin el favor regio nunca hubiera logrado esta distinción por la que tanto luchó. La intervención real queda manifiesta en la celeridad con que se resolvieron los últimos obstáculos y en la respuesta que dio el propio Felipe IV cuando el Consejo de Órdenes puso en duda la calidad del pretendiente: «Poned que a mí sí me consta de su calidad».

Pese a los esfuerzos que le costó conseguirla, poco disfrutó Velázquez de tan ansiada distinción. Ese mismo mes de noviembre de 1659, tuvo que acompañar a la corte a la frontera francesa como aposentador de palacio. España había firmado con Francia la Paz de los Pirineos, que contemplaba el matrimonio de la infanta María Teresa de Austria con Luis XIV. Fue su último acto público. A su vuelta, Velázquez escribió: «He regresado a Madrid agotado por el viaje de noche y el trabajo de día». Falleció un mes después, el 6 de agosto de 1660, y fue enterrado en la iglesia de San Juan Bautista, vestido como caballero de la Orden de Santiago.

¿Tuvo ocasión en sus últimos nueve meses de vida de incluir esta insignia sobre su traje en Las meninas o fue otra mano la que añadió posteriormente estas pinceladas para que pasara a la posteridad con la distinción que tanto le había costado conseguir? A día de hoy, nadie lo sabe a ciencia cierta. No existe ningún dato concluyente que indique si el emblema fue pintado antes o después del fallecimiento del artista.

Tampoco la insignia en sí ofrece ninguna pista sobre la mano que la pintó. Velázquez había representado cruces militares similares en los retratos de personajes con derecho a ostentarlas, como el conde duque de Olivares, el oidor del Consejo de Castilla don Diego del Corral y Arellano o Pedro de Barberana, contador mayor y miembro del Consejo Privado del rey. La que luce el pintor en Las meninas no destaca por su tamaño (la Cruz de Calatrava que luce Pedro Berberana es mucho más ostentosa) y ningún detalle en sus trazos lleva a pensar que esta cruz roja con forma de espada, con sus dos brazos y la empuñadura rematados con una flor de lis, fuera realizada por otra persona. Pero tampoco se puede asegurar, a través de la pincelada, que la pintara Velázquez.

La leyenda que apunta al mismísimo Felipe IV se basa en la especial relación que algunos historiadores creen que se estableció entre el monarca y el pintor. Velázquez era su artista predilecto y, según John J. Elliot, parece que se desarrolló entre ambos hombres un vínculo personal, que reflejaba no solo la cercanía que puede establecerse entre un artista y su modelo, sino también gustos y simpatías compartidos a lo largo de treinta y siete años de trato directo. Se dice que al enterarse del fallecimiento del pintor, Felipe IV afirmó: «Yo perdí en él un buen amigo porque correspondía a mi voluntad».

Ambos compartían además su pasión por la pintura. Jonathan Brown describió gráficamente esa unión: «Eran como dos aficionados al fútbol que se reúnen para comentar los partidos». Además, Felipe IV «supo y ejerció el arte de la pintura en sus tiernos años», según dejó escrito Lope de Vega. No se conservan cuadros suyos, pero hay referencias a un lienzo en el que aparecía pintando. En definitiva, el monarca quiso que Velázquez fuera caballero de la Orden de Santiago, sabía pintar y tuvo ocasiones para incluir la cruz en el cuadro. ¿Añadió el propio rey las pinceladas, u ordenó que se pintasen tras la muerte del pintor?

Es posible que la orden recayera en Juan Bautista Martínez del Mazo, discípulo y yerno de Velázquez, que bajo su protección había iniciado su propia carrera palatina. En sus retratos se asemeja tanto a su suegro que hasta a los investigadores les ha costado diferenciar la atribución de algunas obras.

¿Quién se acercó pincel en mano hasta el despacho del Cuarto de Verano del alcázar, donde por aquel entonces estaba colgado el cuadro? ¿Fue el propio Velázquez, antes de fallecer? Cualquier hipótesis entra dentro de lo posible. Quizá esta leyenda no sea tal, sino historia pura, aunque para el conservador del Museo del Prado, Javier Portús, es muy probable que el mismo Velázquez hubiera buscado el momento de rematar su obra para pasar a la posteridad con la distinción que tanto le costó lograr.

DE AMORES Y DESAMORES

CÓMO FUE ENGENDRADO JAIME I EL CONQUISTADOR

Jaime I el Conquistador fue rey de Aragón, de Mallorca y de Valencia, conde de Barcelona y de Urgel y señor de Montpellier, pero este monarca clave en la historia de España bien pudo no haber nacido si su padre, Pedro II de Aragón, no hubiera sido engañado para consumar su matrimonio con María de Montpellier. Así al menos lo relató el propio don Jaime en esa parte de su crónica en la que señala: «Ara contarem en qual manera Nós fom engenrats e en qual manera fo lo nostre naixement».

Pedro el Católico, que con su matrimonio buscaba hacerse con el señorío de Montpellier, se apartó de la reina poco después de su casamiento en 1204, dejándola sola la mayor parte del tiempo en esa región francesa de Occitania, según refiere el romance de Lorenzo de Sepúlveda (1551):

Angustiada está la reina,

y no sin mucha razón,

pues su marido don Pedro,

rey de Aragón,

no hacía caso de ella

más que si fuera varón,

ni le pagaba la deuda

que tenía obligación;

antes con muchas mujeres

era su delectación.

Sepúlveda asegura que la desolación de la reina «no era por el deleite / de la tal conversación» sino porque «de su marido / no había generación / para gobernar el reino / sin ninguna división».

De las frías y distantes relaciones entre Pedro II y María de Montpellier no cabe duda. «El dicho señor rey don Pedro, que era joven y fácilmente se enamoraba de las gentiles mujeres, no vivió con la dicha señora doña María, y ni siquiera se acercaba a ella cuando alguna vez venía a Montpellier, por lo cual estaban descontentos sus vasallos y señaladamente los prohombres de Montpellier», cuenta Ramón Muntaner, cronista de la corona de Aragón. Estos, al saber que el monarca bebía los vientos por una dama de la ciudad, hablaron con Guillén de Alcalá, un noble «que era privado del dicho señor rey en tales negocios», y le convencieron para que engañara al monarca. Debía decirle que había concertado una cita con aquella dama, que iría a su cámara, pero esta debía de estar a oscuras porque ella no quería ser vista por nadie.

