
De vez en cuando, Stare levantaba la vista y consultaba el reloj de la sala de control de la Cámara de la Energía Oscura.
—Ya debería estar aquí —susurró—. Yuri nunca se retrasa…
Y la mestiza regresó al monitor de control del telescopio. Varió las coordenadas y contempló, feliz, una segunda imagen de su nebulosa favorita…
Ascensión recta, 18 horas, 18 minutos, 48 segundos… Declinación, 13 grados, 49 minutos.
Y «M-16» surgió en la pantalla, bellísima.
La nebulosa del Águila se hallaba en esos momentos a 5.700 años luz de la Tierra.
Stare llevaba años estudiándola. Sabía que era un nido de estrellas. En esos momentos, el cúmulo reunía 460 soles y se alejaba de nuestro mundo a casi 65.000 kilómetros por hora.
Y la mestiza sarsi buscó por detrás de los «pilares de la creación», las gigantescas columnas de gas que distinguen a «M-16».
Activó el sistema ADONIS y exploró la zona con la ayuda del infrarrojo cercano.
Allí estaba…
Detrás de una de las «columnas» se presentó una galaxia con forma de feto. Pero lo más asombroso es que parecía crecer como lo hace una criatura humana.
Stare, maravillada, siguió fotografiándola.
Según el ordenador central, la galaxia-feto se encontraba a 40.000 años luz.
«¿Cómo es posible —se preguntó—. Tiene cabeza, tronco y pies… E, incluso, un cordón umbilical que le sale del vientre… ¡Dios mío! ¿Me estoy volviendo loca?».
Y la astrofísica verificó lo que ya sabía: la galaxia, con una longitud de millones de kilómetros, emitía un singular sonido. Eran ondas de radio que estallaban como los latidos de un corazón…
Stare volvió a consultar el reloj de la sala.
En ese instante entró Yuri.
Traía dos cafés humeantes y una hoja de papel entre los pequeños labios.
Depositó los vasos de plástico en la mesa de los monitores y se hizo con la hoja de papel. Después se sentó junto a Stare y la contempló en silencio.
Stare no la miró. Y siguió absorta en su descubrimiento: la galaxia-feto.
Yuri era coreana y ayudante de Stare. Era también astrofísica. Se hallaban embarcadas en el mismo proyecto, aunque a Yuri le interesaba más la composición de los «pilares de la creación». Sabía que cada columna es puro gas de hidrógeno frío y polvo interestelar, pero no lograba entender cómo de dichas columnas podía nacer una estrella.
—¿Has leído lo último? —preguntó Yuri.
—¿Qué es lo último? —murmuró la mestiza sin apartar la vista de la pantalla del monitor.
—Las abejas están desapareciendo…
Stare no respondió. Y Yuri se revolvió, inquieta, en la silla.
Su pequeño cuerpo, de apenas 1,50 metros, era puro nervio. Sólo los ojos, negros y rasgados, transmitían cierta paz. Las pecas corrían en desorden por una piel blanca y brillante. Siempre vestía de negro, a juego con sus cabellos y con el firmamento. Durante años había trabajado en el laboratorio del acelerador Fermi.
—Es asombroso —estalló la coreana—. Nada te altera…
Stare desvió la luz verde de sus ojos y miró a su compañera y amiga con perplejidad.
—¿Y por qué me iba a inquietar la desaparición de unas abejas?
—No se trata de la desaparición de unas abejas —y remarcó unas abejas—. Estamos ante un fenómeno más importante.
Yuri, entonces, procedió a leer parte de lo escrito en el papel:
—Según el laboratorio francés para la Salud de las Abejas, el despoblamiento de las colmenas en diecisiete países europeos es alarmante. El 33,6 por ciento de esas abejas ha desaparecido…
Stare la interrumpió:
—Hay pesticidas y agentes patógenos que pueden contribuir a su extinción…
—No lo dudo. Aquí habla de pesticidas neonicotinoides y de parásitos como el Nosema ceranae que sí matan a las abejas, pero la revista Science va más allá y plantea una emigración masiva de las abejas.
—¿Y cuál es la razón?
Yuri apuró el café y se encogió de hombros:
—Ése es el problema: nadie lo sabe.
