Solón fue nombrado arconte en el año 594 a.C. en Atenas, por acuerdo de los ciudadanos, para que hiciera una nueva legislación escrita que incluyera una reforma política. No era el primer caso en que las ciudades griegas tomaban decisiones parecidas, como tampoco eran nuevas ni exclusivas de Atenas las tensiones políticas que hacían dar ese paso: fundamentalmente, el enfrentamiento de dos sectores de la ciudad, basado en la desigualdad económica y el desfase entre capacidad económica y derechos políticos. De esto hablaré más adelante. Ahora quiero presentar directamente las circunstancias atenienses en el momento más crítico.
Estaban los nobles y el pueblo, los ricos y los pobres. No todos los nobles eran ricos ni todo el pueblo era pobre: pero el poder político, la capacidad para ser miembro del Consejo del Areópago y para ser elegido para ocupar las altas magistraturas, es decir, para las dos palancas de poder fundamentales, era cosa prácticamente reservada a los nobles. De sus grandes familias o casas (géne) dependían los cultos religiosos de Atenas.
Todo el armazón del Estado dependía de los treinta gennétai de cada una de las tres fratrías o «hermandades» de cada una de las cuatro tribus: era un sistema totalmente gentilicio, organizado en torno a la nobleza.
Mucha gente del pueblo o bien ocupaba un lugar subordinado en esas casas o ni siquiera estaba incluida en ellas: eran artesanos o labradores a jornal recientemente llegados a la ciudad.6 Cierto que existía la Asamblea, que elegía a los magistrados y tenía otras funciones, pero era un poder subordinado.
Había un problema político y varios problemas económicos. Un problema político: la mínima participación del pueblo en el gobierno del Estado y su situación de inferioridad por causa de la legislación anterior, la de Dracón de hacia el 624, de proverbial rigor (la del «ojo por ojo y diente por diente»), que entregaba la persecución de los delitos de sangre a los parientes de la víctima y permitía la venta por deudas.
Y había varios problemas económicos y sociales. Uno, el de los hombres del pueblo empobrecidos y endeudados, a más de con escasos derechos políticos. En muchos casos habían visto hipotecadas sus tierras e incluso habían sido vendidos como esclavos por sus acreedores. Otro, el del pueblo enriquecido, pero que seguía con escasos derechos políticos. Un tercero, el de los nobles empobrecidos, con amplios derechos políticos pero llenos de resentimiento y sufriendo, además, el desprecio del pueblo. Luego hablaré de cómo se había llegado a esta situación. Bástenos por ahora con decir que se había llegado.
Ya habían causado problemas graves en época anterior situaciones como ésta: eran, en realidad, una invitación a que uno de los nobles se constituyera en tirano con ayuda del pueblo, con objeto de poner un poco de orden a base de mejorar la situación económica y realizar una política populista, pero, por supuesto, sin hacer una política democrática, más bien lo contrario. Es lo que pasó en Atenas con el intento de Cilón, en el año 632, de implantar la tiranía; es lo que, después de Solón, hizo Pisístrato y toleraron los atenienses, pese a las advertencias del primero.
Efectivamente, como ya anticipé, los enfrentamientos civiles ni eran nuevos ni se quedaron aquí: venían, en Atenas, del siglo VII y, tras el respiro proporcionado por Solón, volvieron con los que trajeron, en 561, la tiranía de Pisístrato, continuada por la de sus hijos. Luego, tras el respiro de la tiranía, que mejoró el problema económico pero en modo alguno el político, esos enfrentamientos fueron el telón de fondo con el que operaron Clístenes y los demócratas que, tras la caída de Hipias, el último tirano, en el 510, fundaron el régimen democrático para resolver, precisamente, esos problemas.
La tiranía era una terapéutica que cortaba la revolución, cuya primera demanda era el reparto de tierras –anadasmós–, y mejoraba la economía. Pero era una terapéutica a corto plazo; a la larga provocaba la inversión de las alianzas, la unión de nobles y pueblo contra el tirano para buscar soluciones políticas: esto es lo que quiso imponer Solón primero y consiguió Clístenes después. Es el origen de la democracia: origen muy tentativo y de corta duración en el caso de Solón, logrado en el caso de Clístenes.
Merece la pena detenerse en el intento de tiranía de Cilón, porque revela las fuerzas que operaban. Cilón era un noble ateniense, yerno del tirano Teágenes de Mégara, que ocupó la acrópolis de Atenas durante los Juegos Olímpicos (en los que había sido vencedor), con ayuda de sus partidarios y de su suegro el tirano. Los nobles atenienses, dirigidos por Megacles I, de la poderosa familia de los Alcmeónidas, que era arconte, sitiaron la acrópolis, y a ayudarles vino todo el pueblo de Atenas, se nos cuenta.7 Cilón pudo escapar, pero sus partidarios fueron asesinados en el altar de la diosa Atenea, donde se habían refugiado. Otros fueron desterrados.
El orden aristocrático se había salvado: un grupo de nobles rebeldes había sido vencido, el pueblo se había puesto al lado de los magistrados, nobles también. Dentro de esta clase estaba el juego político: organizaba partidos llamados de la llanura, la costa y la montaña por la situación geográfica de sus posesiones y sus partidarios. Continuó este juego cuando los Alcmeónidas fueron desterrados por su sacrilegio. A partir de ahora, hemos de ver, los Alcmeónidas serán una pieza importante en el mismo: admitidos en él o rechazados según las ocasiones, aliados o enemigos de Pisístrato alternativamente, acabarán por aliarse con el pueblo y fundar la democracia con Clístenes y Pericles.
Pues esas rivalidades entre los nobles eran la principal «política» que se hacía, pero invitaban a que una familia de nobles se apoyara en el pueblo contra otras y acabara con el juego, trayendo la tiranía. Pero, naturalmente, debía dar compensaciones: satisfacer, en el grado que fuera, las aspiraciones del pueblo.
No es este el caso de Solón, sin embargo, todavía: intervino como diallaktés o árbitro nombrado por acuerdo entre todos los atenienses, como nomothétes o legislador también.8 Entra en el grupo de los legisladores elegidos en diversas ciudades en época de crisis para hacer una nueva constitución, no necesariamente democrática, que estableciera un orden legal generalmente respetado: eran o un ciudadano destacado o un extranjero de prestigio. Así Licurgo en Esparta, Zaleuco en Locros, Carondas en Catania, el mismo Dracón en Atenas, Pítaco en Mitilene (luego se hizo tirano).
En términos generales, sus leyes se llamaban thesmoí, algo que venía impuesto de arriba abajo; o rétra, la «respuesta» o «dictado» del oráculo de Delfos a la pregunta de Licurgo. Exigían una vigencia eterna o por un tiempo dilatado.9 Pero las de Solón fueron llamadas nómoi por los atenienses posteriores, como todas las que venían de una legislación aceptada por el pueblo.10 Y el régimen en ellas fundado fue calificado por él mismo, en sus poemas, de eunomía: «buenas leyes», «buen gobierno».
Nótese que, con esto, Atenas se alejó del orden histórico normal, el que ella misma iba a seguir más tarde con Pisístrato. En vez de salir del choque de las clases una tiranía y luego del derrocamiento del tirano por el pueblo y los nobles y un acuerdo entre unos y otros, es decir, una democracia, todos se pusieron de acuerdo previamente para otorgar poderes a Solón para hacer la conciliación y la reforma. Vía ejemplar si no fuera por su fracaso: unos y otros quedaron descontentos de Solón, siguieron combatiéndose y acabó por llegar lo que se trataba de evitar: la tiranía. Sólo la experiencia de la misma llevó a su derrocamiento violento y a la democracia: no se pudo, a la larga, evitar el curso «normal» de la historia. Pero vemos que ya desde antiguo la idea de la reconciliación flotaba en el aire.
¿Quién era Solón? Un miembro de la pequeña aristocracia, de la casa de los Medóntidas, emparentado por su madre con Pisístrato. Un hombre que había ganado dinero en la navegación y el comercio, después de su arcontado pero también antes, se nos dice;11 en sus versos habla de Chipre, donde había jugado un papel político, y Egipto. Alguien que tenía suficiente autoridad como para dirigirse al pueblo todo con la elegía que se nos ha transmitido y que le exhorta a reconquistar Salamina, en manos de Mégara:12 como hicieron luego Pisístrato y Pericles, unificaba al pueblo en torno a conquistas externas de la ciudad. Todavía en el 490, después de su arcontado, pidió a los atenienses que aconsejaran al Consejo Amfictiónico la primera Guerra Sagrada contra Crisa, en defensa del santuario de Delfos.13
Era, pues, Solón una especie de outsider, un hombre no comprometido con los terratenientes (no era uno de ellos), pero miembro de la aristocracia después de todo y testigo, a la vez, de las nuevas corrientes económicas. Se hizo «famoso y grande», según Plutarco.14 Es fácil que diera una amnistía que permitiera el regreso de los Alcmeónidas.15
Pero era, sobre todo, un poeta, continuador de la gran tradición política y ética que viene de Hesíodo, de la gran tradición de los poetas que como Calino y Tirteo se dirigían a la ciudad (otros como Teognis y Alceo lo hacían sólo a los círculos aristocráticos). Solón podía pensar los conflictos de Atenas dentro de la gran revolución religiosa y humanista, no exactamente aristocrática, de la edad arcaica. Como el dios de Delfos, recomendaba la medida, sabía del castigo que viene de los excesos.16
Es ésta una literatura que he llamado predemocrática y que inauguró un fenómeno que se repetirá luego en el Humanismo y la Ilustración: la idea de la igualdad humana flotaba en el aire como precursora de cambios políticos. Solón es esencial en este ambiente. Llevó esa idea a la ciudad: es la virtud política la que prefiere.17 Y ello con patriotismo ateniense: sufría ver reducida la ciudad, humillada por Mégara, al nivel de una mínima isla, le dolía el verla naufragar por las discordias civiles.18 Y no quiso para sí la tiranía, la rechazó, aunque algunos le motejaran de necio, como cuenta en sus poemas.19 Era, decía, una buena posición militar, pero no tenía retirada.20 Tampoco quiso que otro, Pisístrato, la impusiera.21 En esto fracasó.
Más todavía: Solón fue al tiempo un pensador religioso y un político. Hesíodo sufría por la injusticia, pero se limitaba a esperar que Zeus la castigara. Solón tenía la misma fe, pero, además, intentó establecer un régimen que la evitara. Fue una gran originalidad histórica la suya.
Era Solón, por otra parte, un hombre refinado y hedonista, que buscaba la riqueza, pero con justicia,22 y la medida y la virtud, pero también el placer de la vida: los caballos, la caza, el amor, el banquete, los viajes, las musas.23 Era optimista, veía el desarrollo de la vida humana, hasta la extrema vejez, como un progreso intelectual y del conocimiento.24 Pero sin olvidar lo que la vida humana tiene siempre de incierto, la imposibilidad de la felicidad.25
Antes de dar algunos detalles sobre sus reformas –sólo algunas líneas generales–, tiene interés ver cómo las presentaba Solón en el que podríamos llamar su «programa» y cómo las justificaba después: todo ello en los fragmentos de sus poemas que se han conservado.
Lo notable es esto: en los poemas de Solón son los temas económicos los relevantes, no los políticos, que conocemos por otras fuentes.
Esos temas económicos están centrados en torno a la avidez y abuso, la hybris de los nobles (agathoí, esthloí, démou hegemónes, meízous kai bían ameínones, megáloi, khrémasin agetoí, esto es, los «buenos» o «excelentes», los «jefes del pueblo», los «más grandes y de mayor poder», los «grandes» a secas, los «considerados por sus riquezas»), que la ejercitan a costa del pueblo, dêmos (también hoi kakoí «los malos»). Buscan la riqueza (ólbos, khrémata), lo que es admisible, pero la buscan con abuso (hybris), injusticia (adikíe), incurren en saciedad (kóros). Causan daños a la ciudad con sus locuras (aphradíeisi), porque hay una ley, bien especificada:26 la riqueza injusta atrae el castigo de Zeus; y no sólo sobre el culpable, sino sobre la ciudad toda. Es el tema de la repercusión social de la injusticia, mucho más explícito en Solón que en sus precedentes.27
Ahora bien, no sólo los nobles que con su «espíritu injusto» abusan en su deseo de riqueza por cualquier procedimiento, «roban»,28 tienen «avaricia y orgullo».29 También el pueblo, que comete hybris al intentar ultrajar a los nobles quedándose con sus tierras.30 «Como mejor seguirá el pueblo a sus jefes es si no se le deja demasiado suelto ni se le oprime.» Solón lo ha «contenido».31 En definitiva: Solón deja clara la diferencia entre las dos clases y exige un respeto de la una por la otra, que califica de «justicia» y que evita la desgracia a la ciudad toda.