Los nobles prepararon el encuentro sin descuidar un de­talle. Una vez se hubiera acostado el rey, se citarían allí los doce cónsules y otros diez de los mejores de Montpellier y su baronía. La reina doña María iría acompañada de las doce dueñas más honradas de Montpellier y de doce doncellas y estarían presentes dos notarios, el oficial del Obispo y dos canónigos y cuatro buenos religiosos. Cada hombre y cada dueña o doncella debía llevar en la mano un cirio, que encenderían cuando la reina entrara en la cámara con el rey y todos esperarían a la puerta de la cámara real hasta el amanecer.

Se cantaron misas en Santa María de les Taules y en Santa María de Valluert y se guardaron ayunos durante la semana previa para que Dios concediera un hijo a los reyes. El monarca, que se enteró de estos rezos (aunque no del engaño), dijo: «Hacen bien, y será lo que Dios quiera».

La noche de autos, en mayo de 1207, todos los nobles, notarios, dueñas y doncellas fueron allá con los cirios, tal como habían organizado, y esperaron tras la puerta mientras se cumplía el plan. Al amanecer todos entraron en la cámara, para sorpresa de Pedro II que aún se encontraba en su lecho junto a la reina. El rey se puso en pie de un salto y echó mano a la espada, pero la comitiva en pleno se arrodilló implorándole: «Señor, sírvase vuestra merced ver quién yace a vuestro lado». En ese momento se incorporó la reina para mayor asombro del rey, que al escuchar la explicación de los nobles y eclesiásticos no tuvo más remedio que rogar para que doña María hubiera quedado encinta y se cumpliera su propósito. Aquel mismo día, el rey montó en su caballo y abandonó Montpellier.

No se sabe con certeza si la estratagema fue urdida por los nobles o por la misma reina doña María, pero el propio Jaime I el Conquistador da fe de esta extraña anécdota de su engendramiento por sorpresa cuando dice que «e aquela nuyt que abdos foren a miravals volch nostre senyor que nos foren engenrats».

El Conquistador nació el 2 de febrero de 1208 en casa de los señores de Tornamira, en Montpellier, y fue llevado a la iglesia de Santa María y a la de San Fermín. A su regreso, la reina ordenó que se encendieran al mismo tiempo doce velas, del mismo peso y tamaño, «y a cada una puso sendos nombres de los apóstoles, y prometió a Nuestro Señor que tendríamos el nombre de aquel apóstol cuya candela durase más», relata el propio monarca. Fue llamado Jaime (Santiago) porque su vela «duró como tres dedos más que las otras».

«Y así hemos venido de parte de la reina, que fue nuestra madre, y del rey D. Pedro, nuestro padre… Y parece obra de Dios», mandó escribir el Conquistador.

El hecho es que, apenas un año después de su boda, Pedro II pidió la anulación del matrimonio y comenzó una batalla legal que se prolongó durante ocho años. María luchó para mantener la herencia del señorío de Montpellier para su descendencia, con ayuda de los nobles y burgueses de la ciudad. En ese contexto de enfrentamiento, bien conocido por sus súbditos, se sitúa el engendramiento de Jaime I en mayo de 1207. Le leyenda venía a explicar cómo había sido posible, dada la distancia entre los cónyuges, y a asegurar al tiempo que ambos eran los padres del Conquistador.

El primer testimonio del propio Jaime I, novelizado posteriormente por Muntaner y por el historiador Bernat Desclot, sirvió para elevar los orígenes del Conquistador a lo milagroso y para ofrecer además una explicación verosímil que legitimara la herencia de Montpellier y frenara las ambiciones francesas sobre el señorío.

LOS AMANTES DE TERUEL

«Bésame, que me muero», le dijo él antes de caer muerto. Horas después fue ella quien «le descubrió la cara apartando la mortaja» y «le besó tan fuerte que allí murió». Testigos de este increíble amor fueron los asistentes al sepelio que «acordaron enterrarlos juntos en una sepultura», aunque no con las manos unidas como los esculpió Juan de Ábalos en el mausoleo que hoy conserva sus restos en Teruel.

Pocas novelas rosas tienen parangón alguno con la historia de los amantes de Teruel referida en el «papel de letra antigua» que la recoge. Juan Martínez de Marcilla e Isabel de Segura, descendientes de familias principales de la localidad aragonesa, estaban profundamente enamorados, pero el padre de ella rechazó al pretendiente de su hija alegando su escasa fortuna al no ser el primogénito. Martínez de Marcilla pidió entonces un plazo de cinco años para poder mejorar su situación económica y partió a la guerra. Pasaron los cinco años sin noticias del joven en Teruel. Pensando que habría muerto en batalla, Isabel de Segura accedió a desposarse con el pretendiente que su padre había elegido para ella. El mismo día de la boda, Juan regresó cargado de riquezas, pero demasiado tarde. Desesperado, rogó a Isabel que al menos se despidiera de él con un beso. Ella aún le amaba, pero ya estaba casada y se lo negó. Aquellos eran otros tiempos. Roto por el dolor, él murió allí mismo, a sus pies. Arrepentida por no haberle concedido su último deseo, Isabel acudió al día siguiente a la iglesia de San Pedro, donde se iba a celebrar su funeral. Se acercó hasta el catafalco y esta vez correspondió a su amor con un sentido beso, cayendo a su vez desplomada junto a él. La gente de Teruel interpretó la repentina muerte de los dos jóvenes como una muestra de amor verdadero y ambos fueron enterrados en la capilla de San Cosme y San Damián, en esa misma iglesia de San Pedro. Los hechos ocurrieron, según la versión más antigua de la leyenda, en 1217.

Esta trágica historia pronto fue recogida en pliegos de cordel y recitada popularmente hasta que en 1581 el dramaturgo del Siglo de Oro Andrés Rey de Artieda la dio a conocer en su obra Los amantes. Otros literatos, como Juan Pérez de Montalbán (1635) o Tirso de Molina (1635) se inspiraron en ella, aunque fue en el siglo XIX, con la novela del turolense Isidoro Villarroya y, sobre todo, con el drama de Juan Eugenio Hartzenbusch (1836), cuando alcanzó su mayor éxito.