—¿Y por qué te preocupa la desaparición de las abejas?
—Querida y despistada sabia: las abejas, al polinizar la agricultura, contribuyen al 35 por ciento de la producción alimentaria. ¿Imaginas cómo sería un mundo sin abejas?
Stare negó con la cabeza e hizo oscilar, levemente, el anillo de plata que le perforaba la nariz.
—Además de la hambruna desaparecerían las flores…
Y Yuri siguió leyendo:
—Para que te hagas una idea: en sesenta años, las colonias de abejas melíferas en Estados Unidos han pasado de seis millones a dos. Y algo similar está pasando en China y en Europa. Las abejas huyen…
A las cinco de la madrugada, el reloj de la sala de control del telescopio Víctor Blanco hizo sonar la primera alarma. El amanecer estaba próximo.
Stare recogió sus cosas y desconectó la Cámara de la Energía Oscura.
Yuri se despidió y se alejó.
La jornada de los astrofísicos estaba terminando.
Y Stare dedicó unos minutos a observar el desierto.
El sol, muy cercano, encendió los riscos y quebradas con una luz naranja. Y las estrellas se despidieron en la lejanía.
Después, todo se volvió rojo; incluso el silencio. Y la vida se puso en marcha en Coquimbo.
Stare abandonó el telescopio y caminó hacia el módulo que le servía de hogar.
El frío la acompañó hasta la puerta.
Y la enamorada de «M-16» se dispuso a descansar.
Pero, como tenía por costumbre, antes de acostarse dedicó una mirada a sus compañeros de habitáculo. Todo seguía en orden. En la pecera, sobre la pequeña mesa de la cocina, navegaba, erguido, un caballito de mar, amarillo y rayado, procedente del Caribe. Aparentemente se hallaba embarazado. En cuestión de días, el hipocampo podría dar a luz a 1.500 crías. Para asombro de Stare, el caballito era macho.
Más allá, en las paredes azules, la observaba una docena de fotografías en color. Eran imágenes de sus padres y de la reserva en las Montañas Rocosas, en Canadá. Allí estaba su corazón.
Besó con la mirada a Fuego Nuevo y a No English y desvió el verde de los ojos hacia la única ventana. En ese instante acertó a pasar una estrella fugaz con una larga cola azul. Stare entornó los ojos y se fue con ella.
Segundos después apagó la luz y el sueño la venció.

Una hora después, Stare despertó sobresaltada.
Se sentó en la cama e intentó pensar.
«¿Qué ha sucedido?».
Su madre —Fuego Nuevo— se presentó en un sueño. Eso, al menos, era lo que recordaba.
—Ven —le dijo—. Tengo que hablarte…
En la ensoñación, Fuego Nuevo se cubría con una gruesa y negra piel de oso. Ésa era su costumbre.
En la boca lucía una mano blanca pintada.
Una hermosa mariposa azul revoloteaba a su alrededor.
Y Stare se preguntó:
«¿Cómo es posible? En las Montañas Rocosas no hay mariposas azules…».
La responsable de la Cámara de la Energía Oscura sabía de la importancia de los sueños para su pueblo. Era la forma tradicional de comunicación cuando alguien se hallaba lejos. Fuego Nuevo carecía de teléfono. No le interesaba. Cuando necesitaba hablar con alguno de los suyos echaba mano de los sueños. Stare fue entrenada en ello desde niña. Y lo practicaba con regularidad.
Fuego Nuevo, además, era una notable soñadora. Así llamaban a los chamanes en la tribu de los sarsis. Su poder no se limitaba a sanar a las personas, los animales o las cosas. Ella, sobre todo, era una guía espiritual. Aconsejaba y predecía. Entraba en los sueños y descubría el problema que aquejaba al enfermo o a la persona angustiada.
Su pueblo utilizaba los sueños para todo: soñaban con los animales antes de cazarlos y preparaban la cacería en mitad de la ensoñación. Si era necesario comprar, primero lo ensayaban en sueños. Respecto al futuro, también aparecía en los sueños. Y «leían» dicho futuro.
Fuego Nuevo había heredado su poder de su padre, y éste lo recibió de su abuela. Y lo recibieron en sueños, de manos de un «mensajero del Aro Sagrado».