El planteamiento económico continúa cuando Solón habla de los mojones que marcaban las hipotecas, que ha arrancado, y de los esclavos vendidos en tierra extranjera por deudas, que ha recuperado para Atenas.32
Ahora bien, este planteamiento económico se combina con el gentilicio, aunque, ciertamente, también con un toque económico. Solón deja traslucir su aristocratismo cuando dice que «muchos malos son ricos, mientras que los buenos son pobres», que «ni me place […] que los buenos tengan igual porción de nuestra fértil tierra patria que los malvados», que «juntando la fuerza y la justicia […] escribí leyes iguales para el malo y el bueno».33 Como sabemos por otros testimonios, había nobles empobrecidos y pobres enriquecidos. Pero en términos generales las equivalencias eran la de los nobles y los ricos, y la de los del pueblo y los pobres (las designaciones «buenos» y «malos» son tradicionales). A esto se refiere Solón cuando habla del descontento de los nobles y su ingratitud, de que él fue como un perro que se revolvía entre los lobos, situado entre los dos bandos como en tierra de nadie.34
Nuestros fragmentos son incompletos: la obsesión económica lleva a Solón a simplificar mezclando los dos pares de opuestos, todo lo que dice de su reforma es (aparte de lo de las «leyes iguales») lo relativo a la amnistía fiscal y a la vuelta de los esclavos. Es decir: temas económicos, y temas económicos del momento, que no implican reformas a largo plazo. Es lo que se le ha criticado: que las circunstancias siguieron siendo las mismas y el conflicto volvió a reproducirse pocos años después.
Ciertamente, hay implicaciones políticas, las encarnadas en los términos de «buen orden» (eunomía), «justicia» (díke) y «libertad» (eleuthería). De ellas hablo más adelante: garantizan la salud de la ciudad, su protección por los dioses. Pero son de orden muy general. He de completarlas con lo que nos transmiten otras fuentes. Pero sólo daré las líneas más generales.
En realidad, las nuevas disposiciones sobre deudas fueron importantes políticamente: convirtieron a los hektemóroi en pequeños propietarios que servían como hoplitas, soldados de infantería pesada, y trazaron una línea divisoria tajante entre el ciudadano y el esclavo, favoreciendo el espíritu cívico, la solidaridad. Esto fue esencial para el futuro: los ciudadanos-campesinos constituyeron, junto con el pueblo marinero, la espina central de la democracia.35
Hay luego en la nueva legislación normas de procedimiento que hacían que se pudiera acudir al Estado saltándose las instancias gentilicias: así la graphé, que permitía a cualquiera convertirse en demandante, la eisaggelía para serios delitos contra el Estado, la éphesis o derecho de apelación. Todo esto aumentaba las cuotas de libertad y de predominio del Estado sobre las organizaciones gentilicias.
Está, además, la creación del nuevo Consejo de los Cuatrocientos, cien de cada tribu, elegidos seguramente por Solón de por vida, que preparaban la agenda de la Asamblea y limitaban los poderes del Areópago, un órgano aristocrático formado por los ex arcontes. Sobre todo, se establecieron ahora, a efectos de derechos políticos y, seguramente, de impuestos, cuatro clases de ciudadanos según sus ingresos: pero ingresos, ya agrarios, ya de otros orígenes, considerados como equivalentes. Solón conocía muy bien las diferentes actividades económicas.36
El régimen aristocrático se convertía así en timocrático: deberes y derechos estaban en función de los ingresos. Las tres clases superiores eran elegibles para las magistraturas, según una gradación; la inferior no pagaba impuestos. Y participaba en la Asamblea y en los tribunales, la Heliea que ahora se creó, lo que a la larga fue importante.
Así, todos los ciudadanos, para bien y para mal, eran asimilados a los nobles: la sangre no contaba (seguía contando a efecto de los cultos religiosos). A los no nobles se les abría la carrera política. Y de ellos a los más ricos se los equiparaba a los nobles ricos; a los pobres, a los nobles pobres y, en todo caso, quedaban como ciudadanos, a gran distancia de los esclavos. Se trataba de unir a todos los ciudadanos al servicio de la ciudad.
Lo notable de la reforma de Solón –y dejo fuera otros detalles–, reforma escrita en tablas de madera, cuatro formando un prisma sobre un pedestal (áxon se llamaba el conjunto), es que, partiendo de fundamentos económicos, llegó a formulaciones principalmente políticas. Lo que se hizo en el sector económico es, ya lo dije, una amnistía: nada más, las cosas seguían igual para el futuro. Porque si añadió la prohibición de tomar préstamos con la garantía de los cuerpos –de convertirse en esclavos si no se pagaba–, esto no solucionaba el problema a la larga; eran nuevas fuentes de ingresos las que habrían hecho falta para eso.
Se alega en contra, únicamente, la reforma monetaria, consistente en abandonar el sistema de Egina y adoptar el de Eubea (y Samos y Corinto). La moneda de Atenas, creada treinta años antes, con posterioridad a la de Egina y Corinto, era acuñada con la plata de las minas de Laurion. Revalorizada ahora, facilitaba el comercio en los mercados occidentales. Pero el gran boom de las exportaciones hubo de esperar a los tiempos de Pisístrato.
De otra parte, Plutarco insiste en que Solón favoreció de varios modos las actividades artesanas y limitó los dispendios en bodas y funerales, momentos en que los nobles desplegaban su riqueza humillando a los demás.37 E impidió las exportaciones, salvo las de aceite.38 Esto es casi todo lo que sabemos.
El juego de lo económico y lo político fue el problema de la política ateniense a partir de este momento. Factores económicos (que, ciertamente, traían consigo deseos de igualdad política) desencadenaron la reforma de Solón: pero fue esencialmente una reforma política. Luego, la de Pisístrato fue una reforma económica, no política. Con Clístenes se volvió al leitmotiv de la igualdad política. Cierto que él y sus seguidores trataron de favorecer económicamente al pueblo, para evitar nuevas escisiones y lograr su asentimiento al sistema. Porque el pueblo había hecho una concesión fundamental: renunciar al reparto de la tierra. Algo que por los tiempos de Solón había tenido lugar en varias ciudades griegas.39
Pero, esencialmente, la reforma democrática de Solón insistió en la igualdad legal: Solón habla de «leyes iguales». Pero «para el bueno y el malo»: admite diferencias económicas, ahora ya no unidas solamente al principio gentilicio. Solamente, no deben ser demasiado grandes: entonces hay hybris, «violencia», «desafuero», se viola la justicia, hay amenaza de revolución. Limitando las distancias económicas, asegurando el acceso al poder político y a los tribunales de justicia. Solón pensaba que el pueblo se contentaría, colaboraría. En cierta medida fue así, en otra no. En sus versos se habla del descontento de las dos partes contendientes, que esperaban ganar la partida; Solón se defiende alegando los favores que a unos y otros hizo. Luego, en 582-580, intentó Damasias hacerse tirano y en el 561 lo logró Pisístrato.
Fue, pues, el de Solón un importante experimento, y es suerte que gracias a él mismo conozcamos bien la situación social y económica de Atenas. Nos ofrece un modelo que ha de repetirse muchas veces en la historia del mundo. Y un primer intento de hacer la democracia como conciliación y sin revolución previa. No tuvo un éxito decisivo, pero marcó un hito.
Pero ¿fue una democracia la que fundó Solón? La palabra, por supuesto, no existía todavía y «poder» verdadero del pueblo, tampoco: seguían prevaleciendo órganos aristocráticos o timocráticos. Pero sí hubo, por primera vez, una integración del pueblo en la ciudad, en lo político y aun en lo económico. Y la reforma dio esperanzas. Era un plano inclinado que quedaba abierto.
La aristocracia agraria tradicional había perdido el poder político exclusivo, cierta riqueza exagerada, el boato en bodas y funerales, el que el sistema judicial sólo de ellos dependiera. El pueblo había ganado en todos esos aspectos y los comerciantes, fueran de uno u otro sector, también.
Pero las grandes casas seguían siendo importantes, incluso en el aspecto religioso, y la legislación penal, la matrimonial, la relativa al adulterio, seguía en definitiva las normas tradicionales. Había igualdad legal (o así se decía) y se había atenuado el desequilibrio económico; pero continuaban las desigualdades políticas y económicas, la diferencia de estatus. Solón no había hecho otra cosa que, como dice Plutarco,40 ajustar las leyes a los hechos. Pero se había quedado a medio camino entre la aristocracia tradicional y la democracia posterior. Quizá no fuera posible otra cosa.
En definitiva: Solón depende de la que he llamado literatura predemocrática, la que se centraba en torno a la personalidad de los distintos autores que, fueran escritores, legisladores, filósofos, escultores o ceramistas, tenían conciencia de su originalidad y valer, firmaban sus obras. Así un Teognis o un Heráclito, así los diversos escultores y ceramistas que firmaban sus obras ya desde el siglo VII a.C.
Formaban parte de un nuevo modo de pensar, su visión estaba en la creación y en el futuro. Es el que he llamado «despegue griego en el descubrimiento de una nueva Humanidad», del que he hablado en lugares diversos.41 A su vez, hay una clara evolución de Solón a Clístenes, «que entrega el régimen político al pueblo»;42 es el siguiente paso. Antes de pasar a él, hablaremos primero de los precedentes y paralelos de la ideología de Solón, luego de sus palabras e ideas clave, más tarde de los seguidores más próximos de la democracia de Solón. Tras esto, volveremos atrás, a Clístenes, y seguiremos con su nueva democracia.
Atenas no era una isla, sino una ciudad griega más o menos comparable a las otras. Y como de la época presolónica nos han quedado pocos testimonios, para comprender la situación de Atenas en época de la reforma y la propia reforma hay que echar una mirada a lo que sucedía en otros Estados de Grecia.
Lo que sabemos de Atenas se resume brevemente. El mito, la arqueología y datos diversos hacen ver que el Ática quedó, en general, libre de la invasión doria y que recibió abundante población extranjera. El mito de Teseo, sobre todo, da testimonio de que hubo un sinecismo o unificación de diversas poblaciones, constituyéndose así un Estado que era el mayor de Grecia con excepción de Esparta. Un territorio de extensión análoga, el de Beocia, quedó dividido en varias ciudades.
Hubo en Atenas monarquía: lo sabemos no sólo por los recuerdos míticos, sino también por las huellas institucionales, por ejemplo, el nombre del arconte rey (que heredó, igual que su mujer, la «reina», funciones sacrales del antiguo rey). Pero el Consejo y los magistrados de la realeza continuaron sus funciones una vez extinguida la monarquía. Dracón y Solón se encontraron con un Estado aristocrático, dominado por el poder económico, judicial, militar y religioso de las grandes familias. El pueblo jugaba, a su lado, un papel muy subordinado: es el que se fue ampliando progresivamente.
Por otra parte, Atenas fue, en la Grecia de los siglos X y IX a.C., después de la época oscura que siguió a la caída de los reinos micénicos, un Estado importante. Y no sólo por su extensión, también por su riqueza y lujo. Su cerámica geométrica era la más exquisita de Grecia y ejerció vasta influencia. Pero desde fines del siglo VIII Atenas decayó. No participó en la colonización griega ni realizó conquistas territoriales. El área de expansión de su cerámica fue pequeña, sólo recuperó su gran papel desde mediados del siglo VI. Y apenas le llegaron ecos de las nuevas modas orientalizantes, procedentes del comercio con el Oriente.