Mariano José de Larra quedó cautivado en el estreno de la obra de Hartzenbusch y, frente a la incredulidad de algunos, defendió con entusiasmo la escena final. «El amor mata (aunque no mate a todo el mundo)», escribió. Pocos días después él mismo decidía apearse de este mundo por amor, aunque en su caso con ayuda de una pistola.

También hubo pintores románticos, como Juan García Martínez o Antonio Muñoz Degrain, que ayudaron a popularizar la historia de Isabel y Juan (Diego fue el nombre que le dio Tirso de Molina). El cuadro que Degrain realizó en 1884 se convirtió en la imagen más universalizada de los amantes de Teruel.

Pero Juan no cayó muerto porque Isabel no le hubiera esperado, ni tampoco la joven se desplomó sobre el cadáver del caballero cuando finalmente le mostró su amor. Según el historiador Fernando López Rajadel, la historia de los amantes de Teruel es una creación literaria, una obra de ficción que formó parte de un códice muy mutilado que actualmente conserva la Biblioteca de Cataluña, el manuscrito 353.

Este fue compuesto en la segunda mitad del siglo XV por encargo o como homenaje al señor de Escriche, Francisco Martínez de Marcilla, muerto en 1473. Era un nobiliario, un libro de linaje tan de moda a finales de la Edad Media, confeccionado para explicar la procedencia y el noble origen de la familia Martínez de Marcilla, una de las más poderosas del Teruel medieval.

La leyenda de los amantes de Teruel, con su amor romántico y donde se ensalzaba la fidelidad de un Martínez de Marcilla, seguía a la de la enterrada viva de Alfambra, sobre un adulterio. Estaba de moda en el siglo XV contraponer el amor falso ante el amor verdadero. Ambas leyendas complementarias forman parte de este mismo manuscrito que la Biblioteca de Cataluña compró hace un siglo al librero Salvador Babra.

Las tres hojas originales del códice con el relato de los amantes hoy están perdidas. Sin embargo, el archivero del concejo de la ciudad de Teruel, Juan Yagüe de Salas, pudo copiarlas a principios del siglo XVII. Yagüe de Salas había publicado en 1616 Los amantes de Teruel. Epopeya trágica, una obra en verso que fue prologada por firmas tan relevantes como Miguel de Cervantes y Lope de Vega.

Pero no todos ensalzaron la obra. Vicencio Blasco de Lanuza, cronista oficial de Aragón, puso en duda que este relato hubiera existido realmente. Yagüe de Salas, ofendido, buscó en los archivos de Teruel algún documento que probara su historicidad. Allí encontró el famoso libro de linaje de la familia Marcilla, el manuscrito 353, bastante deteriorado. Tenía varias hojas sueltas escritas «en letra antigua», entre ellas dos con el principio y el final de la historia de los amantes. Faltaba la intermedia. Sobre ellas se había pegado otra a modo de portada, con el título.

El manuscrito se encontraba en estos archivos porque los Marcilla, al quedar sin descendencia, habían legado sus bienes a la institución de la Santa Limosna fundada por Francés de Aranda, cuya administración tutelaba el concejo de Teruel. Los documentos de los Marcilla habían pasado a engrosar el «archivo pequeño», que albergaba la sede municipal.

Al escrito original se le habían añadido unas notas adicionales, como la fecha que sitúa los hechos en 1217, que Yagüe copió fielmente como el resto del documento. Como notario que era, no se conformó con mostrar a Blasco de Lanuza su hallazgo, sino que hizo una copia de él con todas las formalidades legales requeridas en la época.

Todas las fechas del libro aparecen en números romanos, menos esa de 1217 que habría sido añadida cuando las hojas se desprendieron del libro y quedaron descontextualizadas. López Rajadel sospecha que detrás de esta fecha y del título estuvo la mano del procurador de la Santa Limosna, Juan Pérez Arnal. Este rico burgués había comprado la casa de los Marcilla y era además el dueño de la capilla de la iglesia de San Pedro donde en 1553 se descubrieron las famosas momias, siendo juez de Teruel su hijo Miguel Pérez Arnal. Son demasiadas casualidades las que vinculan la leyenda a esta familia burguesa, que buscó con avidez obtener títulos nobiliarios.

Yagüe de Salas movió cielo y tierra para excavar en la capilla, en busca de la prueba definitiva con que callar a los escépticos. Allí se encontraron dos momias, bien conservadas, aunque… ¿eran los famosos amantes? Podrían haber pertenecido a antepasados de los dueños de la capilla que fueron allí enterrados y cuyos cuerpos, con el clima seco y frío de Teruel, se momificaron. Hasta en tres ocasiones fueron exhumadas ante la necesidad de probar su realidad, hasta que a partir del siglo XVII quedaron expuestas para que la gente pudiera admirar este caso extraordinario. Los resultados de las pruebas con carbono 14, dados a conocer en 2004, probaron que los restos que reposan en los sarcófagos labrados en alabastro por Juan de Ávalos corresponden a un hombre y una mujer que murieron a principios del siglo XIV.

Un análisis más exhaustivo a la momia de la mujer puede que descubriera que fue madre y que, por tanto, no se trataría de Isabel de Segura. El pormenorizado escrito de Yagüe de Salas sobre la exhumación de los cuerpos describe a la mujer «con caderas anchas», propias de haber tenido hijos. Este detalle le lleva a creer a López Rajadel que las momias corresponden en realidad «a una madre y un hijo», no a los amantes de Teruel.

Este historiador turolense no es el primer detractor de la historia. El crítico Emilio Cotarelo realizó un exhaustivo estudio a principios del pasado siglo y concluyó que era una leyenda nacida en Italia a mediados del siglo XVI. Apuntó como origen el cuento de Girólamo y Salvestra incluido en el Decamerón de Boccaccio. Su análisis tuvo una gran influencia posterior, pese a las réplicas de otros estudiosos, como Jaime Caruana o Antonio Ubieto, que reivindicaron su validez histórica. También la defendió el historiador Conrado Guardiola. El autor de La verdad actual sobre los amantes de Teruel (1988) está convencido de que una cita de la novela anónima del siglo XV Triste deleytaçión se refiere a los famosos amantes. Constituye, a su juicio, una prueba de que la tradición turolense es anterior al Decamerón, aunque hay otros expertos que no ven en la cita ninguna alusión.