Fuego Nuevo aseguraba que era descendiente de Deganawidah, «el que piensa», también conocido como el pacificador. Fue un gran héroe entre los hurones, cerca de Kingston, provincia canadiense de Ontario. Deganawidah profetizó y consiguió el milagro de los milagros: la unión de todas las tribus del Canadá.
Stare estaba perpleja.
Su madre había viajado en sueños y la reclamaba.
Pero ¿por qué?
En su última carta todo estaba bien…
Stare caminó hasta la cocina y se detuvo ante la pecera del caballito de mar. La luz del desierto peleaba ya por ser amarilla.
La mujer acarició la pecera y el hipocampo embarazado, lejos de retroceder, se aproximó a los dedos de Stare. Y pareció que los besara.
Y, durante algunos segundos interminables, Stare ayudó a la luz del desierto chileno a vestirse de amarillo. Después regresó a la cama. Necesitaba pensar.
El sueño, como una nevada benéfica, volvió a cubrirla.
Y se registró una segunda ensoñación.
Primero apareció la hermosa mariposa azul. Era grande como la palma de una mano. Volaba sin sentido y en mitad de una intensa claridad. Entonces, como llegada de lejos, se presentó Fuego Nuevo. Se detuvo a un paso de Stare y la miró. Presentaba el rostro oscurecido.
—Hija, ven —habló la madre con un extraño eco metálico—. He visto dos soles en un mismo día… Es el fin.
Y la mariposa azul se quedó quieta en el aire. Alguien la había clavado en la luz. Aleteó brevemente y murió.
—Hija, ven pronto —suplicó Fuego Nuevo.
Y la ensoñación terminó bruscamente.
Stare se incorporó en la cama. Sudaba.
Y volvió a preguntarse:
«¿Qué está pasando?».
Era obvio. Su madre, situada a miles de kilómetros, le rogaba que la visitara. Algo sucedía.
Pero ¿por qué había hablado de dos soles en un mismo día? ¿Qué quiso decir cuando se refirió al final? ¿El fin de qué?
Stare era especialmente intuitiva. Sabía que tenía que dejarlo todo y volar a Calgary.
Preparó la maleta y despertó a Yuri, su ayudante.
Necesitaba viajar a las Rocosas. Esa fue toda su explicación.
Yuri no hizo preguntas. Ella se ocuparía del trabajo en la Cámara de la Energía Oscura.
Y Stare abandonó el cerro Tololo. La luz del desierto ya era amarilla…

Stare detuvo el vehículo frente a la reserva sarsi.
Al pie de la barrera blanca y negra de las Rocosas tiritaba una familia de chozas de madera. Tiritaban en blanco, en amarillo e, incluso, en rojo.
Algunas cabañas se entretenían en pintar finas columnas de humo blanco. Y el humo, libre, era acogido por un cielo azul e impecable, casi de domingo.
Una de las chozas, pintada en rojo manzana, era la de Fuego Nuevo, su madre.
Al fondo, el larguirucho pico Assiniboine, con casi 5.000 metros, reclamaba para sí toda la atención. La nieve eterna y los cedros rojos eran sus vasallos.
Lagos azules y glaciares se disputaban el paisaje y separaban prudencialmente las tierras de los crees, de los plains, de los stoneis y de los pies negros.
En esa época, los arroyos se lanzaban —suicidas— sobre la hierba alta de las laderas.
La brisa del norte se enredó en los cabellos sueltos de Stare y la besó. Ella sonrió. ¡Cuántas veces se había perdido en aquellos bosques! ¡Cuántas veces la obligó No English a caminar cantando para evitar a los osos negros!
En lo más intrincado de las montañas «vio» la pereza de la osa y las injustificadas prisas del alce y de la marta. Sólo tenía que cerrar los ojos y proyectarse al lugar.
Algo más allá distinguió los mansos verdes del río de la Paz. Se alejaba, como siempre.
Y Stare regresó al presente. Su madre la esperaba.
Cruzó la alambrada de la reserva y detuvo la camioneta frente a una de las cabañas de color rojo.
No fue necesario llamar. Fuego Nuevo la estaba esperando.