Es la gran época de las ciudades dorias, colonizadoras, conquistadoras algunas (como Esparta), implicadas en un vasto comercio con Asia, Italia y Sicilia. Corinto, Egina, Mégara, aparte de Esparta, eran mucho más dinámicas; también algunas islas del Egeo como Lesbos y Samos. Es la época de las grandes aristocracias, de los tiranos y de los legisladores; también de las grandes reformas institucionales, las de Esparta y Creta sobre todo. Y es la época del despliegue del arte con características individuales: escultura, arquitectura, cerámica. Y de la gran poesía: la elegía, el yambo, la lírica coral, la monodia. Atenas seguía detrás, a larga distancia, con alguna excepción como la de Solón.
Es la época del dinero, de cuyo poder se quejaban poetas como Alceo43 y Teognis.44 «El dinero es el hombre», dice el primero; «la mayoría de los hombres sólo conocen una excelencia: la riqueza», confirma el segundo. El ideal de la medianía, del que Solón ofrece un ejemplo, es sólo una respuesta. Del lujo de los aristócratas, de que nos hablan los hallazgos de objetos suntuarios y poetas como Jenófanes.45 Lucían su esplendor y ganaban admiración en los grandes festivales internacionales –Olimpia, Delfos, Delos, otros varios–. A veces lograban ser aceptados y que hubiera estabilidad política. Otras, mucho menos: llegaron las discordias entre los nobles, llegaron las revoluciones, llegaron los tiranos que intentaban apagarlas. Y reformas como la de Esparta, atribuida a Licurgo y al siglo VIII después de la guerra de Mesenia, aunque quizá más tardía. Luego hablaré de ella.
Pero vamos a empezar por el comienzo. Las grandes monarquías micénicas tenían bajo sí una población numerosa, fragmentada en muchas localidades dentro de vastos territorios. Eran Estados burocráticos muy centralizados con ayuda de la figura del rey, de funcionarios centrales y funcionarios locales (algunos procedentes, sin duda, de las antiguas organizaciones gentilicias). Esa centralización se extendía a lo económico, lo religioso, lo administrativo.46 Del rey dependían el culto, el ejército, diversos talleres y rebaños, una serie de tierras, el sistema de impuestos, el sacerdocio, la burocracia. En Homero todavía se trasluce algo de este sistema, aunque interpretado desde la lejana perspectiva del siglo VIII a.C.47
Lo que nos interesa en este contexto es que los Estados micénicos incluían el «pueblo», da-mo (luego dêmos). Hay ciertos repartos de tierras a sacerdotes y funcionarios que realizaban unos magistrados, los te-re-ta (griego, telestai), en nombre del rey, y a su lado hay otros repartos que hacía directamente el da-mo, que contribuía al sustento de esos funcionarios. El pueblo tenía, pues, un estatuto jurídico propio y, sin duda, una organización.
Esto se confirma porque en una célebre tablilla (PY Ep 704.5-6) el da-mo discute a una sacerdotisa E-ri-ta el estatus de un lote de tierra, que ella opina que es suyo, mientras que el pueblo opina que es del pueblo. Sin duda, aparte de la estructura estatal centralizada recogida en las tablillas de los archivos, existían restos de organizaciones anteriores, que salieron luego a flote cuando los reinos micénicos se hundieron: el «pueblo» citado, entre ellas.
Los reinos micénicos, en definitiva, presentan rasgos que luego conocemos bien. Hay en ellos un rey, una serie de sacerdotes y funcionarios (o magistrados) y el pueblo. No hay –o ésa es mi interpretación– nobles: incluso los «reyes», nombre que Hesíodo da a los nobles de su tiempo, son meros funcionarios locales. Hay incluso, parece, un Consejo de Ancianos (ke-ro-si-ja; griego, gerousía). Y, por supuesto, una concentración de poder, con una unificación religiosa, económica y burocrática mucho mayor que en los siglos siguientes. Lo esencial en éstos fue el fraccionamiento del poder, tras el hundimiento de los reinos micénicos. Ahora lo que surgió fue la ciudad (pólis). La conocemos desde en torno al año 1000 y luego mucho mejor desde el siglo VIII. Se trata, muchas veces, de una ciudadela (es lo que significaba pólis) junto con el territorio en torno; pero por conquista o por unión (sinecismo) con otras localidades podía alcanzar mayor extensión. Podía coincidir con un grupo étnico, pero otras veces contenía varios o, al contrario, sólo parte de uno.48
Lo esencial es que la pólis era una unidad, que tenía que afirmarse frente a otras vecinas con ayuda de la guerra, si era preciso; y tenía que mantenerse económicamente mediante la agricultura, el comercio, la colonización (comenzada hacia la mitad del siglo VIII). La pólis era una unidad que aspiraba a superar las diferencias internas. Y ello era difícil, sobre todo desde el momento de la desaparición gradual de las monarquías: los magistrados y Consejos de éstas fueron tomando el poder gradualmente, conservando las antiguas funciones y aun los nombres (el arconte rey y el polemarco o jefe militar en Atenas).
Pertenecían a las aristocracias, que resurgían tras su eclipse o asimilación al poder en la edad micénica. Sus miembros eran los jefes de las casas (oîkoi, géne). Poseían una tradición familiar, tierras, cultos propios, influencias. Eran jueces y jefes de guerra. Ocurría que entre ellos había rivalidades: las tradiciones tribales y gentilicias no eran absorbidas tan fácilmente por los nuevos Estados unificados, con su ideal del ciudadano. Peor todavía: había gentes que ocupaban los lugares inferiores en esas «casas» o que, simplemente, no pertenecían a la organización gentilicia porque procedían del extranjero. Todo esto, por no hablar de los esclavos.
El pueblo, igual que los nobles, había quedado libre de los reyes. El uso del término no es diferente en griego clásico del micénico: se opone a las personas o clases superiores. Pero ahora existe la clase noble y se habla de dêmos o pueblo por oposición bien al rey o el tirano, bien a los nobles o poderosos. Sólo cuando se hace caso omiso de las clases superiores o cuando, en un momento de la edad posterior, se consideran suprimidas las diferencias, hará referencia el término dêmos a la totalidad de los ciudadanos. No ahora.
Pero en la edad micénica y suponemos que en las monarquías posteriores, toda la población estaba incluida en una organización estatal centralizada. Y el pueblo tenía un estatus propio. Ahora no. Ahora los nobles mandaban, pero tenían el problema de entenderse entre sí, de prosperar en poder y en riqueza sin hundir su posición de conjunto. Y de mantener sumiso al pueblo. Y de mantener la unidad y la capacidad de vida de la ciudad, así como su independencia y poder frente a otras ciudades. Todas ellas eran unidades políticas, religiosas y económicas, también ideales, aunque con diferencias entre sus clases o pobladores.
La fuerza del ideal ciudadano, al lado y por encima de las diferencias entre los nobles o entre éstos y el pueblo, es clara en los siglos a partir del VIII. Cada ciudad estaba orgullosa de sus santuarios y fi estas, del triunfo guerrero o deportivo o musical (acordémonos de los poetas) de los suyos fuera del país; de su brillo y esplendor. Los artistas y poetas firmaban sus obras y poemas indicando el nombre de su ciudad; lo incluían en sus inscripciones dedicatorias y en las que conmemoraban sus triunfos; y los atletas y nobles hacían que los mencionaran los poetas que, como Simónides y Píndaro, celebraban esos triunfos. Las colonias propagaban la gloria de las ciudades fundadoras, mantenían el culto a su fundador y tenían una relación especial con aquéllas.
Pero son los poetas de la edad arcaica los que nos muestran mejor la fuerza de ese ideal, basado en el recuerdo de los padres que lucharon por la patria y en la necesidad de defender a ésta del enemigo externo o de los peligros internos. Todos ellos pueden ser un ejemplo tan bueno como Solón.
En el siglo VII, Calino49 exhortaba en Éfeso a sus conciudadanos a defenderse de los invasores cimerios. Tirteo50 en la Esparta del mismo siglo, con su régimen comunitario, exhortaba a la lucha con los mesenios: las tres tribus deben combatir unidas, es bello caer luchando por la patria, los jóvenes deben dar ejemplo especialmente, «es un bien común para la ciudad y el pueblo todo el que un guerrero, con las piernas bien abiertas, se mantenga en la vanguardia sin cansancio». Cuando envejece, ese guerrero esforzado «es distinguido entre los ciudadanos». Ésta es la virtud, la areté de un ciudadano.
Pero no era sólo la guerra: Tirteo51 celebraba la constitución espartana, instituida por Licurgo, y que asignaba a cada clase su función dentro de la ciudad. Y no eran sólo Éfeso o Esparta. Arquíloco,52 un poeta tan inmerso en las corrientes innovadoras, se dirigía en el siglo VII a sus conciudadanos de Paros, «escasos de recursos», con sus consejos, se dirigía al general Glauco pidiéndole que prestara su atención a la marcha de la nave del Estado. Igual hacía Alceo, un poeta aristocrático de Mitilene en torno al 600 a.C. al que el tirano Pitaco había desterrado, y que utilizaba la misma metáfora.53 No deshonremos a esta ciudad, implora. Y otro poeta aristocrático, Teognis54 de Mégara, que sufrió exilio por obra del partido del pueblo en una fecha posterior, en torno al año 500, sufría por la amenaza de los conflictos internos y oraba a los dioses por su ciudad expuesta al ataque de los medos; la añoraba luego desde el exilio.
Las fechas son diferentes, las situaciones políticas son diferentes, los peligros diferentes: pero el patriotismo de la ciudad estaba vivo en todas partes. También estaban en todas partes los riesgos.
Sólo a partir de aquí se comprende la evolución política. Si la aristocracia y la tiranía fracasaban, sólo quedaba la conciliación democrática para engrandecer la ciudad y crear la posibilidad de vivir en paz en ella.
Los riesgos que amenazaban a las ciudades ya los hemos anticipado, pero conviene precisar un poco más, aunque tampoco voy a hacer una historia detallada.
Ya he dicho que en el siglo VIII y sobre todo en el VII nos hallamos en la gran época de las aristocracias: del despliegue de su poder y de su lujo y de la cultura deportiva (los grandes Juegos), artística y literaria por ellas favorecida. Esta cultura es el eje de toda la cultura griega; las democracias no harán sino asimilársela.
Pero el aumento de la riqueza industrial y mercantil y del dinero introducía o aumentaba las desigualdades de que ya hablé: los ricos se habían hecho más ricos (y entre ellos los había no aristócratas), los pobres eran ahora más pobres. El sistema de los klêroi, los lotes de tierras de los ciudadanos, tendía a desintegrarse y casi todos ellos se endeudaban. Ninguna ley defendía al pobre, ya lo vimos.
Es claro que las clases empobrecidas tendían a alienarse de la idea de la ciudad, mientras que los ricos no nobles echaban de menos un poder político. Ahora el comercio ultramarino no era ya una especie de aventura, era una actividad regular que creaba una nueva clase.55 Se difundía la moneda, la industria prosperaba.
Se añadía que en el siglo VII el poder militar había pasado de la caballería, integrada por los nobles, a la infantería armada pesadamente, los hoplitas, formada por los hombres del pueblo. Los vemos orgullosos en la bella cerámica de a partir del 700 en Esparta, Corinto, Atenas, Creta, Quíos, Beocia, Eubea, las Cícladas. Si defendían al Estado, la pólis, como también testimonia la poesía, ¿por qué iban a estar excluidos de los órganos de poder del mismo? ¿Por qué no iba a haber una legislación y unas instituciones que contaran con ellos? Era una cuestión de dignidad.
De otra parte, hubo en esta época un desarrollo ideológico que, frente a la tradición aristocrática, ponía de relieve la idea de la comunidad de lo humano y la de la independencia del individuo. La difusión de la escritura y la de la nueva poesía, destinada a veces a círculos cerrados, pero otras a otros más amplios o a toda la ciudad, daba un soporte intelectual a esas exigencias. Luego detallaré este punto.
Se intentaron soluciones para resolver el problema o, al menos, para aplazarlo. Había verdadera necesidad de nueva tierra arable, de lugares para acoger a la población sobrante, de puntos de apoyo para el comercio exterior. De aquí vinieron las guerras y la colonización.