Desde la Fundación de los Amantes de Teruel se defiende que la tradición en torno a los amantes parece remontar su origen al siglo XIII, en plena Edad Media, y que esta referencia cronológica ha sido generalmente defendida y aceptada por la historiografía más tradicional, aunque el debate histórico aún permanece abierto. La institución, que mantiene y difunde la tradición, subraya que, en cualquier caso, el paso de los años ha convertido a los amantes de Teruel en parte de la historia de la ciudad de tal modo que son uno de los elementos distintivos que la hacen reconocible. Es un símbolo de identidad entre sus habitantes. Generación tras generación, ha sido conservada a través de los siglos hasta llegar hasta nuestros días, siendo considerada una de las tradiciones más importantes y antiguas de la ciudad de Teruel. En eso todos, detractores y defensores de la leyenda, están de acuerdo.

LA ENTERRADA VIVA DE ALFAMBRA

¿Ligera de cascos? María Ponce de Minerva se retiró al monasterio de Carrizo de la Ribera (León) cuando murió su marido, el conde don Rodrigo Álvarez de Sarria, fundador de la Orden de Montegaudio y señor de Alfambra. Llegó a ser abadesa y, sin embargo, en el manuscrito 353 que conserva la Biblioteca de Cataluña se describe a la esposa de don Rodrigo como una mujer «bella y liviana de seso» que se encaprichó de oídas del rey moro de Camañas y protagonizó todo un culebrón medieval.

Cuentan que don Rodrigo, «hombre virtuoso y esforzado», se encontró un día con el joven rey moro y este presumió de lo bien dotado que estaba sexualmente. «¿Qué te parece este dardo?», le dijo mostrando el tamaño de su miembro viril y haciendo reír al conde. Al recordar después el encuentro, don Rodrigo comenzó a desternillarse de risa de tal modo que la condesa le preguntó en varias ocasiones: «Señor, ¿por qué os reís?». Tanto insistió la mujer, que el conde acabó por contarle el encuentro. Esta en un principio se hizo la desentendida, pero en cuanto tuvo ocasión envió a su secretario al rey moro diciéndole que estaba enamorada de él.

El rey moro, muy contento, urdió entonces un plan. Mandó a un mensajero con un narcótico para que la condesa se lo colocara bajo la lengua. Así fue como esta simuló estar muerta. Don Rodrigo, viendo que aún seguía caliente, se resistió a enterrarla durante tres días, pero cedió al ver que no reaccionaba ni siquiera cuando le vertieron plomo derretido en la palma de la mano (como al rey Alfonso VI, el de la leyenda toledana de la mano horadada).

Esa noche, el intermediario la desenterró y, tras quitarle el narcótico escondido, la condujo hasta Camañas junto al rey moro. Solo la pareja y el alcahuete conocían el secreto. A los servidores de la casa del rey moro se les dijo que este había pagado 12.000 doblas por esa mujer traída desde tierras lejanas, pero, ocho meses después, un cristiano que había presenciado cómo le fue horadada la mano la reconoció en Camañas y fue con el cuento a Alfambra. El conde, que en un primer momento no quiso creerle, recordó que aún estaba caliente cuando la enterró así que ordenó abrir su sepultura y descubrió furioso que la tumba estaba vacía. Cuando logró calmar su cólera, acordó una estratagema con sus soldados, que todos siguieron al pie de la letra.

El conde se disfrazó de pobre y se presentó en Camañas ante su esposa, que enseguida lo reconoció y lo delató. «¿Cómo venís aquí?», se sorprendió el rey moro cuando lo vio. «Para recuperar a mi mujer, que si yo pudiera tomar otra, como vosotros los moros, no habría venido a por ella», le respondió el señor de Alfambra.

El rey moro le preguntó entonces qué haría él si estuviera en su lugar. Don Rodrigo no dudó en responder: «Os pondría una cadena al cuello y una bocina en las manos, y en un alto cerro haría hacer una gran hoguera donde os quemaría. Y cuando fuésemos de camino, tocaríais el cuerno y yo iría en un carro, engalanado con ropas de oro y seda, y mis hombres me acompañarían a caballo haciendo grandes alegrías».

«Pues esa será vuestra pena», sentenció el rey moro antes de disponer la comitiva para la ejecución. En un carro viajó el rey y en otro la condesa, ya mora, con bellas doncellas, sirvientes, escuderos y caballeros. Camino del cerro, el conde, con la cadena al cuello y a pie, iba tocando la bocina tan fuerte que se oía desde el castillo de Alfambra. Era parte del plan.

Tal como habían convenido, sus hombres aguardaban apostados en el camino y, cuando les oyeron llegar, atacaron por sorpresa a la comitiva. El señor de Alfambra fue liberado y el rey moro de Camañas y la mujer, quemados en Peña Palomera. Esta lucha fue aprovechada además por las milicias cristianas de Bueña para conquistar a los moros otras localidades como Argente y Visiedo.

La historia, totalmente fabulosa, es una versión local de una leyenda extendida en la literatura europea medieval, al parecer de origen bizantino, según el historiador Fernando López Rajadel. Existe una leyenda eslava que es prácticamente igual. En la versión turolense se sustituye al rey Salomón por el conde Rodrigo de Alfambra y el adulterio que cometía la esposa de Salomón con el faraón de Egipto se imputa a la condesa de Alfambra con el rey moro de Camañas.

En ambos casos, las mujeres son descritas como «livianas de seso» (ligeras de cascos) y se enamoran del enemigo del esposo por el tamaño de su miembro viril. En el siglo XV era común que las mujeres fueran descritas como vulgares rameras, o como castas castísimas, como la hija de Pedro Segura en los amantes de Teruel, que se niega a darle un beso a su amado por estar ya casada.

El prestigioso medievalista Martín de Riquer descubrió que la leyenda de Alfambra se encuentra recogida en el mismo manuscrito 353 de la Biblioteca de Cataluña. Formó parte de ese libro del linaje de los Marcilla. La enterrada viva de Alfambra es el contrapunto a los amantes de Teruel. El amor falso frente al amor verdadero. Era la moda cuando se escribieron ambos relatos, uno a continuación del otro, en el manuscrito que se conserva mutilado en Barcelona.