Abrió la puerta y bendijo a la hija.
La hechicera la recibió con sus mejores galas: la camisa blanca de cuero, agujereada con 750 orificios; tantos como sarsis vivos. La camisa representaba la fuerza sobrenatural del Aro Sagrado, el Gran Espíritu de la pradera. Mientras la vistiera, sus palabras serían arropadas por la verdad. Stare lo sabía y se estremeció. Fuego Nuevo no vestía la camisa de cuero agujereada con frecuencia. Y la astrofísica dedujo que su madre tenía algo importante —muy importante— que decirle.
Los cabellos blancos aparecían sujetos con cuatro aros de corteza de cedro. Un quinto aro, igualmente rojo, colgaba sobre su pecho.
Los mocasines, de gamuza, habían sido cubiertos con púas de puerco espín, delicadamente teñidas de blanco y rojo.
En la mano izquierda portaba el bastón de soñadora: una larga vara de cedro con turquesas y madreperlas incrustadas.
Al sonreír, Fuego Nuevo mostró las encías sin dientes. Ahora contaba setenta años. Hacía tiempo que la bella dentadura había desaparecido. Pero los ojos de la hechicera de los sarsis conservaban toda la luz de las Rocosas. Eran infinitamente azules.
Stare se acomodó en la vieja cabaña y la recorrió, más que con la vista, con el corazón. Todo seguía igual. Las pieles de oso de su padre, fallecido años atrás, adornaban el suelo. Y en un rincón, las fotografías de Stare en el observatorio de Tololo.
Fuego Nuevo fue a sentarse en el centro de la estancia, frente a la hija, y encendió su pipa de cerámica, heredada de Diez Osos, su padre y jefe del clan de «Muchos caballos».
Durante algunos minutos, ninguna habló. No era necesario.
Y el humo dulce y denso del tabaco habló por ellas.
Stare recibió la pipa y aspiró profundamente. Después, al ponerla de nuevo en manos de la madre, procedió al segundo y obligado ritual: acarició el rostro de Fuego Nuevo con la mano izquierda, al tiempo que contaba las arrugas de la soñadora.
—¡Cien!
Fuego Nuevo sonrió desde el azul de la mirada y bendijo de nuevo a su hija.
Y así transcurrieron muchos minutos. Ambas se observaron con amor.
Concluida la ceremonia del tabaco, Fuego Nuevo se alzó y preparó un pemmican, el plato típico de las tribus de las praderas: carne de búfalo seca y pulverizada, sabiamente aderezada con bayas y tuétano fundido. La soñadora añadió media taza de uvas y roció el plato con sebo.
Comieron en silencio, como manda la tradición.
Después, la madre solicitó que Stare le pintara la mano sagrada sobre la boca.
Y Stare dibujó una mano blanca sobre el envejecido rostro de Fuego Nuevo.
Todo estaba listo.
Y la soñadora explicó a la astrofísica lo que bullía en su corazón.
—Todo empezó cuando fui visitada, en sueños, por un dluwulaxa.
Stare sabía a qué se refería. Un dluwulaxa era un ser luminoso que descendía del Aro Sagrado. Para los sarsis, y para la mayoría de las tribus de las Rocosas, estas criaturas eran dioses o servidores de los dioses. Desde tiempo inmemorial, el Aro Sagrado sobrevolaba las montañas y las praderas y descendía aquí o allá, proporcionando instrucción y comida a los indios. Así surgió el maíz. Fueron ellos —los dluwulaxa— quienes proporcionaron las primeras semillas y quienes enseñaron a sus ancestros cómo y dónde cultivarlo.
—Y el anciano —prosiguió la soñadora— me invitó a subir al Aro Sagrado… Y el Aro me llevó al cielo de los muertos.
Stare escuchaba, atentísima.
—Allí había mucha gente. Vi a tu padre y a todos mis parientes fallecidos.
—¿Viste a No English?
La madre asintió.
—Está vivo, pero es mucho más joven que cuando partió. No tendrá más de veinte años… Estaba guapísimo, y feliz. Todos, allí, estaban felices. Y todos trabajaban en algo. Tu padre cortaba leña en bosques inagotables… Es una tierra llana y verde, abundante en caza y pesca. Y el dluwulaxa, tras mostrarme ese cielo, me llevó a la presencia del Gran Espíritu. Y hablé con Él.