La mejor conocida es la guerra de Mesenia, la rica llanura conquistada por los lacedemonios al oeste del Taigeto: «Mesenia, tierra buena para arar, buena para hacer plantaciones», que decía Tirteo.56 Pero por la misma fecha hubo la toma de Esmirna por Colofón. Y luego hubo la guerra de Cálcide y Eretria, en Eubea, por la llanura de Lelanto, antes del año 700; hubo la guerra en que Corinto arrebató a Mégara una parte de su territorio en torno al mismo año; hubo otras guerras diversas en el Peloponeso (entre Esparta y Argos, por ejemplo, el 699). Y ya he aludido a la conquista de Salamina por Atenas y a la Guerra Sagrada. Hubo ricas llanuras a repartir, ciudades arrasadas (Mesenia, Crisa, Esmirna…).
Pero no era suficiente, ni tampoco la colonización de que ya hablé. Los griegos se situaron en torno a todo el Mediterráneo como las ranas en torno a una charca, en la imagen del Fedón de Platón: sólo hicieron excepción con los lugares en que había un poder fuerte, a saber: Egipto (y aun allí se fundó luego la colonia comercial de Náucratis), Fenicia, Etruria, el dominio de Cartago. Fue un alivio para Grecia y fue, al tiempo, la vía principal por la que la cultura griega se trasplantó a todo el mundo antiguo. Los griegos llevaban a sus colonias sus instituciones, sus cultos y sus artes.
Por otra parte, las colonias fueron un modelo para los legisladores reformistas (como, en el mundo moderno, en diversas ocasiones). En ellas las «casas» tradicionales perdían poder: los que iban a las colonias solían ser los pobres y gente mezclada de varios orígenes. Se imponía la igualdad: cada cual tenía su klêros de tierra, no había terribles diferencias económicas ni políticas.57
Pero tampoco era suficiente esta solución: y menos para Atenas, que no tuvo ni grandes conquistas ni colonias (sólo con Pisístrato comenzó la política de la expansión ultramarina). A veces, ciertamente, las aristocracias florecían, pero en muchas otras su vida transcurría entre luchas de los nobles unos con otros o con el pueblo, con intervención de tiempo en tiempo de la tiranía. Vinieron entonces las reformas constitucionales, de las que la de Solón es un ejemplo. Y vino también, es bien claro, la tiranía.
De los legisladores, elegidos dentro de la ciudad o traídos de fuera, ya he hablado. No todos fueron democráticos en nuestro sentido, ni mucho menos. Pero ayudaron a crear un equilibrio, siquiera fuera provisional. Por parcial que fuera ese equilibrio, por mucho que concediera a la superioridad de los nobles, siempre era un avance la existencia de una legislación escrita a la que cualquiera podía acogerse. Limitaba el privilegio y la arbitrariedad.
Pasaba además esa legislación, muchas veces, como sancionada por un oráculo y, en todo caso, como procedente de un árbitro elegido por todos. Había en todo esto, al menos, un comienzo de democracia cuando no una apelación a un poder religioso superior que exigía acuerdo y juego limpio.
De entre las reformas, fue especialmente notable la de las ciudades cretenses y Esparta desde el comienzo de la edad arcaica: supuso una reducción del papel de las antiguas organizaciones gentilicias al puramente religioso o simbólico o al de encuadrar a la población (inscripción como ciudadanos, administración, organización militar). Pero aristocracia y pueblo se fundieron en una clase única de iguales, cuyos miembros disponían de un klêros de tierra y de servidores para cultivarlo. Los niños se educaban juntos, los hombres comían juntos, la vida familiar se reducía al mínimo.
Era una estatización casi completa, que evitó luchas internas y aumentó la eficacia militar: al precio, ciertamente, de la libertad individual. Fue, ya lo dije, una reforma económica basada en la igualdad a un nivel mediocre y en la tiranía del Estado. Esto nos recuerda experiencias de nuestros días.
Detallo un poco la constitución espartana, atribuida a Licurgo (y, en definitiva, al oráculo de Delfos). Establecía la igualdad de los espartanos, poseedores cada uno de una parcela de tierra, un klêros inalienable. Clases sometidas, los periecos e hilotas, la trabajaban, mientras ellos hacían una vida en común, con casi destrucción de la familia, y se preparaban para la guerra, o hacían la guerra.
Era una constitución mixta, con dos reyes con poderes militares y dos magistrados o éforos y una clase unificada que estaba muy lejos de las rivalidades, la riqueza y el poder de los aristócratas tradicionales. Por no haber, no había ni moneda, y el lujo que la arqueología nos muestra en el siglo VII fue desapareciendo. Esa clase unificada era el pueblo, los «iguales». Era el «pueblo» que constituía la Asamblea, al lado de la cual había un Consejo de Ancianos. Ésta es la constitución que el poeta Tirteo, en el siglo VII, calificaba de eunomía o buen gobierno y, casi, casi, de democracia:58 habla de los «decretos rectos» de la Asamblea del pueblo, de justicia y, sobre todo, de que «la victoria y el poder (kártos) sea del pueblo (dêmos)».
En realidad, el pueblo no tenía más que un poder muy subordinado; y la reforma económica, que había eliminado a la aristocracia y creado una igualdad dentro de la mediocridad, había dejado pendiente una verdadera reforma política. Era un modelo que sólo en Creta encontraba paralelos: fuera de allí, era admirado a veces, pero ni el pueblo ni los nobles lo aceptaban para sí.
A pesar de todo, sin embargo, anticipaba una erosión de las clases aristocráticas y un ascenso del pueblo; estaba, aunque a inconmensurable distancia, en la línea de las reformas democráticas o, al menos, antiaristocráticas. Para los griegos, Esparta tenía un régimen de isonomía igual que Atenas.59 Y, según las palabras de Demarato en Heródoto,60 había en ella eleuthería, libertad, igual que en Atenas: pero «siendo libres, no lo son en todo, pues tienen un amo que es la ley (nómos)».
Junto a estas corrientes reformistas apoyadas en los legisladores o en los oráculos o en ambos, había las otras corrientes reformistas: las impuestas por vía autocrática por los tiranos. También ellos favorecían al pueblo, aunque económica más que políticamente; también ellos limitaban el poder de la aristocracia, aunque ésta, qué remedio, colaboraba con ellos en las magistraturas y daba lustre a la ciudad con su participación en fiestas y juegos.
Es bien claro que la elevación de un noble a tirano, ayudado por el pueblo contra los otros nobles, era la consecuencia de una situación de luchas internas, bien entre los nobles, bien entre los nobles y el pueblo. La verdad es que tenemos más datos históricos sobre estos estados de stásis o revolución para el siglo VI que para el VII. Para éste, los datos principales proceden de Atenas: ya los he mencionado a propósito del golpe de Cilón, el destierro de los Alcmeónidas y las circunstancias que prepararon el arcontado y la reforma de Solón (y los disturbios que vinieron después, que culminaron en la tiranía de Pisístrato).
Muchos invitaban a Solón, ya lo vimos, a hacerse tirano: era la situación y la solución típicas. Sólo que Solón se negó y siguió la otra vía, la de la reforma democrática. Fue la gran originalidad de Atenas.
Estaba rodeado de tiranos. En los días de su arcontado, Periandro era tirano de Corinto, como sucesor de su padre Cípselo; Clístenes, sucesor de Ortágoras, era tirano de Sición; Procles lo era de Epidauro; Teágenes de Mégara (estos dos, poco antes). Todos acabaron mal, o expulsados o asesinados. Pero la tiranía renacía una y otra vez: Pisístrato fue tirano por tres veces, le siguieron sus hijos Hiparco e Hipias (el primero asesinado, el segundo desterrado). Por algo decía Solón aquello de que la tiranía era una buena posición militar, pero no tenía retirada.
El papel de los tiranos, de todos modos, no dejó de ser importante. Fueron un cuarto modelo para Solón, al lado de los legisladores, de las colonias y del régimen espartano. Modelo en lo económico, en lo que, en realidad, fueron más lejos que Solón, pues tenían que respetar menos a los nobles. Los tiranos favorecieron a las clases comerciantes y mercantiles, trajeron agua a las ciudades e hicieron grandes obras públicas. Crearon los grandes festivales que integraban a todos en la ciudad, favorecieron los cultos populares y campesinos de Dioniso y Deméter, edificaron grandes templos.
En suma, consolidaron la pólis y crearon las bases económicas y morales de la democracia. Sólo que no contaron con que el pueblo, elevado económicamente e integrado en la ciudad, aspiraba ahora a tener poderes políticos: una aspiración cortada por los tiranos, pero que revivía con más fuerza. Los mismos nobles, humillados, prefirieron entenderse de alguna manera con el pueblo. Hubo la gran inversión de las alianzas: los tiranos sobraban, la reforma económica iba a completarse con la reforma política.
Pero estoy adelantando acontecimientos. De momento, Atenas, con Solón, siguió una vía nueva, la vía democrática o predemocrática: la igualación o acercamiento mediante un arbitraje aceptado, sin la imposición de un tirano. Experiencia única en Grecia y llena de futuro. Pero que no evitó a Atenas pasar por el estadio de la tiranía antes de alcanzar la democracia de Clístenes. Ésta llegó ineluctablemente: a la caída de los tiranos no se volvió al régimen aristocrático, como sucedió en Corinto por ejemplo (y como en Atenas intentó Iságoras).
Y es que ahora había un modelo (que también lo fue para diversas ciudades en el siglo VI, veremos), el de la constitución de Solón. Por eso su obra ha sido tan extraordinariamente excepcional e importante en la historia política. Crear modelos es algo excepcional, lo habitual es seguirlos.
Hemos visto hasta aquí que las circunstancias sociales y económicas de las ciudades griegas de los siglos VII y VI abrían el camino a la evolución democrática y que esta evolución contaba con el modelo de la constitución de Solón, edificada a su vez sobre modelos anteriores. Pero una democracia no puede constituirse sin una preparación ideológica, una literatura y un pensamiento sobre la igualdad humana, la justicia y el aborrecimiento del tirano. La hubo en Grecia, ya lo he afirmado, como la hubo en circunstancias paralelas de las edades venideras, no sin influjo griego y latino.
He dicho más arriba que es escasa la documentación que nos ha llegado sobre la sociedad de los siglos VIII y VII en las ciudades aristocráticas y sobre las discordias civiles en las mismas. Tenemos, sin embargo, ecos e imágenes en los poetas, sobre todo en Hesíodo y Arquíloco. Y no hay en ellos tan sólo una mera descripción, hay también una protesta: se acompaña una idea de dios, del hombre en general, del individuo que subyace a esa posición crítica y que está, en definitiva, en la base de los movimientos reformistas, el democrático entre ellos.
La democracia ateniense ni con Solón ni con Clístenes ni con Pericles arrancó de una idea revolucionaria como las que prepararon las revoluciones francesa y rusa. Llegó a través de laboriosos ajustes entre las clases en conflicto, como sucedió también con el régimen liberal británico. Pero había un fondo de experiencias y de pensamientos que justificaban la actuación de los reformadores. En el caso de Solón, es él mismo quien nos lo ha transmitido.
Pero vayamos al comienzo: a cómo la vida era vivida y pensada en el siglo VII por un poeta campesino, un aedo o poeta al mismo tiempo, Hesíodo. Poco posterior a Homero, refleja un mundo diferente: no un mundo de heroicos antepasados de los nobles, de recuerdos de guerras remotas, de valores aristocráticos, sino el mundo de los hombres del pueblo que se ganaban trabajosamente la vida en ciudades regidas por los nobles. En las grandes fiestas de éstos, locales o internacionales, en sus banquetes, los aedos recitaban los antiguos poemas épicos, que traían la imagen del valor, la fidelidad, la gloria de los héroes supuestos antepasados suyos y de sus empresas guerreras, amorosas, de sus navegaciones.
El pueblo, destacado en la sociedad micénica, de la que en los poemas quedan ecos, no era importante en estos poetas, que culminaron en Homero, en el siglo VIII. Era la masa anónima de los combatientes que formaba, por así decirlo, el telón de fondo de las hazañas de los héroes: en la Ilíada61 esos soldados se aglomeran como las bandadas de aves migratorias, como las moscas en los establos a la hora de ordeñar las vacas, como los rebaños que fácilmente separan los pastores.