Tanto con la enterrada viva como con los amantes de Teruel, el autor pretendió ensalzar el linaje de los Marcilla. Dos miembros de esta familia, Martín y García, aparecen en el relato de Alfambra como partícipes en la conquista de algunas localidades próximas como Argente, Visiedo y Camañas. Además, el códice se escribió «casualmente» siendo comendador de Alfambra fray Alfonso Martínez de Marcilla, hermano del señor de Escriche, Francisco Martínez de Marcilla.

Otro comendador famoso de Alfambra a mediados del siglo XIV fue Juan Fernández de Heredia, que llegó a ser maestre de la Orden de San Juan, vivió en Roma, Aviñón y Rodas, y fue uno de los hombres de letras más famosos del siglo XIV en la Península. Quizá la leyenda europea de la enterrada viva llegara a Alfambra con él y en Teruel se adaptara para ensalzar a la poderosa familia de los Marcilla.

DE BANDIDOS Y PIRATAS

UN ROBIN HOOD ESPAÑOL

Entre los más de mil objetos que se exhiben en el Museo del Bandolero de Ronda (Málaga), se encuentra un famoso edicto publicado en Sevilla en 1780 contra uno de los bandoleros más míticos de Andalucía. Una canción popular aún lo re­­cuerda:

Ahí va Diego Corriente

con su caballo cuatralbo,

su hembra en el pensamiento

y su trabuco en la mano.

El edicto ponía un alto precio a la cabeza del «bandido generoso», como le llamaron ya en vida. Ofrecía una recompensa de 1.500 reales a quien lo entregara muerto «y al que vivo, doblada cantidad». Se acusaba a este vecino de Utrera de salteamiento de caminos, insultos a las haciendas y cortijos y otros graves excesos que lo hacían merecedor del título de «ladrón famoso». Era tal la insolencia y atrevimiento del bandido, que el escrito de la Sala del Crimen de la Real Audiencia de Sevilla facultaba a «cualquier persona de cualquier estado y condición que sea» a que pudiera «ofenderlo, matarlo y prenderlo sin incurrir en pena alguna, trayéndolo vivo o ­muerto».

La leyenda aún eleva la recompensa hasta los 10.000 o 20.000 reales y cuenta que, tras el pregón del edicto, se presentó un hombre en la casa de don Francisco de Bruna en la calle de la Muela (hoy O’Donnell, n.º 29). Una vez estuvo frente al oidor de la Real Audiencia, conocido en Sevilla como el Señor del Gran Poder, el desconocido preguntó si era cierta la noticia de la recompensa y ante la respuesta afirmativa del regidor, exclamó amartilleando sus pistolas: «Yo soy Diego Corriente. ¡Los veinte mil reales, y pronto!». Así cobró el forajido su propia recompensa antes de poner pies en polvorosa, dejando atónita a la primera autoridad de Sevilla.

No era la primera afrenta que sufría el Señor del Gran Poder en sus propias carnes por parte de este insolente proscrito. Bandido y perseguidor habían tenido ocasión de verse las caras una tarde de abril de aquel mismo año de 1780. Bruna regresaba a Sevilla en un coche de caballos cuando la pandilla de Diego Corriente le asaltó en el camino. Subido a su magnífico caballo, el bandolero se acercó al carruaje y, apuntando con su trabuco a Bruna le dijo: «No s’asuste usía. Diego Corriente roba a los ricos, socorre a los probes y no mata a naide. A usía lo han engañao si l’han dicho otra cosa. Lo que Diego jase, cuando llega er caso, es demostrarle ar Señó der Gran Poé qu’está en la Audencia, que él no teme más que ar Señó der Gran Poé que está en San Lorenzo». No contento con semejante provocación, el bandolero puso su pie sobre la portezuela del coche y obligó a Bruna a atarle el botín derecho. La escena debió de ocurrir en las proximidades de Las Alcantarillas, donde aún hoy se recuerda al bandolero con la Torre de Diego Corriente.

Esta clase de altanerías eran frecuentes en Diego. Nacido en una familia de campesinos, el joven «de dos varas de cuerpo, blanco, rubio, ojos pardos, grandes patillas de pelo, algo picado de viruelas y una señal de corte en el lado derecho de la nariz», como lo describió en una carta su implacable perseguidor, se echó al campo con diecinueve años, robando caballos que llevaba de contrabando a Portugal a través de una bien organizada ruta de postas. No se sabe exactamente por qué se hizo bandolero, aunque se especula con que se rebeló contra la situación de explotación de los latifundios.

Hábil y escurridizo, contaba con la protección de campesinos pobres, a los que en muchas ocasiones ayudaba con dinero. Sobre todo cuando sabía que estaban a punto de ­perder sus pobres parcelas, embargadas por los usureros. La fama de valiente y de desprendido despertó una extensa oleada de admiración en la Sevilla de la época y esta enorme popula­ridad de Diego Corriente tuvo que herir en su orgullo al Señor del Gran Poder. Francisco de Bruna (1719-1807) era caballero de la Orden de Calatrava, del Consejo de su Majestad, oidor decano de la Real Audiencia, su regente interino, honorario del Supremo Consejo y Cámara de Castilla, alcaide de los Reales Alcázares… y un largo etcétera de cargos que le proporcionaban un poder supremo en Sevilla. Un poder que, sin embargo, se veía insultado continuamente por el atrevimiento del bandolero.

Cuentan que el día que el edicto con su recompensa fue clavado en el pueblo de Mairena de Alcor, Corriente se presentó en la plaza del Ayuntamiento. «¡Vamos, señor alcalde! ¡Gánese la recompensa, que aquí está Diego Corriente!», gritó desafiante antes de arrancar el papel. En su lugar dicen que colocó otro escrito con frases que ridiculizaban a su señoría.

La encarnizada lucha entre el regente de Sevilla y el bandolero fue muy popular. Las malas lenguas hablaban de que la auténtica razón de tanta inquina eran los inconfesables amoríos entre el bandolero y la sobrina del magistrado. Sea este o no el motivo, lo cierto es que el audaz bandido se convirtió en una auténtica obsesión para don Francisco de Bruna, que no dudó en condenarlo a ser «arrastrado, ahorcado y hecho quartos», pese a que no había cometido delito de sangre alguno.