—¿Hablaste con Dios?
—Así es.
—¿Cómo es?
—No tiene forma. Es luz.
—Pero ¿cómo luz?
—Luz. Una formidable luz azul.
Stare se rindió y dejó que la madre prosiguiera.
—El Gran Espíritu me dijo que regresara y que contara lo que había visto. Todos estaremos vivos algún día, cuando muramos. Y me dijo también que el final de esta raza humana está próximo.
Fuego Nuevo encendió la pipa y contempló el rostro, atónito, de su hija.
—¿Eso te dijo?
Afirmó con la cabeza, al tiempo que dejaba escapar una nube de humo blanco. Y añadió:
—Entonces me mostró la Tierra. Y vi dos soles. Era el momento de la gran tribulación. Después llegó la oscuridad y la muerte.
Y Fuego Nuevo concluyó:
—Después desperté… Y lo hice angustiada. El sueño fue tan vívido…
Stare recordó la profecía de Wovoka, un indio paiute, nacido en Shurz, en Nevada, y fallecido en 1932. El iluminado había profetizado algo parecido, pero, lógicamente, nadie lo creyó. Wovoka aseguró que había sido arrebatado por un Aro Sagrado y que Dios le mostró el final de la humanidad.
Stare guardó silencio respecto a Wovoka e intentó bucear en el corazón de Fuego Nuevo:
—¿Y cómo interpretas tu sueño?
—Vi dos soles… Una gran desgracia se aproxima.
—Desgracia, ¿para quién?
La soñadora la miró, desolada. Su hija no había comprendido.
—Desgracia para el mundo —resumió con cansancio—. Ésa es mi interpretación.
Stare quiso restar importancia a la visión de la madre:
—Hay muchas profecías parecidas…
—Sí —intervino la soñadora—, los hermanos hopis también lo dijeron: «El Gran Espíritu afirmó que, si una calabaza de cenizas es arrojada sobre la Tierra, muchos hombres morirán y el fin de la vida, tal y como la conocemos, estará muy cerca».
—Sí —replicó Stare—, recuerdo la carta enviada por los hopis al presidente Nixon en 1970. En ella le advertían del grave peligro de las armas nucleares…
Fuego Nuevo negó con la cabeza.
—No, mi querida niña —insistió—. No se trata de eso. El fin del cuarto mundo no llegará por las bombas atómicas.
Dejó que el silencio rodara unos segundos y clamó:
—¡He visto dos soles…!
Y Fuego Nuevo confesó algo más:
—Después tuve otro sueño…
La hija, perpleja, no salía de su asombro.
—Días más tarde regresó el Aro Sagrado y los dluwulaxas me mostraron una batalla.
—¿Dónde te la mostraron?
—En el interior del Aro Sagrado. La guerra aparecía en una gran pantalla. Allí vi una estrella de seis puntas, una media luna y una cruz. Luchaban entre sí. La cruz era negra. Entonces se produjo un gran resplandor y llegó el silencio, la escasez y la muerte.
Stare comprendió. Su madre parecía hablar de una guerra entre árabes, judíos y occidentales. Otra más.
—¿Te dijeron cuándo será eso?
—Uno de los dluwulaxas aseguró: «La quinta guerra se cumplirá antes de que aparezca el segundo sol».
Eso era como no decir nada. Y Stare siguió interrogando a Fuego Nuevo.
—¿Qué más ocurrió en ese sueño?
—El segundo sol llegará desde el Oriente, eso dijo el ayudante divino: «No escucharéis el trueno… Y el segundo sol aparecerá acompañado de miles de luces. Él viene de lejos. Está muerto, pero trae la vida».
—No comprendo…
—Yo tampoco, mi querida niña, yo tampoco. Después, al descender del Aro Sagrado, el dluwulaxa gritó desde la puerta: «Dios desencadenará la guerra de la naturaleza para impedir la guerra de los hombres». Fin del sueño. Después me puse en contacto contigo. Ahora estás aquí. Bendita seas…