Pero aun en Homero, en la actuación de los héroes o nobles e incluso de algún miembro del pueblo, como Térsites, se encuentra ya una libertad de conducta unida a un pensamiento también libre. Dentro de la conducta y las palabras de nobles y hombres del pueblo, sobre todo en el marco predemocrático de la Asamblea, se abre paso esa nueva conciencia de sí mismo.
Para verlo basta abrir por su comienzo la Ilíada y leer el relato de la Asamblea en que chocaron Agamenón y Aquiles. En ella hay discursos enfrentados de los dos héroes, el adivino Calcas pide al segundo su protección y sólo al obtenerla habla, siguen los insultos de Agamenón a Aquiles, quien cede ante él entre insultos. Luego Néstor aconseja una reconciliación. No hay votación ni acuerdo, ni parece que intervengan los hombres del pueblo en general. Sí están presentes en la Asamblea del canto II que convoca Agamenón, pero sólo los héroes hablan, y el que les contesta libremente, Térsites, es insultado y golpeado por Odiseo, a quien todos elogian.
Se nos describen, en suma, Asambleas tumultuarias, fundamentalmente aristocráticas. Y Asambleas de nobles o representantes de entidades gentilicias, a veces presididas por el rey, las encontramos entre antiguos romanos (los comitia curiata), entre los germanos primitivos, en el reino de Macedonia. No otra cosa son las Cortes medievales en España, el Parlamento inglés, etc. (aunque con un carácter representativo).
Es decir, en un cierto tipo de sociedad existían asambleas nobiliarias con funciones judiciales, militares, de elección de cargos, etc. Lo que hizo luego la democracia de Atenas fue admitir en la Asamblea a todos los ciudadanos y organizarla bajo la presidencia de uno de los miembros del Consejo, que se turnaban para este y otros menesteres, eran los llamados prítanis. Hubo ya una organización regular de las sesiones, se decidía en ella lo que se podía y no someter a votación, el orden de la Asamblea, la redacción de decretos, etc.
Sólo que la Asamblea de Atenas se vio privada de entender en los temas judiciales, que pasaron a la Heliea. Había, pues, un uso de la palabra libre por parte de todos los ciudadanos, pero dentro de una organización oficial. La democracia dio unos poderes más amplios a la Asamblea, la hizo evolucionar, convirtiéndola en el fundamental poder político.
Diferente es Hesíodo, pero dentro de la misma tendencia. Aunque no pertenece a la clase heroica, es un labrador y campesino y poeta que habla libremente a los reyes y a su hermano Perses, a los que amenaza con el castigo que Zeus dará a sus injusticias.62
Hesíodo es, él mismo, un hombre del pueblo, pequeño agricultor y pastor de ovejas a la vez. Y poeta.
Apacienta, efectivamente, sus ovejas en el Helicón63 y tiene un pequeño campo que cultiva con ayuda de un servidor, una mujer y un buey;64 recomienda el ahorro y el trabajo duro. De la familia sólo habla en relación con su hermano Perses, que le ha defraudado en la herencia de su padre y pretende volver a hacerlo;65 los vecinos son para él más importantes.66 Éste es el pueblo trabajador de Ascra, aldea del territorio de Tespias en que viven los «reyes», esto es, los nobles, en cuyo poder está la justicia: los nobles «devoradores de regalos»,67 que dan sentencias torcidas. No hay, todavía, leyes escritas. De otra parte, Hesíodo habla también de la navegación,68 aunque la desaconseja como peligrosa.
Éste es el panorama: el pueblo que vive de su trabajo, más bien pobremente: con la agricultura, algún ganado, raramente la navegación (también la poesía en el caso de Hesíodo, que fue como aedo a los juegos fúnebres del rey Anfidamante en Cálcide). Pero en ese pueblo hay poca unión familiar, hay discordias. Y encima están los nobles que sentencian a su arbitrio.
Hesíodo está descontento con esta situación. Se refleja en su descripción de la edad de hierro, la actual.69 No se respetan hijos y padres, hermanos y hermanos, ni los huéspedes entre sí. No hay consideración para el justo, ni respeto al juramento, hay celos, actos de violencia e hybris. Las relaciones normales entre los miembros de una familia y entre los hombres en general están trastocadas; y los nobles, que deberían cuidar el buen orden, son los más corruptos.
Hesíodo tiene, de todos modos, una esperanza: los injustos, incluidos los «reyes», serán castigados por Zeus, su hija Justicia (Díke) sube al Olimpo a contarle todas las maldades de los hombres.70 Sólo con los «reyes» justos fl orece la tierra; sólo la justicia y el trabajo harán prosperar a Perses:71 «el trabajo no es deshonor, sólo lo es la holganza».72 Al contrario, «muchas veces una ciudad entera sufre por culpa de un solo malvado».73
Es una esperanza futura y remota, fundada en algo que a todos los hombres se refiere: pues los animales se devoran unos a otros, puesto que la justicia no está con ellos, pero a los hombres Zeus les ha dado la justicia, que es lo más excelente.74
Nos ofrece, pues, Hesíodo una sociedad cuyos dos componentes, el pueblo y los nobles, están alienados, los segundos explotan a los primeros. Y entre éstos hay igualmente ruptura de lazos familiares y de otros basados en el respeto y la justicia. Todo esto va contra una ley que se aplica o debería aplicarse a todos: pueblo y nobles y los integrantes de cada una de estas clases. Es la justicia (díke), también calificada de respeto (aidós) y retribución (némesis). Es lo contrario de la hybris. Y todo depende de Zeus: es él quien, a la larga, castiga al injusto y al hombre de hybris.
En una fecha tan temprana, Hesíodo ofrece un panorama de desintegración de la sociedad aristocrática y de desintegración del pueblo también (de las querellas entre los nobles que nos cuentan otras fuentes no habla). Y, a la vez, emplea los términos de justicia y respeto en sentido humano general, también el de hybris o desmesura. El ideal no es expuesto en detalle: pero no cuestiona la existencia de las dos clases, sólo les exige un comportamiento de respeto mutuo. Y funda esta exigencia en la ley divina defendida por Zeus.
Es la que hemos llamado literatura predemocrática; preparaba el terreno para una futura conciliación de las clases bajo un orden religioso, no puede negarse. Esquilo viene de aquí.
Notable avance si tenemos en cuenta que, todavía en el siglo V, los aristócratas consideraban que la naturaleza de los nobles y del hombre del pueblo era diferente, sólo los primeros participaban de una «virtud» (areté) que era heredada; justicia es para ellos la sumisión del pueblo, hybris toda insubordinación del mismo contra los nobles.75 Mucho habían de tardar las ideas de Hesíodo en penetrar en Grecia a través de Arquíloco, Solón, Esquilo, etc.; y quedarían hasta muy tarde núcleos de resistencia. Por lo demás, esporádicamente había en Homero anticipos de esas ideas: así cuando los dioses se quejaban76 de que los hombres atribuían a los dioses desgracias que sólo de sus propios desafueros procedían.
Pasemos ahora a la Paros del siglo VII, la del poeta Arquíloco. Hombre de vida tumultuosa y de espíritu libre y satírico, sus fragmentos han sido estudiados muchas veces, por mí mismo y por otros, como muestra de un nuevo espíritu antitradicional y de una individualidad libre. Así es, sin duda. Pero son, al tiempo, el reflejo de una nueva sociedad.
Arquíloco es fiel al espíritu de la pólis, por ella lucha, exhorta a defenderla. Pero el panorama que nos ofrece no es el de dos clases bien delimitadas, con sus propias funciones cada una. Es el de una ciudad empobrecida y en la que los comportamientos no son los tradicionales.
Arquíloco era bastardo, hijo de un noble, Telesicles, y una esclava tracia: estas uniones eran habituales.77 Se nos presenta como un soldado de fortuna que vive de su lanza, un hoplita que más o menos es considerado como un mercenario:78 no tiene recursos, se ve, en la vida normal. Lucha al lado de los parios en la conquista de la isla de Tasos, donde se enfrenta a los tracios y también a los naxios.79 El porqué de la guerra nos lo explica él mismo: es la pobreza.80 «No te acuerdes de Paros ni de aquellos higos ni de la vida en el mar», dice. Los riesgos del mar y la vida marinera están, por otra parte, muy presentes en sus versos.81
No sigue esa guerra los modelos caballerescos de Homero. Arquíloco nos habla de traiciones y luchas por el oro en Tasos,82 cuenta en un célebre fragmento cómo perdió su escudo en lucha con los tracios: «pero salvé la vida. ¿Qué me importa aquel escudo? Váyase enhoramala: ya me procuraré otro que no sea peor», nos dice.83 Habla de la miseria del ejército pario, se ríe de su victoria (¡mil contra siete!), lanza su rencor contra el enemigo.84 No hay idealismo (pero sí otras veces en que exhorta a los parios a la lucha).85
Puede también aducirse un nuevo fragmento en que Arquíloco relata y justifica la huida de los héroes griegos delante del héroe Télefo, hijo de Héracles:86 «por la dura necesidad impuesta por un dios, no debe hablarse de debilidad y cobardía […] hay un tiempo para huir». Arquíloco se justifica, sin duda, de su huida cuando la pérdida del escudo: el hombre hace lo que puede, no lucha con el imposible, hay un ideal más humano. Un ideal ciudadano en todo caso.
El poeta disfruta con los nobles del banquete, el general Glauco (cuyo cenotafio en Tasos se ha conservado) y Pericles son sus amigos; frecuentan todos la sociedad de las heteras.87 Arquíloco se burla amablemente de ellos: de sus maneras presuntuosas, de su gorronería.88 Evidentemente, no estaban al nivel de los orgullosos nobles de Atenas. En sus epodos los satiriza en la figura del mono burlado por la zorra, del otro mono que presumía falsamente de antepasados, quizá del león y el ciervo burlados igualmente por la zorra-Arquíloco.89
Sobre todo, ahí está Licambes, que ha ofrecido su hija Neobula en matrimonio a Arquíloco y luego se ha echado atrás violando el juramento. Estos nobles no tienen escrúpulos en contraer mésalliances ni en violar los juramentos. Ni Arquíloco los tiene en lanzar toda clase de injurias contra Licambes, Neobula y sus hermanas: según él, Neobula se le había ofrecido posteriormente y él había seducido a su hermana más joven.90 Habla también de otras aventuras amorosas en que se enfrenta a otros rivales.91 Y, algo muy anómalo para los griegos, el poeta se nos presenta como enamorado.92
Tenemos, pues, ante nuestros ojos una sociedad que huye de la pobreza mediante el comercio y la guerra de conquista y en que nobles y personajes de raza mezclada juegan papeles poco tradicionales, que no merecen mucho respeto; en que mujeres de casa noble se ofrecen o prostituyen. Se añaden personajes como el flautista homosexual o el adivino que actúa en la plaza pública.93
Hay, sobre todo, un sentimiento de inseguridad, el miedo ante el incierto destino de la ciudad, nada puede dejarse ya de esperar después del cambio de Neobula, sólo de los dioses depende todo, hay un ritmo inescrutable en la vida humana.94 Lo que queda es vengarse del enemigo y tener resignación en la desgracia.95 Paros vive una vida incierta, de peligros. No puede hacerse más que esto.
Pero Arquíloco, como Hesíodo, confía en los dioses. A ellos encomienda la defensa de la ciudad, en varios pasajes. Como en Hesíodo y Tirteo,96 sigue existiendo pese a todo la garantía divina. Implora a Zeus el castigo del perjuro Licambes, que llegará, como llegó el del águila sacrílega.97 Y dice que hay que confiarlo todo a los dioses, que encumbran a los más bajos y derriban a los más altos.98
Arquíloco, al describir su propia vida y expresar sus propios sentimientos, nos da una imagen realista, aunque parcial, de la Paros del siglo VII. Flota entre las dos clases y tanto él como los nobles, con los que convive, están muy lejos de los ideales de las antiguas aristocracias. Pero al menos él no deja de creer en un orden divino que puede defender la justicia. Y tanto él como los nobles tratan de salvar la ciudad y de salvarse a sí mismos, sin más. Sin duda, el pueblo estaba en peor situación todavía.