El edicto prometía el indulto al delincuente de cualquier índole que lo entregara o la posibilidad de indultar a dos presos si el delator no lo era. Hasta el peor asesino podía beneficiarse a cambio de entregar a un bandolero que nunca mató a nadie. Solo existían tres excepciones: los herejes, los que hubieran cometido delitos de lesa majestad o los apresados por moneda falsa. Bruna intentaba así que alguno de los suyos le traicionase, pero nadie presentó ni una denuncia contra Diego Corriente, pese a que los pregoneros leyeron el edicto en todas las calles y plazas de Andalucía.

Al bandolero tuvieron que ir a apresarlo a Portugal, donde había pasado a vender los caballos robados. Escopeteros de la comandancia de Sevilla cruzaron la frontera y le detuvieron en un mesón de la Sierra de la Estrella. Lo llevaron hasta la comisaría del pueblo de Covilha y regresaron a Badajoz para recibir órdenes sobre su traslado. Para cuando volvieron, Corriente había logrado escapar tras «convencer» a los guardianes portugueses.

No corrió la misma suerte cuando, traicionado por una mujer celosa, fue capturado en la localidad entonces portuguesa de Olivenza. Dicen que hasta cien soldados cercaron el cortijo de Pozo del Caño, donde se había refugiado, y el capitán de la guarnición militar le gritó, casi con pena de apresarlo: « ¡Corriente! Yo siento venir a prender a un hombre de tus agallas, pero no tengo más remedio. No tires y entrégate. Hay cien fusiles apuntándote y no quiero matarte. Yo cumplo órdenes, compréndelo».

La influencia de Francisco de Bruna era tal que el mismísimo conde de Floridablanca intervino para que Diego Corriente fuera entregado a las autoridades españolas, en virtud del tratado de extradición de 1778 acordado entre ambos países. Una carta del regente da cuenta de la llegada del bandolero a Sevilla el 25 de marzo de 1781. Era Domingo de Ramos. Semana Santa en la capital andaluza.

Corriente fue ajusticiado en la plaza de San Francisco apenas cinco días después, el 30 de marzo, Viernes Santo, mientras las cofradías de la época hacían sus recorridos por la ciudad. De este modo, no solo quebraron ese día los principios religiosos de los sevillanos, sino que fue vulnerada la misma ley escrita, en la misma sede donde se impartía la justicia. Una antigua norma de la época de Alfonso X el Sabio, aún en vigor, prohibía ejecutar una pena de muerte en Viernes Santo.

Los cuadernos manuscritos de un misterioso R. G. de la B., hallados en casa del abogado sevillano Joaquín de Palacios Cárdenas, entablaron un atrevido paralelismo entre las circunstancias de la muerte de Diego Corriente y la de Jesucristo, que hubiera colocado a R. G. de la B. ante un proceso de Inquisición, pero nadie lo supo entonces.

El delincuente, que nunca se manchó las manos de sangre, fue ahorcado en Sevilla y su cadáver fue llevado hasta la llamada Mesa del Rey, una superficie plana que probablemente formó parte de una construcción romana y que estaba enclavada entre los kilómetros 543 y 544 de la carretera de Andalucía, hoy desaparecida. Allí se cumplió la última parte de la pena. El joven bandolero fue descuartizado y sus miembros y su cabeza se exhibieron en los lugares donde había cometido sus fechorías. Su tronco fue enterrado en la iglesia parroquial de San Roque, según consta en su libro de entierros.

Así acabó sus días «aquel que a nadie temía, / aquel que en Andalucía, / por los caminos andaba, / el que a los ricos robaba / y a los pobres socorría», como lo describió José María Gutiérrez de Alba en 1850 basándose en una famosa copla popular. Romances, novelas, cómics y películas reforzaron con el tiempo esa imagen de Robin Hood español con la que ha pasado a la historia. En el Museo del Bandolero aseguran que Diego Corriente es, sin duda, el primer y quizás más expresivo ejemplo de bandido generoso, y algo de verdad debe de haber en esta leyenda porque ya le acompañó en vida. De él se cuenta, por ejemplo, que en los días que pasó en la prisión de Se­villa no aceptó comer solo en su celda. Insistió tanto en compartir con alguien la comida y el vino que su familia le llevaba cada día a la cárcel que el alcaide acabó por admitir su exigencia y cuando llegaba la hora del almuerzo, dos o tres soldados de la guardia se acercaban a la celda para comer y beber con él.

Sobre otros episodios de su corta vida como bandolero (apenas cinco años, tal vez no cumplidos) existen serias dudas de que realmente ocurrieran. De los supuestos amoríos de Diego Corriente y la sobrina de Francisco de Bruna no hay referencia histórica alguna. Tampoco tiene visos de verdad la escena en la que se presenta a cobrar su propia recompensa, que relató Álvarez Benavides en la Explicación del plano de Sevilla (1868). Esta anécdota ya se contó de otros personajes, como del bandido de la época romana conocido como Corocotta o del «guapo» Francisco Esteban, un famoso bandolero del siglo XVII.

El jurista José Santos Torres sí corrobora que Corriente arrancó con su propia mano los edictos clavados en lugares públicos de Mairena del Alcor, ya que existe una alusión a esta acción en un expediente de prisión.

En junio de 1975, durante unos trabajos de restauración en la iglesia de San Roque, los obreros encontraron una calavera con un agujero que los expertos locales pronto identificaron como la del célebre bandido. El escritor sevillano José María de Mena afirmó que el cráneo podía ser el de Diego Corriente porque, según la tradición, sus restos habrían sido recogidos por el párroco y la cabeza habría sido expuesta al público para general escarmiento, atravesada por un clavo. La calavera recién encontrada se dejó de forma provisional en la repisa de la ventana de la oficina parroquial. Aquel fue un lamentable error, ya que se veía desde la calle y acabó sirviendo de pelota a unos niños que la cogieron y se pusieron a jugar con ella hasta que se rompió. «Así terminó el último vestigio físico del ladrón famoso que decía la sentencia», se lamentó Mena.