Eso sí, Arquíloco, como Hesíodo y como Solón luego, no aspira más que a una medianía, lejos del esplendor de los nobles y la miseria del pueblo. No quiere la soberbia tiranía: rechaza el modelo de Giges, el rey lidio.99 Se burla de un individuo que, nos dice, ejerce el poder, es el dueño, lo dispone todo, ¡y encima se llama Leófilo, «amigo del pueblo»!100
Como Hesíodo, Arquíloco, procedente de otro sector de la sociedad, no es ni un revolucionario ni un ideólogo. Pero ve el desorden en torno suyo y cree todavía en Zeus justiciero; y aspira a una medianía justa. Éste era, sin duda, el verdadero ambiente de las ciudades en los casos más favorables: ambiente de problemas económicos, de descontento y de situaciones sociales cambiantes e incómodas.
En otros lugares había ya lucha abierta, prólogo bien de la tiranía, bien de las distintas reformas, la democrática entre ellas. Pero en Hesíodo y Arquíloco respiramos el ambiente que estaba en el fondo de todo. Y una creencia en la justicia y en la igualdad humana.
La lucha abierta la encontramos en Alceo de Lesbos, contemporáneo de Solón, que describe el enfrentamiento de los nobles contra los tiranos, sobre todo contra Pitaco: un noble que, aupado por ellos, se había convertido en tirano. Los versos de Alceo respiran desesperanza y odio, exigen además la venganza de Zeus contra el perjuro.101 Y, al tiempo, exhorta a los suyos a luchar por la ciudad, con la misma imagen de la nave del Estado usada por Arquíloco.102
Los poemas de Solón, por muy fragmentario que sea el estado en que nos han llegado, son un documento extraordinario. Los he utilizado más arriba, sobre todo, como fuente para conocer la sociedad y los problemas sobre los que Solón operaba, para conocer su reforma también. Ahora voy a utilizarlos para insistir sobre su pensamiento, que está en la base de todo. Pues en Solón tenemos, a la vez, un hombre de Estado y un teórico de la política, de su política. Esta teoría hay que insertarla dentro de sus precedentes ideológicos, que he expuesto.
Los fragmentos que conservamos se refieren ya a una fecha anterior a la reforma o a aquella en que ésta comenzaba (programa de Solón), ya a la posterior (justificación de la reforma), ya al período en que la tiranía de Pisístrato amenazaba (advertencias a los atenienses), ya al período de la tiranía (quejas por no haber sido atendido).
Insisto en que Solón es un caso excepcional. Nada comparable hay para Clístenes: de ahí que se discuta si era un verdadero demócrata o era un simple oportunista u otra cosa aún. Para Pericles lo más que tenemos son los discursos que en su boca pone Tucídides: hay el problema adicional de en qué medida responden a su pensamiento e intenciones, en qué medida a su interpretación por el historiador. Tenemos mejor fortuna con Solón.
El pensamiento de Solón se expresa a través de una serie de palabras e ideas clave, que se añaden a las ya destacadas más arriba. Podemos explicarnos esquemáticamente.
4.1. LIBERTAD Y ESCLAVITUD
De resultas de los abusos de los nobles, llega la esclavitud (doulosúne) a la ciudad entera; también es esclavitud la dependencia de un tirano. Y hay esclavos que son resultado de una venta por deudas, a los que Solón hizo libres (eleuthérous); también era esclava y ahora es libre la tierra sometida a hipotecas que Solón ha levantado.103
En suma: el concepto de la esclavitud, además del uso concreto y específico, se refiere a la ciudad sometida a otra, al pueblo sometido a un tirano, incluso al pueblo sometido a una explotación económica inadmisible. El concepto de libertad es inverso. No hay libertad política entendida como propia del régimen democrático o del régimen de Solón: sólo, todavía, en unos usos muy concretos. El concepto de libertad, que vimos que en Heródoto era muy amplio ya, ha de ampliarse más aún.
4.2. CLASES E IGUALDAD
Más arriba di la terminología de las dos clases de los nobles y los hombres del pueblo: son tradicionales, contienen matices connotativos de superioridad e inferioridad, riqueza y pobreza; aunque ya vimos que no siempre coincidían los términos. Por otra parte, tenemos ya algún ejemplo en que dêmos es el pueblo todo, opuesto a «los pobres» y existe el uso de demósios, «público».104 Aunque normalmente se habla simplemente de la ciudad (pólis, ástu) y los ciudadanos (astoí).
Ya sabemos de la situación de desigualdad económica, de los abusos de los nobles, de lo que el pueblo pretende. Frente a esto, Solón afirma que ha dado leyes «con igualdad» para las dos clases, «dando a cada uno una justicia recta», pero que no ha concedido un reparto igualitario de las tierras, que era el programa revolucionario.105 Hay una igualdad legal, aunque no surja el término posterior de isonomía; tampoco, por supuesto, el de demokratía. Sólo eunomía, «buen gobierno»;106 sobre este concepto volveré. Curiosamente, es el mismo término que usaba Tirteo para la constitución espartana; puede venir de él.
Esto se confirma con el pasaje en que Solón afirma que «di al pueblo tanto honor como le basta, sin quitar ni añadir a su estimación social […] como mejor seguirá el pueblo a sus jefes es si no se le deja demasiado suelto ni se le oprime»;107 y con aquel otro en que se queja de los hombres del pueblo que venían a hacer rapiña.108 Pero la verdad es que Solón fue más lejos de lo que dicen sus versos: sí dio más honor al pueblo en una serie de puntos que he especificado.
4.3. MEDIDA, ABUSO, CASTIGO
El planteamiento de Solón en sus versos, ya lo dije más arriba, es más económico que puramente político. Si no igualdad económica (que nunca ofreció la democracia ateniense), ofreció «medida» (métron),109 y esto a ambos partidos, que quedaron descontentos porque cada uno de ellos pretendía más. Vemos a Solón predicando a nobles y pueblo la medida que recomendaba el dios de Delfos en la famosa inscripción de su templo y que Arquíloco prefería para sí. También Solón la prefería, pero además la convirtió en un eslogan político.
No sólo el pueblo pretendía abusar: también él, muchos habían venido a hacer rapiña, ya cité el pasaje. Pero sobre todo los nobles. Lejos de aceptar las ideas de Solón, que declaraba desear riquezas (ólbos, khrémata, ploûtos), pero enviadas por los dioses, no adquiridas con injusticia y abuso,110 muchos de ellos hacían precisamente eso por avaricia y orgullo.111
Hay toda una cadena que lleva de las riquezas acumuladas con hybris, abuso, al kóros o «saciedad»: el espíritu se desequilibra entonces, cae en aphrosyne, aphradíe o locura y produce nueva hybris, abuso. Y entonces se sigue áte, la desgracia, enviada por Zeus. Es una conducta que se califica también como injusticia, adikíe. Son los hombres, no los dioses, los responsables de esa desgracia. Y sucede una cosa: ese abuso tiene repercusión social, alcanza a toda la ciudad y crea en ella discordia (stásis), la hace fácil presa, también, del enemigo externo.
4.4. JUSTICIA
Ésta es la filosofía de Solón, explicada sobre todo en su primera elegía, «a las Musas» y en la tercera «Eunomía», pero también en otros lugares. Se refiere en primer término, ya digo, a los abusos de los nobles, pero también a los que pretenden los hombres del pueblo.112
Hay, pues, la conducta justa, que Solón identifica con la falta de hybris y de deseo de «robo», con el espíritu de moderación y, en definitiva, con la justicia. Los malvados tienen «un espíritu injusto», se enriquecen con acciones injustas, no se cuidan «de los venerables cimientos de la justicia», conspiran en grupos o heterías «de que gustan los injustos».113
¿Cuál es el límite exacto de la justicia? No se nos dice, pensamos que tiene implicaciones políticas que van más allá de las económicas de los poemas. Es, simplemente, un equilibrio o proporción que Solón ha fijado y que cree defendido por los dioses, por Zeus sobre todo. Sigue la línea de Hesíodo, pero la precisa en el sentido de su reforma. Más adelante la noción de justicia irá desplazándose poco a poco en un sentido igualitario.
De momento el límite está donde Solón lo deja: respetarlo evita males enviados por los dioses, produce prosperidad. Esto es calificado de «virtud» (areté), es la conducta de Solón cuando rechazó la tiranía, diciendo aquello de «así superaré aún más a todos los hombres».114 Ciertamente, andando el tiempo su reforma se verá como insuficiente; ya dije que, en realidad, fue un fracaso, no evitó la tiranía. Aun así, fue un hito importante en el camino que había de seguirse. En una situación de lucha de clases no disímil de la de otras ciudades, eligió el camino que llevaba a la democracia. Es el de la «buena legislación» o «buen gobierno», de la eunomía, que podría ser la palabra clave de todo su sistema. Aunque diferenciándolo, claro está, del de Esparta, que Tirteo califica de igual manera.
Ésta es la originalidad de Solón. No su pensamiento, que está implícito casi todo en Hesíodo y Arquíloco. Es el pensamiento humanista del mutuo respeto entre las clases, dentro de una fundamental igualdad humana que no excluye diferencias de estatus. Ese pensamiento implica una restricción del poder calificada de justicia: y esto para todos. Y a todos se aplica la idea de que el abuso y la injusticia traen el castigo divino. Esto a escala individual. A escala política, traen la desgracia de la ciudad, pese a la protección de los dioses.
La gran diferencia, ya la señalé arriba, es ésta: con Solón se pasa del pensamiento a la acción, él combina ambas cosas, caso raro en la historia. Más frecuente es que el hombre de acción haya llevado a la práctica (o intentado llevar) las ideas de los teóricos.
Queda fundada con esto la que en mi libro anterior, Ilustración y política en la Grecia clásica, he llamado «democracia religiosa», cuya ideología he estudiado en Esquilo. Es la democracia que incorpora un orden protegido por los dioses. Éstos son su sanción: defienden las reglas del juego. Lo que en lenguaje moderno llamaríamos la constitución.
La originalidad de Solón no está tanto en las ideas, repito, como en la audacia de no haberse limitado a lamentaciones o pleitos o plegarias individuales. Solón pasa del conocimiento a la acción y, concretamente, a la acción en la ciudad. Cierto que fue una determinada situación social, política y, sobre todo, económica la que le movió a establecer un nuevo equilibrio. Pero podía haber procedido de otro modo, había varios modelos, ya hemos visto. Y él, aplicando el nuevo pensamiento humanista a la vida de la ciudad, creó un modelo nuevo: el democrático o, al menos, el germen del mismo.
No hemos hablado todavía en detalle de la reforma de Clístenes y del paso hacia adelante que significó la reforma de Efialtes del 462, que constituyó una verdadera revolución. Antes de hacerlo convendría indicar que a partir de Efialtes hubo en Atenas dos tipos de ideología democrática: a) la relacionada con Solón y la línea de que éste descendía, es la que he descrito y la que en mi Ilustración y Política y en publicaciones posteriores he llamado la democracia religiosa, y b) la línea de Clístenes y, sobre todo, de Efialtes y Pericles, modificada luego por el «segundo Pericles», es decir, el de su segunda época, así como por Cleón y otros seguidores, también por los sofistas de varios tipos, incluidos los radicales.
Éstas son las dos líneas: en el período que va de Clístenes a Efialtes domina la primera, no sin excepciones; tras Efialtes es importante también, aunque prevalezca la línea del propio Efialtes y Pericles.
Imposible entrar en el detalle, pero, tras la victoria en las guerras médicas (490 y 480 a.C.) dominó, como digo, la primera línea, que se apoyaba en la interpretación común de esa victoria: Atenas ha vencido en la guerra por su justicia, es un pueblo libre que no ha invadido a nadie, es protegido por ello por los dioses, que han rechazado al invasor. Así Esquilo en Los Persas. Es decir: si la democracia es un acuerdo entre las dos clases que se reparten el poder, ese acuerdo se basa en una Justicia protegida por los dioses. Igual en las relaciones entre los hombres en general: son premiados aquellos que siguen las normas de la Justicia defendida por Zeus. Y hay, dentro de la igualdad, un prestigio, una superioridad, un triunfo de esas normas, que son clave decisiva en la relación entre los dos sectores del pueblo y en el comportamiento humano en general.
Es la ideología religiosa griega que abomina de la hybris o exceso y sabe que Zeus y los dioses lo castigan, apoyan a la Justicia. Está en Homero, Hesíodo y en toda la edad arcaica, combinada con otra posición que sabe solamente de lo incierto de la vida del hombre, del papel de su inteligencia e ingenio, también del azar y de la «envidia de los dioses». Los sofistas llevaron el racionalismo más lejos, también el irracionalismo y a veces el elogio de la simple fuerza. Y hombres como Pericles elogiaron la sabiduría del hombre, su saber conducir la política.
Bien, el caso es que, como digo, en la primera fase, aristócratas ricos, herederos del antiguo poder, seguían manteniendo un poder basado en el prestigio tradicional y la riqueza, pero un poder aceptado por vastos sectores de la población y que no estorbaba al juego democrático. En política exterior procuraban convivir con los peloponesios, no querían una política expansiva. Ni querían a los radicales dentro de casa.
Pero se propasaron asesinando a Efialtes en el 461. Cimón fue ostraquizado, expulsado de Atenas por dos años. Llegó la fase en que dominó Pericles. Éste dirigiría al pueblo, ahora que más o menos eran rechazados los nobles como guías, ésta era la cuestión. Porque el pueblo era inconstante, voluble, sujeto a halagos y seducciones de los demagogos, a las reacciones temperamentales de las multitudes reunidas.115 Quien le hacía entrar en razón y le alejaba de la irracionalidad, era Pericles, sobre todo el «segundo Pericles». Luego vino lo peor.
El hecho es que la democracia religiosa o conservadora perdió, tras Efialtes, poder político. Tucídides el de Melesias, que fue en un momento dado su jefe político, fue ostraquizado en el 443. Luego, como mucho, se acudía a pretextos religiosos para llevar a los tribunales a los amigos de Pericles: Anaxágoras, Fidias, Aspasia, etc. En realidad, los conservadores colaboraban con Pericles, que con el tiempo se moderó: así cuando Sófocles y Pericles, generales los dos, intervinieron en el 442 en la represión de la rebelión de Samos. Pero el camino quedó abierto para enfrentamientos radicales en los tiempos duros, desde el 411. Ése fue el terrible problema: el pueblo quedó solo, presa con frecuencia de los demagogos. Esto es sólo un anticipo, volveré sobre el tema.
Pues bien, las ideas más tradicionales y religiosas, si dentro de la política quedaron en inferioridad, eran las más frecuentes en pensadores como Esquilo, Heródoto, Sófocles, el mismo Eurípides, en quien confluían ambas corrientes. Se mezclaban variamente otras veces.116 Y tanto Sócrates como Platón y Aristóteles representan, en realidad, una reelaboración racionalista de ese pensamiento tradicional. Luego explicaré más despacio.
Ahora bien, si nada más que esto podemos decir de las ideas de Efialtes y sus amigos (Pericles estaba entre ellos, luego hubo de evolucionar), sí tenemos datos sobre las ideas políticas de un ilustre contemporáneo suyo: el poeta Esquilo, nacido hacia el 525 y combatiente en Maratón (de esta batalla, no de sus versos, se gloria en su epitafio) y Salamina, quizá también en Platea y Artemision.
Murió en el 456, pero en menos de setenta años vivió cambios profundos. En su adolescencia, el fin de la tiranía y la fundación de la democracia de Clístenes. Fue protagonista en las grandes batallas contra los persas. Su edad madura fue la época de la Liga Marítima y de la democracia moderada de Cimón. Y ya en el umbral de la vejez vio transformarse el mundo en torno a sí: a los sesenta y tres años presenció la caída de Cimón, el desmantelamiento del Areópago, el asesinato de Efialtes, la amenaza de una nueva guerra contra Tebas y Esparta.
De todo ello queda huella en su obra: de su última etapa, en la Orestea, del 458, en que cuenta la fundación del Areópago. Luego, desalentado, marchó a Sicilia y murió en Gela en el 456.
Esquilo es, después de Solón, el primer gran pensador político de Atenas. Fue detrás de los hechos: pero la lucha contra el persa, la democracia de Cimón y la revolución de Efialtes dejaron huella en su pensamiento, huella profunda. Y es extraño que si en los estudios sobre el poeta algo se habla de esto –no demasiado–, en los relativos a la historia de la teoría política ateniense casi no es mencionado.
Y lo merece. Esquilo no era un hombre del pueblo, era un aristócrata de Eleusis religiosamente tradicionalista. Pero no era un hombre de partido, era un ateniense que miraba en derredor y pensaba sobre las bases de la sabiduría antigua que venía de Hesíodo y Solón, pero también del presente que le rodeaba y de sus temores y esperanzas para el futuro.
Dediqué a las ideas políticas de Esquilo un amplio estudio en Ilustración y política en la Grecia clásica: no voy a repetirlo. Brevemente: para mí Esquilo es el mejor exponente de la teoría religiosa de la democracia, de la que hablé aquí a propósito de Solón e incluso de Clístenes. El régimen democrático significa para él igualdad, libertad y, al tiempo, respeto a la ley, a la justicia. Es injusticia invadir a otros, como hizo el persa; es injusticia la tiranía que domina a los hombres con el látigo. Y la justicia es protegida por los dioses, por Zeus en primer término. Por eso dieron el triunfo a los griegos, a los atenienses sobre todo, en Salamina y las demás batallas.
Así, el gran árbitro, la gran instancia común que hace que las instituciones puedan funcionar, es para Esquilo el respeto a esa justicia defendida por Zeus. Nótese que tenemos los versos de otros contemporáneos de Esquilo: sobre todo, Píndaro, Teognis y Simónides. En los temas de la hybris de los persas, de la justicia de la causa de los griegos, defendida por los dioses, están todos de acuerdo.117 Era una posición griega común: Heródoto y Plutarco están llenos de relatos sobre la ayuda divina a los griegos en las grandes batallas.
Pero no era común el pensamiento por lo que respecta a la política interna de las ciudades. Dejando aparte a Simónides, más lejano al tema, para Píndaro y Teognis no existe la igualdad humana. La areté o excelencia es propia de la clase de los nobles, superior por naturaleza. El enfrentamiento del pueblo con ellos no trae comprensión ni solución política: es hybris, lo contrario de la justicia. Estos poetas abominan de toda idea de igualdad. Incluso la moralidad, el proceder justo de acuerdo con el dios, el valor, el aidós o respeto, la inteligencia, son cosas propias del noble.118
Por esto tiene tanto interés mostrar aquí a Esquilo, que continúa la línea anterior que presenta a Zeus como garante de la justicia, pero vista ésta no sólo en la defensa contra el invasor, entendida también como una conducta más igualitaria y más humana en las relaciones internas. Pero hay que introducir, para hacer todavía más significativa la posición de Esquilo, un segundo toque: el tema del castigo divino de la hybris no desemboca necesariamente, como en Solón y Esquilo, en una justificación del régimen democrático.
No hay más que pensar en Heródoto. El tema del castigo de la hybris de los grandes, un Polícrates, un Jerjes, los tiranos en general, es constante. Consejeros sensatos, un Artabano por ejemplo, les previenen contra la infatuación y sus riesgos. Pero esta filosofía muchas veces se queda simplemente en el nivel humano o en todo caso en el nivel histórico. Se nos presenta la caída de los grandes y de los imperios, pero no se pasa al nivel de la política interna (con la excepción, desde luego, del caso de la tiranía). Pues ya vimos que la democracia es elogiada por él, pero que no distingue realmente entre las formas no tiránicas de gobierno. Libertad y ley se atribuyen, por ejemplo, a Esparta.119
Ésta era la ideología nobiliaria, que, por otra parte, veía hybris en el tirano, igualmente. Es la ideología proclamada, por ejemplo, por Megabizo en el debate de los tres persas sobre la mejor forma de gobierno, en Heródoto.120 Ni siquiera las hazañas del pueblo ateniense contra los persas hicieron cambiar de modo de pensar a los nobles: un Píndaro ve a Atenas con desconfianza, admira a sus rivales los eginetas y a los nobles en general. Ni hicieron cambiar de modo de pensar a Esparta, que intentó evitar que Atenas reconstruyera sus murallas, Temístocles tuvo que acudir a sus mejores trucos para lograrlo.
Leído sobre este telón de fondo, el elogio de la democracia ateniense y su justificación religiosa por Esquilo no pueden depender sino de una reflexión sobre los hechos de su tiempo a la luz de esa filosofía religiosa y, sobre todo, de su aplicación política por Solón. Con independencia, desde luego, de los partidos de Atenas, pero en conexión con la sucesión de los hechos.
Los Persas son del año 472: Arístides había fundado ya la Liga Marítima; Pericles, de una orientación bien diferente, era el corego. Para ellos y para todos. Esquilo expuso su justificación religiosa del triunfo griego y de la democracia. Todas las violencias de Jerjes contra los hombres y la naturaleza nos son presentadas, todo el horror y dolor de su derrota también. La diosa Palas y el «engaño del dios», que llevó al persa a entrar en los estrechos de Salamina, fueron la causa de esa derrota, se nos dice. Y la guerra ofensiva es condenada. Pero todo esto lo habrían suscrito también Teognis y Píndaro. No este diálogo:
Reina: –¿Y qué caudillo está sobre ellos e impera sobre el pueblo?
Corifeo: –No se los llama esclavos ni vasallos de hombre alguno.
La tragedia es un género de origen reciente: tras su creación durante la tiranía de Pisístrato, se convirtió en el género democrático por excelencia. El poeta es un sophós, un sabio que da lecciones al pueblo todo en el festival organizado por la ciudad en la gran fiesta de Dioniso. Nada de extraño que se vuelque en el elogio de la ciudad y de su régimen, la democracia.
Así en Los persas, que es una tragedia de buenos y malos, atenienses y persas. Así en las obras posteriores. De ellas, la Orestea cae, ya dije, después de Efialtes. Anterior a él son Los siete contra Tebas (467); no sabemos las otras, aunque en todo caso Las suplicantes son posteriores al 468. Al Prometeo algunos lo declaran espurio, yo no lo creo. Y es lástima no conocer las obras tempranas, la primera victoria de Esquilo fue en el año 484.
Lo que nos interesa desde nuestro punto de vista es que las piezas conservadas posteriores a Los persas tratan siempre, a través de paradigmas míticos, de conflictos civiles, internos de la ciudad. En suma, de la lucha por el poder, que incluye el abuso y la caída del que lo detenta, el rey, y una pacificación al final. Hay un momento trágico, de enfrentamiento, de caída y muerte; y hay una pacificación, un nuevo orden de la justicia que reinará sobre la ciudad pacificada. Es un esquema que se repite en todas las obras (en el Prometeo todo es a escala divina, al final de la trilogía llegaba la reconciliación de Zeus y el titán).
La tragedia de Esquilo no acaba en el drama individual del tirano, continúa hasta el anticlímax de la pacificación, de la concordia. Es la sophrosyne que debe practicar el hombre, aprendiendo por el dolor, para adaptarse a los designios de Zeus. Y que es, a la vez, un programa político para la ciudad.121
Todos los argumentos nos presentan una ciudad escindida y cuya reconciliación, fundada en el reconocimiento de las fuerzas divinas, espera el poeta, la describe míticamente. Evidentemente, hay aquí un reflejo de la Atenas contemporánea, que ya ha olvidado la unión ante el enemigo extranjero, y se divide en dos bandos que la ponen en peligro, que comete hybris. Esquilo da su solución: justicia y sophrosyne, respeto a la voluntad de los dioses que aman el equilibrio, aborrecen la violencia.
¿A quién representan estos reyes, un Etéocles, un Agamenón, que rigen la ciudad y la defienden de sus enemigos, y que cometen exceso, mueren, y sólo esta muerte libera a la ciudad, hace posible una nueva paz, a costa, ciertamente, a veces, de nuevas luchas, nuevos crímenes? En la Antígona, en el Edipo rey de Sófocles, se ha propuesto, yo mismo he propuesto, que Creonte y Edipo, amantes de la ciudad, luchadores a su servicio, pero autócratas ilustrados que no respetan los antiguos usos religiosos, son en cierto modo los jefes del pueblo cuyo abuso, cuya tiranía incluso, algunos temían.
Quizá Agamenón sea un Efialtes, quizá Etéocles le anticipe.