Un documento del Hospital de la Caridad de Sevilla narra, sin embargo, que en la iglesia de San Roque se enterraron sus despojos, pero la cabeza de Corriente se expuso, como era costumbre en la época, metida en una jaula y no clavada. El lugar elegido por Francisco de Bruna para exhibirla fue precisamente aquel de Alcantarillas donde hubo que atar la bota al bandido.

Este texto que conserva el Hospital de la Caridad recoge también la última voluntad de Diego Corriente: «Se gastaron en un poco de pan que se dio a los presos a pedimento del delincuente 37 reales». Era un gesto que no fue observado en ninguno de los otros doscientos ajusticiados que fueron atendidos por los hermanos de la Caridad desde 1671 a 1825. En una época en la que los encarcelados pasaban hambre y miseria, el famoso ladrón de caballos decidió que su última voluntad fuera dar de comer pan a sus compañeros de cárcel. Era Diego Corriente, el bandido generoso.

EL TESORO DE LA BURLA NEGRA

En Pontevedra siempre se ha creído que en la Casa de las Campanas, el edificio civil más antiguo de la ciudad, hoy sede pontevedresa del vicerrectorado de la Universidad de Vigo, hay escondido un tesoro. Y no uno cualquiera. Entre las paredes de esta construcción del siglo XV se sospecha que el pirata gallego Benito Soto ocultó el rico botín que llevaba en sus bodegas La Burla Negra. Tan firme llegó a ser la creencia, que dicen que su antiguo propietario incluyó en la venta de la casa una cláusula en la que se refería al tesoro, por si lo encon­­traban.

Nacido en Pontevedra en 1805, Benito Soto Alboal se forjó muy pronto fama de despiadado y sanguinario. Con apenas dieciocho años instigó un motín en El Defensor de Pedro, el bergantín de bandera brasileña dedicado al tráfico de esclavos en el que había embarcado como segundo contramaestre. Su capitán fue abandonado en tierras africanas y parte de la tripulación pasada a cuchillo. Soto se hizo con el mando del bergantín al que, según algunos autores, los piratas cambiaron el nombre de El Defensor de Pedro por La Burla Negra.

Pronto se convirtió en el terror de los barcos que navegaban por Cabo Verde, las Azores y Canarias. Su primera víctima fue una fragata mercante inglesa, la Morning Star, que cayó bajo sus garras cerca de la isla de la Ascensión. Soto ordenó que no se dejase a nadie con vida y entró en cólera cuando supo después que sus hombres no habían acabado con todos. No hubo piedad para la tripulación y el pasaje de su siguiente presa, la fragata estadounidense Topaz. Todos fueron asesinados y el buque incendiado tras el saqueo. Después de aquella matanza les llegó el turno al bergantín inglés Cessnock, al Sumburg, al portugués Ermelinda y al inglés New Prospect. Fueron saqueados entre asesinatos y violaciones sin compasión.

Con las bodegas llenas tras sus correrías, La Burla Negra regresó a las costas gallegas para vender sus mercancías.Bajo el nombre falso de Buen Jesús y las Ánimas, fondeó el 10 de abril en Beluso, una pequeña localidad próxima a la ciudad de Pontevedra, y con ayuda de José Aboal, un tío de Soto que tenía un barco para el tráfico de ría, sus hombres descargaron en la ciudad dos cofres con oro, plata y piedras preciosas. Una vez escondidos en Pontevedra los objetos de mayor valor, los piratas pusieron rumbo a La Coruña, donde desembarcaron los 28.000 pañuelos de seda que llevaba en sus bodegas La Burla Negra.

En los archivos del Colegio de Notarios de La Coruña, el historiador Alberto Fortes encontró una protesta de mar que sirvió al barco pirata para justificar la entrada en el puerto simulando una arribada forzada. Era el 26 de abril de 1828. Algún problema debieron de tener porque salieron de forma precipitada.

El 5 de mayo, La Burla Negra puso rumbo al sur, quizá hacia Gibraltar. Allí Soto pretendía cobrar unas letras de cambio, pero a los cuatro días de abandonar Galicia el barco encalló cerca del Ventorrillo del Chato, al confundir el faro de la isla de León con el de Tarifa. En realidad, no se sabe a ciencia cierta si arribaron allí por error o ese era su propósito. Cádiz era un puerto de gran tráfico marítimo con América y es muy posible que hubiera atraído a Soto y a sus hombres.

En Cádiz, tras un amaño de declaración hecha ante un escribano de la Marina al que sobornaron, los piratas camparon a sus anchas y gastaron a manos llenas. Pronto llamaron la atención de las autoridades, que acabaron por prenderlos pasados unos días. Al menos a dieciséis de ellos, porque el segundo de a bordo escapó y el capitán huyó a Gibraltar. Según los extractos del proceso judicial recogidos por Joaquín Lazaga y Garay en 1892, los piratas intentaron que la culpa de sus fechorías recayera en Benito Soto, al que describieron en el juicio como un hombre expeditivo y cruel, que se regía por el dicho de «gato muerto no maúlla». Sin embargo, sus alegaciones de poco les sirvieron. Diez de ellos fueron ahorcados los días 11 y 12 de enero de 1830 y el resto condenados a prisión.

Soto fue apresado en Gibraltar aquel mismo mes. El pirata español fue juzgado por un tribunal inglés (en la British Library hay un escrito sobre el juicio) por setenta y cinco asesinatos y el saqueo de diez barcos. Fue ejecutado el 25 de enero de 1830 en el Peñón. Cuentan que antes de ser ahorcado gritó con chulería: «¡Adiós a todos, la función ha terminado!». Pero no, la escena aún no había acabado. Soto llegaba con los pies al suelo y al ver que no se moría, hubo que cavar debajo de sus pies para acabar con él. Ese fue el fin del último pirata del Atlántico, el hombre en el que dicen que se inspiró el poeta José Espronceda para su Canción del pirata, el del «bajel pirata que llaman, por su bravura, el Temido».

Setenta y cuatro años después, unos trabajadores de la almadraba que abrían una zanja en la playa de Cádiz para enterrar los desperdicios de los atunes dieron con unas mo­nedas de plata antiguas. Pronto se corrió la voz y la euforia se desató en la ciudad. El diario ABC se hizo eco del «Hallazgo de duros en las playas de Cádiz» aquel junio de 1904, con dos fotografías de la multitud que se volcó aquellos días «a la grata tarea de desenterrar duros de entre la arena». Al año siguiente, la famosa chirigota «Los anticuarios» lo recordaba así:

Allí fue medio Cádiz con espiochas

y la pobre de mi suegra,

y eso que estaba ya medio pocha.