Veamos Los siete contra Tebas. La ciudad está dividida. Etéocles la defiende valerosamente contra el ejército de los siete jefes que acompaña a su hermano Polinices y que la tiene sitiada: se dirige a los «ciudadanos de Cadmo»; es él quien gobierna la nave del Estado. Pero no está libre de culpas: no ha querido la paz, turnarse en el trono con su hermano (una solución «democrática»). Y es jactancioso, cree que sólo con su fuerza puede vencer. Desprecia a las mujeres que gimen abrazadas a las estatuas de los dioses.
Se enfrenta a todos: al ejército de su hermano, a las mujeres que no quieren que luche con él. Sus propios campeones son ejemplo de valor y sophrosyne,122 él, de locura. Sólo la muerte de los dos hermanos, en lucha fratricida, devolverá la paz a la ciudad.
Es un ejemplo de lucha civil, de hasta dónde puede llevar, de la locura de dos bandos enfrentados: hybris contra hybris, desprecio de los dioses. Algo que, en sus peores sueños, veía sin duda Esquilo como posible en Atenas.
Esto, en lo relativo a la política interior. Pero al tiempo tenemos la hybris de unos extranjeros que se lanzan al asalto de la ciudad. Quince o veinte años después de Salamina, según la fecha que se dé a la tragedia, no parece dudoso que los espectadores atenienses vieron el asalto de Tebas como el de Atenas por los persas, cuando ellos hubieron de abandonar la ciudad. Y era el asalto de un ejército que traía consigo a un rey de Tebas, como los persas en el año 490, en Maratón, traían consigo al tirano de Atenas exiliado, Hipias.
En todo caso: es claro que se repite el tema de Los Persas, el del ataque injusto contra la ciudad. El rey, los guerreros, las súplicas de las mujeres, los dioses, logran el milagro de su salvación.
En Las Suplicantes las cosas son un tanto diferentes. La escena es en Argos. Hay, una vez más, el invasor: el heraldo anuncia la llegada de su ejército de egipcios, si la ciudad no cede al chantaje entregándole las Danaides, las suplicantes que dan título a la obra, para casarlas por la fuerza con aquéllos. Una vez más, hay un coro de mujeres que gimen y oran, suplican a los dioses. Una vez más, el invasor es rechazado. Es el mismo tema, que obsesiona a Esquilo.
Pero esta vez las cosas dentro de la ciudad son diferentes. El rey de Argos, Pelasgo, quiere proteger a las suplicantes, honrar el derecho de asilo;123 tanto más cuanto que son, por su origen, argivas. Pero el asunto no es fácil de decidir, hay que conciliar los deberes para con los dioses con los deberes para con la ciudad. Y quien debe decidir es el pueblo todo, la Asamblea:
Rey: –Yo, así, no otorgo mi promesa ahora, sino después de que a todos los ciudadanos haya consultado sobre ello.
Lo más que puede hacer el rey, e igual Dánao, es tratar de persuadir a la Asamblea.124 Y es lo que consigue: la voluntad del pueblo, la del rey y la de Zeus, protector de las suplicantes, coinciden. Es la idea esquílea de la democracia: ya dije más arriba que en esta tragedia aparece por vez primera una perífrasis de la palabra. Aquí el dêmos es el pueblo todo: la Asamblea y su jefe son unánimes en cumplir los deberes religiosos. Pero ha habido previamente un acuerdo, una persuasión. Y el resultado es grato a Zeus.
Imposible presentar más claramente el ideal esquíleo. Igual, ya lo anticipé, en el Prometeo, aunque aquí el marco no es la ciudad. En todo caso, el poder, Zeus, se enfrenta al titán humanitario, amigo de los hombres. En ambos hay violencia. Pero hay un proceso de persuasión que culminará al final de la trilogía en la reconciliación entre el poder y los súbditos, la autoridad y la libertad, Zeus y Prometeo.
Posiciones como éstas podríamos atribuirlas simplemente a la democracia de Clístenes, aunque el relieve dado al asalto enemigo a la ciudad y al enfrentamiento de poderes dentro de ésta apuntan a una fecha posterior a las guerras médicas, una fecha en la que Cimón topaba ya con una oposición. Pero es en la Orestea, posterior a Clístenes, donde hay una más directa respuesta a los problemas de la democracia.
Aunque las interpretaciones de los modernos no siempre sean concordes, es bien claro que el tema de la función del Areópago es central aquí. La trilogía culmina, precisamente, en la fundación de este tribunal por la diosa Atenea y su primer juicio: el de Orestes. Al Areópago se le concede alto honor para siempre:125
Atenea: –Mando a los ciudadanos que, en su celo, no honren anarquía ni despotismo y que no alejen todo terror de la ciudad. ¿Quién sin temor a nada es justo de los hombres? Temiendo con justicia a esta corte venerable, un baluarte de la tierra y salvación de la ciudad podréis tener cual no tiene ninguno de los hombres.
Y, sin embargo, son sólo los poderes de tribunal de lo criminal los que al Areópago se reconocen, exactamente los que le había dejado Efialtes. Esquilo acepta la propaganda según la cual sólo se le habían quitado al Areópago poderes «adicionales», añadidos secundariamente. ¿Es, entonces, la Orestea un alegato en favor de esa reforma? Es lo que piensa la mayoría de los intérpretes,126 que además señalan muchas veces el triunfo de los nuevos dioses, racionales, frente a las Erinis sedientas de sangre, y la creación de una nueva justicia de Zeus que admite la piedad, el «aprender por el sufrimiento».127
Veamos más despacio. Agamenón llega a Argos desde Troya como vencedor: los aqueos han vengado el ultraje de Paris y de Troya que le acogió, los dioses les han concedido el triunfo en esa causa justa. Pero desde la párodos inicial, a través de corales, parlamentos y diálogos, trasluce el temor por el futuro. Porque pronto se irá descubriendo el proceder impío de los conquistadores de Troya y el del propio Agamenón, que no ha retrocedido ni ante el sacrificio de su hija y que trae al palacio cual concubina a una cautiva, Casandra.128 A Esquilo le queda una esperanza, reflejada en el estribillo del primer coral: «Entona un canto triste, un canto triste, mas triunfe al fin la próspera fortuna».
Es el tema de la justicia mezclada del rey o del jefe del pueblo. Es, además, en lo exterior, el tema de la conquista que el coro no aprueba:129
Coro: –No es cierto que a los homicidas sin atención los dioses dejan. Erinis negras con el tiempo al que es afortunado sin justicia con ruina infortunada de su vida dejan vano y sin fuerza […]. Busco una dicha sin envidia: no sea yo un conquistador ni, siendo conquistado, llegue a ver mi vida a otros sometida.
La justicia siempre brilla al final: «tengo, alejado de otros, pensamiento que es sólo mío: que la acción impía engendra luego otras numerosas».130 Y, de otra parte, está el pueblo: «Grave cosa es la voz de una ciudad con ira».131 Y resulta que el pueblo murmura contra Agamenón, que ha llevado a la muerte a tantos guerreros por culpa de una mujer que es de otro hombre.132
Lo menos que puede pensarse de Agamenón es que, por propia ambición, inició una guerra de la que sufre la ciudad. Parece que es fuerte pero, por su ambición, osa cualquier cosa, cede ante cualquier halago, como el de la alfombra de púrpura que le tiende Clitemestra. Hipócritamente, dice a ésta que trate bien a la cautiva, su amante; y que lo trate a él tan sólo «como a un hombre», no un dios. ¡Y pisa la alfombra de púrpura!
En cuanto a su programa político, si vale la palabra, Agamenón se queja largamente de la envidia, como hacían los tiranos, y promete que «en lo que concierne a la ciudad y al culto de los dioses, abriendo públicos debates en la Asamblea lo trataremos». Pero habla de remedios curativos «quemando o cortando».133 Suena casi a las amenazas que lanzará al coro Egisto al final de la tragedia.
Agamenón no es Pelasgo: muere asesinado por su mujer y sigue la cadena de las muertes que sólo el Areópago cortará. La cortará, en realidad, Atenea, hija de Zeus. De Zeus que, con su «gracia violenta», enseñó a los hombres la sophrosyne a través del dolor.134 Sentó, en definitiva, las bases de la conciliación que al final de Euménides ejerce Atenea: las viejas diosas, las Erinis, aceptan plegarse ante los nuevos dioses que traen esa paz, esa tregua, ese final de la violencia. Preconiza la diosa «todo lo que acompaña a una victoria no malvada»:135 es decir, toda victoria que no sea en una guerra civil.
Efialtes acababa de ser asesinado tras imponer sus reformas. Se abría un difícil período: podía desbocarse la revolución igualitaria, podía venir una reacción violenta. Era el problema con que se encontraban Pericles y los demás sucesores de Efialtes. Y quedaba, todavía, el problema de la guerra con Esparta, que Cimón había pacificado. ¿Iba a reanudarse? Era lo más verosímil: en el 458 Atenas luchaba en Egipto y otros lugares contra los persas, luchaba contra Egina y Corinto, hacía una alianza con Segesta, en Sicilia, construía los Muros Largos que unían el Pireo a la ciudad. En estas circunstancias escribió Esquilo su Orestea.
Yo no creo que celebrara con entusiasmo las reformas de Efialtes, que perteneciera al círculo avanzado. Lo que hizo fue aceptar esas reformas: glorificó lo que quedaba del Areópago, unió su poder al de Zeus justo, y se opuso a la reacción. Pero señaló muy tajantemente que la reforma no debía ir más lejos.136
E insistió en la necesidad de la concordia entre viejos y nuevos dioses, viejas y nuevas clases, bajo el signo del rechazo de la guerra civil, con la amenaza del castigo de la violencia, con la esperanza de un futuro mejor que viniera del aprendizaje de los hombres a través del dolor, con la ayuda de Zeus.
Es la persuasión, la peithó, lo que ejerce Atenea sobre las Erinis antes en un tribunal que equivale a la Asamblea. Esquilo reconoce las realidades, acepta lo bueno de unos y otros, da su lema de «ni anarquía ni tiranía». Agamenón no es un modelo; sin duda, Efialtes tampoco. Pero, a partir de ellos, hay que reconstruir la ciudad.
Esquilo era un hombre de Arístides, a quien el público veía retratado en el Anfiarao de Los siete contra Tebas:137 «No había emblema en su escudo. Pues no quiere parecer el mejor, sino serlo, profundo surco cosechando en su ánimo, del cual nacen las decisiones cuerdas».
Y era, sin duda, un hombre de Cimón: aborrecía la guerra extranjera, en que Atenas estaba ya embarcada, aunque admitía la alianza con Argos. Invertía el ideal agonal de Homero. Aquí sí que se oponía a los herederos de Efialtes. Y creía en las antiguas leyes, los antiguos dioses, las antiguas instituciones. También en el pueblo todo, concorde. Y no era un aristócrata enragé. Pensaba que, a partir de la situación actual, había todavía esperanza para Atenas: esperanza de crear un régimen democrático y justo, respetuoso con todos y en el que todos tuvieran cabida. Y que se abstuviera de las aventuras extranjeras.
Fue también, con planteamientos diferentes, la idea de Pericles, a partir de una cierta etapa por lo menos. Vemos cuál es el crítico momento en que éste llegó a la escena política ateniense.
De la posición de Esquilo he vuelto a ocuparme últimamente.138 Insisto en que aprobaba la alianza de Atenas con Argos así como la reforma del Areópago; era mejor conservar lo que de él quedaba, apoyarlo, no contribuir a su ulterior demolición.
Añado que no apoyaba el patriotismo belicista y que en la pieza domina un tono conservador. Esquilo se dirigía a toda la ciudad, buscaba su reconciliación en un sentido tan democrático. Teorizaba sobre una nueva justicia dentro de una nueva sociedad democrática reconciliada. No sabemos lo que pensaría sobre la nueva política iniciada por Pericles, que en la fecha de la Orestea (el 458) estaba en sus años más radicales. Quizá el que a continuación marchara a Sicilia (murió en Gela en el 456, dos años después) haga suponer que no se encontraba muy a gusto dentro de la nueva política de Efialtes y Pericles. Pero el momento no era adecuado para reabrir heridas.