La chirigota describía también cómo a algunos se les había visto escarbar con las uñas, durante cuatro días seguidos sin descansar. Los «mariscadores de duros», de toda clase y condición, encontraron al menos 1.500 piezas.

«Aquellos duros antiguos / que tanto en Cádiz dieron que hablar», que decía el popular tanguillo que aún resuena en Cádiz, eran monedas acuñadas en México entre 1753 y 1755. Hay quien cree que procedían de La Burla Negra de Benito Soto. Si así fuera, sería el único tesoro del famoso pirata que se ha podido encontrar. Del oro, la plata y las piedras preciosas que los propios piratas confesaron durante el juicio haber escondido en Pontevedra, nunca se ha sabido.

La Casa de las Campanas, en la calle don Filiberto, ha sido objeto de la mayoría de las sospechas porque fue propiedad de Francisco Javier Bravo, el regidor que facilitó a Soto el de­­­sembarco en La Coruña. Se llegó a decir también que el pirata compró la casa y escondió allí su tesoro, pero en las obras de rehabilitación que en diversas ocasiones se han llevado a cabo en el edificio jamás se ha hallado nada.

Tampoco en el solar situado «entre la séptima y la octava casa de la rúa de San Roque de Abaixo, empezando desde el puente», donde nació Benito Soto y donde aún vivía su madre cuando los piratas llevaron a Pontevedra los cofres con los objetos de valor. En 1926 la prensa se hizo eco del hallazgo de un baúl de gran tamaño, así como de un sable y una pistola, durante unas excavaciones llevadas a cabo en ese barrio de Moureira. Todos pensaron en Benito Soto y los cofres escondidos en 1828, pero el contratista de la obra, Manuel Fontao, desmintió los hechos. De existir, el famoso botín de La Burla Negra seguiría oculto en algún lugar de Pontevedra.

EL PUENTE DEL BESO

En la villa marinera de Luarca, capital del concejo asturiano de Valdés, existe un puente que retrotrae a otra época, en la que los marineros oteaban el horizonte con temor a divisar entre la bruma del Cantábrico la silueta de un bajel pirata. Las razias de los corsarios berberiscos hacían temblar al mayor de los valientes. Aparecían de improviso, raptaban a las mujeres para venderlas en los mercados de esclavos de Argel o Túnez y pasaban a cuchillo al resto sin contemplaciones.

Un «señor de la fortaleza» de Luarca, conocida como La Atalaya, tendió una emboscada a uno de estos terrores de los mares, un pirata berberisco de «crueldad extrema» llamado Cambaral (o Camboral). Haciéndose pasar por pescadores, los hombres del intrépido noble embarcaron en algunos de sus navíos y partieron en busca del corsario. Cuando llevaban varias millas recorridas, divisaron en lontananza el bergantín con la bandera negra. Iba derecho hacia ellos. Pronto el bajel pirata se situó junto al barco del señor de la fortaleza, que aguardaba el abordaje con sus hombres bien pertrechados. En la encarnizada lucha cayó herido el temible Cambaral, al que trasladaron cargado de cadenas hasta las mazmorras de La Atalaya, en Luarca.

La única hija del señor de la fortaleza, una bella joven de espíritu generoso y gran corazón, bajó a la celda a curar las heridas del pirata y dicen que fue verse, siquiera entre las sombras, para que surgiera entre ellos el más puro amor. En cuanto Cambaral se hubo recuperado, decidieron huir, lejos de todo y de todos.

Una noche en que el padre de la muchacha dormía, esta liberó al gallardo pirata de sus cadenas y juntos escaparon hacia el puerto, pero en el último momento el señor de la fortaleza los sorprendió. Conscientes del final de su aventura, los enamorados se abrazaron y se besaron con tanta pasión que el señor de Luarca, loco de ira, cercenó sus cabezas de un solo tajo. Dicen que cayeron al río unidas para siempre en un beso, en el mismo lugar donde años después se levantaría el puente al que bautizaron así, del Beso.

El cronista oficial del concejo de Valdés, Juan Antonio Martínez Losada Estremera, asegura que la historia es puramente legendaria y descarga la paternidad de la leyenda en una personalidad de Luarca, el periodista y escritor Jesús Evaristo Casariego, fallecido en 1990. Hombre muy culto —«y también un poco fantasioso», según Martínez Losada—, fue director del Instituto de Estudios Asturianos y profesor de universidad en Madrid y Oviedo. Entre sus obras, muchas de carácter político tradicionalista, se encuentra una dedicada a Asturias y la mar y otra de Historias asturianas de hace más de mil años. Quizá él mismo se la contara a Vicente García de Diego, que la incluyó en su famosa Antología de leyendas de la literatura universal.

Luarca sufrió ataques de vikingos y las gentes del lugar tuvieron que refugiarse tierra adentro durante los saqueos, pero no hay constancia alguna de incursiones berberiscas, que tanto terror sembraron en el Mediterráneo.

No existe tampoco ninguna referencia histórica sobre ningún pirata Cambaral, que según la leyenda dio nombre al antiguo barrio marinero de Luarca, con un Cambaral alto, en el declive del monte, y otro bajo, en el paseo del muelle. Es uno de los barrios más antiguos de Luarca, aunque el topónimo de Cambaral hace referencia a un «lugar abundante en cangrejos», como debía de ser este emplazamiento. La historia del corsario confiere a Luarca más prestigio que los cangrejos, sin duda.

Sobre el origen del nombre de Luarca existe otra leyenda. Se cuenta que en el siglo IX llegó a Luarca el Arca Santa de las reliquias que después fue llevada a la catedral de Oviedo. Cuando estaba entrando en la iglesia (románica, del siglo XI), bajó por la calle un lobo y se postró ante el arca. De la unión de los términos lobo y arca en lobarca y luego Luarca, dicen que viene el nombre. Los datos históricos más antiguos que se conocen sobre esta localidad asturiana datan, sin embargo, del siglo X.